2. La suma de las partes
«Mat, ¿crees en la vida más allá de la Tierra?»
«Tú crees, ¿verdad?»
«Supongo».
«Entonces yo también».
«¿Solo porque yo lo digo?»
«No, Dyn, porque tú lo ves».
«Yo veo tantas cosas...»
«Pero las ves. Eso significa que existen».
─Vaya idea ─masculló Dyn.
De alguna forma, logró arrastrarse hacia el rincón pese a los diez kilos del chaleco de fuerza. Ya habían pasado cinco horas. Cada minuto le pesaba más que su propio cuerpo.
«Mátenme», rogaba, mientras pegaba su cabeza contra la pared. «Mátenme antes que me pesen los pensamientos».
─¿Qué dices ahora, Mat? ─le dijo al fantasma de su amigo que había aparecido en el otro extremo del cubículo─. Estás mirándome con lástima. ¿Qué te sorprende? Sabías que yo iba a terminar así. Pero no puedes decirme nada, porque te veo, pero no estás ─se enderezó─. Hazme un favor: lárgate. Tu visita no hará la diferencia si solo vienes para verme caer por la borda. ¿Qué esperas? ─se impacientó─. ¡Vete!
Pero Mat permaneció allí, aguardando silencio, paralizado por la muerte. La opacidad de la mirada y la sequedad de la piel sobresalían de las tinieblas de su falsa presencia. Ese no era Mat, era todo lo opuesto a la energía que tanto admiraba de su amigo.
─Por favor, hazlo. No quiero recordarte así...
Comenzó a magullar la pared con la cabeza hasta enrojecerla. Golpe a golpe, las palabras fueron transformándose en alaridos abarrotados y desbocados. Pero nada logró apartar al fantasma.
─¡Vete!
***
─Creo que ya es suficiente, doctora.
─No. Continúa apuntando.
Karen Moritz siguió con suma atención el inusual comportamiento de Dyn Atelís desde el otro lado de la ventanilla. Su asistente, Edgar, un joven novato en la materia, anotaba cada detalle sobresaliente del paciente.
─Este es el cuarto caso seguido. Parece una epidemia ─comentó Moritz y suspiró─. Hace años me cuestiono la causa de esta enfermedad, ¿y qué he logrado descubrir? Nada.
─Alteración de la percepción de la realidad, conducta desorganizada, alucinaciones... ─Edgar leyó lo escrito hasta el momento─. Con todo respeto, doctora, todo esto induce a un posible caso de esquizofrenia.
─Este es un razonamiento simple y cuadrado. Nuestros pacientes se arrebatan únicamente en situaciones de crisis emocional; fuera de ello, son personas normales. Pueden entablar una conversación racional; tienen capacidad de concentración; los miras a los ojos y te responden la mirada. ¿Acaso conoces un esquizofrénico con esas cualidades?
─¿Entonces qué nos queda por hacer?
La doctora le pidió a su asistente que repasara los detalles obtenidos hasta la fecha.
─Eitan Dumont. Tiene veintidós años de edad, y dieciséis de ellos los pasó con una una exitosa carrera de modelaje ─comenzó a leer el joven─. En su historial médico no figura ninguna anomalía, pero los allegados aseguran que surgió un cambio en su comportamiento hace un año, cuando fue asaltado por un grupo pandillero. Perdió la consciencia y tuvo que ser trasladado de urgencias al hospital. Desde que despertó -y cito a su madre- "está cegado por la violencia". Llaman la atención las secuelas que se manifiestan en su cuerpo cuando agrede a un tercero. Según mi opinión, el paciente se siente culpable por atacar y se autocastiga.
─Es muy pronto para sacar conclusiones ─sostuvo Moritz─. ¿Quién sigue?
─Se hace llamar Alanis. Su apellido se desconoce, así también su edad e historial familiar. Tampoco figura en el registro civil, pero se estima que tiene entre diecisiete y veinte años. Fue hallada inconsciente en un parque como consecuencia de una sobredosis. La sometieron a rehabilitación y, un tiempo después, sus condiciones físicas mejoraron, pero su estado mental se fue deteriorando. Por más de que su cuerpo esté limpio de sustancias, su mente funciona como bajo el efecto del éxtasis.
─Es un estilo de vida envidiable ─bromeó Moritz, pero al ocasionar un silencio incómodo en vez de alguna que otra carcajada, le cedió nuevamente el habla a su asistente.
─Juny Henn. Apenas habla desde que cumplió nueve años, solo se limita a decir una palabra, pero no es capaz de dialogar o expresarse fluidamente. Por último, ─Edgar pasó a la siguiente página─, tenemos a Dyn Atelís. Dieciséis años. Sus padres lo trasfirieron a nuestra clínica por motivo de un ataque de alucinaciones que sufrió tras el fallecimiento de un amigo.
─Es un viejo paciente mío ─comentó Moritz─. Lo he tratado a los seis años, dadas circunstancias similares. Se había traumatizado por la desaparición de su hermana menor, Rina, y experimentó constantes irrupciones mentales desde entonces.
