CAPITULO 1
Lizzy tenía nueve años cuando su vida cambió para siempre. Ella era una niña de corazón puro, con una energía tan cálida que todos a su alrededor parecían sentirse atraídos hacia ella como las flores lo hacen con el sol. Tenía el cabello rubio, largo y sedoso, que caía en cascada sobre sus hombros, y unos ojos azules brillantes, tan claros como el cielo en un día despejado. Su piel era suave y pálida, siempre fresca al tacto. Era pequeña, de complexión menuda, pero poseía una presencia encantadora. Todos decían que su sonrisa iluminaba la habitación y que su risa era contagiosa. A donde iba, Lizzy dejaba una estela de dulzura, siempre atenta a las necesidades de los demás.
Sus padres la describían como una niña empática, capaz de comprender a los demás sin necesidad de palabras. Amaba a los animales con todo su ser, siempre pasaba tiempo jugando con ellos, especialmente con los gatos y los caballos, que eran sus favoritos. Tenía un cariño especial por las causas nobles y siempre hacía lo posible por ayudar. Aunque era reservada en algunos momentos, su calidez y amabilidad la hacían destacar entre los demás niños de su edad. Nunca había una palabra cruel o un gesto despectivo en Lizzy, simplemente no formaba parte de su naturaleza.
Ese verano, cuando tenía nueve años, sus padres habían decidido hacer un viaje a México. Eran amigos cercanos de la familia Mendoza, y la amistad entre ambas familias había perdurado a lo largo de los años. Para Lizzy, aquello no era solo una oportunidad de conocer otro país, sino de experimentar aventuras emocionantes, explorar lugares nuevos y, tal vez, hacer amigos.
El primer día que llegó a la casa de los Mendoza, todo parecía mágico. El clima era cálido y acogedor, y la naturaleza que rodeaba el lugar le recordaba lo mucho que le gustaba estar al aire libre. Pero lo que jamás imaginó fue que ese viaje cambiaría su vida de la manera más inesperada. Ese día conoció a Dimitrio Mendoza.
Dimitrio era un niño de la misma edad que Lizzy. Alto para su edad, con el cabello oscuro y ojos grandes, profundos y expresivos. Tenía una sonrisa un poco traviesa, pero cuando miraba a Lizzy, algo en su expresión cambiaba. Desde el primer momento que la vio, supo que ella era especial. Algo en ella lo atraía, no solo por su belleza, sino por la luz que parecía irradiar. Dimitrio se había criado en un entorno rodeado de personas fuertes, pero cuando vio a Lizzy, sintió una conexión inmediata, algo que no había sentido antes con ninguna otra persona.
Ese primer encuentro fue tan inocente como especial. Lizzy, con su curiosidad característica, se acercó a Dimitrio cuando lo vio jugando con un perro en el jardín de su casa. Sonrió tímidamente y, sin decir mucho, se sentó a su lado, acariciando al perro con una suavidad que no pasó desapercibida para Dimitrio.
—Hola —dijo ella finalmente, después de unos minutos de compartir ese momento en silencio.
—Hola —respondió Dimitrio, aún observándola con una mezcla de curiosidad y asombro.
Ambos se quedaron en silencio durante unos segundos más, hasta que Dimitrio rompió el hielo con una pregunta sencilla:
—¿Te gustan los perros?
Lizzy asintió con entusiasmo, su sonrisa se ensanchó, y sus ojos brillaron con una luz nueva.
—Me encantan. Amo a todos los animales, en realidad —respondió ella.
Ese simple comentario fue el inicio de una amistad que no necesitaba de palabras complejas. Dimitrio no lo entendía en ese momento, pero algo dentro de él le decía que Lizzy sería alguien especial en su vida, alguien que cambiaría su mundo para siempre. De hecho, aunque solo tenían nueve años, sentía una especie de conexión con ella, como si algo los uniera de una manera inexplicable. Era la primera vez que, sin saberlo, empezaba a sentir lo que era el amor.
