sugar flowers

Es una noche agradable; el cielo está lleno de estrellas. Pude terminar temprano con mi trabajo. En el momento en que escribí la última palabra del documento, después de apagar mi computadora, pude sentir que mi corazón latía rápidamente. Saqué esa pequeña caja negra que había guardado en mi escritorio desde hace mucho tiempo; aquel día me sentía nervioso. Diego y yo fuimos a muchas joyerías, nunca me pasó por la cabeza lo complicado que sería encontrar el anillo perfecto. Tantos diseños, tantos precios.

Mi hermana y yo hablábamos por teléfono en la madrugada, cuando Archie dormía; hace unos años ella se casó, y cuando le dije que estaba pensando en proponerle matrimonio a Archie, se ofreció a ayudarme. «¿Una piedra con forma de corazón? ¡Vaya! Nunca creí que fueras así de romántico, hermanito –dijo ella, burlándose–. Pero, ¿no has pensado en algo más sencillo? Siempre dices que Archie es el tipo de persona a la que no le gustan las cosas extravagantes, ¿por qué no buscas uno de oro blanco? Son lindos.»

Respiré profundo, guardé la cajita negra en el bolsillo de mi abrigo, y salí de la oficina. Diego me alcanzó cuando estaba por llegar al elevador.

—¿Estás listo? —preguntó con una sonrisa— ¿Cómo te sientes?

—Siento que voy a vomitar.

—Es sólo timidez, Nathan. Respira, relájate. Todo saldrá bien.

—Gracias —dije con voz suave. Él palmeó mi espalda y se despidió cuando las puertas del elevador se abrieron.

Al llegar al auto respiré profundo y aferré mis manos al volante, recordé todo lo que había cambiado en el último año, una pequeña sonrisa apareció en mis labios. «Todo va a salir bien –pensé–. Él te quiere...»

Hace unas semanas, y con algo de ayuda del capitán de la policía, hice una reservación en un restaurante especializado en comida francesa; tiene una vista hermosa, especialmente en la noche, cuando las luces de la ciudad se reflejan en el agua del río. Archie sabe dónde está ya que no queda muy lejos del planetario, pero aún no sabe por qué lo cité en un lugar como ese.

Y a pesar de mis esfuerzos por relajarme escuchando la radio pública o música clásica, sentía que mi corazón se saldría de mi pecho al verlo allí, esperándome en la entrada. Debajo del abrigo lleva uno de sus suéteres favoritos, las mangas están dobladas para que no sobresalgan y juega discretamente con sus manos. «También está nervioso.» Siempre hace lo mismo.

Después de estacionar el auto, me acerqué y él me recibió con esa cálida sonrisa suya. Hace un poco de frío; tiene las mejillas rosadas.

—Lo siento, ¿esperaste demasiado?

—No, llegué hace poco —responde con timidez. Me acomoda la bufanda y sonríe—. Te ves muy bien.

—También tú.

La luz es cálida y tenue al interior del restaurante. Las mesas están cubiertas con un mantel blanco y al centro hay pequeños floreros de cristal con rosas que parecen recién cortadas. La cristalería aún conserva los últimos rayos del atardecer. Archie tiene la mirada perdida en el horizonte, en la máscara de la noche que cubre a la ciudad; sus ojos parecen contener recuerdos, memorias de un pasado que ha querido olvidar desde hace mucho tiempo.

Después de pedir la comida, y una buena botella de vino, la timidez de Archie comenzó a desaparecer paulatinamente. Sé que él hubiera preferido celebrar su cumpleaños en un lugar menos elegante, pero desde que me asignaron en el puesto de teniente he querido consentirlo un poco más; él no habla sobre cómo era su vida en Nueva York, pero sé que ha pasado por mucho para poder estar aquí, y me gustaría que tuviera más confianza en sí mismo.

—¿Qué tal está tu cena? ¿Te gusta? —pregunté.

—Está deliciosa, ¿quieres probar? —dijo, tomando una pequeña porción de comida. Me acerqué para probarla—. Está rico, ¿verdad?

—Sabe muy bien. Espera, tienes algo... aquí...

Había una pequeña mancha de salsa en la comisura de sus labios, una pequeña sonrisa se dibujó en ellos después de limpiarla. Últimamente las mejillas de Archie tenían un color rosa suave.

El camarero se acercó a la mesa pocos minutos después, preguntándonos si nos interesaba algo de la selección de postres del restaurante. Archie estuvo examinando la carta cerca de cinco minutos antes de decidirse por un pastel de chocolate.

—¿Usted, caballero? —preguntó de forma educada.

—Lo dejaré a su criterio, pero no tiene que ser demasiado dulce —pedí, él asintió. Le pedí que se acercara y le entregué la caja con el anillo discretamente—. Sabe qué hacer. Confío en usted.

—Déjelo en mis manos, teniente.

Y con una sonrisa cómplice, el camarero se retiró.

—Muy bien, ya puedes decirme, Nathan.

—¿Qué cosa?

—Estás ocultando algo —dice—. Sé que hay una lista de espera de al menos dos meses para conseguir una reservación en este lugar, y tú me invitaste esta mañana. ¿Estás tramando algo?

—¿Acaso no puedo consentir a mi novio con una cena romántica? ¿No se merece lo mejor en su cumpleaños?

—Teniente, está hablando con alguien que lo conoce muy bien. Dejémonos de secretos, ¿qué tienes en mente?

—¿Estarías feliz si te digo que celebramos lo bien que le está yendo a tu veterinaria y por todos los animales que has salvado hasta ahora?

—Es un hombre muy astuto —dijo con una sonrisa ladina.

—Un brindis, por ACE Animal Hospital —dije, levantando la copa. Archie hace lo mismo—. Por el doctor Collins.

Se escucha el ligero tintineo de las copas, y la mirada de Archie guarda un pequeño brillo que me provoca curiosidad.

Un hombre de vestimenta elegante y apariencia un poco petulante llamó mi atención al verlo conversando con el camarero que nos ha estado atendiendo toda la noche; el camarero se muestra serio, pero educado. El hombre mira con discreción a nuestra mesa, pero no parece ser peligroso. Su cuerpo es grande, tiene un poco de grasa en las mejillas y sus pasos resuenan en la alfombra a medida que se acerca.

—¿Archie? ¿Archie Collins? ¿En serio eres tú?

A simple vista no tiene nada de especial, podría perderse fácilmente entre una multitud. Pero el sonido de su voz cambió súbitamente la expresión de mi novio; su rostro se volvió pálido, el suave color rosa de sus mejillas desapareció. «¿Quién es este sujeto?»

Archie, temeroso, levanta la mirada y por un segundo pareciera que las palabras se tropiezan al salir de sus labios.

—¿Arthur...? —dice. Su voz se vuelve delgada, casi como si intentara convencerse de algo.

—¡Sí, el mismo! —exclama con una sonrisa. Se vuelve hacia mí y extiende su mano—. Lo siento, caballero. Arthur Nelson, empresario y excompañero de Archie.

—¿Excompañero?

—Estuvimos juntos durante la preparatoria, nos graduamos el mismo año. Aquí tiene.

Me entrega una tarjeta de presentación; es de color negro y tiene su nombre escrito en letras color cobre, en la parte trasera está su información de contacto y el nombre de un bar ubicado en el centro que se ha ganado una mala reputación últimamente. «¿Empresario? Debe estar bromeando, hay más ratas que botellas de licor en ese lugar.»

—¡Vaya! No has cambiado mucho, ¿eh? ¿Estás más alto? ¡Y has estado haciendo ejercicio!

—¿Qué quieres? —espetó Archie.

—¡Tranquilo, hombre! Sólo quería acercarme a saludar —dice, acorralándolo en la silla—. Te ves muy bien, Archie. Te queda bien ese perfume.

—Caballero, le pido que se retire —dije con voz firme. Él se endereza, acomoda su abrigo, y me dirige una mirada seria, intimidante. Quería reírme en su rostro—. Se lo pido amablemente. Estamos cenando. Retírese.

Él suelta una risa ligera, como si estuviera escuchando un chiste de mal gusto.

—Me disculpo, caballero. No era mi intención incomodarlos, es sólo que Archie y yo éramos muy cercanos en la escuela y verlo me trajo tantos recuerdos. —Le dirige una última mirada a mi novio, él desvía el rostro—. Con permiso, disfruten de su velada. Y feliz cumpleaños, Archie.

A simple vista es alguien olvidable, confundible entre una multitud, pero bastaba con tener una pequeña conversación con él para darse cuenta de su mirada, oscura y aparentemente impenetrable, y de la forma en la que las palabras salían de su boca como el siseo de una serpiente. He tratado con sujetos como él; víboras que se mueven por las sombras, acorralan a sus víctimas y las hacen sentir asfixiadas con su mera presencia.

Archie levantó la mirada unos segundos después, cuando él ya había dejado la habitación. Tiene el rostro pálido y los labios resecos, está sudando, y sus manos temblorosas están ocultas debajo de la mesa; el brillo en su mirada fue reemplazado por una sensación de asco.

—Lo siento... Tengo que ir al baño.

Los minutos pasan, cada uno más lento que el anterior. El camarero únicamente se acerca para servir más agua. El único gesto que hizo fue cuando le pedí que cancelara la orden de los postres y trajera la cuenta. Me entregó la caja con el anillo, sin guardar algún tipo de discreción ya que Archie no regresó del baño. No había necesidad de guardar el secreto. Se disculpa en voz baja; tiene una cara triste. Le dije que no había nada de qué disculparse, no fue su culpa que aquel hombre llegara al restaurante o se acercara a nuestra mesa.

Archie está en el estacionamiento del restaurante, con la espalda recargada sobre el auto, abrazándose a sí mismo. Hay pequeñas manchas en el cuello de su camisa y en los puños de su suéter; de vez en cuando masajea su garganta, carraspea.

—Eché a perder la cena, ¿no es así?

En ese momento pude haberle dicho algo, cualquier cosa que atravesara mi mente. Pero con el paso del tiempo he aprendido que, a veces, lo mejor que podemos hacer cuando alguien está triste, es quedarse a su lado hasta que vuelva a sonreír. Y eso hice.

Esas no eran las lágrimas que esperaba ver esta noche.

💐

La mañana siguiente, mientras Archie estaba arreglándose para ir a trabajar, desperté temprano para prepararle el desayuno; recordé los panqueques especiales que preparó cuando me enfermé hace un tiempo. Tenían buen sabor y no eran complicados de hacer. Quería cocinar algo que lo hiciera sentir mejor. Levi se quedó con él en la habitación mientras yo estaba en la cocina. «Incluso él sabe que algo le pasa –pensé. Me molestó recordar a aquel hombre de apariencia petulante–. Arthur Nelson... ¿qué le hiciste a Archie?»

Cuando Archie sale de la habitación está terminando de abotonarse la camisa; su cabello está peinado, es suave y parece brillar con la luz que entra por la ventana de la sala. Su expresión se suaviza al ver el desayuno y agradece con voz suave. Al verlo a los ojos pude darme cuenta de algo...

—¿Estás bien? —pregunta él.

—Soy yo el que debería preguntarte eso... No pudiste dormir en toda la noche...

—No te preocupes por mí, estoy bien.

—¿Quieres que te lleve al trabajo?

—Está bien, tomaré un taxi.

Levi se queda a su lado, no se separó de él durante el desayuno. Y no parecía tener intenciones de dejarlo salir sin compañía.

—Nathan, sé que estás preocupado por ese hombre...

—Tuve que contenerme cuando se te acercó.

—Y yo lo aprecio. Te comportaste como un caballero, y eso es algo que él, ni en un millón de años, podrá ser.

Sus ojos disfrazan la tristeza con una sonrisa; como un barco que intenta mantenerse a flote en el océano. En medio de aquel océano hay una isla; allí hay un árbol cuyos frutos son dulces y jugosos, sus ramas son adornadas con hermosas flores que resisten huracanes y tormentas. Y aunque el árbol tenga cicatrices, las flores se encargan de cubrirlas con los pétalos que caen con el viento. En las noches, cuando se escucha el romper de las olas en la playa, las flores se encuentran con las estrellas del cielo y son acunadas por la luz de la luna llena; la marea trae consigo trozos de madera, pero en el horizonte se ve que el barco sigue navegando hacia un destino incierto.

—Levi se quedará conmigo todo el día. A los gatitos de la veterinaria les dará gusto verlo otra vez —dice, inclinándose para acariciar sus orejas—. Él será mi guardaespaldas, si eso te hace sentir más tranquilo.

Uno pensaría que en el día después de San Valentín aún podría sentirse un aroma dulce en el aire; las rosas se verían más hermosas, los globos decorarían las ventanas y los árboles, y habría chocolates en las vitrinas de las dulcerías. Yo esperaba despertar temprano, teniéndolo a mi lado, sus brazos aferrándose a mi pecho y acurrucándose para dormir cinco minutos más. Pero el escenario donde veía su piel llena de estrellas siendo acariciada por la luz del sol sólo existía en mi imaginación.

Mientras los platos se secaban y en el televisor se escuchaba el noticiero matutino, Archie le puso la correa a Levi y salieron del apartamento, dejando atrás una despedida y una efímera caricia. No dejo de pensar en su mirada triste y en la sonrisa que intentaba disfrazar sus verdaderos sentimientos. En el segundo cajón de la mesa de noche, escondido detrás de un libro y de viejas fotografías instantáneas, está el anillo que deseaba ver en su mano. Dicen que la imaginación es un arma de doble filo; puede distraerte momentáneamente de la realidad, pero si no eres cuidadoso, también puede alejarte de ella. «Debo tranquilizarme –pensé, mirando las luces del semáforo–. Si él dice que está bien, entonces debo creerle...» No es la primera vez que Archie me oculta cómo se siente. Y aunque hemos sabido afrontar los problemas juntos, como pareja, sé que tampoco he sido completamente honesto con él...

Me siento algo hipócrita.

Al llegar a la estación lo primero que hago es servirme un café; no hay sobres de azúcar. Sobre mi escritorio hay una caja llena de donas y un trozo de papel que dice: «Yo seré el padrino.» Del otro lado de la puerta está Diego; tiene una sonrisa que desaparece al ver que no estoy de humor.

—¿Es un mal momento? —pregunta. Su expresión cambia de golpe y dice:— ¡Mierda! No me digas que te dijo que no.

—No me dijo nada.

—¿No está seguro de casarse?

—No me dijo nada porque no le di el anillo.

Diego se sienta frente a mí, mirándome curioso.

—¿Pasó algo? ¿Discutieron?

—Su exnovio estaba en el restaurante...

—Eso nunca es agradable. ¿Cómo está Archie?

—No pudo dormir en toda la noche, se veía triste.

—¿Sabes algo de cómo fue su relación, si quedaron en malos términos?

—A Archie no le gusta hablar de él, y tampoco quiero incomodarlo preguntándole sobre eso.

—¿Y tú le has hablado sobre tu pasado? —Me quedé callado, y eso bastó para que Diego supiera la respuesta. Antes de irse, toma una dona—. Lamento que las cosas no hayan ido como esperabas, Nathan. Ya encontrarás la oportunidad de decírselo.

Todos a mi alrededor están haciendo su trabajo, mas yo me encuentro mirando una pequeña fotografía de aquella vez cuando Archie y yo fuimos a un parque de diversiones. Él usaba unas orejas de ratón y yo tenía gafas de sol; era un día caluroso, había muchas personas en el parque y él tenía las mejillas llenas de helado.

—¡Mira, salió muy bien! Aunque fuiste el único que no hizo una cara graciosa.

—Él sólo puso sus manos sobre sus ojos...

—Es una fotografía muy linda. La pondré en la veterinaria, así podré verla cuando me sienta triste o quiera verte.

—...También quiero una. Ven, vayamos por allá.

A las tres de la tarde, la puerta de la oficina del capitán se abre de golpe; tiene el rostro rojo y el ceño fruncido, los ojos echan chispas y sus pasos alertan a todos en la habitación. Llama los nombres de algunos, incluido el mío, y nos ordena subirnos a las patrullas lo más rápido posible. No es necesario hacer preguntas, porque todos sabíamos de qué se trataba.

Las sirenas de los autos abren paso en el tráfico de la ciudad; las personas miran curiosas. Detrás de nosotros hay cuatro patrullas, tres camiones con fuerzas especiales y dos helicópteros que se adelantan a sobrevolar la zona. Diego está terminando de abrochar su chaleco, su arma está cargada y se comunica con el resto de las unidades por medio del radio.

—¿Necesitan algo más? ¿Algunas palabras del teniente Ross? —dice él, acercándome el radio.

—Traten de no morir hoy, caballeros.

—Qué inspirador, como siempre.

Nos acercamos a la zona industrial de la ciudad; hay bodegas y fábricas cerca, el lugar perfecto para que los criminales se escondan y escapen si no somos cuidadosos. El lugar al que llegamos está descuidado; la hierba está crecida y las paredes están sucias. Los helicópteros están en posición y las entradas están bloqueadas. Tomamos posición; tengo un equipo a mi cuidado. Aunque todos aquí sabemos qué hacer.

Hemos seguido de cerca a este grupo criminal por mucho tiempo; tenemos motivos suficientes para creer que están relacionados con alguien dentro del club de golf más importante de la ciudad, y han aprovechado cada oportunidad para crecer su negocio de prostitución infantil y distribución de droga. Sé que Donato Silvestri está aquí, y si él cae, lo demás será un efecto dominó.

La entrada principal vuela en pedazos por una bomba adhesiva; se escuchan disparos desde el techo y la planta alta. Algunos se refugian detrás de los camiones y hay un contraataque desde los helicópteros. Nosotros nos abrimos paso por una de las entradas laterales, y el piso de concreto no tarda en teñirse con el color de la sangre. Al centro hay una mesa con maletas llenas de dinero en efectivo; se escuchan pasos en las escaleras de metal.

—¡Diego, por aquí!

Nuestras espaldas chocan, cada bala que sale de nuestras armas termina hiriendo de gravedad a alguno de los criminales (aunque algunos no corren con la misma suerte).

—¿Dónde está Silvestri? —pregunta Diego.

—Debe estar escondido. ¡Por allá, sígueme!

En los pasillos hay ametralladoras sobre charcos de sangre y disparos en los muros. Aún pueden escucharse las voces de los criminales soltando maldiciones a los demás policías, pero pronto se vuelven un eco que se pierde entre la estructura de la bodega. Hay suciedad en las paredes, y en algunas esquinas hay marcas de humedad que han comenzado a levantar la pintura blanca. Diego me sigue de cerca, cuidando no perder el rastro de las pisadas que resuenan más adelante.

De pronto, sólo hay silencio.

Avanzamos cautelosos hasta la única habitación; el techo está caído y sobresalen algunos tablones de madera podrida. Hay plataformas cubiertas con mantas, sucias y desteñidas por la luz del sol que entra por el gran agujero en el techo; se pueden ver las partículas de polvo flotando en el aire. En este momento me parece imposible creer que aquella persona simplemente se desvaneció en el aire, o tal vez tendría que estar lo suficientemente loco como para saltar por una ventana que está a más de diez metros de altura.

Hay movimiento detrás de las plataformas. Se escucha una risa seca, de alguien cuyos pulmones apenas pueden funcionar después de fumar por tantos años; tiene las encías negras y los dientes amarillentos. Tiene la piel pálida, con manchas rojas envolviendo sus ojos.

—Se ven decepcionados, caballeros. Parece que están buscando alguien.

Trae un sombrero que le cubre la mitad del rostro. El cabello, grasoso y descuidado, le cae sobre los hombros, y en una media sonrisa destaca un diente de oro. En la cadera trae un arma bañada en oro, como los vaqueros del siglo diecinueve. Y aunque bien podría pasar como el villano de una película del viejo oeste, el bastardo se mueve tan rápido como uno de ellos. Tan pronto como terminó la frase y dejó al descubierto su sonrisa podrida, desenfundó su arma y disparó al hombro de Diego.

—Lamento que hayan hecho un espectáculo para atrapar a un montón de delincuentes de quinta y a un par de traficantes de callejón. Después de todo, ustedes buscaban a Silvestri, ¿no es así, teniente?

—Maldito bastardo —masculla Diego, soportando el dolor.

Él levanta su arma. Le apunto directamente a la cara, y él puede leerlo en mi mirada. «Nunca he fallado un tiro. Adelante, pruébame.» El arma cae al piso, mientras él sigue con esa sonrisa descarada dibujada en el rostro.

—Soy un hombre viejo, caballeros. Y sería una lástima que volvieran a la estación con las manos vacías.

Aleja el arma de una patada.

Pedí una ambulancia por medio del radio antes de acercarme a ponerle las esposas. Apesta a polvo y brandy viejo.

—Lamento haberle disparado, pero tenía qué hacerlo —dijo él, restándole importancia a la herida de mi compañero—. Sé que tendrán muchas preguntas, pero me gustaría tomar una taza de café cuando lleguemos.

💐

Sobre la mesa hay un cenicero lleno de colillas de cigarro; uno descansa en el borde, siendo consumido por el fuego. La única ventana que hay en la habitación tiene tres capas de protección; la luz del sol de la tarde se cuela con dificultad, formando parches de luz que se reflejan sobre la superficie metálica y fría, y resaltan el cabello canoso del hombre sentado en la silla. Tiene una sonrisa socarrona y su voz es rasposa. De vez en cuando pone los ojos en blanco o bosteza, soltando una asquerosa esencia.

Han pasado varias horas desde que estamos aquí; no tuvimos siquiera oportunidad de almorzar.

Cada vez que responde, su mirada está fija en la ventana de doble vista, porque sabe que al otro lado hay más personas. Y mostrando su mejor cara, les da a entender que está tan fastidiado como nosotros. Él sabe que irá a prisión, pero es consciente de que morirá por causas naturales antes de que se cumpla cualquier sentencia que imponga el juez. A no ser que alguien lo asesine, acusándolo de traidor.

—No puedo decirles dónde está Silvestri porque no lo he visto desde hace tres meses —dijo.

—Usted sabe que Silvestri no desaparecería sin haber concluido sus negocios. ¡Vamos, Bell! ¡Sólo necesitamos un nombre y eso es todo! —bramó mi compañero.

—Silvestri tiene contactos en todos lados, tendrán que ser más específicos.

—El club de golf, hombre. Tiene a alguien adentro, y queremos saber quién es —dije—. Sabemos que no es Münch porque él se encargaba de otros negocios y que usaba el club para encubrirse; todas esas mujeres, jóvenes y hermosas, alguien le estaba ayudando.

—Ustedes quieren ver mis intestinos colgando en una celda, ¿no?

—Podemos conseguirte protección —dijo mi compañero—, pero tienes que ayudarnos.

—Igualmente me van a matar en cuanto ponga un pie adentro... —Bell suspira, despega la mirada del cenicero y se concentra en el reflejo de la ventana. En ese momento, tal vez, le cruzó por la mente el recuerdo de sus años dorados y se preguntó en qué momento terminó siendo un gusano para alguien como Silvestri—. Él se fue, hace tres meses, no sé a dónde, pero sé que no está en el país. Hace algunos años trabajó con un hombre británico, Fergus. Le conseguía mercancía para sus burdeles, hombres y mujeres, el hombre era un asco. Pero a Silvestri no le gustaba atarse con nadie, así que le sacó una buena cantidad de plata y se fue. Trabajaba como una rata, una inmunda rata de alcantarilla, moviéndose entre sombras y viviendo en el único mundo que conocía; drogas, asesinatos, crímenes sexuales... Se aprovechó de muchas personas y convirtió el club de golf en su basurero personal.

