14. Entre los eucaliptos
Georgia pertenecía a una familia de bien, no adinerada, pero de grandes valores morales. Tuvo una infancia sencilla, ligera, exenta de escándalos e inconvenientes. El padre era bancario y la madre, docente. El dinero bastaba para cubrir la tarifa de la institución privada de sus hijos y darse unos gustos ocasionales, como cenas en restaurantes o el veraneo en la playa.
De niña, comenzó su adoración por las agricultura y decidió que a ella se dedicaría cuando fuera mayor. Su madre le cedió un espacio en un rincón de la escuela donde trabajaba para que Georgia pudiera inaugurar una pequeña huerta. Allí, con quince años, conoció a Nir.
Empezó como un simple amor adolescente, y llevaban medio año de novios cuando él le propuso el trato que cambió su vida: "estar a cargo de una cosecha especial".
Georgia se negó; no quería peligrar a la huerta y el trabajo de su madre. Él amenazó con dejarla. "De nada servirá si no estamos en esto juntos", fue su pretexto y la convenció. Empezó con las plantas más liviana, pero a medida que creció la clientela, aumentó se vio obligada a apostar por productos más fuertes. De lo contrario, perdería consumidores, perdería dinero, lo perdería a Nir.
Ocho años después, fue dado por perdido. Un automóvil que corría a 120 kilómetros por hora acribilló a Nir a los veintitrés años. El caso fue juzgado como accidente de tránsito, pero Georgia sabía que no había sido casual; en ese negocio, nada lo era.
Sabía que, si no huía, ella sería la próxima. Es por ello que inició una nueva vida lejos de la mirada pública y estaba convencida de que seguiría siendo una de las más buscadas. Lo que nunca imaginó era que la capturarían durante una transacción, tarea que acostumbraba a realizar con éxito.
Ya así, con cuarenta años y un arma apuntándole la espalda, empezó a replantearse sobre sus aptitudes para el oficio.
─¡¿Cómo vas a llevar a este extraño armado a tu casa?! ¡La expondrás a Rina! ─le reclamaba Dyn.
Pero Georgia no pudo responderle. Estaba sometida a la completa disposición del agente.
Arribaron a la cabaña. Geller abrió la puerta de una patada y apuntó la pistola al frente. Se encontró con una jovencita en pijama que, al verlo, tomó aire y lo saludó.
─¡Siéntate en el sofá! ¡Manos en la nuca! ─ordenó el hombre.
Rina obedeció en silencio y Georgia fue arrojada junto a ella. Ambas estaban con la espalda recta y las manos apoyadas sobre el regazo, enmascaradas con un semblante distendido. La niña le ofreció al visitante algo para beber con absoluta calma.
─Qué modales tiene la niña, te felicito ─le dijo Geller a Georgia, mientras caminaba a su alrededor─. ¿A tus clientes los recibe de la misma manera?
─Quien entre a esta casa será tratado con respeto.
─Cuanta ética para una familia corrupta.
Geller se acercó a Rina. Dyn tensionó el puño, pero sintió una llamarada entre sus dedos que lo obligó a relajar la musculatura. Estaba perplejo por la forma en que su hermana mantenía la compostura siendo presa de la amenaza, como si estuviera de acuerdo con lo que su atacante planteaba. No debía ser la primera vez que era acorralada por los descuidos de su tía.
─Georgia, no estoy aquí por ti ─reveló Geller─. Sé que cometiste errores en el pasado, por no decir atrocidades que atentaron contra la integridad de muchas personas, pero no vine a condenarte por ellas, al menos, no ahora.
─Si conoces todos mis delitos, ¿por qué no me encarcelas para terminar con todo esto?
─Necesito tu colaboración.
Eso Georgia no se lo esperaba.
─Y si te rehúsas a dármela, te llevaré a los tribunales.
─¡Llévesela! ─gritó Dyn─. ¡Saque a Rina de aquí, por favor!
─¿Y bien?
La señora arrugó la comisura de sus labios.
─¿Qué quiere?
Un retrato aterrizó en sus manos.
─Sabes quién es─ dijo el agente.
─Sí.
─No fue una pregunta. Necesito que me des toda la información que tienes sobre su persona.
Dyn se asomó por detrás de su terrestre para espiar el documento y sintió una punzada en el pecho cuando vio el rostro dibujado en él.
─Alanis. Distribuidora ─respondió Georgia.
─¿Cuánto tiempo trabajó contigo?
─Dos años.
─¿Qué sabes de su familia?
─No tiene. Vivía en la calle con un grupo de amigos.
─Traficanrtes, querrás decir.
─Sí.
─¿Cuándo te contactó por última vez?
─Hace un año.
─En tu última tanda de otoño, ¿cierto?