Pasaron los días, y Lizzy y Dimitrio se volvieron inseparables. Juntos exploraron cada rincón de la casa de los Mendoza, corrieron por los jardines, nadaron en la piscina y compartieron secretos infantiles bajo la sombra de los árboles. Dimitrio, quien solía ser reservado y un tanto serio para su edad, comenzó a abrirse de una manera que sorprendió a todos. Con Lizzy, podía ser él mismo, sin miedo a ser juzgado o incomprendido.
Ella, por su parte, lo miraba con admiración. Siempre había sido una niña sensible, pero había algo en Dimitrio que le transmitía una sensación de seguridad y comodidad que nunca había experimentado con otro amigo. Con él se sentía libre, como si nada malo pudiera sucederle mientras estuviera a su lado. Cada vez que se sonreían, Lizzy sentía una calidez especial en su pecho, como si algo dentro de ella supiera que, aunque fueran tan jóvenes, Dimitrio ocuparía un lugar importante en su vida.
Pero, como todo lo bueno, ese verano llegó a su fin. Lizzy y su familia regresaron a Italia, y aunque prometieron volver a verse, las visitas se hicieron menos frecuentes con el paso del tiempo. Dimitrio sintió la ausencia de Lizzy como un hueco en su corazón que no podía llenar. A lo largo de los años, mantuvieron contacto a través de cartas y llamadas ocasionales, pero el tiempo y la distancia parecían hacer que aquella conexión especial se desvaneciera lentamente.
Sin embargo, lo que Dimitrio no sabía es que, aunque habían pasado los años, el recuerdo de Lizzy nunca se desvaneció del todo. Siempre la recordaba con cariño, y cada vez que pensaba en ella, sentía un calor especial en el pecho. Sabía, de alguna manera, que Lizzy no era solo una amiga de la infancia; ella era algo más, algo que no podía explicar. Era su primer amor, aunque en ese momento no lo hubiera comprendido completamente.
Ahora, años después, mientras la vida había seguido su curso, algo inesperado estaba a punto de suceder. Lizzy estaba por regresar a México. Lo que ambos desconocían era que, aunque el tiempo había pasado, el hilo rojo que los unía desde niños seguía tan fuerte como siempre, esperando el momento adecuado para reconectar sus vidas.
Y ese momento estaba a punto de llegar.
Nueve años después de haberse conocido siendo apenas unos niños, Dimitrio y Lizzy se reencontraron en una tarde cálida que lo cambió todo. A sus dieciocho años, Lizzy ya no era la niña que corría por los jardines de la casa de los Mendoza, sino una mujer vibrante y única, cuya presencia llenaba cada espacio que tocaba. Su cabello dorado reflejaba la luz del atardecer, y sus ojos celestes, siempre brillantes, escondían secretos y emociones profundas. Dimitrio había notado ese brillo desde el primer momento en que la vio regresar a México después de tanto tiempo.
Cuando eran pequeños, Dimitrio no entendía del todo lo que sentía por Lizzy. La admiraba, disfrutaba de su compañía, y su risa siempre lo hacía sonreír. Pero con el tiempo, esos sentimientos infantiles habían crecido, madurado, y se habían transformado en algo mucho más poderoso, algo que lo hacía sentir vulnerable. Desde el reencuentro, cada segundo que pasaba con ella era un recordatorio de que estaba enamorado, profundamente enamorado, de Lizzy Espósito.
Esa tarde, la fiesta de cumpleaños en su honor ya había terminado, y el jardín se hallaba más tranquilo, pero algo estaba en el aire, algo que no podía ser ignorado. El sol se estaba ocultando lentamente, tiñendo el cielo con colores dorados, cuando se quedaron solos en el vasto jardín. Las risas lejanas de los últimos invitados se desvanecían poco a poco, y el sonido de sus pasos sobre la tierra parecía el único ruido que los rodeaba.
