16. Estremecerse

Boris y Keisi salieron de la discoteca bajo la promesa de encontrar un sitio tranquilo. Ella, cabizbaja, se aferró a él para mantener el equilibrio que los tragos le habían quitado. Tan pronto cayó en sus brazos, sintió un roce trepándose por su pecho. Inmediatamente se enderezó, mas no dijo palabra, su boca estaba ocupada en evitar las náuseas. Levantó la vista recién al toparse con un muro y se encontró a sí misma en lo profundo de un callejón.

─Me siento mal ─murmuró.

─Te sentirás mejor en unos minutos ─le susurró Boris al oído, mientras estiraba los brazos que sujetaban a la chica por debajo de su blusa.

Keisi se apartó de los besos en el cuello que desprendían un fuerte olor a tequila.

─Quiero irme.

─No seas así. ─Boris se acercó nuevamente, tambaleando.

─Detente.

─¿Por qué?

─No quiero.

─No te creo.

Y cuando las manos gigantescas se posaron en su trasero y la impulsaron hacia él, Keisi se despabiló del mareo y lo apartó de un empujón.

─¡No!

Boris gruñó. Otra puta más que se le resistía. ¿Cuánto costaba ceder al placer? Estaba haciéndoles a ambos un favor, no era un mero acto egoísta, él quería verla estremecerse.

La agarró del brazo y clavó sus uñas en su muñeca. Logró sacarle un quejido que lo excitó. Pese a la resistencia que manifestaba la chica con tanta energía, consiguió voltearla de espaldas y entrelazarle los brazos. Le lamió una oreja. Keisi se la restregó por el hombro y apartó la cabeza para alejarse de esa lengua hostigadora, que pronto fue reemplazada por unos dientes que mordieron su cuello y no se desprendieron hasta dejarle una marca.

Quiso alejarlo con una patada trasera, pero él atajó su pierna y aprovechó para bajarle los pantalones de un tirón que la llevó cuesta abajo. Las piernas de la chica, aún liadas por la prenda, estaban condenadas a caerse una y otra vez. Desesperada, intentó arrastrarse con la ayuda de sus brazos. Llegó a moverse unos centímetros cuando un cuerpo de noventa kilogramos aterrizó encima y la apretó contra el suelo.

El grito que lanzó opacó el crujido de una de sus costillas al quebrarse. De pronto, sintió un dolor agudo en el pecho. Le suplicó que parara, que la estaba lastimando, pero fue ignorada. Boris le estiró la braga y la rompió en rajas. Entonces, Keisi comenzó a atrancarse. Tosió y tosió, cada vez con mayor intensidad. Su visión fue ensombreciéndose, por lo que estuvo inadvertida de la sangre que expulsaba con cada espasmo.

Sin embargo, al sentir el roce de un dedo paseándose sobre sus glúteos, encontró las fuerzas para voltear y evitar el manoseo que ya estaba apostando por más. Se aferró al cuello del Boris quien, inadvertido ante el inesperado contraataque, le concedió unos segundos de su respiración, y a Keisi, unos puñetazos en pos de que lo soltara.

Un ojo morado, una torcedura de nariz y mejillas hinchadas e inundadas por lágrimas valieron la libertad de Boris. Aun así, sentía las manos calientes de la muchacha agitando su cuello, y reconoció en ellas un efecto deleitable. Quiso volver a probarlo, quiso compartir esa sensación tan provocativa. De seguro a ella le gustaría apreciarlo también.

Se lanzó al cuello de la chica y lo oprimió. La piel que pellizcaba sobresalía entre sus dedos. Keisi gritaba en su interior todo lo que su garganta no pudo por ser presa de esas manos. La sangre que expulsaba se atoró camino a su boca, y una convulsión inmediata sacudió su cuerpo desgastado y complació a Boris.

Al fin la veía estremecerse.

***

La encontraron cuando exhaló su último suspiro. Estaba tirada en el suelo como una muñeca de porcelana después de caer de la repisa, rota, esperando que alguien llegara a recoger los pedazos.

Alanis vio la blusa ultrajada, los pantalones bajos y agujereados, y un aro colorado rodeando el cuello de su terrestre. Si tan solo hubiera llegado unos minutos antes... Si tan solo hubiera estado presente como un ser de carne y hueso, un ser latente de ímpetu y cólera, un ser que podría actuar con sus propias manos, esta historia habría tenido un final diferente.

Sintió el impulso de llorar, pero las lágrimas no fluyeron, así tampoco las palabras y el perdón. En su interior, le suplicó que la disculpara. Quiso prometerle que se vengaría a su nombre, pero ello estaba fuera de su alcance. Alanis tampoco tenía fuerzas; su ánimo se había fugado con Keisi.