─No es un dato menor. ─El chico apuntó en su libreta─. Esta es toda la información que tenemos por ahora, doctora.
Ella asintió, mientras continuaba supervisando a su paciente desde el otro lado de la ventana polarizada.
─Hasta el momento, examinamos a los pacientes por separado y los resultados fueron insuficientes. Quizás tomando la suma de las partes llegaremos a una conclusión ─dijo al cabo de unos minutos de vacilación─. Propongo ceder a la participación de los mismos pacientes. Ellos, mejor que cualquiera de nosotros, sabrán qué tienen en común.
***
Se cumplió la sexta hora cuando la puerta se abrió ante Dyn. Para entonces, el estómago vacío le crujía y sus labios paspados susurraban débilmente por un poco de agua.
Edgar lo ayudó a levantarse.
─Pasaste por mucho estas últimas horas ─le dijo, mientras lo acompañaba a la salida─. Ojalá pudiera decirte que esto termina aquí.
«Ojalá terminen conmigo», reflejaban los ojos desgastados de Dyn.
El paciente se dejó arrastrar hacia lo imprevisto. No preguntó obviedades ni se resistió al constante vaivén por los pasillos de la clínica, hasta que ingresaron a una sala con paredes de aluminio y máquinas gigantescas maniobrando bajo el control de muchas personas de delantal blanco. Ellos revoloteaban de aquí para allá alrededor de tres jóvenes que permanecían sentados en círculo y en absoluto silencio.
Edgar le pidió a Dyn que los acompañara, y este obedeció con discreción.
Un médico tomó su brazo y adhirió un dispositivo metálico en la muñeca antes de que pudiera reprocharle. Lo mismo hizo con los otros jóvenes.
─¿Qué es esto? ─preguntó uno de los chicos, el que se parecía a un maniquí.
─Un sistema de rastreo ─respondió secamente el doctor y se marchó antes de que pudiera alcanzar a escuchar los gruñidos del paciente:
─¡¿Pero qué se piensan que son para hacerme esto?! ¡Yo no voy a ser parte de su circo! ¿Oyeron? ¡Oigan!
El equipo médico desapareció y quedaron solo cuatro adolescentes sin nada que decir o pensar.
─Yo no debería estar aquí ─reclamó el muñequito de vitrina.
─¡Sh!
─¡No me calles, niñita!
─Juny.
─¿Qué dices?
─Juny.
─Como sea.
─Alanis ─la chica le respondió a la menor de los presentes. Luego volteó al que se encontraba frente suyo─. ¿Y tú?
Dyn, que hasta entonces estaba concentrado en el pequeño trozo metálico incrustado en su piel, alzó la vista y reveló su nombre.
Los tres se enfocaron en el último muchacho, quien puso los ojos en blanco.
─¿En serio? ¿Haremos de esto un evento social?
Pero ante la insistencia de sus miradas, terminó diciendo:
─Yo me llamo Eitan Dumont. Seguro escucharon hablar de mí ─presumió con desdén, pero ante la negativa de sus acompañantes, bufó─. Yo soy modelo. Mientras ustedes daban sus primeros pasos en el arenero, yo los daba en la pasarela.
─¡Sh! ─reclamó Juny.
***
─¿Realmente cree que funcionará? ─le preguntó Edgar a la doctora, mientras los observaban interactuar del otro lado del vidrio─. No pasaron ni diez minutos y ya se están echando riña.
─No actuarán normalmente hasta que vuelvan a su entorno original. Estos pacientes no son una amenaza para la sociedad, tampoco para sí mismos.
─¿Entonces qué propone? ¿Darles el alta?
─Algo parecido...
Su asistente no tuvo tiempo para preguntarle qué tenía en mente porque, acto seguido, Moritz se hizo presente en la sala frente a sus pacientes.
─Buenas tardes. ─Les sonrió─. Se preguntarán por qué los hemos reunido. Pues, quería comunicarles que están listos para volver a la rutina. Sin embargo, debemos tomar las precauciones necesarias para aseverar que se encuentren bien mientras estén afuera. Eso explica el sistema de rastreo. Su libertad estará a prueba.
A la mañana siguiente, los reunieron nuevamente, esta vez en la salida de la clínica, pero fueron separados por cuatro automóviles que los llevarían a su respectivo destino. Se fueron sin decir palabra, solo esperaron reencontrarse con la realidad y retomarla por donde la habían dejado.
Dyn apoyó la cabeza contra la ventanilla y vio la pradera correr frente a sus ojos. Volvería a casa, al campo, a sus padres, a su pasado. Al menos, eso creía.
El automóvil dio un giro inesperado, y la tranquilidad de su pueblo se transformó en un mar de gente en una urbanización. El verde se hizo gris, y los rayos del sol que se extendían por el césped de pronto se escondieron detrás de exorbitantes rascacielos. Al percatarse del cambio, Dyn se despabiló y comenzó a impacientarse. La perplejidad por el pasado pasó a ser el desconcierto por el futuro.