Lizzy lo miró en silencio por un momento, el viento acariciando su rostro, y él, incapaz de apartar la mirada de ella, comenzó a sentir una presión en el pecho. Sabía lo que venía. Algo dentro de él le decía que este momento sería el que cambiaría todo, para bien o para mal. Lizzy siempre había sido más valiente que él, más abierta con sus sentimientos, y él temía que esa valentía fuera la que al final marcara el destino de ambos.
—Dimitrio... —comenzó Lizzy, su voz suave pero firme, como si estuviera resolviendo algo en su interior—. Hay algo que necesito decirte, y no quiero guardármelo más.
Las palabras que estaban por salir de su boca parecían flotar en el aire, pesando con la gravedad de lo que significaban.
Dimitrio la miró, sin poder articular palabra, con el corazón latiendo con fuerza, anticipando lo que él mismo ya sabía en lo más profundo de su ser.
—Desde que éramos niños, te he querido. Te he querido más de lo que las palabras pueden describir. Pero no solo eso, Dimitrio... —su mirada se profundizó, su rostro reflejando una mezcla de ternura y valentía—. He amado cada momento contigo. Has sido mi constante, mi fuerza, y mi debilidad. Siempre te he amado.
Dimitrio sintió como el mundo se desvanecía a su alrededor. El sol se apagó por completo, y la noche se instaló como un manto sobre ellos. Todo lo que había sido incierto hasta ese momento cobraba forma. Ella lo amaba. Ella lo había amado desde siempre. Y él, incapaz de confesar sus sentimientos por miedo, había permitido que ese amor se diluyera con el paso del tiempo. Pero allí estaba Lizzy, tan firme, tan segura de lo que sentía, y Dimitrio no podía creer que finalmente, después de tantos años, escuchara esas palabras.
—Te amo, Dimitrio —dijo ella con una intensidad tan pura, tan real, que sus palabras lo atravesaron como una flecha. Y, a pesar de que quería decir algo, hacer algo, sus labios estaban sellados, como si su cuerpo no quisiera reaccionar ante la verdad que acababa de oír.
Lizzy hizo una pausa, la suave brisa acariciando su rostro, pero su mirada nunca se apartó de él.
—No puedo seguir esperando a que tú lo entiendas, a que tú tomes el paso que yo no tengo miedo de dar —continuó con firmeza—. Si no estás dispuesto a estar conmigo, si no tienes la valentía para decirme lo que sientes, entonces... lo entenderé, Dimitrio. Mi corazón lo entenderá, pero no puedo quedarme aquí esperando.
Dimitrio sintió un peso en el pecho tan pesado que casi no podía respirar. Ella seguía allí, frente a él, tan pura, tan transparente, diciéndole la verdad. Y él, el hombre que más la amaba en el mundo, estaba paralizado, incapaz de reaccionar.
Pero entonces, las palabras de Lizzy se hicieron aún más profundas.
—Si no puedes estar conmigo... —comenzó ella, con una mirada llena de amor, pero también de una tristeza que parecía anticipar el dolor que él no quería enfrentar—, quiero que sepas que yo, con o sin ti, me casaría contigo. Y aunque no podamos tener nada más que lo que somos ahora, te prometo que te amaría siempre, con anillos de papel, con lo que sea. Porque tú eres mi persona, Dimitrio.
Esas palabras, como un suave susurro, se quedaron suspendidas en el aire, mientras Dimitrio sentía que todo su ser se desmoronaba. No había más excusas, no había más momentos que esperar. La mujer de su vida estaba frente a él, dándole una promesa que él no había sido capaz de ofrecer.
Ella lo miró, con una mezcla de esperanza y dolor, como si supiera que este era el final de una era para ambos. Y luego, con una última mirada llena de amor, se dio media vuelta y se alejó, dejando a Dimitrio solo con su arrepentimiento, sus miedos, y su amor no correspondido.
