11. Complicidad
De costado, todo se ve diferente. No se siente lo que el otro sí; se supone, se imagina, pero nunca se sabe con certeza qué está pasando por la cabeza ajena. "Ponte en mis zapatos", se pide cuando quieren que un tercero se solidarice con la situación propia. Alanis se había puesto los de Keisi, pero le ajustaban.
Espió por debajo de la manta las costillas que sobresalían del cuerpo recostado y se preguntó cómo una persona que tenía todos los recursos para llenar el refrigerador llegó a esa situación.
A la habitación entró una enfermera cargando el desayuno.
─Señorita Mel ─musitó y esperó que los párpados hinchados de la paciente tiritaran hasta expandirse. Acto seguido, desplegó una tableta que estaba incorporada al reposabrazos de la camilla y apoyó la bandeja.
─No, gracias. ─Keisi la apartó─. No tengo hambre.
─Tienes que comer.
─Pero no quiero.
─No me iré hasta ver ese plato vacío.
─Entonces espere sentada.
─Come solo el postre de chocolate. Es mi última oferta.
Keisi suspiró. Miró el pote con recelo en busca de una pegatina.
─¿Dónde está el valor nutricional? ─preguntó.
─No lo necesitas.
─¿Qué haré si supera las 50 calorías?
─Vivirás para contarlo.
Keisi arrugó la cara frente al chiste de mal gusto, pero se vio forzada a obedecer. Cargó la primera cucharada de culpabilidad a su boca y saboreó la dulzura que tanto extrañó, a la par que soltaba una lágrima. Tres años de dieta en vano, se recriminó, y tomó otro tanto del espumoso chocolate.
La enfermera retiró la bandeja después de asegurarse de que vaciara el pote.
─Volveré más tarde. Espero que te agrade el pollo hervido con arroz ─dijo y se marchó.
Entonces Keisi se permitió soltar el llanto retenido que no quiso revelar frente a nadie. De hacerlo, la creerían trastornada, y nada aportaría eso a su expediente. Debía salir de allí lo antes posible. La dosis que compró hacía una semana se le había agotado y necesitaba conseguir otra antes de que su estabilidad se derrumbara.
Pasó la lengua por la comisura del labio y sintió una gota sobrante del desayuno. «No es demasiado tarde», pensó. Abrió la boca e introdujo dos dedos.
Su estómago se contrajo y también el de Alanis.
«¿Qué fue eso?», se asustó la nueva ideal. Lo único que alcanzó a ver fue la espalda de Keisi arquearse hacia adelante, y recién al escuchar una arcada, comprendió qué estaba haciendo. Pero antes de poder detenerla, otra sacudida atacó su abdomen. Keisi seguía con los dedos hundidos en el paladar.
Atracón.
«Por favor, que pare».
Atracón.
Alanis se sujetó de la camilla.
Atracón.
La saliva se fue disipando y las mejillas se le inflamaron.
Atracón.
No pudo más. Se encorvó y trató de echar lo que tenía atorado a medio camino, pero solo logró exhalar aire.
En cambio, Keisi expulsó un líquido marrón. Se limpió la boca con la manga de su camisón blanco, y al contemplar el charco de chocolate diluido, notó los pies que estaban junto al vómito y alzó la cabeza hacia la inesperada visitante.
─Detente ─le suplicó Alanis. Ya para entonces, su tez se había pintado de un gris pálido.
─¡¿Quién demonios eres?!
La paciente estuvo a punto de salir de la habitación para correr por los pasillos de la clínica al pedido de auxilio por la intrusa, pero Alanis logró detenerla a tiempo.
─Solo dame una oportunidad para explicarte ─le suplicó, mientras obstruía la puerta.
─¡Apártate!
─No lo haré, a menos que quieras seguir al borde de la muerte.
De esa manera, la potencial fugitiva dio unos pasos atrás, y su acompañante suspiró con alivio.
En las siguientes horas, se dedicaron a platicar sobre todo lo que les concernía. Alanis detalló su visita a Idealidad y aceptó los retos que Keisi le daba para demostrar la veracidad de sus dichos: exhibió la luminosidad de su piel y revoloteó frente a los médicos que llegaban sin que ellos se percataran de su existencia. Keisi no demoró en creerle, desde siempre creyó en la vida más allá de la Tierra.
─Ojalá supiera qué quiere tu ideal de mí ─dijo Alanis cuando terminó su relato─. Lo único que sé es que ocuparé su lugar de ahora en más.
─¿Pero por qué cedió su puesto?
