1. Cuando sucedió...
Cuando sucedió, las manos de Eitan Dumont estaban manchadas de sangre. Había dejado a Boris aturdido de tanto arrojarlo al suelo. Cada vez que caía, Eitan lo sujetaba de su blusa agujereada, más parecida a un trapo viejo, para alzarlo y noquearlo otra vez. Boris tenía merecido cada golpe. Había insultado a la familia Dumont, el prestigio de su nombre, y Eitan debía defenderlo con garras, dientes y ─por qué no─ alguna que otra patada en la entrepierna.
─No vuelvas a aparecer por aquí ─le advirtió al muchacho tendido entre sus zapatos italianos.
Mientras se abotonaba la camisa blanca y se recriminaba por haberla planchado en vano esa mañana, se fue alejando en retroceso para asegurarse de que Boris no lo contraatacara por la espalda. Desconocía que atrás lo esperaba una amenaza mayor que ese idiota: un grupo numeroso de ellos.
Eran tres, tres de los tantos que seguro estaban por llegar. La voz corría muy rápido en ese barrio. Era una de las desventajas de vivir en el distrito más ostentoso y, por ende, más pequeño de la ciudad. Pocas familias se daban el lujo de invertir millones en una de las propiedades de la zona, y otros tantos se infiltraban y destrozaban lo que jamás podrían tener.
El trío se asomó, arrastrando los pies para evitar que el ruido los delatar. Uno de ellos, el idiota número uno, desplegó una navaja suiza.
─¡Ey! ¿Ocupado? ─le gritó a Eitan. Miró por sobre su hombro a Boris echado en el fondo del callejón.
Eitan preparó su puño. Los otros dos idiotas lo notaron y se abalanzaron, pero antes de que pudieran alcanzarlo, el golpe fue arrojado al mentón del dueño del arma. Arremetió nuevamente, esta vez, contra sus ojos. Su boca. Su nariz. Pero cada ataque se reflejó en su cuerpo, como si estuviera pinchando alfileres en su propio muñeco vudú. Continuó lanzando golpes, sin percatarse de las secuelas que se iban marcando en su piel. El idiota dos intentó agarrarlo, pero se detuvo a pedido del tercero.
─¡Miren! ─señaló, atónito.
El rostro de Eitan estaba desfigurado. Se le había desgarrado el labio inferior, su ojo izquierdo se abultó y la nariz se pintó de rojo. El trío se miró entre sí, preguntándose cuál de ellos había sido el responsable, y por más que les habría gustado llevarse el crédito, se exculparon.
Eitan tampoco comprendió qué estaba sucediendo. Las piernas no le respondían. De pronto, sus fuerzas se consumieron y terminó cayendo de rodillas. Alzó la cabeza y, antes de desvanecerse, vio a Boris y a sus aliados huir de las patrullas que se anunciaron con la sirena.
***
Cuando sucedió, Alanis estaba sometida a un estado total de imprudencia.
Podía ver a duras penas a las personas que la estaban acompañando aquella noche. Había un chico tocando una guitarra acústica y un barbudo que le había ofrecido la primera cerveza, y la segunda... ¿quizás una tercera? Ya había perdido la cuenta. Eran... ¿cómo se llamaban? Ah, cierto: Teo y Roy, sus compañeros de apartamento. Ex apartamento, mejor dicho. Ahora era este parque abandonado su nuevo hogar. No se quejó. Para ella, era como acampar. Pero sin comida. Ni carpa.
Desenterró las manos de la tierra y tanteó su bolsillo vacío. Suspiró. Ya llegarían tiempos mejores.
Los párpados se le fueron cerrando en contra de su voluntad. Se preguntó hacía cuánto que no dormía en su cama. Luego recordó que ya no tenía una cama. Al instante ya ni supo lo que era una cama.
─Cam...a. Ca-m a. Cama-cama. Qué palabra extraña ─balbuceaba, pero pronto unas voces la callaron. Eran voces que musitaban palabras sueltas, ideas inconclusas que retumbaban entre tanto barullo.
Error...
Falacia...
Muerte...
La pastilla estaba dando efecto.
***
Cuando sucedió, Juny Henn exclamó el último grito en años.
Sus padres, tan pronto la oyeron, abandonaron el pastel que le estaban preparando por su noveno cumpleaños y corrieron a su dormitorio. La encontraron acurrucada en un rincón, bramando sin razón aparente. Se había desatado la trenza que su madre adornó con tanto esmero, y el pelo suelto comenzó a enredarse con cada espasmo. El vestido floral que le habían comprado para la ocasión estaba arrugado y manchado con la saliva que se filtraba de sus labios.