Apoyó una mano en el corazón de la difunta. Unas tiras púrpuras fueron expulsadas del pecho desinflamado y se treparon luminosas por el brazo de la ideal.

Unos minutos después, Alanis se encontró a sí misma en Idealidad. Se sentó sobre una roca sumergida en el mismo lago que había visitado cuando llegó por primera vez, y encontró a la verdadera ideal de Keisi, quien se asomó para darle sus condolencias.

─No fue tu culpa ─quiso alentarla─. Mi terrestre estaba advertida del peligro que corría, pero decidió entrar en la boca del lobo. Tú, como su ideal, hiciste suficiente. Le aconsejaste, avisaste y asesoraste. Buen trabajo ─concluyó con una sonrisa.

Alanis alzó la cabeza y reveló un rostro sumergido en lágrimas. Se atrevió a llorar todo lo que no pudo siendo una ideal. Extrañó la tristeza, el enojo y -más aún- expresarlos.

─¡¿"Buen trabajo"?! ─abucheó, asqueada e indignada por lo que acababa de escuchar─. Keisi no buscó la muerte, solo quiso distraerse de sus problemas. Te diré de quién es la culpa: mía, por no haber sido un ejemplo para ella; tuya, por permitir que alguien tan inútil como yo lidiara con su fragilidad; pero principalmente de ustedes, los ideales, por crear una tierra con tanta violencia. Es nuestra culpa, solo nuestra.

─No lo es. Hiciste un buen trabajo ─insistió su acompañante con la misma sonrisa─. Como recompensa, podrás vivir aquí.

«¿Qué me quede a vivir en Idealidad? ¡¿Acaso no aprendieron nada?!», rugió Alanis en su interior. Parecía un chiste, y por un instante se convenció de que la estaban tomando por estúpida. Quiso responderle un "no" tajante, pero se encontró a sí misma asintiendo en silencio. Parecía ser que el efecto ideal estaba retornando y no sabía cómo resistirse a él.

***

Georgia había llegado tarde. Encontró el cuerpo recostado bajo la sombra y supo que no volvería a levantarse. Temió acercarse; de hacerlo, le pondría un rostro a esa víctima, vería los golpes que pautaron su muerte, distinguiría la expresión de dolor con la que se despidió del mundo.

Sus piernas no respondieron a la negación, se asomaron lentamente y se doblaron sobre el suelo. El resultado fue peor de lo que temía: la identidad de la muchacha estaba oculta bajo un rostro anónimo, rojo, inflamado, magullado, deformado. Intentó imaginarse sus verdaderas facciones, pero no pudo, estaban ocultas bajo una máscara bestial.

Pensó en la señora Mel y sintió un escalofrío cuando la imaginó recibiendo la noticia, aquella que ninguna madre desearía recibir jamás.

Le tocó la muñeca con la esperanza de descubrir un resultado diferente al predecible, y los quitó tan pronto entendió que sus huellas digitales se habían grabado en la piel de la víctima.

Retrocedió.

«¡Qué idiota!», se recriminó.

Volteó.

«¡Qué descuidada!».

Aceleró.

«¡¿Qué haré ahora?!»

Ingresó al vehículo y encendió el motor.

─¡Dyn, ven!

Él se había quedado junto a Keisi. La miraba con un semblante impávido. No pudo describir sus sentimientos; no tenía ninguno. Esperó que estuviera merodeando adentro suyo algún acto de conmoción o de horror, cualquier emoción que le indicara que no se había convertido en un cadáver más. Unas luces rojas y azules comenzaron a alumbrar el callejón, y Dyn comprendió que era momento de marcharse. No la despidió ni lloró su partida, se olvidó de cómo hacerlo.

***

Lo encontraron cuando ya estaba alejado de la escena del crimen. Boris puso los brazos en alto, luciendo un rostro enrojecido y rasguñado, cabello desaliñado, una camisa desabotonada, y ojos atormentados por lo que había dejado atrás. No escapó de las patrullas que comenzaron a correr en círculos a su alrededor, estaba demasiado mareado por los efectos del alcohol.

Eitan no había llegado a ver las atrocidades cometidas por su terrestre, pero sí pudo sentirlas mientras transcurrían. Cuando Boris amarró a Keisi, Eitan sintió una presión en sus brazos; cuando la tiró, comenzó a tambalearse; cuando la ahorcó, se quedó sin aire.

Encontró al asesino estando ya inclinado sobre uno de los automóviles, siendo esposado por dos policías, y pese a no haber alcanzado a ver los rastros del episodio, el ideal encontró las evidencias en sus manos endurecidas y carbonizadas.

El frescor pronto se apoderó de todo su cuerpo, le penetró la piel y le heló la sangre, los músculos, los huesos, y finalmente el corazón.

Ya no le quedaba nada que sentir.

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