─Ustedes dos no congeniaban.
─¿Cómo puede deducir eso si ni siquiera nos conocimos?
─Ella te conocía. Vivía tus pensamientos, secretos, gustos y mañas. Dijo que eres una chica con potencial, pero que te dejaste arrastrar por tus inseguridades, y no estaba dispuesta a ser arrastrada contigo.
─Fueron solo unas pastillas. Todo el mundo lo hace ─se justificó Keisi, cabizbaja por la pena que le generaba decirlo. De repente, levantó las cejas de tal manera que casi se extendieron por sobre su frente e impactó con una declaración impredecible:─¡Ya sé de dónde te conozco! ¡Tú y tus amigos me han vendido las pastillas!
Más que reclamárselo, festejó su acierto.
─¿Tienes...? ─le espió el bolsillo a Alanis.
─¡¿Qué?! ¡No! Salí de ese mundillo después de lo que te pasó a ti.
«Y después de lo que me pasó a mí», agregó en su interior.
***
Boris se detuvo. Volteó. Mofó. Volvió al frente y siguió caminando. Frenó nuevamente. Giró. Protestó. Siguió.
Bruno y Gil, mientras tanto, observaban la rutina de su amigo y se preguntaban si la botella de vodka que habían compartido con él les afectaría de la misma manera.
─Linda coreografía ─bromeó el primero.
─¿Consideras postularte a la gran academia? ─se sumó el segundo.
─¡Sh! ─Boris alzó el dedo índice y se congeló en su lugar─. ¿Lo escuchan?
─¿Tu cerebro chocándose contra tu cráneo?
─¿Tus neuronas explotando?
─¡Sh! Límpiense la cera de los oídos y escuchen.
Silencio.
Bruno y Gil negaron con la cabeza.
─Par de inútiles ─masculló Boris y se separó de ellos para encontrar al responsable de tanto ruido.
Apoyado contra el tronco de un árbol en la esquina, lo estaba esperando Eitan para recibirlo con un "buen día" que no fue aceptado con gratitud.
─¿Me quieres ver enfadado? ─lo amenazó, mientras su sombra se arrimaba por encima de Eitan y eclipsaba la sonrisa provocadora que le estaba dedicando.
─¿Así saludas? Qué descortés.
El puño de Boris estuvo a punto de aterrizar en el rosto de Eitan, pero el recuerdo algo borroso de la noche anterior evitó que eso pasara. No quería ser quemado de vuelta por tocar a ese imbécil.
─Escucha bien, insecto ─le dijo Boris con la mandíbula torcida─. Si vuelves a molestarme, romperé tu columna vértebra por vértebra, te meteré el brazo por la garganta y te arrancaré el intestino para hervirlo en una rica sopa de tripas.
Eitan le tocó el hombro sutilmente, causando un exclamo de dolor.
─¡Volviste a hacerlo! ¡Me quemaste! ─protestó Boris.
─Lo sé, yo soy ardiente. ─Un guiño de ojo acompañó la respuesta─. Será mejor que te calles y me escuches de aquí en adelante.
─No te debo nada.
─Me debes mucho a mí y a toda mi familia.
─¿Qué quieres? ¿Qué me disculpe con tu hermana?
─Para empezar.
─¿Y luego qué? ─El mentón de Boris se alzó a la altura de su arrogancia─. ¿Irás por el barrio dándome indicaciones? No sabes con quién estás tratando, niño. Te puedo destruir con el dedo meñique.
Eitan señaló a Bruno y Gil que, desde la distancia, lo miraban desentendidos, mientras él alborotaba alrededor del árbol.
─No pueden verme. Piensan que estás hablándole al aire.
Boris lo confirmó al escucharlos gritarle: "¡Vete al manicomio!".
─Vergonzoso ─susurró el ideal y sacudió la cabeza─. Podríamos charlar en un lugar más privado. ¿Te parece? No es una cita, a menos que quieras que lo sea. ─Y le sopló un beso coquetón.
Boris hinchó las fosas nasales cual toro fastidiado y contrajo ambos puños, pero ni bien Eitan le asomó el dedo al pecho, instintivamente brincó de su sitio y prendió marcha en la dirección que le estaba apuntando. Cuando llegaron a destino, la mansión más grande y ostentosa del barrio, siguió obedeciendo las órdenes del modelito ricachón y tocó el timbre.
─Residencia Dumont ─respondió la voz de una señora desde el portero.
─Busco a Felicia.
─No se encuentra en este momento. ¿Precisa que le pase un mensaje?
─No es urgente. Hasta luego.