La señora Henn la envolvió en sus brazos y la apretujó contra el pecho, evitando cualquier movimiento despiadado que siguiera quitándole a su hija la paz.
El padre la sujetó de los hombros y la miró fijamente, en parte para transmitirle seguridad, pero también para hallar en sus ojos perdidos alguna explicación. No la encontró.
***
Dyn Atelís estaba encerrado en un cubículo blanco y acolchonado, en el suelo, contraído. Sus brazos envolvían el pecho por debajo del chaleco de fuerza. Las lágrimas se habían secado, y por fin pudo quitarse de la vista los mechones que le cayeron sobre la frente durante su ataque de ira. Pero su cuerpo seguía tiritando sin control, y tuvo la sensación que se iba encogiendo con cada minuto que pasaba.
¿Cuánto hacía que estaba metido en ese lugar? ¿Una hora? ¿Dos? En un momento le atravesó el deseo de permanecer allí por el tiempo que le quedara. Luego suplicó que no le quedara mucho tiempo.
No conocí personalmente a Dyn Atelís hasta mucho tiempo después, pero sí supe de su existencia; yo, a decir verdad, se la di. Para aquella época, él solo me creía parte de su imaginación, su "locura", como lo definía el resto. Lo apegaron tanto a la etiqueta de "lunático" que él mismo terminó reconociéndose como tal. Sus padres no fueron la excepción; desde que cumplió seis años, sospecharon del inusual comportamiento de su hijo porque no podían ver lo que él sí.
Entre las tantas visitas a la clínica psiquiátrica, se había llegado a la conclusión de que Dyn no era como los demás niños. La doctora Moritz definió su particular caso como una constante visita a una dimensión paralela. No sabía lo acertada que estaba.
─¿Esquizofrenia? ─intentó adivinar Daiana, su madre.
─En un principio, yo también lo creí así ─admitió la doctora─, pero el diagnóstico no indica que lo sea. Su hijo no sufre de alogia o abulia, tampoco ha demostrado un comportamiento catatónico, violento o antisocial.
─¿Entonces? ─insistió Samuel Atelís. Hacía noches que no dormía, y parte de ello se debía a los gritos desosegados de Dyn a medianoche─. A esta altura, ya no nos interesa saber cuál es el problema. Dennos la solución.
─Les propongo someterlo a un tratamiento. Tenerlo un tiempo en la clínica podría ser de gran ayuda para nuestra investigación.
─¿Internarlo?
El padre se puso de pie para encaminarse a la salida. Abandonar a su hijo no era una opción. Habían dejado ir mucho en esos últimos meses.
Pero lo que en su momento pareció la mejor decisión, años después resultó ser un error.
Cuando sucedió, Dyn tenía dieciséis. Su situación había mejorado; pronto cumpliría cuarenta y dos meses sobrio de alucinaciones. Recién a los trece años, cuando conoció a su amigo Mat, recuperó la cordura. Se complementaban muy bien: Mat transformaba el delirio en juego, hasta el punto de que Dyn se convenció de que eso mismo era, solo un juego.
Aquel año, llegaron los cambios que le había deparado la pubertad. Más que alucinaciones, eran fantasías las que ocupaban la cabeza de Dyn. Con Mat comenzaron a infiltrarse en bares con documentos falsos para conocer chicas mayores de edad, y a espiar a la vecina cuando se paseaba frente a la ventana con sus pechos al aire.
Pero había una chica que le sacudía el suelo cual temblor. Keisi Mel. Había algo en ella, quizás su manía de reírse de cualquier broma por más mediocre que fuera, que despertaba en todos el anhelo de estar a su lado.
Mat solía insistirle a Dyn que la invitara a salir. Ya teniendo dieciséis, volvió a hacerlo.
─No entiendo cuál es el problema ─le dijo, sujetando firmemente el volante. Sus padres le habían obsequiado una camioneta de segunda mano por su licencia de conducir recién obtenida.
─Keisi no es para mí. Es demasiado perfecta ─argumentó Dyn.
─Nadie lo es. No existe semejante cosa en este mundo.
─Entonces ella es de otro mundo.
Mat echó una carcajada.
─Tanta dulzura me dio sed. ¿Paramos a beber algo?
Mat dobló a la gasolinera. Ambos bajaron del coche y apuntaron rumbo al almacén.
─Invito yo ─ofreció Dyn.
Su amigo aceptó la propuesta y volvió al carro.