Se queda callado; sus ojos se cierran con fuerza, como si intentara recordar algo.

—Arthur Nelson, la mano derecha de Richard Münch. No me extrañaría que el hijo de puta haya usado su asqueroso bar para manejar un bajo perfil. —Sus ojos se pierden en el cigarro que está por consumirse, y en su rostro se dibuja una sonrisa—. Como le gustaba chupársela a Silvestri, tan desesperado por ganarse su aprobación...

En otro tiempo, este hombre, que aparentaba ser el cadáver de un vaquero del Oeste, fue uno de los traficantes más buscados en los estados del sur. «Bell» era el apellido que se escuchaba en todos los vendedores de drogas del país, desde aquellos que vendían pequeñas cantidades entre las sombras hasta los que no tenían miedo de enfrentarse a las autoridades. Bell era un hombre respetable, hasta que, en algún punto de su carrera, todo se vino abajo...

En esa pequeña pausa, en ese silencio que duró no menos de dos minutos, mientras alguien le traía el café que tanto había esperado desde el momento en que se subió a la patrulla, creí ver una pequeña lágrima deslizándose sobre su piel sucia y vieja. Ahí estaba el viejo, «El Bandido del Sur», una leyenda del crimen que se convertía en polvo frente a mis ojos. Pero, sin yo saberlo en ese momento, en sus ojos se reflejaba la silueta de la muerte que lo encontraría tan solo un par de días después, en su celda. Pero a diferencia de lo que él o alguien más esperaría, el viejo Bell murió en medio de la noche mientras dormía.

—¿Podrían darme un poco de azúcar? —preguntó luego de dar el primer sorbo. Quería responderle: «No tenemos azúcar», pero no lo hice.

—Que uno de los pasantes vaya por azúcar, se nos terminó —le dije a mi compañero en voz baja. Él asiente y sale de la habitación, dejándonos solos.

—Lamento lo de su compañero, teniente. ¿Él estará bien?

—Le han pasado cosas peores —dije. Él asiente ligeramente y se recarga en la silla, mirando el cielo raso—. ¿Qué más sabe acerca de Arthur, señor Bell?

—Le gusta el dinero fácil —responde con voz seca—. Aunque los viejos como yo los veamos como niños que van por allí jugando a ser unos mafiosos, la verdad es que se creen más inteligentes, y algunos lo son. Pero otros... sólo viven de las apariencias. —Bell se queda callado; no dice nada o hace algún sonido salvo para silbar una vieja canción. Después se incorpora, dejando sus manos sobre la mesa y dándole un último vistazo al café—. Tengo una hija, teniente, a la que le encantaba ir al acuario. Amaba a los animales, pero más a los que vivían en el mar. Un día ella llegó de la escuela y me habló sobre unos peces que guiaban a los viejos marineros griegos de vuelta al puerto, los peces piloto. Años después, cuando ella ya se había convertido en madre, fuimos al acuario con mi nieto y me preguntó si recordaba a los marineros griegos y a los peces... Esa fue la última vez que los vi.

—¿Dónde están, su hija y su nieto?

—Lejos, muy lejos de esta ciudad —suspiró él—. No tendría por qué preocuparse por Arthur Nelson, teniente. Después de todo, los peces piloto no se alimentan más que de los restos de comida de los tiburones.

Para cuando trajeron el azúcar, yo ya había salido de la habitación. Dejándole la caja con donas que esa misma mañana estaba sobre mi escritorio. Y con su voz, volviéndose un eco dentro de mi cabeza, diciéndome: «Cuide a su familia, teniente. No cometa el mismo error que yo...»

Esa noche fui a ver a Diego al hospital; su esposa estaba allí. También hablé con Hugo y Jacqueline, y con mi hermana. Sin saber por qué me estaba sintiendo de esta manera después de hablar con un hombre que esperaba a la muerte como si de una vieja amiga se tratase; tenía la ligera sospecha de que aún no quería volver a casa porque no soportaría ver aquel barco en los ojos de Archie. O tal vez era que no quería ver lo que vivía en mi reflejo.


La oscuridad es densa; la lluvia ha cubierto la ciudad de Chicago desde hace dos semanas, por eso los callejones desprenden ese aroma a suciedad. Los animales callejeros se refugian detrás de los basureros o en las cajas de cartón que se quedan apiladas detrás de los restaurantes; los cocineros les dejan aquellos trozos de carne que no se vendieron durante el día.

El cielo no ha perdido su color gris, las aceras se llenan de charcos durante la noche; los autos transitan, y a los conductores no les podría importar menos salpicar a uno que otro desafortunado transeúnte. Nathan era uno de ellos. Tiene el rostro cubierto con su chaqueta y las manos dentro de los bolsillos; en los últimos días ha sentido algo de irritación en la garganta y se ha preguntado si debería dejar de fumar, pero es lo único que lo mantiene cálido durante los días fríos.

—¡Oye! ¡Fíjate por dónde conduces, estúpido! —gritó Nathan, limpiándose el rostro.

El auto se detiene ante una luz roja; una mano se asoma por la ventanilla del conductor, mostrándole el dedo medio. Nathan gruñó, lo maldijo en voz baja y siguió caminando. Sabe que pasan de las siete de la noche porque lo escuchó de una mujer que esperaba el autobús. Entonces se pregunta qué es lo que su madre habrá cocinado para cenar o si su hermana se aseguró de acomodar los cubiertos apropiadamente sobre la mesa; su padre tal vez esté sentado en el sillón, con una cerveza en mano y la corbata suelta.

Sigue caminando bajo la lluvia, tiene los zapatos húmedos y la irritación en la garganta se vuelve cada vez más insoportable; una corriente helada choca con su rostro, es entonces cuando se hace la nota de mental de comprar una caja de aspirinas en la farmacia. Su mirada no se despega del suelo ni de las luces que se reflejan en los charcos. Sólo la levanta cuando percibe el brillo de un letrero de neón, de colores azul y rojo. «Abierto las 24 horas.»

Los zapatos chillan al caminar sobre las baldosas, negras y blancas, y se descubre el rostro hasta llegar a la barra. Dejando un pequeño charco a sus pies.

—¿Qué te sirvo, tesoro? —pregunta la mesera, con una libreta en mano y el lápiz sobre la oreja.

—Café, sin azúcar... Por favor. —Ella asiente, tendiéndole una pequeña toalla que sacó de abajo del mostrador—. Gracias...

Las luces blancas iluminan las mesas y hacer resaltar los muebles de piel de los gabinetes; al fondo hay una puerta blanca, algo desteñida, probablemente por la humedad, con un letrero que indica qué es un baño. El único baño del restaurante. Cerca de la última mesa hay una rocola que está cubierta por una fina capa de polvo; Nathan no le despega la mirada y se pregunta si realmente funciona o si sólo es parte de la decoración. La mujer le deja la taza de café acompañada de pequeñas galletas de vainilla. «Son cortesía de la casa», explicó ella. Pero Nathan era lo suficientemente educado como para no rechazarlas, aunque no fuera a comerlas.

La campanilla de la puerta resuena y se escucha una conversación indistinta; Nathan da el primer sorbo a su café. Deja la pequeña toalla al lado del plato de galletas, cuidando de ocultar las manchas de sangre.

—¡Monique, cariño, sírvenos un café! ¡No olvides la crema! —Las dos personas que recién entraron al restaurante se sientan a pocos metros de Nathan, por lo que, aunque no lo quiera, puede escuchar su conversación, y a la vez pretender que no lo hace—. Te lo digo, hombre. Si no consigo el dinero lo más pronto posible voy a perder la cabeza, ¡y ni hablar de lo que me hará mi mujer!

—Debiste tener más cuidado. ¡Yo te habría prestado el dinero! ¿Cuánto dijiste que les debes?

—¡Quince mil, quince grandes! —gimoteó uno de ellos, recargándose sobre la barra—. No lo puedo creer, ¡no puedo creer que dejé que esto pasara!

—Oye, aún está la propuesta de mi primo. ¡Él podría ayudarte! Y te aseguro que con uno o dos trabajos que le hagas puedes conseguir ese dinero... y hasta más.

—No puedo hacer eso. ¡Reconocerían mi rostro!

«Pobre hombre, está jodido –pensó Nathan, bebiendo su café–. Aunque, si me ofrezco a ayudarle... tal vez podría sacarle un poco de plata... No, no, no. ¡Claro que no! ¿En qué estoy pensando? La última vez casi me desgarran las tripas.»

—¿Te ofrezco algo más, tesoro? —preguntó la mujer. Nathan confirmó sus sospechas al leer en la pequeña placa el nombre de «Monique» en letras negras.

—¿Sabe si hay una farmacia por aquí?

—Hay una a tres calles de aquí, pero si yo fuera tú no saldría con esta lluvia. ¿Qué necesitas comprar?

—Aspirinas...

Ella lo miró con cuidado. Puso su mano sobre sus mejillas, cubriéndole parcialmente el rostro; tenía las uñas arregladas y desprendía un aroma a vainilla. Tomó la taza vacía y dijo:

—Tengo una caja por aquí.

Por supuesto que ella sabía que el muchacho tenía fiebre, lo supo desde el momento en que lo vio entrar al restaurante con la ropa empapada y escuchó su voz, lastimada y un poco rasposa. Tampoco tuvo que fijarse mucho como para darse cuenta de que tenía las manos llenas de cortadas. «Es sólo un niño –pensó ella, mientras servía el agua caliente–. Tendrá la misma edad que Franklin. ¿No debería estar en casa?» Rebuscó entre los cajones hasta encontrar el té de manzanilla. De pronto, Monique se encontró pensando en Franklin, su hijo mayor; ella sabe que él está en casa cuidando de sus hermanos, sabe que a esta hora él ya habría hecho la cena y probablemente estarían viendo caricaturas en el televisor de la sala.

—Aquí tienes, tesoro —dijo Monique, dejándole una taza de té caliente y un par de aspirinas—. Si necesitas algo más, sólo dímelo.

—Gracias, Monique...

Sin embargo, en el momento en que Monique vio los moretones de color purpúreo en una de las mejillas de aquel muchacho, supo que era mucho más joven que Franklin.

—¡Ah, Monique! ¿Qué voy a hacer? Sólo una bandeja de esas galletas que haces me ayudará a calmarle —gimoteó el hombre; vestía un abrigo apolillado y tenía las patillas un poco descuidadas.

—¡Deja de lloriquear, Trevor! Sabes perfectamente que Mike y yo pudimos haberte ayudado, ¡no tenías porqué ir a meterte con esos irlandeses!

—¿Al menos puedes darme una galleta?

—Se nos terminaron. Ahora tómate tu café y deja de llorar, así no resolverás tus problemas.

—¡Ese niño no ha tocado sus galletas! ¡Oye, niño, si no las quieres podrías dármelas!

—Déjalo tranquilo, Trevor —dijo Mike, deteniéndolo del brazo—. Él hará lo que quiera con sus galletas.

Nathan lo miró de reojo. Suspiró, y se levantó. Le entregó las galletas, y pasó por alto el brillo que desprendieron sus ojos llorosos.

—¿Qué es lo que le pasa? —preguntó Nathan, mirando a Monique.

—Se metió con las personas equivocadas y ahora está en problemas, ¡es lo único que sabe hacer!

Trevor dijo algo, pero Nathan no pudo entenderlo ya que tenía la boca llena de galletas.

—Podría ayudarle a alguien con un trabajo, pero es tan cobarde que no quiere hacerlo —dijo Mike, cruzándose de brazos—. Miedoso...

—¡Ya te dije que no puedo hacerlo! ¿Sabes qué tanto estaría arriesgando si lo hago?

—Debiste pensar en eso antes —dijo Monique—. ¿Qué va a pasar cuando un montón de extraños lleguen a tu casa y se lleven todo porque no pudiste pagarles?

—Yo puedo hacerlo... —dijo Nathan, inexpresivo. Los tres adultos lo miraron—. Si él no quiere hacer el trabajo por proteger a su familia, yo puedo hacerlo.

Mike lo miró de arriba a abajo, dibujándose una sonrisa ladina en sus labios. Se terminó el café de un trago y le dijo:

—¿Estás seguro?

Nathan asintió. Monique lo miró, preocupada.

—Tesoro, si vas a hacer el trabajo sucio de alguien al menos deberías esperar a que se te baje la fiebre.

—De acuerdo —dijo con voz suave.

—No se diga más. Nos vemos aquí mañana, a las nueve —exclamó Mike, poniéndose de pie. Se puso el abrigo y mirando a Trevor dijo:— Y tú también vendrás, tal vez el niño te contagie algo de coraje. Te dejo el dinero de los cafés, Monique, cariño.

Nathan los vio salir del restaurante, grabándose el sonido de la campanilla de la puerta.

Se quedó allí, sentado, en silencio. Viendo cómo Monique limpiaba la barra y atendía a los clientes que llegaban; de vez en cuando uno de los cocineros salía a secar el piso. Miraba de forma ocasional a través de la ventana, diciéndose que se iría del restaurante en cuanto cesara la lluvia. Pero eran casi las once, y el clima sólo empeoraba.

En el momento en que Monique le sirvió otra taza de té, ella aprovechó para tomar su mano y examinar las cortadas; Nathan se sobresaltó, pero pudo sentir cierta calidez en las manos de la mujer.

—Monique... —llamó en voz baja— ¿la rocola del fondo... funciona?

—Sí, sólo está algo sucia.

—¿Está bien si... pongo algo de música?

—Adelante, tesoro. Date gusto.

A Monique le pareció ver una sonrisa en el rostro de Nathan, y creyó escuchar, por un segundo, un pequeño grito de emoción cuando el muchacho había encontrado una vieja canción de Duran Duran en la rocola. «Es sólo un niño –pensó por segunda vez en la noche–. ¿Tendrá dónde pasar la noche? Está lloviendo muy fuerte... Tal vez pueda quedarse a dormir aquí, en uno de los gabinetes o en la bodega.» Debajo de esa apariencia ruda y manos grandes, Monique tenía un gran corazón que latía por sus tres hijos; sin embargo, había algo en aquel muchacho con las manos llenas de cortadas que despertó su instinto maternal. Y porque ella conocía al primo de Mike, y ya tenía una idea de qué tipo de trabajo tendría que hacer, una parte de su corazón comenzó a temer por la seguridad del aquel que, ante sus ojos, bien podría ser uno de sus hijos.

Nathan canturreaba en voz baja la canción, improvisando algunos pasos de baile sobre aquellas baldosas, negras y blancas, que, sin saberlo, serían un escenario constante en su vida durante los próximos dos años. Al menos, hasta que llegara el día en que se teñirían de un color rojizo y la campanilla de la puerta sólo sea un recuerdo más que se albergaría en lo profundo de su cabeza. Junto con el aroma a vainilla de Monique.

💐

Al despertar, sentí una punzada en el pecho y dolor en cada parte de mi cuerpo. Sin saber qué hora era, o a qué hora llegué la noche anterior, sólo podía pensar en una cosa: dormir cinco minutos más.

El sol entraba por las cortinas, las sábanas estaban descubiertas y parte del edredón estaba sobre la alfombra; la puerta está entreabierta, entonces me pregunto si aquel dulce aroma que me despertó se debe a que Archie tal vez esté cocinando. «¿Cómo le habrá ido en el trabajo? ¿Lo habré despertado cuando llegué a dormir?» En ese momento, la puerta se abre y se escuchan pisadas, un animal peludo mueve su cola alegremente al verme.

—Levi, eso no es justo —dice Archie, entrando a la habitación. No puedo evitar sonreír al verlo—. Acordamos que sería yo quien lo despertaría.

Levi se baja de la cama, y como si hubiera entendido lo que Archie decía, salió de la habitación con la misma alegría con la que me despertó. Archie ríe y me mira; su sonrisa es suave y sincera. Está vistiendo una vieja playera gris con un estampado de Batman y tiene el cabello desordenado. Se sube a la cama y apoya sus piernas a ambos lados de mis caderas, mirándome con esos ojos tiernos que no dejan de enamorarme.

—Buenos días —dice con voz suave—. Te hice el desayuno.

—Huele bien, ¿qué cocinaste?

—Huevos, tocino, pan francés, salchichas, un poco de café... y algo de fruta.

—Me consientes demasiado, eso me gusta.

—Sé que tuviste un día difícil... salió en las noticias.

—¿Te preocupaste? —pregunté, acariciando su mejilla.

—Un poco, pero después recordé que mi novio es un súper policía —dijo con sonrisa ladina—. Aun así, no puedo evitar preocuparme cada vez que sales a misiones de campo.

—Te prometí que regresaría a casa todas las noches, ¿no? —dije con voz suave– Por cierto, ¿no te desperté anoche, cierto?

Archie negó, posando sus manos sobre mi pecho descubierto.

—Hablé con Alex y ella me dijo que fuiste a ver a Diego al hospital. Llegaste antes de la medianoche.

—Ya veo —dije, acunando su mejilla, sintiendo el calor de su cuerpo—. ¿Cómo te fue ayer en el trabajo?

—Ayudé a una perrita a dar a luz. La dueña era una niña pequeña, estaba tan feliz que nombró a uno de los perritos como yo.

—Eso es adorable —dije, él sonrió.

Mi mano desciende con cuidado hasta su antebrazo, acariciando unas marcas que eran recientes y que, estoy seguro, no estaban ahí el día de ayer.

—¿Qué te pasó en el brazo?

—Le estaba enseñando a una de las chicas nuevas cómo vacunar a un gato, pero ella lo soltó antes de tiempo y me soltó un arañazo. Sanará dentro de unos días.

«Eso no lo hizo un gato –pensé, tocando la herida con cuidado–. ¿Alguien lo lastimó?»

—Vayamos a desayunar —dije, pero en el momento en que quise levantarme de la cama Archie presionó sus manos contra mi pecho. Él intentaba ocultar su sonrisa juguetona—. ¿Sabes que derribar a un policía es un delito, cierto?

—Usted se levantará cuando yo lo diga, teniente —dijo él, acercando sus labios a lo míos y moviendo ligeramente sus caderas—. Ayer hice que te preocuparas, lo siento.

—¿Te sientes mejor?

—Me sentiré mejor después de desayunar.

—¿Ah, sí? —dije, él asintió. Y aunque tuviera esa expresión de inocencia, bastaba con verlo a los ojos para darse cuenta de lo que realmente sentía—. ¿Te digo algo? Yo también.

Tomé su rostro con cuidado, acercándolo a mí, sintiendo su calidez y el azúcar que tenía en la comisura de los labios (probablemente se adelantó a comer un trozo de pan francés). Podría decir que fue él quién comenzó lo que hicimos esa mañana; aunque la verdad es que yo ya no podía controlarme desde el momento en que se subió a la cama. Archie es como una sirena, hipnotizante y encantador, que le encanta volverme loco con cada beso y cada caricia. Y su voz, es hermosa. Su piel llena de estrellas se tiñó de un color rosa suave; de sus labios nacieron gemidos y suspiros que resonaban en mi interior como una melodía.

Eran las siete y media de la mañana cuando se escuchó el sonido del colchón mientras hacíamos el amor. Otra cosa que hice, cada una de las veces en que sentí su piel fundirse con la mía, fue besar las cicatrices de su cuerpo; desde la más antigua, hasta la que aún desprendía ese brillo carmesí.

Fue a las diez de la mañana cuando me despedí de él, prometiéndole que volvería a la hora de la cena y veríamos la repetición de ese programa de comedia que tanto le gustaba. Sin embargo, a medida que conducía por la ciudad, me encontré recordando voces del pasado que se hacían cada vez más fuertes; el anillo seguía guardado, escondido, y entonces supe que no podía hacerle esa pregunta... no aún.

En la estación todo transcurre con normalidad, como si el día de ayer nunca hubiera pasado. Esta vez hay azúcar junto a la cafetera. Diego está en su escritorio; tiene el brazo vendado y hay dibujo infantil sobre su escritorio.

—Veo que ya estás mejor —dije, acercándome a su lugar—. ¿Te dieron de alta esta mañana?

—Así es. ¡Sólo mírame! Ayer tenía una bala en el brazo, y pronto habrá una nueva cicatriz en la colección.

—Veo que tus hijos te hicieron una tarjeta. Es linda.

—Alex me dijo que habló con Archie. —Diego deja la carpeta de lado y me mira con los ojos entrecerrados—. Maldito mentiroso, no te fuiste a casa después de ir al hospital. ¿Dónde estuviste?

—Pensando...

—¿Fuiste a un bar?

—¿Cómo voy a decírselo?

—¿Proponerle matrimonio? ¡Fácil, hombre! Sólo arrodíllate y dile que...

—¿Cómo voy a decirle sobre ella?

La expresión de Diego cambia, su mirada se vuelve seria.

—¿Dónde estuviste anoche, Nathan?

El capitán se acerca al escritorio de Diego y le pide que investigue a algunas personas que podrían estar vinculadas con Arthur Nelson o Donato Silvestri; sus ojos están escondidos en un rostro arrugado y debajo de cejas tupidas.

—Señor, necesito hablar con usted —dije—. Es sobre el caso de Arthur.

Él no dice nada, sólo asiente.

—No puedo involucrarme en el caso.

—¿Por qué? —dice, cruzándose de brazos.

—Él, hace mucho tiempo, tuvo una relación con mi actual pareja.

—Ah, sí. El veterinario... Al que no le has propuesto matrimonio —dice con una sonrisa socarrona. Diego se aguanta una carcajada—. Escucha, Ross, entiendo que quieras mantenerte fuera del caso por proteger a tu pareja, y respeto eso, pero ya tengo suficiente con Reyes haciendo trabajo de escritorio para que tú también te quedes fuera.

—Capitán...

—Conoces las reglas.

Antes de irse me da una palmada en el hombro; Diego me extiende una carpeta con documentos. Respiré profundo, la tomé, y terminé revisando un montón de papeles hasta la hora del almuerzo. «Concéntrate, concéntrate... Hazlo por Archie... Este es el hombre que lo lastimó... Hazlo por el viejo, que prefirió pasar el resto de sus días en la cárcel antes de seguir rindiéndole cuentas a Arthur...» «¿Qué hay de ti, Nathan? ¿Acaso no están hechos de lo mismo?» «No... ella dijo...» «Ella está muerta, y fue por tu culpa... Archie también...»

Me levanté de golpe; algunas cosas del escritorio cayeron al piso.

—Hombre, ¿estás bien? —preguntó Diego.

—Sí... estoy bien...

💐

«¿Esto va a volverse una costumbre?» Salir del trabajo, comprar café de alguna tienda de conveniencia y quedarse dentro del auto por cuarenta minutos ha sido lo único que he hecho en los últimos días. De vez en cuando, Archie llega a casa con rasguños y heridas en los brazos. Él dice que es a causa de algunos de los animales que se ponen nerviosos antes de una cirugía, o que simplemente no soportan ser tocados por otra persona. Pero Archie siempre ha sido cuidadoso, sabe ganarse la confianza de los animales y toma el control en ese tipo de situaciones. Cuando nuestra relación comenzó a ponerse seria, sabíamos lo que eso implicaría; ninguno de los dos tiene una buena historia, y las cicatrices que tenemos en la piel es prueba de ello. Creí que lo mejor sería no hablar del pasado, y él estuvo de acuerdo. Y eso nos funcionó por algún tiempo. Sin embargo, si yo realmente quiero que nuestra relación suba al próximo nivel...