Cinco años habían pasado, y Dimitrio nunca había logrado dejar de pensar en ella. En ningún momento, ni siquiera en los días más oscuros de su vida, había dejado de pensar en Lizzy. Nadie, ni las fiestas, ni las chicas, ni el alcohol, ni las interminables noches buscando olvidar, pudo borrar la imagen de su sonrisa sincera, de su dulce mirada, de la forma en que su presencia lo hacía sentirse completo. No pudo. Nadie lo hizo.
Cada vez que se acostaba con alguien más, Lizzy seguía siendo la única que dominaba su mente. Ninguna otra mujer había logrado hacerle sentir lo que ella le hacía sentir. Cada beso, cada abrazo con otra persona, solo le recordaba lo que él había perdido. Y la culpabilidad lo atormentaba, porque sabía que todo lo que ella le había dado en esos momentos tan hermosos de su juventud había sido verdadero, y él lo había dejado ir.
Cuando pensaba en ella, su corazón se quebraba, porque sabía que nunca dejaría de amarla. Lizzy siempre sería su amor, su único amor verdadero.
Ahora, con la vuelta de Lizzy a México en el horizonte, Dimitrio sabía que este era su último chance. El destino no lo dejaría escapar, pero esta vez no se quedaría en silencio. Esta vez, lucharía por ella.
Pasaron los cinco años más largos de su vida, y Dimitrio nunca dejó de buscarla, aunque en realidad sabía que nadie jamás podría reemplazarla. Tras la partida de Lizzy, había intentado llenar ese vacío con todo lo que pudo. Al principio, se permitió seguir adelante, como si el tiempo fuera a curar todo lo que había quedado sin resolver. Pero en cuanto cerraba los ojos, solo veía su sonrisa, la forma en que su risa iluminaba el aire, su mirada profunda, cargada de ternura, y su presencia tan tranquila, pero a la vez llena de una fuerza inexplicable. Nadie lo entendía, ni siquiera él. Pero lo que sí sabía era que, por más que intentaba, nunca lograba olvidarla.
Al principio, buscó consuelo en chicas que, de alguna manera, pudieran asemejarse a ella. Pensaba que quizás si encontraba a alguien con los mismos ojos celestes, la misma risa suave, o un tono de cabello rubio como el suyo, podría lograr sentir lo mismo. Dejó que su corazón, destrozado y confundido, se aferrara a estas ideas. Salió con italianas que hablaban el mismo idioma, buscó rubias con ojos azules, como si al encontrar una apariencia similar pudiera revivir lo que había tenido con Lizzy, como si eso de alguna forma hiciera que su amor se reavivara. Pero con el tiempo se dio cuenta de lo inútil que era. Ninguna de esas chicas lo hacía sentir como ella.
Se encontraba en citas, con chicas que eran atractivas, amables, pero todo lo que le despertaban eran recuerdos de ella. Se sentaba a cenar con ellas, escuchaba sus risas, pero no era la misma risa que había sido el bálsamo de su alma durante tantos años. Cada palabra, cada gesto, le recordaba lo que había perdido, lo que nunca había tenido el valor de aferrarse.
Probó con una chica italiana, pensó que la conexión cultural, la lengua, los gestos, la comida, todo aquello que lo había unido a Lizzy, podría devolverle algo de esa esencia que tanto añoraba. Pero, por más que la chica hablara en italiano, por más que compartieran el mismo amor por la cultura de su país, no había ese brillo. No había magia, no había esa chispa en los ojos de Lizzy que hacía que el mundo pareciera un lugar mejor. Pasaba el tiempo con ella, pero su corazón, como si fuera una brújula rota, no dejaba de apuntar hacia un lugar: hacia Lizzy.
Lo intentó una y otra vez. Buscó chicas rubias, con ojos azules, chicas que al menos, físicamente, pudieran recordarle a Lizzy. Pero no había ni un vestigio de la personalidad que la hacía única. Nadie reía como ella, nadie entendía la profundidad de su mirada, ni la dulzura de su voz. Nadie tenía esa mezcla de ternura y fuerza, esa bondad que hacía que la gente se sintiera cómoda a su alrededor. Y lo peor de todo era que Dimitrio se dio cuenta de que, al buscar una y otra vez a alguien como Lizzy, solo estaba desilusionándose más, solo estaba dándose cuenta de lo irreemplazable que era. Ninguna otra mujer podía llenar ese vacío, por más que lo intentara.