Dyn jamás creyó que, al voltear, sería la última vez que lo vería. De haberlo sabido, se habría quedado para memorizarlo, sonreírle por última vez, agradecerle por haber sido el único que lo miró de frente cuando el mundo entero le dio la espalda.
El estallido retumbó en su cabeza como un trueno en medio del desierto, estridente, ensordecedor. La corriente de calor lo cruzó a cuerpo entero y se concentró en su frente. Sus pensamientos comenzaron a dar vueltas y vueltas, caprichosas e incapaces de enfocarse en el momento, este momento que nunca, ni en sus más locas alucinaciones, había imaginado.
No quería voltear. No estaba listo.
Las sirenas fueron asomándose y arrastrando consigo la curiosidad que la explosión no había logrado avivar. Miles de rostros desconocidos se presentaron alrededor, y Dyn pudo percibir que detrás de sus máscaras de incertidumbre se escondía un apetito por algo de escándalo. Los gritos de pánico sobreactuados lo aturdieron. El humo que comenzó a expandirse fue tal que le nubló la vista; de allí en más, nada lo vería con claridad.
Un par de manos frías lo sujetaron y lo arrastraron lejos del peligro. Entonces lo vio todo. Las llamas avivaron la tragedia, escalaron sobre la camioneta hasta opacarla por completo en un negro oscuro, y no dejaron rastro de Mat.
Su único amigo.
Quedó hipnotizado frente al fuego vivo que los bomberos intentaban extinguir. El intenso fogón se estiraba al cielo, como si estuviera acompañando a Mat a las puertas de su nueva vida.
Una ambulancia arribó junto a tres patrullas y los oficiales comenzaron a despejar el lugar.
─Atrás. Atrás ─repetían, pero entre mayor su insistencia, mayor era la tentación de Dyn a acercarse.
─¡Atrás!
Los esquivó y siguió de largo, sosteniendo la mirada en el fuego del cual fue emergiendo una figura que no supo reconocer a distancia. Paso a paso, una silueta fue delineándose sobre la camioneta. El humo comenzó a concentrarse para trazar hasta el más pequeño detalle; pequeño como la niña que resurgió del vacío y se presentó, después de años de su disipación, entre las llamas. Dyn la reconoció.
Imposible. No había manera de que fuera ella. Se había ido. No se suponía que volvería. Pero su presencia era tan real...
─¿Rina?
La niña le sonrió y Dyn notó que ya se le habían cambiado los dientes de leche. La última vez que la vio tenía... tres años. Pequeña, regordeta, con un cabello de pelusa. Y ahora está... grande, alta, esbelta, y con una melena sedosa y envidiable. El paso del tiempo le golpeó una paliza: ya se habían cumplido diez años desde la última vez que la vio. Quiso seguir contemplándola, cada vez más de cerca, pero la figura comenzó a transparentarse y a perder precisión.
─Rina... ─Dyn aceleró el paso.
Estuvo a punto de alcanzarla, pero un oficial lo detuvo y se resistió a los forcejeos del chico que seguía llamando a la niña, mientras la veía esfumarse como la neblina gris que invadía el lugar.
─¡Rina!
Su voz quebró en ese grito desosegado. Cayó de rodillas y se fue curvando hasta que su cabeza tocó el suelo. Minutos después, lo sujetaron de los brazos y lo alzaron, pero Dyn no apoyó los pies en el cemento, los dejó colgados en el aire, deseando que tomaran vuelo hacia arriba para reencontrarse con todo lo que había perdido.
La familia Atelís recibió la noticia esa misma noche, cuando los oficiales que rescataron a su hijo tocaron la puerta. Dyn se desplomó en los brazos de su madre, y ella humedeció su camisa con un llanto compasivo.
─Se fue... ─masculló él débilmente─. Se fue otra vez...
─No, cariño, Mat seguirá acompañándote...
─Rina...
Sus padres se detuvieron.
─No, hijo. ─Daiana siguió acunándolo─. Calla, calla ya...
─Pero la vi. Estaba ahí, en el fuego. Me sonrió como si estuviera bien, como si nada le hubiera pasado. Y creció mucho, parece otra persona, pero era ella...
─¡Cállate! ─disparó Samuel contra él.
─Estoy seguro. Por favor, créanme...
El padre lo sujetó de su playera y lo alzó de un tirón.
─Te irás de aquí ─determinó.
Esta vez, Daiana no lo contradijo. Sería lo mejor para todos.
***
Cuando sucedió, los cuatro habían tocado fondo.
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