—Nadie dijo que esto sería fácil... —suspiré, ocultando mi rostro entre mis manos. La bocina del auto resonó en el estacionamiento por unos segundos.

Sobre el asiento del copiloto hay bolsas con vegetales, jugo y un par de dulces que compré en la tienda de conveniencia (el café terminó en el bote de basura después de dos tragos). La pantalla de mi celular brilló y comenzó a vibrar sobre el asiento de piel. Es Archie.

—Hola... Sí, estoy a un par de calles. Llegaré pronto... Sí, los compré. También te compré el helado que te gusta... También te extrañé hoy. De hecho, cuando llegue, voy a abrazarte tanto que Levi se pondrá celoso... Eso no me molestaría... Te veré pronto. Adiós.

Encendí un cigarrillo, sólo para hacer un poco de tiempo. Febrero está por terminar. Pero el aire frío seguirá colándose por la entrada del estacionamiento hasta abril... tal vez hasta mayo. Yo sólo veo cómo el humo del cigarro desaparece ante mis ojos; recordé el primer cumpleaños que pasamos juntos, nuestra primera cita, nuestro primer beso... y la primera vez que nos vimos.

Ocurrió hace cuatro años. En ese entonces sólo sonreía cuando las ancianas me pedían ayuda con sus compras. «¡Estoy segura de que usted y mi nieto son de la misma talla! ¿Podría probarse este suéter? Oh, también estas camisas. Pronto se graduará de la universidad y quiero que se vista apropiadamente...» Las recuerdo llevando el cabello recogido, y algunas usaban un poco de maquillaje. Pero todas parecían usar el mismo perfume.

Sin embargo, además de las sonrisas ocasionales, aún dolía ver la cicatriz en mi pierna y aquellas que se ocultaban en mis hombros y en el resto de mi cuerpo. En otro tiempo mi piel, además de estar cubierta de sangre y mugre, estaba cubierta de moretones purpúreos. Algunos fueron cortesía de mi padre, y otros yo me los busqué. Dolía. Verme al espejo dolía porque cada una de esas marcas gritaban el nombre de alguien a quien había perdido; era como si me hubieran arrebatado un pedazo de mi corazón... y realmente dolían.

—¡Nathan! ¿Puedes venir un segundo? Es importante —dijo una de mis compañeras, del departamento de ropa para niños.

—En un minuto —respondí. La mujer de anteojos redondos seguía sentada frente a mí, observando los detalles del suéter—. ¿Qué le parece? Tal vez a su nieto le guste...

—¿Seguro que la etiqueta no es incómoda? Él tiene una piel muy sensible.

—No creo que tenga problemas si usa una camisa debajo —dije con una sonrisa.

—¡Bien! Entonces me lo llevo. Gracias por tu ayuda, cariño.

En ese entonces había un grupo de chicas jóvenes a las que les gustaba coquetear con muchos de los chicos de las otras tiendas, por eso en San Valentín ellas recibían muchas flores y cajas con chocolates. Pero una de ellas, Nathalie, siempre salía con alguien diferente cada semana.

—¿Qué sucede? —pregunté. Las otras chicas estaban cerca de la entrada de la tienda, mirándose entre ellas y riendo con las mejillas sonrojadas.

—Verás, Nathan. Hace poco abrió una heladería en el centro comercial, y una de las chicas nos invitó a comer un helado. ¿Quieres venir?

—¿Para eso me llamaste? ¿Para comer helado?

—¡Vamos! Es tu hora de descanso. ¿No crees que es importante que los compañeros de trabajo refuercen sus vínculos para un mejor desempeño laboral?

La miré, enarcando la ceja. Ella suspiró y dijo:

—Por favor. Ven con nosotras, sólo por esta vez. ¡Podrás comer el helado que quieras! Yo invito.

—No me gustan las cosas dulces.

—También venden café.

Antes de que me diera cuenta o de que me arrepintiera, ya estábamos entrando en la heladería. Recuerdo que había mesas a ambos lados de la entrada y un mostrador de cristal en el que exhibían todos los sabores de helado que tenían; uno podía entrar y sería recibido por la calidez de la decoración y de los postres que recién salían del horno. Los empleados usaban un pequeño sombrero que asemejaba a un barco de papel y delantales blancos que estaban por encima de playeras de colores pastel. Era como si todo en aquel lugar gritara: «¡DULCES, DULCES!»

Sin embargo, dejé de concentrarme en la decoración y en el aroma del lugar en el momento que escuché una voz. Una voz que se sentía como una suave caricia, y que se quedó haciendo eco en mi interior por mucho tiempo.

—Bienvenidos a Honey Crème. ¿Qué les puedo servir? El día de hoy tenemos la promoción de un helado doble en la compra de dos helados suaves...

«Él es... muy lindo...»

Comencé a preguntarme si había visto demasiadas películas románticas, o quizás había escuchado demasiados relatos románticos de Jacqueline; ese momento se sintió irreal, pero al mismo tiempo se sentía como si...

—Nosotras tomaremos esa promoción —dijo una de las chicas, sacando su billetera—. Nathan, tú querías un café, ¿no es así?

—Quiero... un helado, por favor...

Se sentía como si todo a nuestro alrededor desapareciera; él desprendía un aroma dulce, pero agradable.

Un ligero golpe en el brazo me hizo volver a la realidad.

—Muy bien, entonces será una promoción, un chocolate con crema batida y un helado sencillo. Serán...

—Yo pagaré —dije, entregándole mi tarjeta de crédito. Las chicas que me acompañaban sonrieron; las mejillas del chico se sonrojaron, aunque probablemente eso haya sido mi imaginación.

—Mi compañera preparará sus helados, chicas. Pasen con ella —dijo con una sonrisa—. Aquí tiene su tarjeta y su recibo, caballero. ¿De qué sabor quiere su helado?

—¿Vai... nilla?

Aún recuerdo su voz, y la pequeña risa que escapó de sus labios. Pensar en eso hace que me sienta avergonzado.

Las puertas del ascensor se abrieron. Comencé a preguntarme si el helado sigue en buen estado. Alcanzo las llaves que están en mi bolsillo; se escuchan pisadas al otro lado de la puerta. Fui recibido por un ladrido, una cola moviéndose alegremente, y una dulce sonrisa.

—Bienvenido a casa.

—Traje el helado.

Archie se ofreció a guardar las compras mientras yo tomaba una ducha. El cansancio de mi cuerpo desapareció con el agua caliente, el olor a cigarro se desvaneció con el olor del champú; aquellas voces seguían allí, pero esta vez eran como un susurro. Como la melodía de las cigarras durante el verano o los grillos que se ocultan en la hierba cubierta de rocío.


Había días en los que no había mucha clientela. Los cocineros descansaban en las mesas, si era verano se tomaban un refresco helado, y otros salían al callejón de atrás para fumar. Pero ese día, cuando la lluvia seguía presentándose de forma imprevista, estaban descansando en el interior del restaurante.

Nathan estaba limpiando los pisos cuando sonó la campanilla de la puerta; inmediatamente se enderezó, y con una sonrisa dijo: «¡Bienvenido!», mas su sonrisa se volvió una mueca graciosa en cuanto vio al chico con el cabello empapado. Nathan se echó a reír a carcajadas hasta que su estómago dolió.

—¡Deja de reírte, estúpido! —exclamó Franklin, quitándose la chaqueta.

Monique salió de la cocina, con una bandeja llena de sus famosas galletas de vainilla. Los empleados se llenaron los puños con ellas, llevándoselas a la boca y llenando el piso de migajas haciendo gruñir a Nathan.

—¡Ya llegaste, cariño! —exclamó Monique con una sonrisa que le ensanchó las mejillas—. Rápido, ve a cambiarte. Necesito que ayudes a Nathan a limpiar.

—Sí, mamá.

Nathan miró con desgano cómo de la chaqueta de Franklin caían gotas gordas que terminaban sobre el piso. «¡Acabo de limpiar allí, maldición!», pensó molesto. Monique soltó una pequeña risa al ver su ceño fruncido y lo llamó.

Habían pasado sólo un par de semanas desde la primera vez que Nathan puso un pie en aquel restaurante; desde entonces sólo ha ido a una o dos veces a casa para llenar su mochila con ropa limpia, a veces se tomaba la libertad de tomar alguna de las novelas que estaban en el estudio de su padre. Monique le ofreció un lugar dónde dormir, a cambio de que le ayudara con las labores de limpieza en el restaurante. Y Nathan, que ya había comenzado a trabajar con Mike y su primo, de vez en cuando le daba un poco de dinero para el mantenimiento del lugar.

Pero claro, Nathan seguía siendo un niño. Por eso Monique se encargaba de curar sus heridas cada que regresaba del trabajo.

—¡Ouch! Eso dolió... —se quejó Nathan en voz baja.

—Y la próxima va a doler más. Prométeme que no vas a gritar —pidió Monique, humedeciendo el algodón en alcohol.

Nathan asintió. Ella dio pequeños toques sobre la herida en su pierna; no es muy profunda, pero va desde su tobillo hasta la parte inferior de su rodilla, y era el tipo de herida que dejaría una cicatriz. Nathan se mordió el labio hasta que sintió el aliento de Monique sobre la herida. Una pequeña lágrima se deslizó por su mejilla.

—¡Mierda, Nathan! ¿Cómo demonios te hiciste eso? —dijo Franklin, que estaba recargado en el marco de la puerta.

—Eso no te importa, Frank —gruñó Nathan.

—Hijo, pásame las vendas que están sobre la mesa. —Monique envolvió la pierna con cuidado. Aseguró el vendaje y se puso de pie—. Ten más cuidado la próxima vez, ¿de acuerdo?

—De acuerdo...

—Mamá, ¿te importa si pongo una canción en la rocola? —preguntó Franklin.

—Para nada, hijo. Mientras no sea una de esas canciones feas...

—No. Estaba pensando en una canción... lenta. Para poder bailar.

Monique lo miró, sorprendida.

—Tú no sabes bailar, Frank —se burló Nathan. Frank le dio un coscorrón—. ¡Oye! No me odies por decir la verdad.

—¿Es por tu baile escolar, cariño? —preguntó Monique con voz suave. Sus ojos brillaron al instante—. ¿Invitaste a Daphne? ¿Te dijo que sí?

Franklin se sonrojó. Monique soltó un grito de emoción. Nathan los miró confundido.

Monique tomó la mano de su hijo; Nathan terminó de abrocharse los zapatos y fue hasta donde los demás. Se llevó una sorpresa al escuchar una canción vieja, de esas que alguna vez que escuchó en la sala de su casa; su madre solía tocar el piano los domingos por la mañana mientras su padre leía el periódico y tomaba una taza de café, con los pies descansando sobre una silla. Su madre siempre tenía una postura recta, sus dedos se movían con delicadeza sobre las teclas. Nathan creía que se veía como una muñeca de porcelana, con su piel blanca y pequeños labios pintados de color rojo.

El cuerpo de Franklin se tensó. Monique se acercó, y aunque tenían casi la misma estatura, ella lo veía hacia arriba. Le indicó que pusiera su mano en su cintura, y después dijo algo que se quedaría en la memoria de Nathan: «Deja que la música te guíe. Deja que ella marque tus pasos mientras tú ves los ojos de tu pareja.» Sin embargo, en ese momento, Nathan no lo entendía. Para él, aquel baile era lento y cursi. No entendía por qué Frank se estaba tomando todas esas molestias sólo para bailar con una chica. Aun así, no pudo evitar aprenderse el movimiento de sus pies; ese día Monique llevaba unos zapatos bajos de tacón, eran de color blanco y estaban perfectamente limpios.

—¡Qué bien bailas, Monique, cariño! —exclamó Mike desde la entrada, quitándose el sombrero—. ¿Será que también podré bailar contigo?

—Cuando dejes de tener dos pies izquierdos.

—Ese fue un golpe bajo, cariño —se burló él. Dejó su abrigo sobre una de las sillas y se acercó a pedir su mano—. ¿Me permite esta pieza, mademoiselle?

Ella se echó a reír, y en segundos el restaurante se convirtió en una pista de baile.

Nathan los miraba, recargado sobre el mostrador. Franklin se acercó.

—No lo entiendo...

—¿Qué no entiendes?

—¿Por qué... hacen eso? ¿Qué sentido tiene?

—Lo hacen porque es divertido y porque es romántico, Nathan.

Nathan lo miró, aún sin entender.

—Mira, por alguna razón las parejas hacen esto. Les gusta hacerlo.

—¿Daphne es tu pareja?

—Es mi cita para el baile.

—Pero no es tu novia...

—No aún. Para eso son estas cosas. Cuando bailas con alguien que te gusta, alguien que es especial, de alguna manera esto hace que se enamore más de ti.

—No lo entiendo.

—Cuando te enamores lo entenderás, cariño —dijo Monique—. Y después, en tu boda, bailarás con esa persona especial toda la noche.

—¿Él? ¿Casarse? —Franklin comenzó a reír, llevándose la mano al estómago—. Mamá, por favor. ¡Si Nathan está más feo que el Coyote de las caricaturas!

—Es porque nunca me has visto bañado, tonto.

—Basta, ustedes dos. Ambos son unos muchachos encantadores.

—Lo que él necesita es una máscara de hierro —se burló Franklin.

—¿Hablas del sujeto que era el verdadero Rey de Francia? Gracias, qué amable.

—Al menos yo tengo oportunidad de conseguirme una esposa.

—Lo que tú digas, brillitos. Primero aprende a bailar.

—¡Já! Como si tú pudieras hacerlo mejor.

Nathan se quedó callado, mirando a Franklin y a Mike, que estaba sentado tomándose una taza de café. Fue entonces que Monique se llevó las manos a la cintura y dijo:

—Ven, Nathan. Te enseñaré a bailar.


En la sala se escuchan las voces de una de las películas favoritas de Archie; está cocinando la cena. Terminé de secarme el cabello y fui a la cocina. Él estaba concentrado cocinando algunos de los vegetales que recién había comprado y Levi estaba recostado junto a la ventana de la sala, probablemente distraído mirando las caricaturas. Me acerqué lentamente a Archie, envolviendo su cintura con mis brazos y hundiendo la nariz en su cabello. Me gusta cómo huele su champú.

—Tengo hambre —dije.

—Ya casi está listo. ¿Puedes alcanzarme dos platos? Por favor.

Mientras servía la comida no pude evitar perderme en las pecas que van desde sus mejillas hasta su cuello y sus hombros. «Realmente son como estrellas.» Él se sobresaltó un poco cuando acomodé un mechón de cabello detrás de su oreja; una sonrisa se dibujó en sus labios.

En la sala, Levi se está quedándose dormido sobre la alfombra. Dejamos los platos de comida sobre la mesa de café, sentándonos en el sofá. Archie parece concentrado en la película hasta que dice:

—En primavera, deberíamos ir a ver los árboles de cerezo.

Comencé a jugar con su cabello. El año pasado no pudimos ir a verlos porque el invierno fue crudo; hacía mucho frío y la nieve cubrió el parque donde están los cerezos. Antes de eso, sólo hemos ido a verlos florecer cuando estuvimos con otras personas; cuando uno de sus amigos de la universidad estaba planeando su boda, Archie lo acompañó a la sesión de fotos. Y la última vez que fui a verlos, fue cuando Jacqueline me pidió ayuda para cuidar a sus hijos, estuve paseando por todo el parque con una carriola y un bebé que no quería dormir.

—Eso me gustaría. Tal vez florezcan en mayo.

—Espero que mayo llegue pronto.

Mientras la película avanzaba, y mientras los platos de comida quedaban vacíos, recordé un aroma a vainilla... Una voz cálida... Una piel llena de heridas... Y una vieja canción que sonaba en una rocola polvorienta.

Fue entonces que aquellas palabras dejaron mis labios; así como es natural decir «Buenos días», pero, al mismo tiempo, se sintió con la sinceridad que vive en un «Te extrañé... Te amo... Lo siento... Gracias...» Un sentimiento natural, con una cucharada de sinceridad, y me atrevería a decir que con una pizca de miedo. El mismo tipo de palabras que se forman en el corazón, que se quedan allí por mucho tiempo hasta que de repente... sólo nacen. Como un diente de león que se mece con la primera brisa de la primavera. Como el reflejo del amanecer en el océano. Como una rosa florece por primera vez, y como la primera gota de sangre que se derrama al pincharse con una espina... así se sintió.

—¿Te casarías conmigo?

La mirada de Archie guardaba un toque de incredulidad, junto con una pizca de pereza que desapareció cuando preguntó: «¿Qué dijiste?» En sus mejillas se asomó, de forma tímida, un suave color rosa. Me pregunté cuándo fue la última vez que lo vi así. «¿No hiciste esa misma cara después de nuestro primer beso? –pensé– ¿O durante nuestra primera cita?»

—¿Te casarías conmigo?

Sus ojos, que no tenían un color especial, pero que te hacían sentir tranquilo al verlos, se llenaron de lágrimas que dejaron un rastro en su piel; algunas se quedaron allí, acumulándose. Sus manos se aferraron a mi suéter, y entonces se escuchó un llanto. De esos que son profundos, que a veces lastiman la garganta, y que te permiten dormir una vez que terminas. Pero había algo diferente, y no hablo de la forma en que sus labios dibujaban una sonrisa quebradiza, ni de la forma en que su cuerpo temblaba. Me pregunté, si tal vez, esa pregunta habría sanado una de las cicatrices de Archie.

—Sí... —dijo, con su voz ahogada en lágrimas. Sus ojos se encontraron con los míos, y aquella sonrisa quebradiza se convirtió en una sonrisa dulce—. Sí, sí, sí. ¡SÍ!

Al rodear su cuerpo, frágil y tembloroso, supe que había encontrado la respuesta a mi pregunta. La recordé a ella, con su esencia de vainilla y zapatos blancos. «Cuando te enamores lo entenderás, cariño.»

—Te amo, Archie. Te amo demasiado.

Lo abracé. Porque sabía que no quería dejarlo, porque no quería perderlo a él también. Porque me prometí a mí mismo que no dejaría que nadie más lo lastimara. Sólo me importaba tenerlo a mi lado. Y aunque a la mañana siguiente finalmente pude ver el anillo en su mano, brillando con la luz del sol, en ese momento... sólo lo abracé.

💐

La noticia de mi reciente compromiso pasó a un segundo plano en el momento en que nos llegó información relacionada a los negocios de Donato Silvestri. Había llegado un vídeo por correo, un VHS, con las grabaciones de una cámara de seguridad. En la pantalla podía verse la imagen de un grupo de chicas que tenían cerca de quince o dieciséis años; aparentan estar en una fiesta, hay copas vacías en la mesa. Llevan vestidos elegantes y tienen las manos en la espalda. Se quedan calladas, inmóviles, durante los primeros veintitrés minutos. Hasta que alguien entra en la habitación. No fue necesario ver su rostro, bastó con ver la forma tosca de su andar y lo común de su traje. Lo acompañan dos, cuatro hombres (uno de ellos lleva un Rolex de oro) que lo escuchan atentamente; señalan a las chicas y ellas se ponen de pie, con la espalda recta. En el vídeo alcanzan a verse diez chicas, todas aparentan ser menores de edad. El hombre del Rolex se lleva a dos de ellas, una de cada brazo, y después salen de la habitación.

El VHS venía acompañado de una nota escrita en una máquina de escribir, en ella se puede leer la dirección del bar de Arthur Nelson.

Las sirenas resuenan por los edificios, las patrullas se abren paso por el tráfico de la ciudad hasta llegar al centro. Allí hay un edificio que no es muy alto, pero que tiene dos sótanos donde probablemente están las chicas del vídeo. Normalmente está concurrido durante la noche y la madrugada; son cerca de las siete de la noche y las personas que esperan en la entrada se sorprenden al ver a las patrullas llegar.

En el interior todo parece sacado de la imaginación de un caricaturista de los años sesenta y su retorcida idea de una vida futurista; luces de neón, plataformas que aparentan estar suspendidas en el aire y una pista iluminada al centro. Como si todo girara en torno a ella. Se escuchan gritos y algunos salen corriendo. Los equipos se separan para comenzar la búsqueda; tenemos órdenes de detener a Arthur.

—Revisen el primer sótano. Rollins, ustedes vayan al segundo.

Esperaba que los sótanos fueran oscuros, húmedos; en su lugar están iluminados por luces de color rojo. El pasillo está cubierto por una alfombra polvorienta, con estampado de círculos. Hay puertas a los costados; las luces del fondo están parpadeando y a simple vista no puede verse dónde termina. La mayoría son habitaciones vacías.

—¡Teniente! ¡Por aquí! —llama uno de los policías.

De no ser por la luz de la linterna de su casco, no habríamos visto a las chicas que estaban encadenadas a las tuberías. Tienen lágrimas negras deslizándose por sus mejillas y el maquillaje estropeado; algunas tienen el cabello enmarañado, otras tienen llagas en las muñecas y los tobillos, y hay algunas amordazadas. «Debe haber más de veinte chicas aquí», pensé.

Me acerqué a una de ellas con cuidado, hablándole en voz baja para tranquilizarla. Le quité la mordaza; ella respiraba con dificultad. Sus mejillas están irritadas. Al ver su rostro, sentí una fuerte punzada en el pecho.

—Tranquila. Ya estás a salvo. No vamos a lastimarte.

—Se llevaron a mi hermana... —dijo entre sollozos.

—Vamos a encontrarla. Pero primero las vamos a sacar de aquí.

El bar fue clausurado. Se encontraron a más de cuarenta y cinco chicas, más de la mitad eran menores de edad. Cuatro de ellas estaban embarazadas. Se detuvieron a cinco personas, y se encontró una lista con todos los «caballeros» de Silvestri. Y por supuesto, en ella figura el nombre de Arthur. Las investigaciones de Diego apuntaban a que él tenía su propia lista de caballeros y su propio negocio en el club de golf.

A estas alturas el cuerpo del viejo Bell ya fue enterrado. Su hija volvió a la ciudad y se encargó de todo el proceso para darle una despedida apropiada; se llevó las cenizas del viejo, pasándose por la estación para entregarme una carta que él había escrito unos días antes de morir:

Le dije que me encontraría con la muerte en cuanto llegara a este lugar.

Pero al menos pude saldar deudas con mi pasado... Usted debería hacer lo mismo, teniente.

¿Sabe? Hoy hablé con mi hija. Por primera vez, después de muchos años... Pude escuchar la voz de mi nieto.

Gracias.

No hay indicios de quién envío el vídeo a la estación, pero tengo el presentimiento de que alguno de los hombres del viejo Bell estuvo involucrado.

Mientras estaba haciendo el papeleo relacionado a las detenciones de hoy en el bar, recibí una llamada de mi hermana. En el momento en que contesté, se escuchó un grito de emoción al otro lado de la línea. Le había enviado un mensaje en la mañana, durante el desayuno, donde le decía que Archie había aceptado casarse conmigo.

—¿Ya pensaron en una fecha, en el lugar, dónde será su sesión de fotos? —preguntó, emocionada.

—Aún no hemos hablado de eso. Apenas ayer hicimos planes para ir a ver los árboles de cerezo en mayo.

—¡Esa es una fantástica idea! Podemos hacer la sesión de fotos en el parque.