Lizzy, por su parte, había crecido y cambiado de maneras igualmente profundas. Su vida no había sido fácil, pero siempre había tenido la misma capacidad para mantener su luz interna, esa que la hacía brillar. Había estudiado muchísimo. Se había convertido en una excelente estudiante, destacándose en cada asignatura, no solo por sus brillantes calificaciones, sino también por la forma en que ayudaba a sus compañeros. Lizzy no solo era una mente brillante, sino también una persona generosa. No solo destacaba en lo académico, sino que se había ganado el cariño y respeto de todos a su alrededor. Era amable, siempre dispuesta a ofrecer una mano amiga, a compartir su conocimiento y sabiduría con los demás. Siempre tuvo una forma especial de enseñar, de guiar a quienes lo necesitaban. Sus amigos y compañeros de la universidad la admiraban tanto por su intelecto como por su corazón generoso.
Simón y Marianella, sus padres, estaban enormemente orgullosos de ella. Como toda familia, habían tenido momentos difíciles, pero nada les llenaba más el alma que ver a Lizzy prosperar, crecer, y convertirse en una joven increíblemente madura y sabia. Siempre fueron su mayor apoyo, su refugio en cualquier tormenta, y sin lugar a dudas, todo lo que hacían, lo hacían por ella. La amaban con locura, con una devoción infinita. Para ellos, Lizzy no era solo su hija; era su razón de ser, la joya más preciosa que tenían. Harían todo por su felicidad, y sabían que ella merecía lo mejor del mundo.
Lizzy también tenía una fortaleza interna que era imparable. A pesar de la distancia, de no saber si alguna vez volvería a ver a Dimitrio, nunca dejó de ser fiel a sí misma. Su vida estaba llena de momentos felices, pero también de momentos de reflexión, de anhelo. Aunque había tomado la decisión de mudarse a su país y centrarse en sus estudios, una parte de ella siempre había guardado un espacio especial para él. Y aunque el dolor de la despedida fue inmenso, el amor por él no desapareció. Nunca lo olvidó, porque había sido una parte esencial de su vida, alguien que había dejado una huella profunda en su corazón.
Mientras Dimitrio buscaba, sin éxito, llenar el vacío con otras mujeres, Lizzy seguía adelante con su vida, creciendo y aprendiendo. Sabía que el destino tenía algo más reservado para ella, aunque no sabía exactamente qué. A veces, el destino es misterioso, y aunque su corazón siempre latía por él, se había hecho a la idea de que tal vez, solo tal vez, nunca volverían a cruzarse.
Y mientras todo esto ocurría, el mundo seguía su curso. Pero el destino, siempre caprichoso, tenía planes para ambos. En algún lugar, el amor de Dimitrio seguía vivo, sin saber que la espera, aunque larga, estaba a punto de llegar a su fin. Pero eso, por ahora, era solo una promesa en el aire, una promesa que ninguno de los dos sabía que estaba a punto de cumplirse.
A medida que pasaron los años, Lizzy continuó con su vida, decidida a vivir con la misma intensidad y pasión que siempre la había caracterizado. Sin embargo, había algo dentro de ella que permaneció intacto, algo que nunca desapareció y que no se podía reemplazar: el amor por Dimitrio. No buscó consuelo en otras personas, como él había intentado hacer con tantas chicas que no le llegaban ni a la suela de los zapatos. Ella, a diferencia de él, sabía que no lo olvidaría jamás. Sabía que él era su gran amor, el único que había tocado su corazón de una manera tan profunda, tan genuina, que nada ni nadie podría igualarlo. No era cuestión de encontrar a alguien similar a él, porque para ella, él era único.