Eitan se sujetó de las vallas del portón dorado y metió su cabeza entre ellas. Intentó espiar el interior de su habitación, ubicada en el tercer nivel, pero la ventana de vidrio polarizado estaba clausurada, al igual que la del dormitorio contiguo, el de su hermana.
─Es raro. Felicia no tiene nada que hacer los domingos a la tarde, siempre está en casa.
─Qué lástima. ─Boris apuntó a irse lo más rápido posible.
El ideal carcajeó con tristeza.
─Cuánta ironía. Eres capaz de amarrar a una chica de la mitad de tu peso en contra de su voluntad, pero no te atreves a mirarla de frente para pedirle disculpas.
Su terrestre retornó al portón.
─¿Así será de ahora en más? ¿Tú, libre de insultarme cuando quieras y yo, reprimiendo mis ganas de golpearte? ─A pesar de la quemadura que sabía que sufriría, empujó a Eitan─. Que te quede claro, rata de élite: no te debo nada. Personas como yo nacimos para repudiar la hipocresía de los pocos como tú, y humillarlos. ¿Sabes de lo que hablo? Pregúntale a Felicia; ella sabe perfectamente qué se siente y espero que nunca lo olvide.
Las imágenes de aquella noche resurgieron en la mente de Eitan: cómo Boris le arrancó la falda y le hizo perder la voz cuando intentó gritar por ayuda. La Felicia desamparada y horrorizada borró todo rastro de la Felicia jovial que solía tener como hermana. Ya no volvería a ser la misma, nada sería igual.
El Eitan del pasado no habría tolerado otro insulto más a su apellido, pero, en aquel momento, no pudo expresar ni una mueca de ira. Solo siguió a Boris hacia una dirección desconocida y tragó los insultos que comenzaron a incinerarle la lengua.
Llegaron a una zona del pueblo que Eitan jamás había pisado, y se alegró de que así fuera, porque a su alrededor no había más que casas demolidas y basura. Boris ingresó a la suya arrastrando los pies y deshaciendo del camino las latas desparramadas. Luego, cerró la puerta de una patada que Eitan logró evadir a último momento y saltó al sillón, donde estaba su padre rascándose su enorme barriga cervecera.
No hablaron, solo miraron el televisor de antaño que transmitía las noticias del día.
Eitan no pudo ocultar su disgusto frente la suciedad que adornaban los pocos muebles y el olor a flatulencia. Brincó su camino a la sala, esquivando la basura del suelo.
─Existen cosas llamadas trapo, jabón y desinfectante ─le dijo a su terrestre.
Pero Boris se enderezó frente a lo visto en la pantalla e hizo caso omiso al resto de las críticas que sermoneaba su ideal. Eitan se preguntó a qué se debía su expresión alarmante, y lo descubrió al dirigir la mirada hacia la misma dirección que el chico.
El rostro sofocado y desesperado de Felicia Dumont estaba siendo filmado con un primerísimo plano. Por debajo se desplegó el título de la noticia: "¿Desaparecido o inexistente?".
Boris se abalanzó sobre el control remoto y subió el volumen.
─La gente piensa que estoy loca, pero les juro que es verdad. Mi hermano desapareció ayer y no hay registro de su persona. No sé qué pasa. Los policías creyeron que lo inventé, pero no... ─lloraba Felicia frente a la cámara─. No está, lo borraron del mapa.
Pasaron imágenes grabadas esa misma tarde, donde se la mostraba salir de la comisaría acompañada por sus padres y escoltada por numerosos periodistas que la hostigaban con preguntas y le extendían sus micrófonos. En paralelo, se escuchaba una voz relatando:
─Felicia Dumont sigue buscando información sobre su hermano Eitan, pero no consigue obtenerla en ningún documento oficial, lo cual podría complejizar el proceso de búsqueda y cuestionar la veracidad de su reclamo.
─¡¿Piensan que no existo?! ─se alteró Eitan y se sujetó de su cabellera─. Respira, respira... ─se decía a sí mismo, pero el constante parloteo no le permitió tomar aire. Por ende, obligó a Boris a seguir sus pasos hacia la salida y, una vez afuera, le dijo:─. Debes reportar que estás en contacto conmigo.
─¡No hay manera! La gente pensará que estoy demente ─le discutió Boris entre susurros.
─¡Es lo mínimo que puedes hacer para compensar el daño que le provocaste a nuestra familia!
─No lo haré, punto. ─Boris reabrió la puerta y entró─. Cuéntame luego cómo se siente pasar desapercibido.
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