13. La piedra y el diamante
El horario de visitas en el hospital era limitado, se llevaba a cabo los viernes de una a tres de la tarde y el acceso estaba permitido solo a familiares de los pacientes. Pero ese viernes en particular las restricciones no fueron obedecidas. Una de las internadas cumplía diecisiete años y era motivo de celebración para todos sus allegados.
Arribaron ocho personas a la habitación 66 con globos, regalos y aperitivos. Keisi los recibió con su mejor sonrisa forzada. No estaba de ánimos para soportar a nadie.
La madre le lloró al oído lo aliviada que se sentía por no haber sido su cumpleaños dieciséis el último de su vida. El padre indagó el lugar en busca de una colilla de cigarrillo o marihuana; después, la saludó con sospecha. Sus amigas se abalanzaron sobre ella como si hubieran pasado años desde la última vez que se vieron. Cada una la abrazó y le susurró un chisme de la escuela:
─Ron está engañando a Linda.
─El director tiene un romance con la profesora de arte.
─La cocinera del buffet le vende cocaína a los de octavo.
─Rita engordó doce kilos.
─Rita está embarazada.
Pero la mayor de las novedades que andaban circulando por el instituto, sabía Keisi, era su experiencia proclive a la muerte. ¿Qué andarían diciendo de ella?
─Lo que piensen de ti es lo de menos. La gente comentará siempre lo que le conviene ─ninguneó Alanis desde las sombras. Desconocía lo que para su terrestre significaba estar en boca de los demás.
Los padres de Keisi apoyaron una caja de cartón sobre la mesa desplegable. Ella se asomó y vio un pastel de mousse de limón. Deslizó el dedo sobre la superficie de merengue, lo chupó y se relamió los labios. Tenía sabor a infancia. De niña adoraba los dulces, pero a los once años descubrió qué eran las calorías, y un año después comenzó a contarlas.
Se replanteó si valía la pena arriesgar todo lo conseguido en los últimos tiempos por un poco de azúcar. La respuesta la encontró en sus brazos esqueléticos y pálidos, el lanugo que los envolvía, y los cabellos caídos sobre su almohada. Eso no era lucir bien, concluyó.
La madre clavó una vela en el centro del pastel y la encendió. Mientras le cantaban el "feliz cumpleaños", la chica se chupó los dedos.
Esa noche, vomitó en contra de su voluntad. Su cuerpo se había acostumbrado a liquidar todo lo que consumía. Alanis sintió que el malestar de su terrestre le estaba absorbiendo las fuerzas, y lamentó estar sujeta a la responsabilidad de alguien que no sabía cuidarse a sí misma. Keisi percibió su incomodidad y le murmuró un perdón.
─Yo no era así antes ─confesó y se refugió debajo de la manta─. Tenía todo bajo control, pero bastó para que una persona apareciera y lo cambiara todo.
─¿Qué pasó? ─se interesó Alanis.
─¿Alguna vez creíste que no eres suficiente para alguien? ─Keisi emitió un quejido, y su ideal no supo si interpretarlo como un llanto o una risa irónica─. Piensas que esa persona es demasiado perfecta para estar contigo y quieres ser igual de especial. Entonces piensas en maneras de perfeccionarte, cambiar, bajar "un poquito más" de peso. Luego, escuchas hablar sobre unas pastillas que solucionarán tu problema, pero dejan de dar resultado al poco tiempo, y eso te lleva a intentar con otras y tantas más. Te vuelves adicta a todo tipo de fármacos, sin importar su función. ¿Acaso existe persona más patética que yo?
─Sí, la persona que te las vendió.
Keisi, aún cubierta, abultó la manta con el aire que soltó tras u largo suspiro.
─Igualmente, debo agradecerte. Me salvaste de una noche digna de olvidar. Tuve que haber supuesto que me descartaría después de acostarse conmigo.
─¿Por qué necesitabas a alguien como él? ─dijo Alanis.
Keisi la espió por sobre la manta y reveló un par de ojos abultados y cristalinos que la miraban con desentendimiento.
─Es que no le encuentro sentido ─continuó la ideal─. Lo tienes todo, Keisi: familia, amigas, una fiesta de cumpleaños... ¡Desperdiciaste un pastel! ¡¿Sabes cuántos morirían por comer un pastel?! Y tienes a Dyn...
─¿A quién?
Alanis se puso cabizbaja al pronunciar aquel nombre, mientras recordaba aquella tarde en la que espiaron a su terrestre por fuera de su instituto.
─Es un compañero tuyo de la preparatoria.
─¿Hablas de Dyn Atelís, "el demente"?
─¡No está demente!
─De acuerdo, cálmate.
Alanis respiró profundo antes de continuar hablando.