Lizzy no se permitió distraerse con otras relaciones, ni siquiera con el pensamiento de que podría haber algo más. Al contrario, se mantuvo fiel a él, al recuerdo que había quedado grabado en su alma después de ese último encuentro, cuando sus ojos se encontraron por última vez antes de su partida. Aquella mirada, tan llena de sentimientos no expresados, de palabras calladas, de promesas no cumplidas, nunca la abandonó. En su corazón, él era el único dueño de ese espacio tan sagrado y, aunque no estuvieran juntos, Lizzy había hecho una promesa silenciosa: que siempre lo llevaría consigo. Era un amor que no necesitaba etiquetas, ni definiciones. Era el tipo de amor que se guarda en el alma, que no se puede mover, que se queda a pesar de la distancia.
Se dedicó a sus estudios con la misma pasión y dedicación con la que siempre había abordado todo en su vida. La veterinaria fue el camino que eligió no solo porque amaba profundamente a los animales, sino porque sentía que, de alguna manera, este camino la conectaba con la esencia misma de lo que le daba fuerzas. La naturaleza, los animales, la vida en su forma más pura, eran su refugio. Lizzy nunca perdió su bondad, ni su capacidad para ver el mundo con los ojos de alguien que aún cree en lo bueno, en lo justo. Su vocación por los animales creció y con ella, el respeto de todos los que la conocían. Se convirtió en una estudiante ejemplar, no solo por sus brillantes calificaciones, sino también por su humildad y por su capacidad para enseñar y ayudar a los demás.
Aunque la universidad estaba llena de nuevos amigos y amigas que se cruzaron en su camino, Lizzy siempre los veía desde la perspectiva de alguien que, en su interior, aún vivía con una parte de su corazón reservada para él. Nunca compartió con nadie lo que sentía, nunca buscó que alguien más llenara ese vacío. Mientras los demás disfrutaban de nuevas relaciones, coqueteos y aventuras, Lizzy permaneció en silencio, aferrada a su amor por Dimitrio, un amor que no necesitaba demostraciones, porque era tan fuerte y tan claro en su corazón que nada lo haría cambiar.
Había días en los que las ganas de verle la consumían. A veces, en medio de la tranquilidad de su hogar, con sus padres o en sus momentos de estudio, una imagen fugaz de él se colaba en su mente. Recordaba cómo había sido su risa, cómo sus ojos brillaban cuando hablaba con ella, cómo el mundo parecía ser un lugar mejor cuando estaba a su lado. Su imagen nunca desapareció, pero ella lo aceptaba con una serenidad que solo el tiempo puede otorgar.
A lo largo de los años, Lizzy se fue formando, aprendiendo, creciendo. Hizo nuevos amigos, pero siempre con la misma esencia que la había hecho tan especial en su niñez. Era generosa, cálida, cariñosa, con una capacidad inigualable para dar sin esperar nada a cambio. Sus amigos más cercanos siempre la admiraron, pero ninguno sabía la verdad que llevaba consigo: que su amor por Dimitrio había sido más grande que cualquier otra cosa en su vida. Sabían que ella tenía algo especial, una bondad que no era común, pero lo que nadie sabía era que su alma había estado ligada a él desde tan pequeña.
Por otro lado, Dimitrio estaba consumido por la idea de que Lizzy había desaparecido de su vida para siempre. Aunque había intentado llenar su vacío con otras chicas, ninguna lo había hecho sentir lo que él había experimentado a su lado. Cada vez que se encontraba en una situación en la que podía haber sido feliz con alguien, su mente volvía a ella. No importaba cuántas chicas intentó hacer entrar en su vida, porque su corazón solo latía por Lizzy. La realidad era simple: nada lo hacía sentir completo, nada lo hacía sonreír de la misma manera, nada lo hacía sentir la paz que había sentido con ella.