—¿Podemos...? Espera, tómatelo con calma. ¿No deberíamos hablar de esto con él?

—¡Tienes razón! Iré a su casa esta noche. Compraré comida china.

—¡Espera, Diana! —dije, pero ella ya había colgado.

Diego me lanzó una bola de papel, tenía escrito: «Yo seré el padrino.» Él estaba sonriendo.

—Vamos, hombre. ¿Por qué esa cara larga? —preguntó— Por fin le propusiste matrimonio, y él dijo que sí. ¡Te vas a casar, no te van a matar! ¡Alégrate!

—¡Estoy feliz! Cada vez que pienso en eso aún siento esas... mariposas en el estómago —dije—. Pero hoy, al ver los rostros de esas chicas, al ver el terror en sus ojos... Diego, necesito decirle.

—Pues díselo.

—¿Cómo te lo dije a ti?

—No me lo dijiste directamente. Me enteré cuando te detuve por primera vez, ¿recuerdas?

—Ah, sí. Lo recuerdo —suspiré. Miré la fotografía que está sobre mi escritorio; todavía se puede sentir el calor de aquel día soleado—. Tengo una idea, pero necesito hablar con él primero.

—Sea lo que vayas a hacer, hazlo. Si es lo que ambos necesitan para poder avanzar a esta próxima etapa en sus vidas, sólo hazlo. No lo pienses demasiado.

Me levanté de la silla y caminé hasta el pasillo contiguo, donde están las máquinas expendedoras. Mis manos amenazaban con temblar, mas todas las emociones que comenzaban a acumularse en el interior de mi cuerpo se desvanecieron en el momento en que escuché su dulce voz al otro lado de la línea (también se escuchaban ladridos en el fondo). Esperé unos segundos mientras él terminaba de darle indicaciones a alguno de los otros veterinarios.

—¿Ya puedes hablar?... ¿Cómo estás?... También estoy feliz. Me siento como si fuera el hombre más afortunado del mundo, pero eso tú ya lo sabías... Oye, Diana irá al apartamento esta noche. Llevará comida china. Pero me gustaría verte antes porque necesito hablar contigo de algo muy importante... ¿Quieres que pase por ti?... De acuerdo. Nos vemos en una hora... Te amo.

Recargué mi espalda en la pared, mirando al cielo raso por unos segundos. Pensando en lo que estoy a punto de hacer.

Terminé el papeleo pendiente; la carta del viejo Bell está guardada en un lugar seguro. En el camino al estacionamiento me despedí de algunos compañeros y de la mujer que está en el vestíbulo, la que saluda a todos con una sonrisa en las mañanas y reparte rosquillas con mensajes positivos el día de San Valentín. Ella siempre ha estado ahí, detrás del mostrador; tiene una colección de bolígrafos adornados con flores de papel y notas adhesivas de colores.


Los teléfonos suenan y hay personas cargando con montones de carpetas y papeles de un lado a otro; su mano está encadenada a la silla mientras intenta contar cuántas flores sobresalen del mostrador... por quinta vez. No es como si sus pies no alcanzaran el piso, sólo le gusta columpiarlos para matar el tiempo. Y cuando no, se pone a tararear canciones de la radio.

Al poco tiempo se aburre de las flores y se pone a contar el número de lámparas que hay en el techo; dos de ellas no están funcionando correctamente.

Sentado frente a él hay una chica, de vestido elegante y perfectamente planchado, tiene una expresión desganada y está mascando el chicle de forma ruidosa y asquerosa. «Quién sabe en qué problema estará metida», pensó Nathan, pues la chica probablemente tenía más edad de la que aparentaba y el vestido le llegaba poco más arriba de la rodilla.

Afuera hace una brisa agradable y las estrellas comenzaban a asomarse en el cielo, o al menos así lo recuerda él mientras veía por la ventana de la patrulla. En ese momento también pensaba en que no podría acercarse a esa tienda en un buen tiempo, o el tiempo que le quedara de vida al viejo dueño.

—¡Ahí estás! —exclamó una voz que él ya reconocía perfectamente. Eran raras las ocasiones en las que sentía su cuerpo temblar—. Ay, Nathan. ¿Estás bien? ¿Te lastimaste?

Nathan agitó la cabeza suavemente. Monique se incorporó y se acercó al mostrador. Franklin se sentó a su lado; tenía la mirada triste.

—Nos diste un buen susto, idiota —dijo con voz suave—. No me importa lo que hagas con el tío Mike, ¡no hagas eso cuando estés solo! Es peligroso... y estúpido.

—¿Soy un estúpido?

—Lo que hiciste fue estúpido... No lo vuelvas a hacer. —Nathan asintió, aun sin verlo a los ojos. Franklin suspiró—. ¿Sabes? Hoy aprendí un truco de magia en la escuela.

—¿En serio?

Una pequeña sonrisa se dibujó en los labios de Franklin al ver el inocente brillo que nació en los ojos de Nathan. Sabía que a él le gustaban ese tipo de cosas, en especial cuando le leía los libros que sacaba de la biblioteca. Su rostro, lleno de moretones y heridas, se iluminaba al escuchar sobre grandes hechiceros, tierras mágicas, brujas y criaturas mitológicas. Y Franklin creía que, si aquel muchacho dejaba de trabajar para el tío Mike, probablemente se pasaría días enteros con las narices dentro de esos libros que tanto le gustaban.

Un policía entró al vestíbulo, saludando cortésmente a Monique. Ella miraba a Nathan de forma ocasional mientras hablaba con el hombre uniforme. «Se ve demasiado joven –pensó Nathan–. Tal vez sea nuevo por aquí.»

—Muy bien, amigo. Ya puedes irte —dijo el policía, quitándole las esposas—. No vuelvas a hacer algo como eso, ¿entendido?

—Entendido...

—Muchas gracias, oficial Reyes —dijo Monique.

Él se despidió con una sonrisa.

Unas manos suaves y con una esencia a vainilla se posaron en sus mejillas. Nathan tuvo que contenerse para no derramar una lágrima, mas no ayudó que ella le hablara con esa voz suave que había curado sus heridas tantas veces. No eran lágrimas de tristeza sino de vergüenza, porque había hecho una promesa y no pudo cumplirla.

—Lo siento... Yo sólo... Sólo quería... Perdóname...

Monique, con el corazón punzándole fuertemente en el pecho, rodeó al muchacho con sus brazos, porque ella sabía que a él no le gustaba que lo vieran llorar.

—Me importa más que tú estés bien —le musitó al oído—. Eres un buen muchacho, Nathan, y nunca vamos a dejar de quererte.

Franklin, que hasta entonces sólo había acariciado el cabello sucio de Nathan, se unió al abrazo. Esperando que pudiera sentir el amor que ambos, él y su madre, sentían por él. Esperando que esas heridas dejaran de sangrar, al menos por una noche... que estaba llena de estrellas.


Estacioné el auto afuera de la veterinaria, esperando a que Archie saliera. Siempre me siento bien cuando estoy con él, pero ahora sólo espero que las palabras no se queden en mi garganta. Unos minutos después, él sale; lleva su suéter favorito por debajo del abrigo y el viento juega con mechones de su cabello. Me saluda con un beso, y como siempre, me roba una sonrisa.

—¿Tuviste un buen día? —pregunté.

—Mis compañeros me felicitaron por el compromiso, las chicas no dejaban de ver el anillo. ¡Ah! Y un perro me vomitó encima —dijo con humor—. Fue un buen día.

—Me alegra saber eso —le dije, dejando un beso en la punta de su nariz—. ¿Quieres un café?

—Seguro.

Es agradable escucharlo mientras me cuenta sobre lo que hace en el trabajo. Él no lo sabe, pero desde que estaba en la universidad, su rostro se ilumina cuando habla sobre algo relacionado a la veterinaria; cada día aprende algo nuevo, y me hace poder estar con él durante todo el camino. Fue agradable hablar con él mientras esperábamos en la cafetería.

El edificio al que nos mudamos está cerca de nuestro parque favorito. Creí que sería buena idea ir allí primero. Entrelacé su mano con la mía, llevándolas al bolsillo de mi abrigo. Su cuerpo sigue siendo muy sensible a las bajas temperaturas.

—¿De qué querías hablar? —preguntó con voz suave.

Levanté la mirada al cielo; lentamente está cubriéndose de estrellas. Él tiene el rostro sonrojado, sus ojos no han dejado de brillar y de cierta forma es relajante perderse en ellos. El vaho se escapa de mis labios en un suspiro. Y tan pronto como se disipa en el invierno, las palabras fluyen de mi garganta... y por primera vez, en mucho tiempo, conté la historia de alguien que me protegió; porque hubo alguien a quien amé, alguien a quien perdí.

Mi cabeza se llena de recuerdos. El brillante letrero de un restaurante que estaba abierto las veinticuatro horas, y una lluvia que lavaba la sangre de mis manos. Las baldosas de color negro y blanco, y un plato de galletas de vainilla. Una canción que solía ser tocada por una muñeca de porcelana, y unos zapatos que eran tan blancos como la nieve. Una rocola polvorienta, y el sonido de la campanilla de la puerta... El lugar que fue mi hogar durante dos años, y los trucos de magia que alguien me enseñaba hasta el anochecer.

Cada recuerdo es como una daga que es lanzada en la oscuridad, y todas terminan en el mismo lugar.

Había un chico que nunca fue lo suficientemente bueno para su familia, y que lloraba todas las noches en el regazo de su hermana. Que no entendía muchas cosas, pero que sabía cuando no era bien recibido en algún lugar; porque terminaba con la piel llena de marcas purpúreas y verdosas que dolían mientras se bañaba. Un día él caminaba por el lugar equivocado, en el momento equivocado; tenía miedo, pero aquello se sentía muy bien.

Y como los pétalos de una rosa, se marchitó.

Vestía con ropa elegante durante el día, y por la noche él se quedaba dormido con una liga en el brazo. Leía a MacBeth en la escuela, pero en cuanto sonaba la última campanada él se escondía en algún callejón viendo cómo sus zapatos se llenaban de cenizas y la ropa le quedaba oliendo a tabaco. Sin embargo, él no supo en qué momento su cuerpo comenzó a salir lastimado. No recuerda cuándo se hizo la primera cicatriz, pero sí recuerda a un ángel que se tomó la molestia de cuidarlo... Ahora se siente como si todo desapareciera en el invierno; la campanilla de la puerta se volvió un eco lejano, el letrero dejó de brillar... Y yo fui testigo de cómo las baldosas de aquel restaurante se llenaron de sangre, de su sangre.

En cierta primavera, las dalias no volvieron a florecer.

El vaho se escapa con el invierno, y las lágrimas se deslizan sin yo poder hacer algo al respecto. El silencio se vuelve doloroso. Siento que su mano se escapa de la mía y el miedo, asomándose entre las sombras de la noche, donde no alcanza a iluminar la luz de la luna, susurra mi nombre.

«Fue tu culpa... Fue tu culpa... Ellos murieron por tu culpa...»

Y siento que una calidez envuelve mi corazón.

Sus manos se clavan en mi pecho mientras él se aferra mí. Justo como aquel día... aquella fue la primera vez en mucho tiempo en que lloré frente a alguien que no fuera ella.

Hay momentos en los que es mejor quedarse al lado de alguien hasta que vuelva a sonreír. Y eso hizo.

💐

Alguien saltó sobre mí en el momento en que abrí la puerta. Lleva una bufanda rosada y carga con bolsas de un restaurante chino. Su voz es más chillona en persona, pero eso es sólo porque está emocionada. Archie tampoco pudo salvarse de los abrazos de mi hermana, cuya sonrisa sólo le ensanchaba las mejillas.

—¡Estoy tan emocionada por ustedes, chicos! —chilló ella. Dejó las bolsas de comida sobre la mesa del comedor y el abrigo cayó sobre el sofa—. Antes que nada, déjame ver el anillo, Archie.

Archie sonreía, pero no tenías que conocerlo lo suficiente para darte cuenta de que aún estaba procesando todas las palabras que salían disparadas de esos labios rosados.

Diana se apropió del televisor mientras nosotros acomodábamos la comida sobre la mesa (ella había comprado mucho arroz). De su maletín sacó una computadora. Después, en la pantalla se podía ver una presentación con muchas fotografías de jardines, flores, trajes y vestidos elegantes, y mesas decoradas.

—Diana, creo que tú estás más emocionada por la boda que nosotros —dije.

—¡Pero claro que lo estoy, hermanito! A eso me dedico —exclamó sonriente—. Y no se preocupen, me encargaré de que su boda sea increíble. ¿Tienen una fecha en mente?

—Le dí el anillo hace menos de veinticuatro horas, Diana.

—Que sea a finales de primavera entonces —dijo ella—. Así podríamos hacer su sesión de fotos cuando florezcan los árboles de cerezo, en el parque.

Los ojos de Archie se iluminaron en cuanto mencionó los árboles de cerezo. «Le gustan mucho –pensé–. Aunque, de ser así, podríamos ver las flores juntos por primera vez... Y tener un lindo recuerdo.»

—¿No es muy pronto? ¿Qué tal en otoño? —preguntó él— Podría ser en septiembre.

—Es un inicio. Me gusta —murmuró Diana, revisando el calendario de su computadora—. Ahora, quiero mostrarles algunas ideas para la decoración de la boda. ¿Qué le parece algo sencillo y elegante, con flores y...?

—Diana, despacio —dije, interrumpiéndola—. Tomemos esto con calma. Primero hay que cenar.

—De acuerdo. Pero tienen que decirme si tienen ideas para la decoración.

—Ya tenemos una —dijo Archie.

—¡Perfecto! ¿Qué tienen en mente?

—Batman —respondimos a la par.

Ella se quedó callada por unos segundos, después dijo:

—...Me gusta. ¡Ya puedo verlo! Algo elegante, colores negro y dorado... ¿Flores amarillas?

—Puede ser. Tú eres la experta —dije. Ella volvió a sonreír, dando pequeñas palmadas.

Así se nos fue el resto de la noche; entre comida china y diapositivas con fotografías de las bodas que mi hermana ya había organizado. Sin embargo, yo le estaba prestando atención a algo más. No me dí cuenta de la pequeña sonrisa que se dibujó en mis labios hasta que Archie besó mi mejilla; nuestras manos entrelazadas. El anillo de compromiso combinaba con las estrellas en su piel, y resaltaba la delicadeza de sus dedos.

Nos fuimos a dormir cerca de las dos de la mañana; estábamos tan cansados que apenas le prestábamos atención a lo que decía Diana. Al final, ella se quedó a dormir en el sofá de la sala. Y antes de que cayera dormida, me susurró al oído: «Estoy tan feliz por ti, hermanito.» Durante muchos años, ella era el único motivo que tenía para volver a casa de mis padres. Ella ha sido un soporte constante en mi vida, y la única familia biológica que realmente me ama. Si tuviera que confiarle alguien algo tan importante de mi vida, como lo es esta boda, me alegra que sea ella. Porque ella conoce mi historia y sabe quién soy. Al igual que Archie.

Muchas cosas pasaron en el parque; lágrimas que el viento se llevó, y promesas selladas por el invierno.

«Me hubiera encantado que lo conocieras, Monique. Él habría amado tus galletas de vainilla.»

Antes de meternos en la cama, abracé a Archie por detrás; hundiendo mi nariz en su cuello para hacerle cosquillas.

—¿Tienes sueño? —pregunta con voz suave.

—Quería hacerte el amor esta noche, pero mi hermana está en la sala y tú no eres muy silencioso —murmuré en su oído.

—Es una lástima. Tendrás que esperar hasta nuestra noche de bodas.

—¿Qué? —exclamé, sorprendido. Él rió y puso sus manos en mi rostro.

—¿No es eso lo que se acostumbra?

—Pero, ¿qué voy a hacer si quiero...?

Él deja un beso en mis labios, es corto y dulce.

—Buenas noches, Nathan.

💐

Me dieron permiso para ausentarme del trabajo por unos días. Sin embargo, no podía quedarme sin hacer algo en el caso de Arthur. Diego dejó el trabajo de escritorio hace poco, y desde entonces no hemos dejado de vigilar todo lo que sucede en el club de golf. Las personas que frecuentan el club son miembros de grandes grupos criminales de varios países; no me extrañaría que Arthur se haya aprovechado del modelo de negocios de Silvestri y el resto de los hombres que cayeron antes que él. Se ha movido con cuidado, como si supiera que está siendo vigilado.

—Debemos detenerlo en el acto —dijo Diego—. Pero es como atrapar a un ratón, uno que es pequeño y escurridizo.

—Ha estado muy quieto en las últimas semanas. Y los reportes de desapariciones van en aumento. Esto no es una simple coincidencia.

—Tenemos que entrar a ese club. Ver si podemos conseguir algo, alguna pista que nos confirme que allí es donde está haciendo sus negocios.

—Pero él conoce a todos nuestros agentes de campo. No es estúpido —dije, observando las fotografías de los presuntos clientes de Arthur en la pizarra—. Debe haber un punto débil en todo esto. El viejo Bell dijo que no era muy listo.

Diego se queda pensando por unos segundos.

—¿No me dijiste que ustedes estaban buscando un lugar para la boda? Van a ver a tu hermana este fin de semana, ¿no?

Yo asentí. Él sonrió.

—Escuché que el club de golf es un bonito lugar para casarse.

—No sé si me gusta lo que estás diciendo.

—Sí, eso podría funcionar. Y no tendrías de qué preocuparte, pues ese día técnicamente no estarás en servicio.

—No quiero exponer a Archie, tampoco a mi hermana.

—Entonces tendrás que ser muy cuidadoso —dice el capitán Cragen, acercándose a la mesa—. Es arriesgado que te estés involucrando demasiado en el caso, pero estamos muy cerca de resolverlo. Llevarás un micrófono escondido, y yo me encargaré de intervenir si algo les pasa. Estaremos vigilándolos en todo momento.

—Un pequeño descuido, una palabra fuera de lugar y ¡BOOM! Arthur Nelson se pudrirá en prisión el resto de sus días.

Mi mirada fue de Diego al capitán. Era arriesgado, pero esto ya ha durado mucho tiempo. Quiero casarme con Archie, pero también quiero sentirme tranquilo de que personas como él están en dónde tienen que estar. Quiero que las familias que perdieron a alguien por causa suya estén reunidas una vez más. Quiero ayudarlos.

—Está bien.

Cragen asiente y nos dice que podemos retirarnos por el día. Antes de irme, tomé la carta del viejo Bell y la guardé entre mis cosas. Hace unos días no sabía dónde debería guardar aquel trozo de papel, pero ahora sé que debería estar en el mismo lugar donde guardo unas fotografías viejas.

Y mientras todos se preparaban para infiltrarse en el club de golf, yo seguía ocupándome con cosas de la boda.

Cuando recibí los mensajes de Hugo después de hablarle sobre mi compromiso con Archie, él inmediatamente se ofreció a ser el padrino y a ayudar a conseguir los anillos que se entregarían durante la ceremonia. Estaba muy emocionado. Él presenció gran parte de nuestra historia; a veces recuerdo el día en que Hugo descubrió el motivo por el cual iba frecuentemente a la heladería. Él fue de los primeros en darse cuenta que me gustaba Archie, y no concederle el honor de ser mi padrino de bodas habría sido «una traición al código de los hermanos», según decía su mensaje.

La tarde del viernes quedé de encontrarme en el centro comercial con Hugo y Jacqueline. Últimamente no había tenido mucho tiempo libre y se sintió bien caminar por esos pasillos llenos de luces, ver los extravagantes aparadores de las tiendas y pasar el tiempo con amigos.

—Los anillos son algo importante, simbolizarán el lazo que los une —explicó Jacqueline—. Estuve hablando con Diana y me dijo que están planeando una boda con temática de Batman. Eso es tan propio de ustedes.

—Si no llegas en el batimóvil sería una gran ofensa —dijo Hugo.

—¿Ya tienen la fecha, el lugar? —preguntó Jacqueline.

—La primera semana del otoño —dije.

—Ay, cariño. Cuando lo dices así suena tan romántico —dijo Hugo—. Me alegro mucho por ti. Por fin expones tu lado romántico al mundo.

—¡Por fin nos dejas ver tu sonrisa! —se burló Jacqueline, siguiéndole el juego a Hugo—. ¡Mira! Se está sonrojando, ¡qué adorable!

—Estoy muy tentado a dejarlos encerrados en el almacén de una tienda —dije, ellos seguían riendo—. Me voy.

—¡No, espera! —pidió Jacqueline, enjugándose las lágrimas—. No nos iremos de aquí hasta que consigamos los anillos. ¡El tiempo es oro!

Jacqueline me tomó del brazo y me arrastró hasta la joyería. Ahí vimos una amplia variedad de anillos. A diferencia de cuando estaba buscando el anillo de compromiso, esta vez me sentía emocionado, feliz. Recordar el momento en que Archie dijo que «sí» hacía que mi corazón latiera rápidamente.

Me encontré recordando la primera vez que llegué a la tienda departamental. Recién había terminado mi rehabilitación; el capitán de ese entonces se negó cuando quise reincorporarme a la policía, y yo no tenía dónde ir. Fue a mediados de enero cuando llegué a este lugar.

—¡Vamos, Floyd! ¡Tienes que meterte en el disfraz de reno! —le gritaba una chica furiosa a un adolescente de expresión perezosa, estaba cruzado de brazos.

—¡Te dije que no! ¡No lo haré! ¡Me siento un estúpido con ese disfraz!

—¿Quieres tu maldito dinero o no? —contraatacó ella.

—¿Sabes qué? No lo vale. Búscate a alguien más, ¡renuncio!

Él la había dejado en el estacionamiento, con un disfraz de reno en mano y una expresión de molestia y angustia en el rostro. Yo no tenía nada mejor qué hacer, y necesitaba el dinero para poder comprarle comida a Levi. «Al carajo. Mi perro tiene hambre», pensé.

—Disculpe, señorita —llamé, ella se giró—. Entiendo que necesita a alguien para que use... bueno, eso.

—¡Sí, sí! ¿Estás interesado?

—¿Cuánto me van a pagar si lo hago?

—Cinco dólares por hora. Sólo será hasta el mediodía, después puedes irte.

—Lo haré —dije con algo de seriedad.

Ella sonrió y me entregó el disfraz, emocionada. Me ayudó a ponérmelo, y lo que vino después fue una serie de encuentros con niños pequeños a los que les tomaban una fotografía con «el adorable reno» que aquel día recorrió el centro comercial de arriba a abajo.

Ese día, cuando casi era la hora del almuerzo, conocí a Hugo. Él estaba en el estacionamiento, fumando. Yo salí por la puerta trasera de la tienda y mi playera estaba llena de sudor; probablemente me enfermaría porque aún era invierno y hacía mucho frío afuera. Necesitaba algo con qué calentarme. Tenía una cajetilla de cigarros en el bolsillo, pero mi encendedor ya no funcionaba.

—Oye, amigo —llamé, él me miró mientras soltaba el humo por la boca—. ¿Me prestas tu encendedor?

—¿No eres muy joven para fumar? —preguntó, pasándome el encendedor. Yo negué—. No puedo creer que te convencieron para meterte en esa cosa, te hace sudar como cerdo.

—Tres niños me patearon.

Él se echó a reír a carcajadas. El cigarrillo consumiéndose en su mano.

—Mientras no te pateen en las bolas todo está bien, niño. Me llamo Hugo.