─Es solo un chico incomprendido. Puede parecer medio nervioso y maniático, le gusta tener las cosas bajo control como a ti. Pero también es dulce, atento y considerado. Es de los pocos que no me juzgan, y tú tampoco deberías hacerlo con él.
─¿Por qué me cuentas todo esto?
─Porque Dyn está locamente enamorado de ti. ─Alanis lo dijo con resignación, como si aquellas palabras le supusieran un gran peso sobre la lengua─. ¿Nunca lo notaste?
Keisi vaciló. Quería admitir que a duras penas recordaba el rostro del chico, y tenía menor registro aún de su supuesto enamoramiento, pero no quiso admitirlo por miedo a recibir otro regaño de su ideal. Entonces, terminó respondiendo con una simple encogida de hombros.
─Debe ser tan lindo sentirse querido... ─Alanis cerró los ojos por un instante, tratando de imaginar aquella sensación que creía magnífica.
─Lo es, pero cuesta demasiado encontrar a alguien que encaje contigo.
─Jamás lo encontrarás si no le das una oportunidad a los demás.
─¿Estás enojada porque no me fijé en tu amigo? ─A esa altura, Keisi ya estaba algo molesta por la actitud de la otra chica.
─Es que eres demasiado egocéntrica, apenas ves lo que pasa a tu alrededor.
─¡¿Y tú quién eres para decirme eso?! ¡Apenas me conoces!
─¡Vamos, Keisi! Eres como un libro abierto. Cualquier persona que leyera las páginas de tu vida sabría que la protagonista es la típica niña popular, con la atención de todos siempre concentrada en ella, y un futuro prometedor por delante.
─¿Eso crees? ¿Que tengo la vida resuelta porque le caigo simpática a la gente? ─espetó Keisi con desdén.
─A lo que me refiero es que... ─Alanis bajó la voz que, hacía instantes, estaba rebotando contra las paredes de la habitación─. Estoy segura de que hay otros muchachos detrás de ti; entonces, teniendo todas esas posibilidades, ¿por qué te quedaste con alguien que te hizo sentir como un objeto descartable si para muchos eres un diamante?
Keisi estiró la manta hasta cubrirse la frente y masculló:
─Jamás lo entenderías.
«Tiene razón, no puedo entender a una gema si yo soy una simple piedra», pensó la ideal.
Sabía que no tenía derecho a juzgar a Keisi, pero aquella tarde vio todo lo que poseía y era mucho más de lo que ella misma jamás podría obtener. «¿Qué tan complicado puede ser vivir como una chica normal?», se preguntó. Tuvo que quedarse con la duda, porque su terrestre no parecía estar dispuesta a darle una respuesta.
***
El balón repiqueteaba en cámara lenta. Las rivales seguían cada movimiento de la jugadora número tres. Esta, indecisa, buscó con disimulo un atajo por donde salir de la ronda que se había formado a su alrededor. Picó el balón entre sus piernas, la atrapó con la mano izquierda e insinuó un paso hacia adelante para confundir al adversario. Al instante retrocedió, pasó el balón por su espalda y giró al lado opuesto.
Las demás, inadvertidas de su rapidez, la dejaron huir de la ronda. Ella corrió al extremo opuesto de la cancha, saltó al aro, se colgó de él con una mano y con la otra, encestó. Así, desde las alturas, festejó otro punto para su equipo.
Sonó el silbato, y las jugadoras se reunieron con el entrenador.
─¡Muy bien, Jia! ─la felicitó este y le palmeó la espalda.
Juny sonrió complacida y realizó una reverencia de agradecimiento.
─Debemos hablar de un asunto importante: el campeonato intercolegial ─anunció el entrenador─. El año pasado, nuestra escuela ganó el segundo. Si bien es respetable, no es completamente admirable. Nuestro equipo debe cambiar su suerte. ¿Están de acuerdo?
─¡Sí! ─gritaron todas.
─Bien. Necesitaremos hacer algunos cambios.
Este anuncio, a comparación del anterior, no avivó el entusiasmo. Dicho cambio podría significar la descalificación de muchas de ellas. Juny estaba segura de que sería una de las que se sentarían en la banca. Había iniciado las prácticas hacía una semana, y a pesar de tener los dotes extraordinarios de su gemela, carecía de experiencia para enfrentar una competencia.
Al estar hundida en sus pensamientos, no oyó ser nombrada como parte del equipo. Sus compañeras tuvieron que sacudirla para que se aproximara al entrenador, quien la esperaba con otras palmadas de felicitaciones.
─Jia, te elegí porque, además de ser un jugadora excepcional, has demostrado que con pasión, predisposición y empeño, se puede volver a la cancha. ¡Aplausos para ella!