Dimitrio buscaba la razón por la que ella se había ido, por qué había partido sin darle la oportunidad de ser valiente, de decirle lo que sentía. A veces, el dolor de no haber sido capaz de confesarle lo que llevaba años guardado, lo atormentaba. Sabía que ella se merecía mucho más que lo que él le ofreció en ese momento de su vida. A pesar de sus esfuerzos por encontrar algo que lo ayudara a dejarla ir, nada lo conseguía. Se dio cuenta de que no solo había perdido a la chica que amaba, sino también la oportunidad de ser feliz con ella. Cada noche, mientras se encontraba solo en su habitación, los recuerdos de Lizzy llegaban como un torrente imparable, dejándolo vacío, sin consuelo. Y aunque intentaba convencerse de que debía seguir adelante, una parte de él nunca dejó de esperar.
Pero Lizzy, con su corazón intacto y fiel, no se permitió olvidarlo. Y así pasaron los años, con él perdido en la búsqueda de un amor que no encontraba y ella, tranquila en su propio universo, llevando a Dimitrio siempre consigo, como una promesa silenciosa, un amor que nunca se iría, aunque el tiempo y la distancia lo intentaran.
El tiempo, aunque había pasado con una rapidez inquietante, nunca había logrado borrar los recuerdos de Lizzy del corazón de Dimitrio. Cada rincón de su vida, por más lleno que estuviera de risas y nuevas caras, seguía resonando con la suavidad de su voz, la calidez de su risa, la pureza de su mirada. No importaba cuántas veces tratara de ahogar esos recuerdos, ellos volvían con fuerza, como el océano que siempre vuelve a la orilla. A veces, cuando la soledad lo golpeaba con más fuerza, se encontraba mirando fotografías antiguas de aquellos años, de aquel verano en el que sus vidas parecían haber estado predestinadas a cruzarse. Y siempre, invariablemente, sus ojos se detenían en una imagen, en su sonrisa. Lizzy.
Pero Dimitrio nunca imaginó que la vida, una vez más, lo sorprendería. Aquel día, mientras estaba en su estudio, con su mente ocupada en una reunión de negocios que debía asistir más tarde, escuchó la voz de su hermana, Montserrat, llamándolo desde el umbral de la puerta.
— ¡Dimitrio! —dijo Montserrat, con una sonrisa traviesa, entrando en la habitación sin esperar respuesta.
Él la miró, un poco cansado de los intentos constantes de su hermana por hablar de cosas triviales. Pero lo que ella tenía para decirle esa tarde no era algo trivial.
— ¿Qué quieres ahora, Montse? —respondió con tono cansado, aunque curiosamente, algo en su interior se inquietó al ver la mirada llena de entusiasmo de su hermana.
Montserrat se acercó, apoyándose en el escritorio de su hermano con un brillo en los ojos. Sabía que Dimitrio estaba demasiado ocupado con su vida, pero ella tenía algo importante que contarle. Algo que cambiaría el rumbo de sus días, aunque él aún no lo supiera.
— Tienes que saber algo. —comenzó con una sonrisa pícara.
Dimitrio suspiró, levantando una ceja, claramente no dispuesto a escuchar las historias sin sentido de su hermana.
— No quiero saber de tus rumores, Montse. —respondió, pero la mirada en los ojos de ella lo detuvo.
— No son rumores, hermano. Es algo importante. —insistió Montserrat, caminando hasta donde él estaba y poniéndose frente a él, como si intentara dar énfasis a sus palabras.
Dimitrio la miró confundido, esperando alguna noticia sin mucha relevancia. Pero lo que su hermana dijo a continuación hizo que su corazón diera un vuelco inesperado.
— Una vieja amiga de la familia va a regresar. —Dimitrio la observó por un momento, sin entender por completo el significado de sus palabras.
— ¿Una amiga? ¿Y qué me importa a mí eso? —respondió, encogiéndose de hombros, sin darle demasiada importancia. Había tenido tantas "viejas amigas" a lo largo de los años que no le prestó atención a su comentario.