─¿A dónde me lleva? ─le preguntó al conductor, pero este no respondió, solo estacionó y abandonó al muchacho frente a un albergue de mantenimiento dudoso en pleno centro de la ciudad.
La puerta de metal oxidada y el letrero de bienvenida que brillaba con luces a medio andar no generaban la sensación de calidez hogareña con la que Dyn esperaba encontrarse. Al ingresar, subió las escaleras que conducían al primer piso y encontró a una señora sentada frente a una computadora. Era dueña de unos rizos canosos y ojos enmarcados por unas gafas rojas. Sus años se podían contar por las arrugas de su rostro.
─Disculpe ─se atrevió a murmurar Dyn─. Estoy algo perdido y me quiero comunicar con mi familia. ¿Podría usar su teléfono?
─¿Nombre? ─lo interrumpió la señora.
─¿Disculpe?
─Necesito su nombre para registrarlo en el sistema.
─Pero no debería estar aquí.
─¿Usted es paciente de la clínica ARETÉ?
─Sí... ¿Cómo lo sabe?
─¿Nombre? ─insistió ella y posicionó sus dedos sobre el teclado.
─Dyn ─contestó entre titubeos─. Dyn Atelís.
─Habitación número tres. Segundo piso, por el pasillo a la izquierda.
Tras balbucear un "gracias" confuso, el joven tomó las llaves que la recepcionista le extendió y se encaminó hacia donde se le había indicado. Sin vestimenta, horas de sueño, ni con la menor idea de dónde estaba, sujetó la manija y empujó la puerta del dormitorio.
No fue el único que cayó en la trampa. Allí dentro, ya se encontraban los mismos tres chicos que tuvo el desagrado de conocer el día anterior.
─¡Esos malparidos nos tomaron por idiotas! ─ladró Eitan─. Hijos de...
Alanis le cubrió los oídos a Juny.
─Llamemos a Moritz ─propuso Dyn y comenzó a dar vueltas alrededor de sí en busca de un teléfono─. Rápido, alcáncenme un móvil.
Eitan hurgó en los bolsillos del pantalón y le extendió las manos vacías.
─Aquí tienes. De última tecnología.
Dyn se molestó ante la respuesta sarcástica, pero no encontró motivo ni valentía para rebatir.
─Necesitamos contactarnos con la clínica para reclamar ─dijo, en cambio.
─No hay manera.
─Debe haber alguna. Si quieres salir, coopera.
Eitan se le hubiera lanzado encima si no fuera porque se percató de que Alanis se lo había quedado contemplando pasmada hacía rato.
─¡¿Y tú qué miras?!
Ella reaccionó con un sobresalto. Durante esos últimos minutos, había entrado en un trance que la sacó de contexto y la llevó a conectarse con uno muy distinto. Estaba frente a los mismos muchachos, pero su piel relucía, sus voces mantenían un tono suave y su conversación era diferente.
Esto tiene arreglo, oyó a Dyn decir en primer lugar.
Los terrestres son nuestra solución, respondió Eitan.
Convoquémoslos. Rápido, antes que sea demasiado tarde.
Allí tenemos nuestra última esperanza.
Necesitamos unirnos a ellos si queremos desligarnos.
¿Hay manera?
La hay. Si quieren salvarse, cooperarán.
Fue entonces que el grito de Eitan la despabiló y ella volvió en sí.
─Disculpen. Me distraje ─les dijo y tiró su cabello hacia atrás con el fallido intento de acomodar las ondulaciones traviesas que brincaban a los costados─. ¿De qué hablaban?
─¡Plan! ─demandó Juny. Se sentó en el suelo, se acomodó cruzada de piernas y esperó que el resto hiciera lo mismo.
Eitan revoleó los ojos y, con mala gana, aterrizó junto a ella. Le siguió Dyn.
─¿Vienes, Alanis?
¿Contamos contigo, Alanis?
¿Otra vez esa voz? ¿Qué quería? ¿Y por qué contarían con ella si no los conocía? No les debía ningún favor, y siendo honesta, tampoco les resultaría útil la ayuda de una chica tan incompetente que solo fue capaz de arruinarse a sí misma.
Juny fue a socorrerla al verla tambalear.
─¿Te sientes bien? ─le preguntó Dyn.
¿Te parece bien?
─¡¿Qué quieres?! ─gritó Alanis. No sabía qué responder. ¿A qué se estaría comprometiendo? ¿Para qué? La agitación de sus pensamientos la llevaron a sacudir la cabeza─. ¡Déjenme en paz! ─prorrumpió y cerró los ojos.
Pero al abrirlos, se encontró con las expresiones desentendidas de los presentes. La luminosidad que destellaba de sus cuerpos se había apagado.
─Cálmate, ¿quieres? ─gruñó Eitan.
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