El campo de entrenamiento se llenó de cantos y ovación. Juny se sentía en las nubes. Ni en sus más profundos deseos vivió un momento tan halagador.
Después de anunciar a las otras jugadoras que formarían parte del campeonato, iniciaron una nueva partida. El bando de Juny se adueñó de la zona opuesta para evitar que el adversario metiera una bandeja en el primer minuto. Lograron atajar el balón y se la entregaron a Juny para que emprendiera un trote hacia el aro cuando, a medio andar, su cuerpo se paralizó.
Unos segundos después, la número tres se encontró rendida en el suelo.
Las demás se acercaron a auxiliarla y comenzaron a agitar sus manos frente a los ojos abiertos de la chica, pero ella, a pesar de estar despierta, no pudo reaccionar.
Había sido una recaída, informó el doctor de Jia esa misma tarde. Reposo, mucho reposo, era la principal condición. «No hay tiempo para descansar», quiso reprochar Juny. El campeonato se aproximaba y sus compañeras dependían de ella. Pero los padres procuraron mantenerla acostada en la camilla del hospital.
Su equipo no fue a visitarla, tenían los días contados para entrenar. Ocasionalmente, escuchó hablar a su madre por teléfono con su entrenador. Por las respuestas evasivas de la mujer, supuso que le estaban rogando que le permitiera volver a la cancha.
De repente, extrañó a su propia madre e imaginó que debía estar buscándola. Habían pasado dos semanas desde la inesperada mudanza a otro cuerpo, y se preguntó dónde estaría el suyo. ¿Lo habrían encontrado? ¿Seguiría funcionando con normalidad, como si una Juny paralela lo estuviera manejando? ¿Estaría conectado a un respirador artificial? ¿O habría desaparecido por completo?
Cualquiera fuera la respuesta, sabía que había un par de personas que no renunciarían a su búsqueda: rasgarían la tierra, bucearían en la profundidad del océano y construirían un cohete si se llegase a dar una mínima posibilidad de que su hija estuviera levitando entre planetas y estrellas.
Ya no sabía qué pretendía Jia. Para ella, ¿qué era el honor y qué tendría que hacer para conseguirlo? ¿Ganar un campeonato de baloncesto? ¿Plasmar el apellido de la familia en un diploma de grado? ¿Ganar el Nobel de la paz? No podría cumplir ninguna de esas metas pronto.
Jia le había prometido que sería temporal, pero, de repente, Juny comprendió que era una palabra ilimitada. "Temporal" podía ser dos horas de película, una semana de vacaciones, nueve meses de embarazo, o cien años de vida.
Ya quería regresar a casa.
***
El agente Geller era el más destacado de su cuadrilla, y no por su capacidad resolutiva de misterios que sus compañeros demoraban años en descifrar. Más bien, por su estilo, que lejos estaba de la discreción característica del detective promedio. Vestía siempre un sombrero empinado y se cubría con una bata de color verde musgo, tan larga que barría el suelo. Lucía una barba candado y procuraba llevar una pincita en su maletín para corregir el brote de algún pelo rebelde que se extralimitara. Calzaba botas de cuero talle cuarenta y cuatro, y pisaba fuerte para que el golpe del tacón anunciara su preeminente llegada.
Aquel día, mientras recorría la ruta en su camioneta, Geller se miró a través del retrovisor y notó una espeluznante cana colgando de su lisa y larga cabellera azabache. Con un movimiento determinante, arrancó a la intrusa y la desechó por la ventanilla. Había sido la tercera en la semana. Supo que la transformación de su cabello era producto del estrés que le había generado el caso «Alanis» y el nulo avance de la investigación.
Su suerte cambió unos días atrás. Había interrogado a un prisionero conocido de la sospechosa, al cual tuvo que extorsionar con la recompensa de libertad. Sabía que no había sido profesional, pero a esta altura de la partida, no encontraba otra alternativa que jugar sucio. Este interrogado le dijo que no sabía dónde se encontraba Alanis, pero le dio una dirección que podría ayudar a rastrear sus pasos.
Estacionó la camioneta a un costado de la ruta y se camufló en el bosque. Siguió el camino que su cita le había indicado: tres árboles al frente, cuatro hacia la izquierda, dos más al frente y uno a la derecha. Llegó a destino a la hora pactada. Su invitada también fue puntual. Vio una silueta asomarse a pasos livianos que hacían crujir las hojas caídas y secas de otoño.
─¿Jorge Geller? ─le preguntó ella.
Él reveló su rostro por debajo del sombrero.
─Agente Geller para ti ─dijo y deslizó del bolsillo de su bata una credencial─ Un placer conocerte al fin, Georgia.
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