—Soy Nathan.

—Y cuéntame, Nathan, ¿cómo es que terminaste dentro de Chewbacca?

—Tengo que comprar comida para mi perro.

—¡Oh! Tienes un perro. ¿Cómo se llama?

—Levi...

—Yo también tengo mascotas, dos peces. Pero creo que no comen mucho —dice, apagando el cigarro contra el muro—. De cualquier forma, si necesitas más dinero para cuidar a tu perro, búscame. Podría ayudarte a conseguir un trabajo en este lugar.

—¿Tendré que meterme en eso otra vez?

—Probablemente. En fin, cuídate, Nathan.

Tres días días después, lo busqué. Y un año después, el disfraz de reno y yo nos encontramos de nuevo.

Antes creía que Hugo era una persona madura, y que toda su ropa olía a una mezcla de tabaco con menta... Estaba tan equivocado...

—¡Oye, mira! ¡Estos anillos tienen forma de patitos de hule!

—¡Esos anillos no son apropiados para una boda, Hugo! —le dijo Jacqueline.

—Son lindos, pero este es un evento serio, Hugo —dije—. Vamos, sigamos buscando antes de que Jacqueline te saque los ojos. Y sabes que lo hará.

💐

Cuando uno visitaba el club de golf inmediatamente la palabra «elegancia» se hacía presente. Desde sus techos altos, los gráciles ventanales que daban hacia los verdes y amplios campos de golf; en la recepción hay un candelabro de cristal que es considerado la joya del edificio. En definitiva es un lugar elegante; perfecto para las personas de la alta sociedad...

Archie sostiene mi mano con fuerza. Cuando hablé con Diana sobre un posible interés en el salón de eventos del club de golf ella gritó de emoción. Tal parece que el salón es hermoso, pero llevar a cabo un evento en él es demasiado costoso, sólo las personas adineradas pueden darse ese lujo. Sin embargo, ella lleva mucho tiempo en este negocio y nos aseguró que podía conseguirlo. Pensar en eso no me hace sentir tranquilo, pero sé que debo mantenerme tranquilo; vine aquí por trabajo, mas mi prioridad es proteger a Archie y a mi hermana de todo lo que pueda pasar.

—No me gusta este lugar —murmuró Archie—. Es demasiado... No me gusta.

—Hay que darle una oportunidad. Aunque la alfombra es espantosa.

Diana está hablando con alguien en la recepción. Unos minutos después, se acerca con un hombre que lleva un pañuelo de seda al cuello y anteojos de pasta negra. Ambos tienen la misma sonrisa. Su nombre es Tyler, y es amigo de Diana; se ofreció a mostrarnos el salón de eventos y a darnos un recorrido por el club. Su voz es chillona y hace muchos movimientos con las manos.

—¡Nos emociona mucho tenerlos aquí! Verán que este es lugar perfecto para hacer realidad sus fantasías —dice. Sus pasos al andar son cortos y rápidos, se mueve como una codorniz—. Muchas personas creen que este club es sólo para los ancianos y jubilados, ¡pero es mucho más que eso!

—Caray. Pareciera que estás hablando de Disneylandia, amigo.

—¡Ojalá! Nos hacen falta más príncipes, como ustedes dos.

Archie me mira de reojo. Ambos contemos la risa.

—Me dijo Diana que piensan casarse la primera semana de otoño, ¡es adorable! Les va a encantar cómo se ve este lugar en esa época del año, todos los campos parecen hechos de bronce y se vuelve irresistible para jugar. Sin mencionar que es perfecto para dar un paseo romántico.

—Parece que tienen muchos miembros. El golf se ha vuelto muy popular últimamente —dije.

—¡Por supuesto! Últimamente hemos recibido a muchos miembros jóvenes, algunos de ellos son muy apuestos —dice, soltando una risa cantarina—. Tristemente muchos de ellos sólo vienen al club cuando hay conferencias en las sala E. Por eso prefiero a los hombres maduros, no te hacen perder el tiempo porque saben lo que quieren. Y si fuera mi boda, también la haría en otoño.

—Estoy seguro de que hacer una boda aquí sería un sueño —dice Archie, poniendo su mejor sonrisa.

—Entonces ya estaríamos hablando de Disneylandia, dulzura. ¡Ah! ¡Aquí es!

El salón es grande, la luz entra por ventanales que se extienden hasta el cielo raso. Hay un escenario al fondo y columnas a cada lado; del techo cuelgan tres elegantes candelabros que asemejan al cristal. El aire está perfumado, tal vez sean rosas.

La luz se refleja en los anteojos de Tyler mientras camina por la habitación, después se detiene al centro de la pista de baile; todo el piso de la habitación está cubierto por una alfombra que me parece es más elegante que la del vestíbulo, con excepción de la pista de baile, que es de madera.

—¡Imagínenlo, su primer baile como una pareja de recién casados! Aquí. Bailando al son de una melodía romántica que los haga sentir como dentro de un sueño. —Tyler comienza a bailar, después Diana se le une—. ¿Ya pueden verlo, chicos? Las flores, la música, el romance, ¡la magia!

—¡Vamos, inténtelo! —nos dice Diana—. Cierren los ojos e imaginen que están en su boda.

Archie contiene una risa; sus mejillas se sonrojan en el momento en el que lo invité a bailar. Él toma mi mano. Comenzamos a bailar, pero a los ojos de mi hermana y de Tyler estamos brincando alrededor de la pista como un par de niños pequeños. Archie ríe, una sonrisa se dibuja en mis labios. «Tyler tiene razón. Tal vez sí hay algo mágico en este lugar... –Al ver el brillo en sus ojos recordé las palabras que alguien me dijo, hace mucho tiempo–. No. Así se siente cada momento que pasamos juntos.»

Alguien carraspea la garganta. Entonces las risas desaparecen; Tyler se endereza y se acomoda el saco, su voz se vuelve en un malogrado tono serio.

—Señor Nelson, buen día. ¿En qué puedo ayudarle?

Arthur camina hacia nosotros; inmediatamente me puse delante de Archie.

—Lamento la intromisión, caballeros, señorita. Sólo quería preguntarle a Tyler si ya está todo listo para la reunión.

—Por supuesto que lo está, señor Nelson. Todo se hizo al pie de la letra.

—Muy bien, muy bien... —dice. Puedo sentir su mirada sobre Archie—. Nos volvemos a encontrar, Archie. Teniente, quiero disculparme por la manera en la que me comporté aquel día. No era mi intención.

—No se preocupe, esas cosas... pasan.

—Si me lo permiten, me gustaría invitarles una bebida en el bar —nos dice.

—Gracias, pero estoy en cinta —dice Diana con voz suave.

—Y yo no tomo —agrega Archie.

Arthur me mira directamente a los ojos.

—¿Qué hay de usted, teniente?

—Supongo que un escocés no hará daño.

Él sonríe, mostrando su dentadura. Archie me mira, preocupado. Yo le digo en voz baja que todo estará bien, y él asiente ligeramente.

Cuando llegamos al bar, me inundó un olor a madera y alcohol. Las mesas son grandes y redondas, con manteles bordados y sillas de cuero; la mayoría de los presentes son hombres, algunos tienen un puro en la mano y otros una copa de vino. Si uno observa con cuidado podrá diferenciar a las personas importantes de los guardias de seguridad que los acompañan. En una esquina hay un grupo de hombres mayores, con trajes viejos y corbatas que comienzan a desgastarse. El cantinero parece sacado de una película del viejo Oeste, probablemente de la misma de donde salió el viejo Bell.

—Dos escoceses, por favor. El mío doble —dice Arthur, sentándose en una de las sillas de la barra. Yo me senté a su lado—. ¿Sabe, teniente? Usted es un hombre muy afortunado.

—¿Por qué lo dice?

—Es guapo, educado. Y se pescó al mejor hombre de toda la ciudad, ¡qué envidia! —El cantinero nos entrega las bebidas, y él es el primero en beber—. En la preparatoria, estuve mucho tiempo detrás de Archie. Era imposible quitarle la mirada de encima, llamaba la atención en cualquier lugar. Él era... es como una joya: invaluable, algo que todo el mundo anhela poseer. ¿Dónde se conocieron?

—En un centro comercial.

—Qué adorable —dice, dándole otro trago a su bebida. La mía seguía intacta—. Aún recuerdo la primera vez que nos conocimos. Si cree que ahora es adorable tenía que haberlo visto durante la preparatoria, parecía un pequeño conejo.

Sus nudillos comenzaron a tornarse blancos, su mirada cada vez se sentía más vacía. Era como ver los ojos de un cadáver.

—La sortija en su mano... es muy bonita. Parece costosa.

—Fue difícil escogerla.

—Algo me dice que usted es del tipo romántico, teniente —dice entre risas—. Pero se está esforzando demasiado.

—¿Disculpe?

—A simple vista, Archie es un conejito, pequeño y adorable —dice con voz suave, levantando el vaso casi vacío—. Pero sólo se necesitan un par de palabras mágicas, y entonces... se convierte en una pequeña perra.

Se termina la bebida de un trago y hace resonar el vaso contra la barra. El cantinero se acerca, ocultando el temblor en sus manos mientras rellena el vaso. Los ojos de Arthur pasan de ser los de un cadáver a los de un demonio.

—¿Ya le dijo cómo se hizo esos arañazos en el brazo? —resopló—. Tantos años buscándolo... Tanta sangre que derramé por él... ¡Todo lo que hice por él! ¡¿Y ASÍ ES COMO ME PAGA?! Él es mucho más hermoso que cualquiera de esos gusanos, pero ellos no lo entienden... No, ellos nunca han sentido a alguien como él, a un pequeño conejito. Ellos se conforman con cualquier basura, pero yo...

Su respiración se vuelve pesada. Su mirada busca la mía, como si estuviera esperando una señal de debilidad. Su voz se mantiene ajena a los oídos de los demás.

—Debió de haberlo conocido en ese entonces, teniente. Su belleza parecía de otro mundo —murmuró—. ¿Sabe por qué a las personas no les gustan los depredadores sexuales? Porque nos creen bestias que babean detrás de un arbusto, pero no es así. Nos tienen envidia. Porque nosotros podemos hacer realidad las fantasías del ser humano, porque apreciamos la belleza de una manera diferente a la de ellos. ¿Por qué cree que los comerciales de televisión utilizan a todas esas chicas, tan jóvenes y hermosas? Porque la belleza vende, y sólo las personas como yo saben cómo sacarle provecho. Por eso nos ven mal, porque tenemos poder donde ellos sólo sueñan.

Se termina la bebida de un trago. El párpado le comienza a temblar y sus ojos se pasean por la habitación, sintiéndose desesperado.

—Pero Archie, él tiene ese tipo de belleza que debe ser protegida de los impuros... y la única forma de hacerlo era ocultándola, destruyéndola —dice—. Dígame algo, ¿cómo se siente bien tomar algo tan puro y hermoso... y destruirlo una y otra vez? ¿Qué sintió al estar dentro de él, al ver sus lágrimas? ¿Acaso no se siente bien cuando su sangre manchaba las sábanas? —él suelta una risa áspera que deja una sonrisa torcida en su rostro—. Yo creo que es hermoso, es como ver rosas en el invierno.

Su mano destruye el vaso de cristal. La madera de la barra es salpicada con sangre.

—¿O será que se lo pidió gentilmente...? —dice, agarrándose la entrepierna— Igual que yo lo hice...

Los hielos de mi bebida terminaron de derretirse. La puse lejos de mí.

—Lo siento. Recordé que no me gusta el escocés. Igualmente, le agradezco la bebida.

Antes de que me levantara, él sujetó mi brazo con fuerza (igual que mi padre) y en sus ojos se asomó aquel demonio.

—Sabe que tengo razón, teniente... porque usted y yo somos iguales.

En ese momento pude verlo con claridad, el reflejo de mi rostro en sus ojos color carmesí. En el pasado, habría sido como mirarse en un espejo. El reflejo se mezclaría con esa oscuridad, densa y asfixiante. Pero había una diferencia entre el hombre sentado frente a mí y yo, y es que él nunca tuvo a un ángel a su lado; él sólo conocía una manera de sobrevivir en el infierno que alguna vez compartimos. Él seguía cometiendo los mismos errores, yo aprendí de ellos.

—Que tenga un buen día, señor Nelson.

Me solté y salí de la habitación. Dejando que el infierno consumiera a mis viejos demonios.

💐

La mañana de cierto sábado, Archie salió de casa cerca de las cinco de la mañana después de recibir una llamada de emergencia de la veterinaria. Mientras él estaba fuera, Levi y yo fuimos a correr al parque. Hace un día soleado; la brisa es fresca. Levi corre libremente por el parque, jugando con otros perros. se mantiene cerca, de vez en cuando corre junto a mí, pero la mayor parte del tiempo está jugando o revolcándose en el césped lleno de rocío.

Hay un puesto de periódicos al otro lado de la calle. Aunque es temprano, casi todos los periódicos se han vendido. El encargado del puesto, que siempre viste de camisa blanca y sombrero, seguramente está teniendo un buen día.

La música deja de escucharse en los audífonos cuando entra una llamada de mi hermana; uno de los amigos de Jacqueline consiguió que una diseñadora británica se hiciera cargo de los trajes que usaríamos en la boda. Hace unos días Archie quedó de verse con Jacqueline y con mi hermana para que tomaran sus medidas. Diana no me dijo nada sobre cómo sería su traje, ya que quiere que sea una sorpresa. Quedamos de vernos a las nueve de la mañana.

—¡Levi, ven aquí! ¡Ven aquí, muchacho! —llamé. Él vino corriendo con la lengua de fuera. Tiene el pelaje húmedo—. ¿Te divertiste? ¿Hiciste nuevos amigos?

Ladró como respuesta, moviendo la cola. Levanté la mirada hacia los árboles del parque; un sentimiento de felicidad me hizo cosquillas en el pecho.

—Ya es primavera, Levi. El gran día está cada vez más cerca, ¿estás emocionado? —dije con una sonrisa, él ladró una vez más—. Te vas a ver muy bien en las fotos, ¡claro que sí! ¡Porque eres un perro muy apuesto!

Al llegar a casa, nos encontramos con que Archie ya había regresado. Pude sentir la traición cuando comenzó a mimar a Levi antes que a mí. «No puedo decirle que no a esa carita. Es tan adorable –dijo él, acariciándolo detrás de las orejas–. Además, acabo de tomar una ducha y tú estás cubierto de sudor. Ve a bañarte, y tal vez considere darte un beso.» Eso fue cruel, pero justo.

Me di cuenta que en los últimos días Archie evitaba ir más allá de los besos y abrazos, pero cuando menos lo esperaba él hacía pequeñas cosas para provocarme y yo no podía hacer nada porque prometí no tocarlo hasta nuestra noche de bodas. Está jugando sucio, sobretodo cuando se pasea por la casa usando alguna de mis playeras viejas.

Al salir de la ducha, lo encontré en la cocina sirviéndose una taza de té.

—¿Vas a reunirte con Jacqueline y Diana para escoger el traje, cierto? —preguntó él.

—Así es. Y ya que ninguna de las dos quiere decirme cómo vas a ir vestido, entonces te lo preguntaré a ti —me acerqué a él. Pequeñas gotas de agua caían sobre su playera—. Tengo mis métodos.

—No diré nada, teniente Ross. Está perdiendo su tiempo.

—¿Ah, sí? —él asintió con una cara presumida. Me acerqué a su mandíbula, dejando lentamente un beso que le erizó la piel—. ¿De verdad quieres ponerme a prueba?

Lo hice de nuevo, dejando un camino de besos que llegaba hasta su clavícula. Una sonrisa se dibujó en mis labios cuando lo escuché suspirar. Él es muy sensible.

—Sé lo que intentas hacer, y no funcionará —dijo con una sonrisa, separándose de mí—. Deberías ir a vestirte.

—Eres muy cruel conmigo —dije, haciendo un puchero. Él besó rápidamente mis labios—. Creo que puedo sobrevivir con eso.

Salí de casa una hora antes de reunirme con las chicas. Quedamos de vernos en una casa de modas que estaba en las afueras del centro de la ciudad; es un lugar pequeño, de un solo nivel y con un vestido de novia exhibiéndose en el aparador. Los pisos son de madera clara y al fondo hay una chica modelando uno de los vestidos; Jacqueline está acompañando al fotógrafo. Se gira luego de llamarla.

—¡Al fin llegas! —dijo Diana—. Te hemos esperado por... tres minutos. Tres minutos tarde, Nathan. ¡Eres increíble!

Una chica pelirroja se asoma por detrás de carro lleno de vestidos. Como lleva el cabello recogido en una coleta alta puedo ver los aretes de sus orejas, todos son dorados y de apariencia delicada.

—Nathan, ella es Cady. La diseñadora de la que te hablé —dijo Jacqueline con voz suave—. Ella se hará cargo de los trajes para su boda.

—Encantado de conocerla, señorita —dije tomando su mano con delicadeza.

—El placer es todo mío, Nathan —dice en un elegante acento británico—. Pasa por aquí. ¿Podrías quitarte la chaqueta?

Jacqueline y mi hermana se sentaron en un pequeño sofá; podía ver sus rostros en el espejo. Cady se acercó con una cinta métrica alrededor del cuello y con un bolígrafo en el cabello.

—Y cuéntame, Nathan. ¿Cómo conociste a Archie? —preguntó ella mientras tomaba las medidas.

—Él trabajaba en una heladería y yo era un guardia de seguridad —dije. Mis mejillas se tornaron de un rosa suave y podía ver las sonrisas burlonas de las chicas en el espejo—. Un día unas compañeras del trabajo me invitaron a comer un helado. Y cuando lo vi... Fue amor a primera vista.

—Eso es adorable —dijo Cady con una sonrisa—. Me pasó lo mismo con mi esposo. Cuando es amor a primera vista sientes que todo alrededor desaparece, ¿no es así?

Yo asentí.

—Nathan no solía sonreír para nada —comentó Jacqueline—. Pero cuando comenzó a salir con Archie, ¡cambió completamente!

—Se volvió todo un romántico —se burló Diana.

—Me parece que Archie es un chico muy dulce. Fue muy amable cuando lo conocí —dijo Cady con una sonrisa—. ¿Cuándo es la boda?

—La primera semana del otoño.

—¡Qué romántico! —exclamó—. ¿Sabes? Las historias de amor, como la de ustedes, fueron mi mayor motivación para convertirme en diseñadora. Creo que el amor puede inspirarnos a crear muchas cosas.

—También puede ayudar a sanar heridas...

—Y puede llevarnos a hacer cosas que jamás imaginamos hacer... Es algo precioso.

—¿Es tu primera vez diseñando trajes para dos hombres, Cat? —preguntó Diana.

—Sí. Hasta ahora sólo he diseñado vestidos de novia. Así que quiero agradecerles por dejarme ser parte de algo tan importante en sus vidas, Nathan.

—¿Hay alguien en especial para quien te gustaría diseñar, Cady? —pregunté.

—Para mi mejor amigo... —suspiró ella—. Es sólo que... su historia de amor aún no termina de escribirse.

Luego de un par de minutos, Cady me mostró los dibujos que había hecho para el diseño de mi traje. Y tal vez fue porque ella era una chica muy talentosa, o porque podía sentirse el perfume de las flores de primavera, pero una vez más sentí aquel cosquilleo en mi pecho.

Diana se estaba esforzando mucho para organizar la boda. Aunque yo estaba preocupado por cómo íbamos a poder pagar por todo; a pesar de que Jacqueline y Hugo nos estaban ayudando con algunas con algunas cosas, no dejaba de ser el trabajo de mi hermana. Esa tarde hablé de números con Diana. «¿Qué no lo sabes? Estoy usando parte del dinero que te dejó la abuela en el testamento –explicó ella. La miré confundido–. Mierda, es cierto, tú no sabías que la abuela murió... Lo siento...»

Cuando vivía en casa de mis padres, solíamos recibir visitas constantes de la abuela; una mujer que parecía sacada de una novela francesa del siglo XVIII. Recuerdo que nariz era pequeña y que sus ojos parecían reflejar el color del cielo de verano. Era tan hermosa como una rosa, y tan severa como agraciada. Supongo que usar el dinero que, sorprendentemente, me dejó en su testamento para pagar la boda será la única cosa buena que la mujer pudo hacer por mí.

Los días siguientes fueron agradables; a pesar de que muchas cosas a nuestro alrededor se mantuvieron iguales, había momentos llenos de esa característica alegría que sólo nace durante la primavera, como los pétalos de los cerezos que caían sobre el cabello de Archie un sábado por la tarde.

—Muy bien, chicos. Sonrían —pidió el fotógrafo—. ¡Eso es! Salió muy linda. Ahora, ¿qué tal si solamente juegan por allí? Sean ustedes mismos.

Nos estábamos divirtiendo en la sesión de fotos para la boda, pero el que se estaba llevando la mejor parte era Levi. Estar así con Archie me hacía muy feliz, sobretodo porque podía ver su sonrisa; nos comportábamos como un par de adolescentes que estaban viviendo su primer amor (aunque de alguna manera eso es cierto). El fotógrafo es amigo de Diana. El objetivo principal de la sesión de fotos era capturar la esencia natural de nuestra relación, cómo somos en realidad. Nada de trajes formales ni maquillaje que se derrite por el sol. Nos dio mucha libertad y eso se sintió bien.

—¡Vamos, Levi! ¡Ve por él! —exclamó Archie, lanzándome el disco.

Se sentía como un fin de semana común, en familia.

—¡Lo tengo! ¡Allá va!

—¡Salta, Levi! ¡Tú puedes!

Fue un día muy divertido (Archie estaba ansioso por ver las fotografías terminadas). Terminamos antes del anochecer. Agradecimos al fotógrafo y a todas las personas que lo ayudaron y volvimos a casa. Archie y Levi se echaron a dormir en la cama. Y mientras yo guardaba algunas cosas en el armario, recibí un mensaje de mi hermana: «¿Seguro que no quieres decirles?» La fecha en el calendario estaba cada vez más cerca. La boda se llevaría a cabo en un elegante hotel y las invitaciones ya estaban listas para entregarse. Todo está yendo bien. Aun así, no me gusta la idea de compartir esto con ellos; fueron los primeros en darme la espalda.

«No quiero decirles», respondí.

«Tomaremos el té mañana, al mediodía», escribió ella, después envío la dirección de un restaurante. «Al menos podrías ir a saludarla... Sólo inténtalo.»

—¡Tengo hambre! —gimoteó Archie, estirándose sobre la cama.

—¿Qué quieres comer?

—Una pizza con doble queso... y papas fritas... Estoy cansado...

—Suenas como un niño pequeño. Ve a bañarte.

Se incorporó en la cama, me miró con ojos somnolientos y recargó su cabeza en mi hombro.

—Cinco minutos más...

Acaricié su cabello aun sabiendo que eso solamente terminaría de arrullarlo.

—Oye, mañana... quiero que conozcas a alguien —dije con voz suave.

No hubo respuesta, sólo movió ligeramente la cabeza.

—Ve a bañarte. Yo pediré la pizza.

💐

No puedo recordar cuándo fue la última vez que la vi llevando un collar de perlas que se perdía en la palidez de su piel. Uno podría verla directamente al rostro y sólo se encontraría con un par de pestañas largas y negras y unos labios carnosos que asemejaban al capullo de una rosa. Siempre le gustó usar vestidos costosos, en especial aquellos que definían su diminuta cintura y caían como seda sobre sus piernas, largas y delgadas. Tan frágil. Tenía la apariencia de una muñeca de porcelana... y se sentía tan fría como una.