─¿Cómo sabe sobre ello?
─Eres muy predecible. Aprovechas la época de desprendimiento de hojas para gestionar los encuentros de venta sin dejar huellas en el suelo. Eso explica por qué te escabullas entre eucaliptos: ocultan tus pasos, te cubren de espionajes aéreos gracias a su altura, y reemplazan la fetidez de tus plantas alucinógenas por un aroma de hierba fresca. Debo admitir que has sido muy discreta, pero no suficientemente creativa. Sigue relatando tu último encuentro con Alanis.
─No hay mucho más que decir. Nos vimos por última vez hace un año en el mismo árbol donde me encontró usted hoy. No me volvió a llamar.
Geller le quitó el identikit, provocando que la punta filosa del papel cortara la palma derecha de Georgia. Rina se levantó a traerle una venda y desinfectante, pero fue detenida por la pistola que la apuntó. Aunque nadie se percató de ello, Dyn la cubrió.
─Nadie... se va... de aquí ─masculló el detective y direccionó el arma a Georgia─. Sé que ocultas algo. Será mejor que, para mi próxima visita, me recibas con una mejor respuesta ─objetó y se dirigió hacia la puerta, pero antes de desaparecer, agregó:
─Y no te molestes en escapar porque volveré a encontrarte. Eres muy predecible.
El silencio perduró minutos después de la ida del visitante.
─Perdona ─terminó diciéndole Georgia a Rina─Ojalá pudiera hacer algo mejor, pero es lo único que conozco. Te agradezco por no juzgarme.
─Jamás lo haría ─le respondió la joven.
Concluyeron la charla con el beso de las buenas noches. Rina se fue a dormir a su dormitorio y Georgia se encaminó al suyo, perseguida por Dyn.
─Pudo haber tenido una mejor vida ─disparó él─. Rina podría estar ahora mismo viendo una película en familia, saliendo con amigos, ensayando en el conservatorio... Papá siempre quiso enseñarnos música. Ella pudo haberlo hecho. Yo también.
─Comienzo a sospechar que tu rencor tiene motivos egoístas.
Obviamente los tenía. ¿Acaso Georgia creyó que todo seguiría marchando en orden en la familia Atelís a partir del secuestro? Sus padres no se aliviaron por tener una boca menos que alimentar, y Dyn no se convirtió en su hijo favorito. Nada cambió para bien. Al contrario, todo empezó a girar en torno a Rina. Su madre había arrimado la mesa a la ventana para no perder de vista el posible regreso. Su padre se negaba a declarar frente a los agentes del departamento de investigación, convencido de que la niña volvería al día siguiente. ¿Y Dyn? Por lo menos estaba físicamente presente. Eso era suficiente para ellos.
─Tengo información que podría interesarte ─dijo cuando Georgia le cerró la puerta de su habitación en la cara─. Es sobre Alanis.
La manija tembló un instante y destrabó la cerradura. La puerta se abrió a medias.
─Te la revelaré con una condición.
─¿Cuál? ─escuchó a Georgia preguntar desde adentro.
─Que liberes a Rina.
Dyn esperó. Sabía que era una propuesta de difícil acuerdo y que valdría unos minutos de debate interno. De pronto, la mano de la mujer se estiró hacia afuera y la estrechó con la suya. Estaba humedecida, y no supo distinguir si por sudor o por lágrimas.
Dyn le contó a Georgia todo lo que sabía, pero a medida que hablaba, notaba que le escaseaba información sobre Alanis. Su nombre era el único dato certero. ¿Quizás no? ¿Será un seudónimo? ¿Tendrá un segundo nombre? ¿Cómo le gustaba que la apodaran? ¿Dónde había crecido? ¿Cómo era su familia? ¿A qué escuela asistía? ¿Asistió siquiera a la escuela?
Necesitaba otras pistas para descubrir a la persona que creyó conocer.
─¿Sabes dónde se encuentra? ─fue lo único que le interesó a Georgia. El tiempo corría, el detective podría reaparecer en cualquier instante, y ella aún no había encontrado la respuesta que le había demandado.
─Sí.
─Debemos ir por ella.
─¿Qué hay con Rina?
─Serán solo un par de horas. Ella sabe cuidarse por sí misa.
La noche había aterrizado con una lluvia voraz. Las gotas gruesas empañaban las ventanas y el viento las sacudía. Georgia se calzó sus botas de goma y se envolvió en su campera impermeable. Tomó la bufanda y el par de guantes que colgaban del perchero, y mientras se los ponía, vio salir a su ideal con una blusa de manga corta y un pantalón tres cuartos.
─¿No tienes frío? ─le preguntó.
─No ─confesó Dyn con simpleza.
Cerraron la puerta y se sumergieron en las tinieblas.
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