Montserrat, sin embargo, no se dejó desanimar por la falta de interés de su hermano. Sonrió aún más ampliamente, como si estuviera esperando una reacción que él no comprendía todavía.
— Te va a importar más de lo que crees. —dijo con una confianza que hizo que Dimitrio frunciera el ceño.
— ¿De verdad crees que me va a importar? —preguntó, mirando a su hermana con incredulidad.
— Sí, hermano. Te va a encantar. —repitió Montserrat, sin dar señales de querer ceder ante la indiferencia de Dimitrio.
A pesar de que él no lo sabía, Montserrat veía más allá de lo evidente. Ella estaba al tanto de todo lo que había pasado entre Dimitrio y Lizzy. No necesitaba decirle todo, porque lo había visto en sus ojos, en sus gestos, en la manera en que Dimitrio había cambiado sin poder dejar de pensar en ella. Y ahora, cuando sabía que el destino estaba por devolverles la oportunidad que ambos se habían perdido, Montserrat no podía quedarse callada.
— No entiendo qué te pasa, pero si dices que me va a "encantar", lo dudo. —Dimitrio estaba a punto de darle la espalda, pero luego se detuvo. Algo en su interior, algo que no podía explicar, lo hizo volverse hacia su hermana nuevamente, esta vez con una expresión más seria.
— ¿Quién es? —preguntó finalmente, de manera más directa, como si algo en su interior, a pesar de su indiferencia aparente, comenzara a intuirlo.
Montserrat lo miró fijamente por un momento, como si estuviera midiendo cada palabra que iba a decir. Luego, con una sonrisa casi cómplice, habló con un tono tranquilo y juguetón.
— Es Lizzy. —y esas palabras, tan sencillas y familiares, llegaron con la fuerza de una marea que Dimitrio no había anticipado.
En cuanto la escuchó, su corazón latió con fuerza, y por un breve segundo, el mundo pareció detenerse. Lizzy... ¿Lizzy?
No fue necesario que Montserrat dijera más. El nombre, que había sido el último susurro de su juventud, el nombre de la chica que había marcado su vida para siempre, regresaba con una intensidad que ni él mismo había esperado. El amor que había guardado en su alma durante tantos años, el que pensaba que nunca volvería a sentir, comenzaba a resurgir con una fuerza que lo dejaba sin aliento.
Dimitrio, en un primer momento, se quedó mudo, con la mente dando vueltas como un torbellino. Miró a Montserrat, pero no pudo ocultar la emoción que se apoderaba de su pecho. Algo dentro de él despertó al escuchar ese nombre. Había pasado tanto tiempo, pero todo volvió con claridad.
Una sonrisa tímida se formó en sus labios, a pesar de sus intentos de mantener la compostura. No quería que su hermana viera lo que sentía, pero fue inevitable. Sintió que su corazón volvía a latir con fuerza, como si hubiera encontrado su ritmo nuevamente.
— No me molestes más, Montse. —dijo, intentando sonar indiferente, pero su voz no pudo ocultar la emoción que lo invadía. A pesar de su intento de ocultarlo, su tono era más suave de lo que quería admitir.
Montserrat lo observó fijamente, con una sonrisa satisfecha. Sabía que él estaba intentando resistirse, pero podía ver que el nombre de Lizzy había hecho algo en él. Algo que, por mucho que tratara de esconderlo, no podía negar.
— Te va a importar, Dimitrio. Ya lo verás. —respondió ella, con una sonrisa misteriosa en su rostro, mientras salía de la habitación, dejando a su hermano sumido en un mar de recuerdos y sentimientos no resueltos.
Y mientras la puerta se cerraba tras ella, Dimitrio se quedó allí, inmóvil, sumido en la mezcla de sensaciones que lo invadían. Lizzy volvía a su vida, y sin saber qué le depararía el destino, el solo hecho de que su nombre hubiera sido pronunciado de nuevo hizo que su corazón latiera más rápido. Había algo en el aire, algo que lo decía todo: no podían escapar del destino.
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