Sostiene la taza con delicadeza entre sus dedos y la regresa con una marca de labial en el borde. Sus ojos son azules y desprenden un brillo de luna que te atraviesa el corazón. Cuando Diana está a su lado resulta imposible no notar el parentesco; sin embargo, la pequeña barriga de embarazada es lo que hace posible diferenciar aquel par de muñecas de porcelana. Eso, y la sonrisa que se les dibuja en los labios cuando me ven.

—¿Quieres ordenar algo, Nathan? —pregunta Diana.

—Gracias, no me quedaré mucho tiempo —dije, mi garganta se sentía seca. Me giré hacia ella, encontrándome con ese par de pestañas largas y negras—. Buenos días, Margot. ¿Qué tal está el té?

—Asqueroso. Gracias por preguntar.

Su mirada me recorre de arriba a abajo, luego ve a su alrededor y se queda fija en algún punto de la ventana. Antes hubiera creído que decidió quedarse en silencio para admirar el resplandor esmeralda del follaje de los árboles, que quizás habría sido cautivada por la manera en cómo los pétalos de las flores bailaban en el viento. Pero en el momento en que esos labios rojos formaron una mueca de desagrado recordé que yo ya no era el mismo chiquillo que la veía tocar el piano desde el otro lado de la habitación.

—Esperaba que la noticia de tu compromiso viniera directamente de ti, pero decidiste usar una paloma mensajera. Es tan propio de ti —masculló, aún mirando hacia afuera—. Veo que él está aquí. ¿Te avergüenza tanto como para dejarlo allá afuera?

—Mamá... —intervino Diana.

—No estás usando tu anillo de bodas. ¿Has venido tú sola, o dejaste a Bernard en el bar? —Ella se queda en silencio. La taza de té está casi vacía—. Es tan propio de ti...

—Al menos yo hice el intento. Me gustaría decir lo mismo de tu padre.

—No les pedí que lo hicieran.

—¿Entonces por qué viniste?

Miré a Diana.

—Porque ella me lo pidió.

Margot se acomoda el vestido y suspira antes de hablar.

—Sería una mentira si te dijera que no sonreí cuando me enteré de tu compromiso, y tampoco voy a mentirte diciéndote que fue de felicidad —agregó—. Dios sabe que hice el intento. Él sabe que intenté amar a un hijo... Pero no puedo. No puedo aceptarte.

La mesa se queda en silencio por varios minutos; se escuchan conversaciones indistintas de los comensales y el tintineo de las copas. Diana sólo levanta a mirada cuando el camarero se acerca para llevarse la taza vacía.

—Treinta y dos años y nunca supe cuál era tu flor favorita, o cuántos cubos de azúcar le pones al té... —dije—. Aquel día dejaste en claro que no tenías, ni querías un hijo, Margot. La diferencia es que yo seguí intentándolo, aun cuando me veías como a un insecto y nada más... Al final me dí cuenta de que no vale la pena fingir que amas algo que odias.

Me puse de pie, y mientras su mirada perdía el brillo de luna dije:

—Escuché que hay una pastelería a un par de calles de aquí donde venden unas galletas de vainilla deliciosas. Deberías probarlas.

No hubo respuesta; todo el tiempo mantuvo la misma expresión en su rostro. Era la misma que hacía cuando tocaba el piano, se maquillaba frente al espejo o cuando mi padre le hacía plática en las noches después del trabajo hasta que se quedaba dormido; en su mesita de noche tenía el mismo libro, con el separador en la misma página.

Cuando me despedí de Diana, podría jurar que vi a Margot haciendo el mismo gesto con los ojos que aquel día; no estaban los muebles elegantes ni las delicadas cortinas que se inflaban con el viento del este. El sol seguía iluminando su piel nívea y sus labios rojos, pero esta vez yo no estaba llevando una vieja mochila sobre mis hombros.

—Insolente —masculló, bebiéndose la última gota de té.

Afuera del restaurante, Archie está esperando con un ramo de dalias en la mano. Me pregunta cómo me fue, y yo le dije que el té no era tan bueno. Él sabe que, de no ser por las intervenciones de Diana, mis padres me habrían dado por muerto hace mucho tiempo. La última vez que crucé palabra con mi padre fue para decirle: «Le grité al profesor de historia que se fuera al diablo. Necesito que firmes esta nota.» Eso fue hace más de quince años.

Archie conoce a mis padres sólo por las viejas fotografías que guardo al lado de la cama; la primera vez que las vio dijo que me parecía más a mi madre, y de cierta manera agradecí ese comentario.

Su mano es cálida; el color de las flores hace resaltar las estrellas en su piel. Él no sabe a dónde vamos.

—Creí que las flores eran para tu mamá —preguntó suavemente.

—Lo son.

Nos recibe una brisa fresca; pétalos de flores volando en el cielo, el follaje de los árboles meciéndose con el viento y el adoquín cubierto de las hojas que caen. Este lugar es hermoso durante el otoño, cuando todos los árboles parecen estar hechos de oro; el silencio y la tranquilidad se mantienen durante todo el año.

Algunas lápidas están decoradas con flores que aún conservan su belleza, otras tienen globos de colores, y sobre otras descansan elementos religiosos. Una corriente de aire levanta las hojas del adoquín. A lo lejos hay una familia; no es muy grande y los más pequeños están jugando en el césped. «¡Niños! Vengan a saludar a su abuela», les dijo la madre. Están reunidos alrededor de una placa que apenas sobresale de la tierra; parece que plantaron algunas flores junto a ella, tal vez eran las favoritas de la abuela.

—¿Estás bien? —pregunta Archie con voz suave.

Yo asentí.

—Es aquí —dije con una sonrisa—. Hola, mamá.

Todo está limpio. El árbol que la protege del sol creció mucho desde la última vez que vine a visitarla; es abrazada por las rosas del vecino, con quien seguramente charla hasta la madrugada con una taza de café.

Me senté en su regazo, y pude sentir la calidez de sus manos. La esencia a vainilla.

—Lamento no haberte visitado antes, he tenido mucho trabajo en la estación. Ya sabes cómo son esas cosas —le dije en voz baja. Acaricié la mano de Archie, sentándolo a mi lado—. Además, organizar una boda es algo muy complicado, ¿sabes?... Voy a casarme, mamá. Él es Archie, la persona más dulce y hermosa del mundo.

—Es un placer conocerte, Monique. Nathan me ha hablado mucho sobre ti... Por supuesto que se ha portado bien —susurró Archie con una suave sonrisa—. Nathan es una gran persona, y eso es gracias a todo lo que hiciste por él. También me dijo que hacías unas galletas de vainilla deliciosas.

—¿Verdad que es muy lindo? Te habría encantado hornear con él, mamá. También le gusta cantar mientras cocina, y seguramente se la pasarían llorando toda la tarde viendo películas viejas.

—Él también llora, pero lo disimula —murmuró él.

—Te trajimos tus flores favoritas, porque sé que no te gustan mucho las rosas... —sentí un nudo formándose en mi garganta—. Lo siento, mamá, te prometí que bailaríamos juntos el día de mi boda...

En medio de aquel silencio sólo se escuchaba el sonido de los árboles meciéndose con el viento. El camino que dejan las lágrimas sobre mis mejillas se siente frío.

—Archie es una buena persona, mamá. Y me hace muy feliz, demasiado.

Me acerqué para besar su nariz; sus ojos contienen las lágrimas y tiene las mejillas sonrojadas.

«Me gusta verte feliz. Todo es más bonito cuando sonreímos, ¿no lo crees?»

—Te extraño mucho, mamá... A veces me pregunto si estarías orgullosa de mí, de la persona que soy ahora... —«¿Qué es lo que viste en mí aquel día? Yo sólo era un cliente más. Un muchacho que estaba enfermo y con las manos llenas de sangre... ¿Qué hice para merecer a un ángel como tú?»

Los árboles se mecen una vez más, se escucha al viento silbar. Alguien se acerca.

—¿Nathan? —preguntó aquel hombre.

También traía un ramo de dalias y una caja de galletas. A simple vista se nota que es un par de años mayor que yo; su cuerpo es grande, como un oso de mirada cálida. En las arrugas de su rostro se ve que ha dejado la magia de lado, las quemaduras en su brazo son la muestra de que ha mantenido viva su esencia. «Tienen la misma mirada...»

—Oh, por Dios. ¡Realmente eres tú! —«Tienen la misma sonrisa...», pensé mientras lo veía acercarse—. Hermano, no puedo creer que realmente seas tú. ¡Mírate, estás más feo que antes!

—También me da gusto volver a verte, tonto —suspiré.

—¿Tú eres quien ha estado dejando las flores todo este tiempo?

Asentí, enjugándome las lágrimas.

—¿Cómo están todos?

—Estamos bien. Le está yendo muy bien al restaurante... A mamá no le gustaba vernos llorar, ¿recuerdas? No podíamos quedarnos así todo el tiempo —dice—. ¿Quién es él?

Sonreí. Tomé la mano de Archie, entrelazándola con la mía.

—¿Recuerdas que decías que nunca me casaría? —él asiente con una sonrisa—. Él es Archie, mi prometido.

—Es un placer —dice con timidez.

—Te vas a casar con el hombre más feo del mundo —dice entre risas—. Soy Franklin, el hermano de Nathan.

—¿Son para mamá? —pregunté, mirando la caja de galletas.

—Para el jardinero, él es quien la cuida todo el tiempo. ¿Quieres probarlas, Archie? Es la receta de mamá.

La caja es pequeña, con el dibujo de una flor. Se puede leer «Mom's Bakery» escrito en letras elegantes.

Los ojos de Archie brillan en el momento en que se lleva la galleta a la boca. También tomé una. Franklin me miró sorprendido. En ese entonces a mí no me gustaban las cosas dulces por lo que nunca pude probar una de sus galletas; sabía que eran deliciosas porque todos los clientes que las comían en el restaurante sonreían al primer bocado. Una sensación de calidez creció en mi pecho. Pude sentir la calidez de su voz y de sus abrazos. El amor de una madre.

—¡Son deliciosas! —exclamó Archie.

—Me alegra que pienses eso. ¿Escuchaste eso, mamá? A tu yerno le gustan tus galletas.

—La pastelería que está en el centro, Mom's Bakery, ¿es de ustedes?

Él asintió.

Cuando las invitaciones para la boda estuvieron listas, una de ellas tenía una etiqueta que rezaba «Familia Caldwell», pero no estaba seguro de cómo debería entregárselas; ha pasado mucho tiempo desde la última vez que vi a Franklin o a alguien más de la familia... No los he visto desde aquel día.

—Debí haberlos buscado antes. —Saqué la invitación de mi chaqueta; es de color negro y tiene un listón dorado—. Iba a ir al restaurante porque quería darles esto. En serio me gustaría que estuvieran ahí, en la boda.

Frunce el ceño ligeramente y desvía la mirada hacia sus zapatos.

—No hemos hablado en años... Sólo te fuiste, ¿lo recuerdas?

—Lo sé, y realmente lo siento. No hay día en el que no piense en ustedes, en mamá... Ustedes son mi familia.

Franklin suspira y toma la invitación, guardándola en el bolsillo de su chaqueta.

—Lo pensaré... —dice, luego se acerca para darme un abrazo—. Me hizo muy feliz volver a verte, hermano. Y gracias por visitarla.

Le entregué una tarjeta con mi número y se despidió de Archie con una sonrisa. Me despedí de mamá, diciéndole que no se preocupara, que todo estaría bien de ahora en adelante. Tomé la mano de Archie y sólo vi cómo Franklin acomodaba las flores y se sentaba a hablar con ella, como lo hacían en el restaurante cuando él no dejaba de hablar sobre la chica que le gustaba.

Una corriente de aire, más fuerte que las anteriores, hizo que las copas de los árboles se mecieran violentamente; levantando las hojas y el polvo. De pronto la calidez de la primavera se convirtió en un crudo suspiro de invierno. Abracé a Archie, buscando protegerlo de todo lo que volaba hacia nosotros. Entonces me pareció escuchar algo, como el eco de una risa infantil que se perdía entre los árboles, seguido de voces que susurraban al oído cosas que yo no podía entender.

Más allá, donde la naturaleza se vuelve densa, se ve la silueta de alguien. Sentí que mi cuerpo se paralizó cuando volteó hacia nosotros, cuando vi que era tan grande como un árbol; no tenía forma, pero pude sentir su mirada sobre mí. Un fuerte zumbido retumbó en mi cabeza. Después, regresa el silencio y la tranquilidad.

—¿Nathan? ¿Estás bien? ¿Ya terminó? —preguntó Archie en voz baja. Escuché su voz llamándome una vez más, mientras yo miraba hacia donde estaba aquella sombra—. ¿Qué sucede?

—No es nada. Creí ver algo allá, entre los árboles... Pero debió haber sido mi imaginación —dije con voz calmada—. ¿Nos vamos?

Esa noche me dije a mí mismo que no había pasado nada, que no había nada en ese lugar. Las cosas han estado muy complicadas en el trabajo últimamente. Pero supongo que nadie se esperaba que aquella chica asesinara a su padre enfrente de nosotros; nadie esperaba que el piso se cubriría de sangre, que la muerte se asomaría en los ojos de la chica mientras su padre moría en mis brazos.

Me dije a mí mismo que necesitaba descansar.

💐

—Arthur Nelson tenía un grupo grande, operaban en casi toda la costa este —explicó Diego—. Tenían nexos con Donato Silvestri y le proveían mercancía a al grupo de Fergus Orsen antes de que su negocio cayera.

—Así que el sujeto hacía lo que quería en Estados Unidos y le lamía el trasero a los europeos —suspiré—. ¿Hay indicios de dónde pueden estar los demás miembros, quiénes eran sus clientes frecuentes?

—La lista está encriptada, pero ya ya tenemos a un equipo trabajando en eso —dice Rollins—. En cuanto al resto de los miembros, parece que salieron corriendo después de que Arthur fue detenido.

—Igual que las cucarachas... Y tampoco dejan de multiplicarse —dije, llevándome las manos al rostro—. En cuanto la lista esté descifrada quiero que investiguen cada uno de los nombres, después ya saben qué hacer.

Los detectives se retiran a sus lugares. Diego regresa con dos vasos de café y sobres de azúcar; comienza a hablar sobre trivialidades y a decir uno que otro chiste. Estoy cansado. No dejo de ver las fotografías que están en la pizarra.

—¿Qué sucede? —pregunta él, recargándose en la silla.

—Fergus Orsen tiene un hijo. A diferencia de él, su hijo es una persona que se preocupa por la ciencia, la tecnología y el arte —dije—. ¿Puedes imaginar cuánto le costó convertir su apellido en un símbolo de progreso social?

—No debió de haber sido fácil. Después de todo, el negocio de Orsen llevaba años operando desde las sombras. ¿A qué viene todo esto?

—Antes creía que los hijos tenían qué convertirse en sus padres, que tenían que ser un reflejo de ellos. Pero mi padre era un cerdo y mi madre era una egocéntrica a la que sólo le importaban las apariencias...

—Los padres también cometen errores, pero no es como si los hijos estén obligados a cometerlos también —dijo—. Supongo que así es como deber ser, debemos aprender de esos errores y decidir qué tipo de persona queremos ser. A veces sólo tenemos que romper el espejo y buscar nuestro propio reflejo.

—Ser padre te convirtió en alguien más sabio, ¿eh?

—Soy mayor que tú. ¿O es que ya olvidaste cuando te detuve por robarte unos chocolates?

—Estabas sonriendo como un idiota y no dejabas de presumir.

—Pronto serás tú el que presuma su anillo de matrimonio. Por cierto, ¿ya escogieron el pastel?

—Archie lo escogió, él tiene mejor gusto para esas cosas que yo. Aunque yo quería que tuviera un dinosaurio encima, como el de la película de Parque Jurásico.

—¿Y él dijo que no?

—¿Bromeas? Él habría querido un pastel con forma de dinosaurio, pero no queríamos hacer enojar a Diana —suspiré—. Ella se está haciendo cargo de todo porque ni él ni yo tendríamos tiempo de planear todo esto por nuestra cuenta.

En ese momento, se escuchan los pisotones del capitán Cragen; tiene el ceño fruncido y una mirada que le da escalofríos a todos en la estación (sobretodo a los nuevos cadetes). Se gira hacia nosotros, y con un gesto discreto me llama a su oficina.

Esta mañana recibimos un reporte donde señalan a dos oficiales de la estación; habían respondido a una llamada anónima de un hombre que sospechaba de uno de sus vecinos ya que, según lo que dijo a la operadora, se estaba comportando de una forma sospechosa y siempre llegaba a altas horas de la noche, dejando manchas rojizas en el piso y en las escaleras. Pasamos toda la mañana en una reunión con el comandante y el superintendente.

Cragen tensó su mandíbula cuando los dos oficiales entraron en la oficina; ambos tienen una expresión neutral en el rostro, espaldas rectas. Durante cinco minutos sólo hay silencio. Los oficiales se miran de reojo, como si esperaran a que el otro dijera algo para excusar lo que hicieron. Cragen se pone de pie y se recarga en el escritorio, cruzando los brazos.

—Sólo quiero preguntar, ¿en qué diablos estaban pensando? —espetó.

—Creímos que el hombre estaba armado —respondió uno los oficiales—. Lo hicimos en defensa propia.

Cragen agita la cabeza, inexpresivo.

—No solamente entraron en su departamento sin una orden, también le dispararon —dije—. Mario Vázquez no estaba armado y tampoco los estaba atacando. Agradezcan que pudieron salvarlo en la ambulancia, de otra manera estarían enfrentando cargos por asesinato.

—Mis jefes están furiosos. ¡Demonios! ¡Llevan esos uniformes para proteger a las personas, no para atacarlas! —bramó Cragen—. Y mientras deciden qué van a hacer con ustedes, estarán suspendidos.

—¡Pero, Capitán...! —exclamó el otro oficial, recuperando la compostura cuando Cragen levanta la mirada.

—Tener un arma y una placa no les da el derecho de comportarse como bestias —agregué—. Están protegiendo a sus familias, a sus hijos, a sus padres... Un policía sirve y protege, no destruye.

Cragen les pide que entreguen sus armas y placas; la mirada del capitán no les permite decir una palabra más y abandonan la oficina con la cabeza gacha. En los ojos de uno de ellos se asomó una chispa de furia.

—Estos imbéciles me van a matar —murmuró Cragen, frotándose el rostro.

—¿Quiere un café, capitán?

—Sólo tomo el café que hace mi esposa.

Él vuelve a sentarse en la silla, recargando su espalda.

—Hablando de matrimonios, creo que debería darte esto —dice él, extendiéndome un trozo de papel negro con letras doradas—. Mi mujer ya está pensando qué vestido se pondrá.

—El que usó en el evento de caridad se le veía bien, el de color azul.

—En este trabajo no ves muchos eventos de este tipo. Algunos policías no duran mucho tiempo en una relación o están divorciados —dice—. Pero Archie es un buen chico, y ayudó a mi perro así que... cuídalo mucho, Nathan.

—Eso hago, capitán.

Salí de la oficina. Diego está trabajando en su escritorio. El teléfono suena y es contestado por uno de los detectives; su rostro mantiene una expresión seria, la mirada es pesada y los músculos están tensos. Después de colgar, dice un par de palabras, salimos de la estación rápidamente. Los pasos resuenan por el piso y las patrullas no tardan en abandonar la estación.

Al llegar, la zona está acordonada y hay curiosos que intentan acercarse; el equipo de forenses está examinando el cuerpo y nos dan un informe de lo que tienen hasta el momento. Una niña, delgada y de cabello rubio; su piel está cubierta de tierra, tiene un rastro de sangre seca que nace de la nariz y su mandíbula está rota. Si uno la mirara e hiciera el intento por imaginar cómo se verían sus ojos cuando estaba viva, probablemente, pensaría que se trata de una niña a la que le gusta jugar en el parque con sus amigos después de la escuela. Sin embargo, resulta complicado imaginar el sonido de su risa al ver que tiene una marca de color purpúreo alrededor del cuello y los tobillos llenos de cicatrices. Aún se puede distinguir el pintalabios rojo.

—¿Cuánto tiempo estuvo en el río? —pregunté.

—Es difícil saberlo, pero a juzgar por el nivel de descomposición yo diría que lleva más de tres semanas en el agua —informó la forense—. Las marcas en el cuerpo muestran que fue torturada hasta la muerte. Tenía unos trece o catorce años de edad.

—Es de la misma edad que mi sobrina —murmuró Diego—. ¿Crees que se trate de...?

—Sí, es ella —dije—. Es una de las chicas que estaban en el bar.

La corriente del río arrastra pedazos de pastizal; la basura se deja llevar por el cauce natural del agua, mientras el viento crea pequeñas olas que rompen en los pies de la niña.

Tiene el cabello enmarañado, ramas y plantas podridas que sobresalen de aquellas hebras doradas. De no ser por el poco maquillaje que lleva en el rostro, la mirada se fijaría en el número que tiene detrás de la oreja. Para las personas como Arthur o Donato, las niñas como ella no eran más que objetos que podían usar a su antojo; «mercancía» era el término con el que se referían a ellas.

Los forenses se llevan el cuerpo de la niña y otros policías comienzan a inspeccionar el área; la lista de chicas desaparecidas es extensa, no me extrañaría que algunas hayan terminado igual.

—¡Teniente, encontré algo! —exclamó uno de los policías. Frente a él hay una bolsa negra que desprende un olor putrefacto, hay insectos volando sobre ella y otros que se abrieron paso por el plástico. Lo miré, él veía hacia la orilla del río; su rostro perdió color y un nudo se formó en su garganta—. Es todo un cementerio...

«¿Ya le dijo cómo se hizo esos arañazos en el brazo?... Yo creo que es hermoso, es como ver rosas en el invierno.»

Era como si no pudiéramos encontrar el final de un hilo; cada vez que tirábamos de él nos topábamos con algo más. Y los doce cuerpos que encontramos en la orilla del río sólo eran el inicio de algo cuyas raíces se extendían hasta lo más profundo de la tierra. Porque así es como funcionan este tipo de cosas, así es como actúa el veneno que se alberga en las personas; se abren paso dando patadas al suelo, escupen sobre la tierra y cubren de sangre las flores que se marchitan. Y aunque no podamos detenerlos por completo, sé que puedo hacer algo para que la tierra se mantenga viva y para que las flores de primavera se conservaran, para que vieran la luz del sol después de un crudo invierno.

💐

Tengo las manos dentro de los bolsillos mientras voy caminando, y en mi cabeza resuena una canción que ha estado sonando en la radio durante las últimas dos semanas. Han caído los últimos pétalos de cerezo y el césped está más verde que nunca; el sol está brillando y parece brillar con el agua del lago. Más adelante hay un niño que va tomado de la mano con su mamá; ella lleva un hermoso vestido blanco, con delicados olanes en las mangas, y la brisa hace que parezca una semilla de diente león (aunque tal vez sea un tulipán, como los que tiene Jacqueline en su jardín).

—¡Mira, mamá! ¡Qué perrito más bonito! —dice el niño, asomándose por una ventana— ¿Ya viste sus orejas? Se ven muy suavecitas.

—Tienes razón, es muy bonito —dice ella, sonriéndole.

—Cuando papá regrese, ¿podemos adoptar un perrito? —dice emocionado— Yo puedo cuidarlo, ¡incluso lo sacaré a pasear y lo limpiaré!

Ella acaricia su cabello, y aunque hay una sonrisa dibujada en sus labios, en sus ojos se oculta una lágrima.

—Claro que sí, cariño. Cuando tu papá regrese... cuando él regrese adoptaremos a un perrito.

El niño dio pequeños saltos, usaba una playera roja y tenía zapatillas blancas; en su rostro estaba reflejada la inocencia con forma de sonrisa. Y mientras ellos seguían caminando, inconscientemente, esperé que esa inocencia no se desvaneciera.

Caminé hasta la ventana, allí estaba el perro bonito. Se paró en sus patas traseras y sus ojos desprendían ese particular brillo.

—Ven aquí, muchacho —dije cuando entré a la veterinaria. Él se me dejó ir encima, lamiéndome el rostro—. Ya, ya, basta. También te extrañé, amigo. ¿Te portaste bien?

Él ladró, moviendo la cola.

Al fondo, del lado derecho, hay un grupo de niños que está jugando con cachorros. Se echaron a reír cuando fui derribado por mi perro (que aún no se quitaba encima). Del otro lado hay unos pequeños estantes donde se exhibe una variedad de productos para las mascotas, desde comida y juguetes, hasta comederos y rascadores para gatos.

Levi se echó sobre mí, apoyando su cabeza sobre sus patas. Él hacía eso cuando era un cachorro.

—¿Estás cómodo? —pregunté con una sonrisa.

—Eso debería preguntarles —dijo una voz, eran tan dulce que me volvía loco—. Ambos se ven muy cómodos tirados en la entrada.

—Lo siento, doctor —dije.

Levi se levantó y se sentó frente a Archie, él acarició su cabeza y sus orejas. Hice un puchero al ver que Levi era el que siempre se llevaba los mimos y la atención de Archie.

—Yo también te extrañé, ¿no merezco al menos una caricia?

—Las caricias son para los pacientes que se portan bien, como Levi —dice con voz suave—. Pero si lo que quieres es acariciar algo, por allá hay unos cachorros a los que les encanta jugar.

—¿Realmente no me dejarás tocarte hasta la noche de bodas?

Archie asintió.

—Eres cruel —suspiré.

Era mi día libre, por lo que decidí visitar a Archie en el trabajo; después iríamos juntos al hotel donde sería la boda para decidir lo que serviríamos en la cena.

Archie se acercó, se paró de puntillas y dejó un beso fugaz en mi nariz. Tiene una sonrisa en los labios y un brillo en los ojos que me recordó al niño de zapatillas blancas. Y después de su pequeña travesura, yo besé su frente; eso lo hizo sonrojar.

—No deberíamos hacer esto en el trabajo —susurró, desviando la mirada.

—¿Por qué no? —le dije, acariciando sus manos.

—¡Doctor Collins, lo espera su cita de las cuatro! —llamó una de sus compañeras. Se cubrió el rostro con la tabla al vernos.

—Porque no hay privacidad —suspiró Archie. Se arregló la bata y caminó hasta la chica—. Ah, es el gatito que tenía la infección urinaria. Vayamos a ver cómo está.

Mientras se aleja, se da la media vuelta y mueve los labios diciendo: «Nos vemos en la entrada. No tardo.»

Últimamente no hemos estado juntos porque siempre estamos trabajando. Me hace feliz saber que le está yendo muy bien con la veterinaria, se ha vuelto muy popular desde la última remodelación. Pero extraño sentirlo cerca, extraño sentir la calidez de sus abrazos después de un largo día de trabajo; eso es lo que me mantiene cuerdo, sobretodo después de todo lo que hemos descubierto desde que encontramos los cuerpos en la orilla del río.

«A simple vista, Archie es un conejito, pequeño y adorable... Pero sólo se necesitan un par de palabras mágicas, y entonces...»

A veces me pregunto si debí de haberlo golpeado aquella vez en el bar.

Me quedé en la sala de espera; Levi se quedó dormido con la cabeza sobre mi regazo. Intentaba distraerme leyendo algo en mi celular, pero no podía evitar fijarme en todas las personas que entraban en la veterinaria; desde aquellos que venían con sus mascotas hasta los que solamente llegaban a comprar bolsas de comida o juguetes para perro. Es lo mismo para las personas que transitan por la calle. Mi pie comienza a golpetear en el piso, mis manos se distraen acariciando el suave pelaje de mi perro; sin embargo, mi mirada se pasa de una persona a otra... hasta que se queda fija en un vehículo que está estacionado al otro lado de la calle.

Es una camioneta grande, tiene los vidrios polarizados y estoy casi seguro de la carrocería está blindada. No es de la policía privada, tampoco es de la estación de algún otro distrito. Nadie baja del vehículo y nadie se le acerca, simplemente no hay movimiento.

La miré por al menos una media hora, que fue el tiempo que le tomó a Archie terminar con su último paciente. Él pregunta si sucede algo (tal vez porque me encontró mirando fijamente por la ventana) y yo le digo que no es nada, que todo está en orden. Él sacó la correa de Levi de su mochila y salimos juntos hacia el auto.

La camioneta sigue sin moverse. «Probablemente he trabajado demasiado –pensé, deteniéndome ante una luz roja–. Después de esto, me aseguraré de descansar apropiadamente.»

—Oye, Nathan... —llamó Archie— ¿Sabes? Aún es temprano para vernos con Diana en el hotel, y cerca de aquí hay un lugar donde... podemos tener algo de privacidad.

Sus mejillas se sonrojan al terminar de hablar, luego me mira mientras muerde su labio. Sus dedos se pasean por mi pierna, trazando círculos que terminan cerca de mi entrepierna.

—¿Estás seguro? Creí que querías esperar a la noche de bodas.

—Bueno, últimamente has estado muy estresado por el trabajo...

—¿Qué hacemos con Levi? Está dormido...

—Gira a la derecha por aquí, después avanza tres calles y luego ve a la izquierda —dijo con voz lasciva, sus manos jugando con la sensibilidad de esa zona—. Podemos hacerlo rápido, así llegaremos a tiempo con Diana.

Mientras conducía, Archie seguía paseando sus manos por mis piernas; después deslizó la cremallera de mi pantalón y comenzó a jugar con mi miembro. Sus dedos trazaban círculos en la punta y se movían lenta y tortuosamente de arriba a abajo. Miré el reflejo de Levi por el espejo retrovisor, seguía dormido. «Archie no es muy silencioso, tendré que usar mis manos –pensé, ahogando un suspiro–. No quiero que Levi se despierte.» Llegamos a un callejón; apenas había un par de personas transitando por la calle. Estacioné el auto en la parte trasera de un edificio, aprovechando la sombra que proyectaba.

Archie se quitó el cinturón e inmediatamente se sentó sobre mis piernas; sus labios atacaron los míos de manera desesperada, de ellos escaparon pequeños gemidos cuando colé mis manos por su espalda, tomándome el tiempo de sentir la suavidad de su piel y trazando figuras con mis dedos. Me recargué sobre su hombro; él se aferró a mi pecho.

—No hagas mucho ruido —le dije, siguiendo aquel juego de caricias que iban desde su espalda hasta sus glúteos—. Me gusta mucho el sonido de tu voz, pero no sería bueno si alguien nos encontrara en esta situación, ¿no lo crees?

Sus labios se tornaron de un color rosado oscuro que lentamente se convirtió en un color rojo brillante a medida que los mordía. Mis dedos se enfocaron en su entrada, comenzando una pequeña venganza por intentar haberme hecho esperar hasta la noche de bodas.

—C-c-carajo... —suspiró— Nathan... ya fóllame.

—¿Qué dijiste?

—Fóllame... por favor... Te necesito... quiero tenerte... dentro...

—¿Te han dicho que eres un adorable boca sucia, Archie?

—Sólo contigo... soy así... —dijo entre suspiros— Porque sólo tú puedes tocarme...

—Entonces, dime otra vez qué quieres que haga —dije, introduciendo dos dedos en su boca. Su rostro está sonrojado; está pidiendo atención a gritos. Pequeñas lágrimas se deslizan por sus mejillas—. Anda, dímelo. ¿Qué quieres que haga?

—Fóllame...

—¿Vas a guardar silencio?

Archie asintió.

Mis dedos entraron lentamente en él, logrando erizarle la piel; su espalda se arqueó a medida que comenzaba a penetrarlo. Levantó su camisa, mordiéndola para que su voz se quedara guardada y exponiendo la palidez de su hermosa piel. Mis labios se posaron sobre sus pezones; mi lengua jugaba con ellos mientras los succionaba, y yo sólo podía sentir cómo su interior se contraía con cada movimiento.

Después de que él estaba lo suficientemente preparado, lo ayudé a sacarse el pantalón. Él tomó mi miembro y lentamente fue metiéndolo dentro de él, ahogando sus suspiros. Lo tomé por la cintura y él comenzó a moverse.

—Te mueves muy bien, conejito —le dije al oído—. ¿Te gusta montar mi pene? ¿Te gusta cuando lleno tu pequeño agujero? ¿Te gusta eso, conejito?

«¿Desde cuándo le digo así? ¿Por qué le estoy llamando conejito?»

—M-me... me duele... Arthur...

«¿Arthur?»

—Espera... vas m-muy rápido... me lastimas...

La luz del sol desapareció, y la sombra nos cubrió completamente. Mis ojos buscaron en el asiento trasero, pero Levi no estaba. No había nada alrededor de nosotros. Entonces sentí como si no tuviera control sobre mi cuerpo.

El asiento quedó totalmente inclinado y Archie estaba debajo de mí, pero su expresión era diferente; tenía el rostro lloroso y la piel lastimada. Me miró a los ojos y fue como si aquel brillo, el que prometí que nunca desaparecería, nunca hubiera existido. Las embestidas se volvieron más rápidas y violentas. Todo se sentía tan diferente...

«Nosotros no hacemos el amor de esta manera...»

—Detente, por favor... ¡Detente! —suplicó sollozando— Me estás lastimando. No me gusta, por favor... ¡ya para!

Se cubrió el rostro con las manos; en sus brazos se asomaban heridas que parecían recientes.

—¡Lo siento! ¡No lo volveré a hacer! Pero por favor, ¡detente! —exclamó con el rostro lloroso, su voz raspándole la garganta— Me portaré bien. ¡No volveré a hacerte enojar, Arthur! ¡Sólo detente! Por favor, detente... Duele mucho.

«¿Por qué no me detengo? Estoy lastimándolo... ¡¿Por qué no me detengo?!»

(«Sabe que tengo razón, teniente... porque usted y yo somos iguales.»)

—Lo siento... por favor, ya para...

«No...»

—No volveré a hablar con él si eso es lo que quieres...

«No... yo no soy así...»

—No haré nada sin tu permiso...

«Yo nunca le haría algo así a Archie...»

—Sólo... detente, por favor... —dice en un hilo de voz; el rostro cubierto de lágrimas y ojos llenos de dolor—. Haré lo que tú quieras... Sólo, no me lastimes... Arthur...

Levanté la mirada, y en el reflejo de la ventana trasera... estaba él, mostrando su asquerosa sonrisa.

(«...Usted y yo somos iguales.»)

Unas manos salieron del reflejo; los ojos de Arthur se volvieron negros, y sólo se podía ver la iris de color dorado que se asomaba entre la oscuridad. Con una mano envolvió mi cuello; no podía zafarme. La otra mano me tomó de la mandíbula y me obligó a ver el cuerpo que yacía abajo de mí, y sentí que mi corazón dolía, como si alguien me lo arrancara del pecho; el cuerpo desnudo de Archie, cubierto por hematomas y sangre que brotaba de su rostro, de sus piernas, de todas partes... No se ve ninguna estrella, sólo hay dolor.

—Fue tu culpa... —murmuró el reflejo de Arthur— Archie está muerto por tu culpa...

El suelo se cubre de su sangre; mis manos están llenas de ella. Sus ojos, que están mirando hacia la nada, se llenan con el agua de la lluvia. El piso se vuelve viscoso y emana un olor putrefacto, está lleno de plantas marchitas; de la tierra nacen unos espejos, son grandes y tienen un marco de plata que fue pulida recientemente. En ellos se ven rostros, algunos distorsionados por el tiempo y otros son más claros: Diana, Diego, Hugo, Jacqueline, Franklin, Monique... todos ellos me miran, están decepcionados.

—Todos ellos están muertos por tu culpa, Nathan...

—No... Yo nunca...

—¡Míralos bien! —demandó el reflejo— Todos ellos confiaban en ti, todos te dieron una oportunidad... y les fallaste.

—Yo nunca les haría daño...

Las manos me sueltan, dejándome caer sobre la sangre de Archie. Y cuando estoy por acercarme a él, se escucha el eco de unos pasos en la distancia; unos zapatos marrones de piel se posan delante de mí... Él está aquí. Está vistiendo ese traje apolillado que huele a licor y a tabaco; siento su mirada de plomo caer sobre mí, mirándome como si fuera un trozo de mierda que pisó en la calle.

—Mírate, Nathan, eres patético. Llorando como un maricón... —dijo, rebuscando algo en sus bolsillos. En sus manos, sucias y ásperas, sostiene un pequeño espejo— ¿En serio creíste que podrías cuidarlos? ¿De verdad creíste que algún día serías algo más que un criminal? ¡Abre los ojos! Una vez que naces como una basura, como un pedazo de mierda... siempre lo serás —espetó—. Que no se te olvide lo que realmente eres, un asesino, un drogadicto, un ladrón... No eres mejor que Arthur Nelson, ni que Donato Silvestri... Y tampoco eres algo mejor que yo.

«Estás loco si piensas que podré aceptarlo, Bernard. No me pidas que lo haga cuando tú también lo odias.»

«Aprende de una vez cuál es tu lugar en esta casa, mocoso. No eres más que el hijo bastardo de mi estúpido yerno.»

«¡No me hables, mocoso! No tienes derecho de hablarme. ¡LÁRGATE DE AQUÍ!»


«A veces sólo tenemos que romper el espejo y buscar nuestro propio reflejo...»


Por los pasillos de una elegante mansión, entre los jarrones de porcelana y las costosas obras de arte que decoran las paredes, se escucha el sollozo de un niño que tiene la cara sucia y las manos lastimadas. Sus pasos son torpes; tiene la rodilla lastimada y el pantalón rasgado. Lo único que quiere es lavarse la herida que tiene en la rodilla para que no se infecte, pero cada paso que da, duele.

—¿Nathan? —llamó un dulce susurro— ¡Ay, por Dios! ¿Qué te pasó? ¿Por qué estás lastimado?

Ella se inclinó para revisarle la herida. Nathan sabe que es igual a ella, pero por algún motivo su mirada no se siente igual. Es como si ella sí supiera de su existencia, como si ella sí entendiera que también tiene sentimientos.

—Ven, vamos a limpiarte.

A diferencia de aquella mujer, la mano de ella es cálida; su ropa desprende un aroma a rosas. Su cabello es negro, pero su piel es como una perla. Nathan estaba seguro de que si alguien la viera de cerca, creería que se trata de una versión de carne y hueso de Blancanieves.

Remojó una toalla y comenzó a limpiarle la tierra y la sangre; ella escucha sus sollozos, y cree tener una idea de qué es lo que le pasó a su hermano.

—¿Estabas jugando en el jardín? —preguntó con voz suave. Nathan asintió, un movimiento casi imperceptible—. ¿Viste que las rosas ya están floreciendo?

—Mamá no me quiere, ¿verdad? —soltó Nathan, sorbiéndose la nariz.

A Diana se le formó un nudo en la garganta. Sus dedos son delgados y de apariencia delicada, como los de una de las estatuas del museo; a Nathan le gustaba el aroma de Diana. Por eso le gustaban las rosas, porque creía que eran casi tan bonitas como su hermana. Pero lo que convertía a Diana en la princesa que era a los ojos de su hermano menor, era la amabilidad que vivía en su corazón y la calidez que desprendía su sonrisa. La misma que le dedicó cuando enjugó sus lágrimas.

—¿A quién le importa lo que mamá opine? Yo puedo quererte por ella. Puedo quererte el doble, el triple y lo que sea necesario para que sonrías otra vez —dijo ella—. La vida es más bonita cuando sonreímos, Nathan. Porque cada vez que sonríes, nace una rosa.

Los ojos de Nathan soltaron las últimas lágrimas; y cuando Diana terminó de curarle la herida, le dijo:

—No me importa lo que diga mamá, o lo que diga alguien más, tú eres mi hermano y yo siempre voy a quererte.

Los pequeños brazos de Nathan rodearon el cuello de Diana en un abrazo que ella correspondió; él respiró el aroma a rosas y dejó que la calidez de aquel abrazo curara las que, sin saberlo, serían las primeras heridas que aparecerían en él. Pero en ese momento, que se sintió tan íntimo y sincero, los ojos de Nathan, cansados e hinchados por el llanto, se cerraron hasta que se quedó dormido. No sintió cuando Diana lo llevó hasta su habitación, tampoco cuando lo arropó y acarició su cabello.

Esa noche cayó la primera lluvia de abril. A la mañana siguiente, todas las rosas terminaron de florecer.


Cuando desperté, sentí un vacío en el pecho. La habitación estaba oscura, sólo entraba un débil rayo de luz de luna por entre las cortinas; eran cerca de las cuatro de la mañana. Me pasé las manos por el rostro mientras intentaba regular mi respiración; inconscientemente me llevé una mano al cuello, sólo para terminar de convencerme que aquello fue un sueño y nada más.

Me giré con cuidado sobre la cama, encontrando el cuerpo de Archie; está durmiendo. Suspiré una vez más y me acerqué a él con cuidado.

—¿Qué pasa? ¿No puedes dormir? —dice con voz perezosa.

—¿Puedo abrazarte? Sólo será por un rato.

Él responde en voz baja; puse mis brazos alrededor de su cuerpo. Lo último que recuerdo de aquella noche es el suave aroma de su champú y las estrellas que estaban plasmadas en su piel.

💐

Nunca olvidaré la brisa del otoño. El sol de invierno se asoma a la vuelta de la esquina, pero hoy sólo quiero sentir la brisa; quiero ver las hojas meciéndose en el viento y probar las especias que perfuman el amanecer. Después de morir mil veces en esta vida, hoy sólo quiero sentir el calor de su sonrisa; quiero que las estrellas se vuelvan una caricia.

Y a medida que el ocaso se aproxima, se siente el nuevo amanecer.

El sol entra por la ventana; sobre la mesa hay una maceta con flores púrpuras, y entonces se siente una vez más la brisa del otoño.

Las manos me tiemblan mientras me ato la corbata; intento concentrarme en la letra de la canción que he canturreado en voz baja desde hace veinte minutos, pero no puedo evitar que mi corazón dé un brinco de alegría cuando recuerda porqué hay una sonrisa dibujada en él.

La tela se ajusta bien a mi cuerpo y las costuras destacan hermosamente con luz propia; es como una lluvia de estrellas en una noche de verano. Junto al espejo está la botella de colonia; los rayos de sol pasan a través de ella iluminando los accesorios de junto y la pequeña tarjeta de bienvenida del hotel.

Y mientras me miro en el espejo, canturreando los últimos versos de aquella canción, la puerta se abre y la habitación se perfuma con el aroma de las rosas recién cortadas. Ella está allí, con una pequeña sonrisa que busca disfrazar las lágrimas.

—¿Estás bien? —pregunta con voz suave, casi en un susurro.

Su mirada me recordó aquellas noches en las que sólo éramos ella y yo, escondidos en un fuerte de sábanas y almohadas; las luces se convirtieron en nuestras estrellas mientras nos perdíamos en las historias de Peter Pan e imaginábamos los colores de Mary Poppins.

—Estoy nervioso, pero... me siento feliz. Muy feliz.

—Ven aquí —dijo ella, acercándose. Tomó el cepillo y comenzó a peinarme con cuidado. Ya se le nota la barriga de embarazo, se ve hermosa—. Listo, ahora ya luces como un príncipe.

Acaricié su barriga.

—¿Crees que ellas me vean como un príncipe?

—Les diré que eres un hechicero malvado.

—Pero uno que es muy apuesto —dije—. No le crean nada, niñas. Ella es la verdadera bruja y va a llenarles el estómago con dulces y pasteles para después comérselas.

—¡No les digas esas cosas! —dijo entre risas— Anda, tenemos que irnos. Te están esperando.

Los pasillos del hotel están cubiertos por una elegante alfombra carmesí; en el vestíbulo los techos son altos y al centro cuelga un candelabro de cristal. Hay flores blancas por doquier y en los ascensores se escucha música clásica.

A medida que nos acercábamos al salón, sentía mi corazón latir con fuerza. Un nostálgico aroma a vainilla me recibió en el momento que en puse un pie dentro de ese lugar, y aunque yo sabía que era imposible, podría jurar que sentí la calidez de sus brazos y el cariño que sólo podían desbordar aquellos ojos. Ella estaba allí; estaba en las dalias, en la melodía del violín y en las galletas de vainilla al lado del pastel. Y por supuesto, estaba en los ojos de mi hermano.

Franklin sostenía una flor entre sus manos, es pequeña y los pétalos le dan una apariencia frágil y delicada; él solía volver de la escuela con una flor diferente cada día porque había un parque de camino a casa y a mamá le gustaban mucho las flores, pero en aquel entonces a mí me parecían todas iguales. Desde entonces, él se aseguraba de traer dos flores a casa. Recuerdo que todas ellas terminaron en un cuaderno viejo, pegadas con pequeños trozos de cinta y con notas al pie escritas con tinta negra que se corría en las puntas de las "t" y las "l". Franklin puso la flor en la solapa de mi saco, mostrando una pequeña sonrisa acompañada de ojos llorosos.

—Mamá decía que esta flor es como tú, y ella siempre tenía razón —dijo. Después se enjugó las lágrimas y me dio una palmada en la espalda; yo lo abracé.

Abandoné a mi familia porque tenía miedo de que caminaran por el mismo infierno que yo, pero no quiero cometer el mismo error.

Antes tenía que levantar la cabeza para verlo a los ojos, ahora me pregunto en qué momento el tiempo decidió poner arrugas al lado de sus ojos, cuándo comenzó a volverse más pequeño que yo o cuándo le aparecieron los primeros cabellos blancos.

—Sigues siendo igual de sentimental, ¿no es así? —dijo él.

—Gracias...

De cualquier forma, el tiempo no se había llevado la calidez de sus manos.

Al principio parecía que no había muchos invitados, pero cuando comenzaron a tomar asiento frente al altar me di cuenta de que estaban los que tenían que estar; personas que han estado allí en cada capítulo de nuestras vidas, que nos han visto reír y llorar, que nos han ayudado a levantarnos después de una caída y que nos ayudaron a ver el lado dulce la vida. Ellos son los que conocen nuestros verdaderos colores, y los que nos acompañarán en el comienzo de un nuevo capítulo que comenzó con un helado de vainilla y canciones viejas de la radio.

Ninguno de los dos sabía qué rumbo tomaría aquel encuentro fortuito en el estacionamiento del centro comercial; y cuando veo hacia atrás, hacia esas páginas escritas con tinta negra y con recuerdos pegados con trozos de cinta, me doy cuenta de que ambos necesitábamos encontrarnos. Que tal vez lo de aquella noche no fue una simple casualidad. No puedo negar que sentir el sol de invierno se siente mejor a su lado; respirar el perfume de las flores que nacen en primavera y construir sonrisas bajo el azul del verano; enamorarnos con el otoño y grabar promesas con forma de besos.

Él es la razón por la que estoy aquí de pie, sonriendo mientras tomo su mano decorada con el anillo de una promesa que nunca se romperá.

Las estrellas de su piel se tiñen de un suave color rosa mientras que en sus ojos se asoma el brillo del sol. Y aun cuando el tiempo nos dé las primeras arrugas en los ojos y los primeros cabellos plateados, yo siempre lo veré con sus verdaderos colores y me aseguraré de preservar el calor y la inocencia de su sonrisa; el recuerdo de su voz bañada bajo la luz dorada del sol y aquellas vistas que son cubiertas por la luna.

—Archie Collins, ¿aceptas a Nathan Ross como tu esposo y prometes serle fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y amarlo y respetarlo todos los días de tu vida?

Sus ojos se iluminaron y respondió:

—Acepto.

«Él es mi sol.»

Por los ventanales entran los últimos rayos de luz. Entonces, una promesa terminó por sellarse con el último suspiro de la brisa de otoño.

Al igual que todas las mañanas al despertar, que todas las noches antes de dormir, y cada vez que tenía oportunidad de hacerlo, le dije «Te amo», sólo que esta vez se sentía diferente; se sintió como la primera vez que esas palabras salieron de mis labios y como la primera vez que vimos juntos el amanecer. Ya me había convencido de que estas palabras, este sentimiento, sólo crecerían con el paso del tiempo.

La música comenzó poco después; entonces recordé aquellos días en los que bailábamos juntos en el restaurante, sus zapatillas blancas y perfectamente limpias, y aquel peinado que siempre se hacía los miércoles por la mañana. Ella decía que se sentiría diferente cuando bailara con alguien especial, y yo le pregunté cómo podría diferenciar un baile cualquiera de un baile especial. Ella dijo: «Cada momento, por más pequeño que sea, se sentirá especial al lado de la persona correcta.»

—¿Cuándo aprendiste a bailar? —preguntó él.

—Hace mucho tiempo, en una noche como esta. Pero esta vez hay más estrellas en el cielo.

Él suelta una risita.

—Me haces muy feliz, ¿sabías eso? —dije.

—Lo sé, porque tú también me haces feliz.

Archie dejó un beso en mi mejilla; se sintió dulce e hizo cosquillas. El sonido de la guitarra terminó por transportarnos a un lugar donde sólo éramos él y yo, recordando nuestra historia y los sentimientos que, sin querer, nacieron esa noche. Recordamos cada beso, cada abrazo, cada sonrisa y cada lágrima; cada amanecer y cada anochecer, cada broma y cada canción que hemos cantado juntos... no lo cambiaría por nada.

Ese fue nuestro primer baile como un matrimonio.

Se ve el paisaje nocturno de la ciudad a través de las delgadas cortinas; las luces urbanas contrastan con los matices oscuros y las flores amarillas del salón. Las copas son llenadas con vino espumoso y se sirve la comida caliente en la vajilla dorada. Hay música suave de fondo y se escuchan las conversaciones de los invitados (la pista de baile se convirtió en el patio de juegos de los niños), y poco a poco se siente el aroma del chocolate.

Él está a mi lado, su mano entrelazada con la mía; es difícil apartar la vista de la sortija en su mano. Dejé un beso en ella, tomándolo por sorpresa.

—¿Está disfrutando la cena, señor Ross? —preguntó con una sonrisa.

—¿A qué hora sirven el postre?

—Te va a encantar el pastel, Diana dice que se ve muy bien. Pedí que tuviera fresas frescas porque sé que son tus favoritas.

—Realmente pensaste en todo, ¿no es así, señor Collins de Ross? —dije, tocando la punta de su nariz. Revisé la hora en mi reloj y dije:— Ya son casi las diez, ¿crees que Levi ya esté dormido?

—Yo me preocuparía más sobre si el personal del hotel pudo darle un baño —dijo—. ¿Recuerdas cuando dejó la casa llena de espuma y agua? Tuvimos que perseguirlo y arrastrarlo hasta la bañera otra vez.

Archie rió.

—El baño se inundó ese día, y él sólo seguía corriendo por todas partes. Era como un niño pequeño.

La mirada de Archie se volvió suave, dejando un beso en mis labios con sabor a vino.

Cuando los cocineros llevaron el pastel, todos los invitados quedaron sorprendidos por lo elegante y hermoso que se veía; tenía jazmines blancos con detalles dorados que resaltaban de la cubierta negra. El bizcocho era ligeramente húmedo y podía sentirse el dulzor de las fresas mezclándose con la crema pastelera y el vino blanco. Los niños fueron quienes más lo disfrutaron, además de Hugo.

Después de eso, el tiempo se nos fue de las manos. Entre música, baile, sombreros hechos con globos y accesorios de neón, la fiesta fue algo increíble. Pude pasar tiempo con mis hermanos y con mis amigos, y también fue mi primera vez dirigiendo una fila conga.

Pero fue a media noche cuando Archie y yo nos escabullimos de los fiesta. Ambos nos sentíamos un poco mareados por el alcohol, y tal vez por eso nos reíamos como un par de adolescentes que se escapaban de la escuela para pasar tiempo a solas. Andábamos con las zapatillas en mano y el cabello hecho un desastre; collares de fantasía colgándonos del cuello y la frente cubierta con una delgada capa de sudor y brillantina.

Él presionó el botón del ascensor, y cuando las puertas se abrieron, lo tomé de la cintura; su cuerpo aprisionado contra el mío. Se sonrojó hasta las orejas. Sonreí. Levanté su barbilla con cuidado para besarlo; sus manos aferrándose a mi pecho, se puso de puntillas y se colgó de mi cuello. Mi mano se deslizaba por su cintura, trazando pequeños círculos sobre la tela. «Me hiciste esperar mucho por esto», pensé mientras mis dedos se deslizaban bajo su ropa. Un suspiro se escapó de sus labios.

—Eres hermoso —susurré cerca de su oreja, sintiendo su piel erizarse.

Mis labios se dirigieron a su cuello, moviéndose lentamente, disfrutando de los sonidos que emitía y de las pequeñas maldiciones disfrazadas de suspiros.

Cuando las puertas se abrieron, él estaba completamente sonrojado y tenía esa mirada mezcla de inocencia y erotismo que me embriagaba.

—Espera —murmuró cuando entramos en la habitación—, tengo que tomar un baño primero.

—Yo también.

Lo abracé por detrás, besando de manera ocasional sus mejillas y dejando caricias en las zonas sensibles de su cuello. Su traje combinaba perfectamente con el color de su piel, con las estrellas que brillan más cuando estamos juntos. Las prendas blancas quedaron sobre la alfombra, mezclándose con las mías.

No pasó mucho tiempo para que los espejos del baño se cubrieran con el vapor; el agua recorriendo nuestros cuerpos y mezclándose con el dulzor de sus besos.

Mis manos se deslizaron por sus muslos, deteniéndose en sus glúteos. Mis dedos acariciaron su entrada, tomándolo por sorpresa y haciéndolo gemir.

—Dime algo, ¿también me extrañaste? —pregunté. Él se sonrojó—. ¿Qué es lo que hacías cuando yo no estaba en casa, cuando llegabas temprano del trabajo? ¿Acaso lo hacías pensando en mí?

—N-no... no lo hice... —admitió en voz baja—. Sólo se siente bien cuando lo haces tú...

—¿Ah, sí? —dije con una sonrisa ladina. Introduje un dedo; su interior es cálido y estrecho—. ¿Te gusta cuando yo lo hago?

Él asiente, mordiéndose el labio buscando ocultar su voz; lo que ignora es que su rostro es honesto y nunca puede ocultar cuando algo se siente bien.

—Déjame escucharte. Déjame escuchar la voz de mi esposo —dije, besando su mandíbula.

Debajo de su sonrojo se asoma una mirada necesitada y lasciva que se transforma en un beso; es intenso, y puedo sentir cómo su interior se contrae con cada movimiento. Sus manos juegan con mi cabello, luego dejan marcas en mi espalda y logran atraerme una vez a su embriagante trampa.

—Se siente como si ya fueras a venirte —le dije, introduciendo un tercer dedo. Sus piernas tiemblan. Recargo su espalda contra los azulejos mojados y me inclino para tocar su miembro.

—¿Qu-qué estás haciendo?

—¿Acaso no puedo consentir a mi esposo?

—Espera, n-no lo hagas... —pidió entre suspiros. Su voz resuena en la habitación; su cuerpo se contrae con cada movimiento—. E-e-espera, Nathan... voy a...

De su garganta escapa un sonido grave. Su espalda se arquea ligeramente y mueve sus caderas. Tiene la respiración entrecortada y una erección que roza con la mía cuando me atrae hacia un beso dulce, con algunas notas de vino blanco.

—¿Puedo lavarte el cabello?

—¿En serio preguntas eso en un momento así?

—Creí que sería romántico.

Él sonríe.

Puse un poco de champú en mis manos y al poco tiempo sentí el olor a miel. Aproveché para jugar con su cabello, haciéndole peinados divertidos con la espuma. Todo por escuchar aquella risa, dulce y tranquilizante, como la brisa de verano.

Después, Archie cubrió su cuerpo con una bata de baño. Yo tomé su mano y lo llevé hasta el sillón de la habitación; era grande y suave, de color azul marino y con costuras blancas. Lo senté con cuidado en mi regazo. Al principio sólo le hice cosquillas con mi nariz, pero después tuve la necesidad de sentir su piel. Mis manos se deslizaron lentamente por debajo de la bata de baño para acariciar sus brazos, su cintura, su espalda; todo su cuerpo desprendía un aroma dulce y limpio. Es muy suave.

Y mientras mis besos se volvían cada vez más intensos, mi miembro rozó con el suyo. Separados únicamente por la tela de las batas. Él dejó escapar un gemido y yo aproveché para morder su labio inferior.

—Vamos a la cama —pedí con voz suave.

Archie se deshizo de la bata. Me recosté sobre la cama, quedando a la altura de su sexo, y comencé a masturbarlo lentamente. Él gemía y sus manos recorrían mi espalda. Después me tomó por la barbilla; sus besos son apasionados y tiene la respiración agitada. Cambiamos de posición; él recargó su pecho contra la cama, separando sus glúteos.

Su piel es hermosa a la luz de la luna.

Me incliné para besarlo mientras jugaba con su entrada, acariciándola y humedeciéndola, preparándola con ayuda de un lubricante y mis dedos.

Su voz es hermosa.

Luego de colocarme el condón, arrimé la punta de mi miembro, trazando pequeños círculos que lo hacían suspirar entre sonrisas ladinas. Lo introduje con cuidado.

—¿Te duele? —le pregunté. Él negó.

Puse mis manos en su cintura; se siente más pequeña. Me pregunto si es porque comenzó a hacer más ejercicio.

—Avísame si te duele, ¿de acuerdo?

Al principio los movimientos eran lentos, de esa manera podía entrar y salir completamente de él (además de que a él le gustaba de esa manera). Podía escuchar sus suspiros, podía sentir cómo su interior apretaba mi miembro y podía ver cómo las estrellas brillaban en su piel bajo la luz de la luna. Poco a poco fui moviéndome más rápido, mas no demasiado. Sin embargo, fue él quien comenzó a hacer que las penetraciones fueran más intensas; moviendo su cadera, su cintura. Me hizo pensar que él también se había contenido todo este tiempo.

Los vaivenes se sincronizaron. Archie se incorporó, recargando su cabeza en mi hombro. Aquellos dulces sonidos seguían escuchándose por la habitación, pero en ese momento a ninguno de los dos se le pasó por la cabeza que haríamos el amor hasta que nacieran las primeras luces del amanecer. Lo tomé de la barbilla; tocando su pecho desnudo. Él junto sus labios con los míos. Luego se dejó caer sobre la cama. Lo giré con cuidado para acomodarme entre sus piernas; nuestros sexos tocándose entre sí.

—Me gustas mucho —murmuré—. Me gusta tu sonrisa y lo dulce que eres.

Puso sus manos en mi nuca, atrayéndome a sus labios. Coloqué mi miembro en su entrada, deslizándolo fácilmente.

Hace tiempo me dí cuenta de que esta era mi posición favorita, porque así podía ver todo de él; su rostro, su cuerpo, aquellas expresiones que hace sin darse cuenta, y todas las constelaciones que están plasmadas en su piel.

—M-m-más rápido —gimoteó. Y yo obedecí.

La forma en la que se unían nuestros cuerpos era perfecta, como si fueran dos almas gemelas que estaban destinadas a encontrarse. Dos almas que se necesitaban mutuamente para ayudarse a sanar.

En sus ojos se deja ver ese resplandor que es sólo para mí.

Hay un momento en el que Archie comenzó a mover sus caderas de tal forma que pueda entrar más profundo en él. Se aferró a las sábanas; su cuerpo se contrajo cuando toqué su zona más sensible. La luz de la luna se cuela por las delgadas cortinas que se mecen con la brisa de la noche; su cuerpo aún tiene un poco de brillantina.

Lo besé, y él paseó sus manos por los músculos de mi espalda, dejando un rastro en ella acompañado de la excitante melodía de un orgasmo.

Acarició mi mejilla, y en un rápido movimiento se puso encima de mí. Tiene una silueta hermosa y un tanto delicada. Como una rosa.

—Déjame hacerlo —dijo con el rostro sonrojado. Tomó mi miembro y lentamente fue sentándose en él, suspirando. Se quedó quieto por unos segundos hasta que comenzó a mover sus caderas lentamente. Lo miré sorprendido—. No creas que fuiste el único que esperaba esto.

Sus movimientos eran ligeros; podía sentir el calor de su cuerpo y cómo su interior me aprisionaba cada vez más. Entonces tomó mis manos, llevando una a su pecho y la otra su boca. «No quiero que nadie más te vea así –pensé, embriagado por sus besos y su cintura–. No permitiré que nadie más te lastime.» Me incorporé, puse mis manos alrededor de su cuerpo y empecé a moverme. Los vaivenes fueron profundos, siempre tocando en aquel punto que tanto le gustaba y que me permitía deleitarme con su voz.

—¿Te gusta?

—Sí —dijo—. Por favor, teniente, no se detenga.

—No planeo hacerlo.

Recordé esa noche de año nuevo; las luces brillantes de los fuegos artificiales iluminando mientras en la mesa del comedor había una caja de pizza y dos copas con un poco de vino en el fondo. Fue como aquella vez. La primera vez que sentí las caricias de las estrellas y los colores de la noche fundiéndose en sus ojos. Recuerdo la timidez en su voz y la suavidad de sus besos; sus movimientos delicados y sus expresiones sinceras.

—Te amo —dije, besándolo—. Te amo... te amo.

En sus labios se dibujó una sonrisa.

—Te amo mucho. Mi querido Nathan...

Y a medida que los vaivenes se hicieron lentos y certeros, el recuerdo de nuestra primera vez como esposos se guardó con los colores del cielo. Con su mirada, el olor a miel de su champú y las marcas en su cuerpo. Con su sonrisa y la luz de la luna.

—"Mi querido Nathan" —dije, saboreando el sonido de cada palabra—. Uno podría acostumbrarse a escuchar eso.

—¿En serio? Yo creo que es muy cursi —dijo entre risas—. Aunque no se compara al "Mi pequeño castaño".

—¿Cómo sabes eso? ¿D-desde cuando lo...?

Él besó mis labios lentamente, acariciando mis mejillas.

—¿Qué quieres hacer ahora? ¿Tomar un baño, pedir servicio a la habitación, dormir?

—Quiero quedarme contigo —dije. Tomé su mano con delicadeza, admiré los anillos que decoraban sus dedos, y la besé—. Quiero ver el amanecer contigo.

Él sonríe.

—No, hablo en serio. Ni creas que te dejaré dormir —exclamé, tomándolo por la cintura—. Esperé mucho tiempo por esto... y creo que la noche es demasiado hermosa como para desperdiciarla durmiendo.

Se sonrojó. Cubrió su rostro con sus manos y yo las aparté con cuidado. Me gusta cuando hace eso, aun después de todos estos años juntos. Es como si aquel adorable chico de la heladería siguiera allí, dentro de él. Con su cabello esponjoso y la sonrisa más bonita del mundo.

—¿Tengo razón? —Él asiente avergonzado—. Tranquilo, me haré responsable.

Besé su mejilla y revolví un poco su cabello.

—¿A dónde quieres ir de luna de miel? Podemos ir a dónde tú quieras —le dije.

—¿De verdad?

Asentí.

—Pero... ¿no crees que deberíamos esperar un poco? Después de todo, estás en medio de una investigación y yo tengo que trabajar en la veterinaria. No puedo dejar a todos esos adorables perritos y gatitos.

—¿Qué hay de este pobre perrito? —dije, haciendo un puchero—. También necesito atención del Doctor Collins.

—Tú no necesitas hacer cita para que te atienda —dijo—. Entonces, ¿crees que podamos esperar?

—Creo que si esperamos podríamos ir a un lugar bonito, donde sólo seamos tú y yo —agregué—. Iremos a dónde tú quieras.

Me besó, sin prisa y sin apuros. Ambos disfrutando de la compañía del otro. Entonces comenzó a mover sus caderas, haciéndome cosquillas. Me dirige aquel brillo que nace en su mirada marrón y dice: «¿Hasta el amanecer?»

Y ese se convirtió en uno de mis amaneceres favoritos.

💐

Chicago, Illinois.

Dos años después.

En el quinto piso de un edificio de apartamentos, cerca del parque Jackson Bark y a pocos minutos del centro de la ciudad, se escuchan las risas infantiles de dos niñas que tienen la piel blanca como la nieve y el cabello azabache; sus mejillas son rosadas y apenas se asoman los primeros dientes de leche. Una de ellas tiene un moño rosado y la otra lleva un vestido rojo. La alfombra de la sala yace debajo de todos los juguetes y libros para colorear mientras que en la mesa del comedor hay dos vasos con jugo naranja y un par de tazas de café.

La niña del vestido rojo lleva una corona de plástico en la cabeza mientras la otra corre y salta por doquier para que su capa ondee en el aire.

—¡Perrito, mira! ¡Eli vuela! —exclamó la del vestido rojo, viendo cómo su hermana brincaba por la habitación.

—¡Qué princesa más bonita! —dijo Elizabeth— Debería darle una galleta.

—¡Las princesas no comen galletas, Eli!

—Sólo la princesas feas, Maddy. ¡Y tú eres una princesa bonita! Toma una galleta. —Elizabeth sacó una galleta de su bolsillo, luego giró la cabeza y dijo:— ¡Oh! El tío Nathan también es bonito, ¡él también tendrá una galleta!

Se acercó a la mesa con pasos rápidos. Rebuscó en sus bolsillos y le entregó una galleta a su tío, recibiendo una sonrisa y un «Gracias, calabacita. Irá perfecta con mi desayuno» como respuesta. La niña sonrió y corrió de nuevo a la sala con su hermana.

—Me dieron una galleta por ser bonito —presumió Nathan a su esposo.

—¡Já, gran cosa! —se burló él—. El otro día yo recibí tres galletas y una manzana. Así que yo gano.

—No vuelvas esto una competencia, cariño —dijo Diana, cruzándose de brazos—. Porque no tienes ni idea de cuántas galletas he recibido hasta ahora.

—Creo que sólo lo hace para que todos prueben las galletas de mamá —dijo Nathan—. Y digo, no la culpo. Son deliciosas.

—Tal vez, pero ella realmente lleva un registro de cuántas personas bonitas encuentra en el día —agregó Diana—. Es una niña muy lista. Madeline se parece más a su tío. Es sensible, le encanta dibujar y todas las noches me pide que le lea un libro diferente para quedarse dormida.

—Es como si fuera tu hija. Qué adorable —dijo Archie, dándole un sorbo al café.

—Por cierto, chicos. Ya pasaron dos años, ¿han pensado en lo que hablamos el otro día? —dijo Diana. Archie y Nathan desviaron la mirada, ocultándose detrás de sus tazas de café—. ¿O al menos ya pensaron a dónde quieren ir de luna de miel?

—Habrá una feria de navidad en Boston dentro de un par de semanas —dijo Archie—. Una de las chicas de la veterinaria es de allá, y dice que es muy divertida y hay muchos postres deliciosos. ¡Quiero ir allí!

Diana lo miró confundida. Ella habría apostado a que su hermano y su cuñado querrían viajar a un lugar cálido y tropical, o tal vez a un lugar que parezca sacado de alguno de esos libros de fantasía que a Nathan tanto le gustaban. Después recordó que ellos no eran así, que ellos disfrutaban de las cosas simples; desde comer un helado en el parque hasta ver juntos los cerezos en primavera. Ellos disfrutaban lo efímero de las cosas y de los recuerdos que duran para siempre.

Diana suspiró.

—Bien, y supongo que de lo otro mejor no hablamos, ¿cierto?

—Danos un poco más de tiempo —dijo Nathan—. Además, debo esperar a la decisión de mis jefes sobre el puesto de capitán. Cragen se jubilará a finales de año, así que tendrás una respuesta pronto.

Diana asintió, se terminó lo que quedaba en su taza de café y fue a jugar con las niñas.

Nathan las miró desde su lugar. A él no le desagradaba la idea de tener hijos, y Archie estaba enamorado de la idea, pero sabía que aún había cosas por resolver antes de tener una estrella más en su pequeño cielo. Archie leyó su mirada y acarició el dorso de su mano. Nathan lo miró con suavidad y apreció los anillos en su mano.

«Pronto estaremos comiendo dulces y bebiendo chocolate caliente en Boston –pensó Nathan–. Y el próximo año, tal vez, nuestra pequeña familia pueda crecer un poco más.»

El sol de invierno estaba cada vez más cerca; las últimas hojas del otoño caerían en el último atardecer y la vida comenzaría una vez más. Ahora mismo el perfume que las flores estornudan en la primavera se siente lejano, al igual que la claridad del verano. Así se pasaba el tiempo, entre rayos de sol que pueden tocarse con la punta de los dedos y recuerdos que se quedan grabados en las estrellas; heridas que se curan con galletas de vainilla y con flores.

✨ 💐 ✨

¡SOLECITOS! Muchas gracias por leer este especial. ¿Qué les pareció? ¿Les gustó? Yo disfruté mucho escribiéndolo, sobretodo porque tuve la oportunidad de explorar más sobre el pasado de los personajes.

Este especial originalmente estaba programado para publicarse en la madrugada del tres de Junio (como un regalo de cumpleaños para mí), pero hubo un punto en el que la historia comenzó a escribirse por sí misma. Fue como si los personajes hubieran esperado el momento adecuado para tomar el control y contar su propia historia. ❤️

¡Me hace muy feliz poder compartirlo con ustedes~~!

Hasta ahora son 30.7K palabras, aunque probablemente este número cambie al momento de editar y corregir los errores ortográficos (una disculpa si encontraron uno mientras leían).

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Y si les gustan las historias que escribo, pueden apoyarme en Ko-fi, el link está en mi perfil.



¡GRACIAS INFINITAS POR SIEMPRE ESTAR!
(Y por siempre iluminar mis días)

❤️

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