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𝕹o se recordaba amanecer más apacible que aquel, durante un fresco domingo que teñía el apacible pueblecito de Castle Combe de una atractiva vista otoñal. En el aire sonaba una alegre melodía interpretada por duendecillos que se escondían entre los matorrales, en un cierto tono celta, que recordaba a aquellos tiempos en que leprechauns y duendes vagaban por aquellas tierras, con sus calderos llenos de oro y sus sonrisillas diabólicas.
Sí. No había nada como el otoño en Castle Combe. Por alguna extraña e incomprensible razón, durante esta estación aumentaba la productividad general del pueblo: los adultos eran más provechosos en sus oficios; los jóvenes se aplicaban más en los estudios; los vecinos se comportaban bien los unos con los otros. Reinaba la paz. Una calma duradera y ligera, pero sorprendentemente dura, que prometía permanecer allí durante mucho tiempo.
En realidad, detrás de todo esto había algún extraño rollo sobrenatural que los dos adolescentes más entrometidos de la Historia habrían despertado. Y como todo extraño rollo sobrenatural, tan solo afectaba a los humanos ajenos a todo el pastel que tenían a su espalda.
De hecho, en esos mismos momentos, un demonio se había quedado dormido sobre un viejo libro del que no había superado la tercera página, aunque su intención era terminarlo, comprenderlo y poner remedio a la situación que su adolescente había propiciado. Sin embargo nunca lo haría porque las horas sin dormir le habían pasado factura.
En la casa, por suerte o por desgracia, no había nadie más. Aquellos que solían llenarla de ruido, de caos y algo que parecía un charco de fango, no estaban allí, y eso debería resultarle extraño al demonio Crowley, la paz que se respiraba no era apropiada. Sin embargo dejó que la tormenta sucediera donde tuviese que suceder sin importarle los costes. ¡Era un demonio! ¿Qué más iba a hacer? Necesitaba descansar, con urgencia, así que dejó sueltos a los monstruitos, que poco habían tardado en salir de casa a romper cosas o liarla parda, en general.
Por suerte, las bestias dormían plácidamente aquella mañana. Parecía que por primera vez en mucho tiempo descansaban y es que, en cierto modo, así era.
Muchas cosas habían pasado en sus vidas, atenuando las risas y disminuyendo el brillo de sus miradas. Aunque bicho malo nunca muere, aunque siguieran alzando la voz, o dando la cara frente a madres homofóbicas, o rompiendo alguna parte del cuerpo a algún niño petardo y abusón, o saliendo de aventuras para charlar con el viejo manzano —que por cierto estaba organizando una manifestación multitudinaria contra la explotación del trabajador en su gremio —, o incluso acudiendo a casa de la señora Fitzgerald para hablar con Lavadoro —quien se sentía mucho mejor al haber reconocido oficialmente que se sentía lavador y no lavadora —. A pesar de todo eso, las vidas de esos dos jovencitos estaba siendo muy amarga desde hacía no mucho tiempo.
Por fin descansaban y eso era lo único que contaba.
Aquella mañana, la primera en despertar fue Adriel, perseguida por una pesadilla recurrente que la hacía levantarse como una exhalación, retirando todo lo que hubiera a su paso.
Como era una cosa habitual, Crowley ya se había encargado de ponerla al cuidado de un psicólogo que la estaba viniendo mucho mejor de lo que cabía esperar. El señor Ellis decía que, si despertaba de esa manera, debía cerrar los ojos, no tumbarse y respirar profundamente. Había otras cosas que podía probar, pero por el momento, aquella le iba bastante bien. Cuando se relajaba, empezaba su día.
Adriel tenía ya 12 años. Seguía siendo un terremoto, como de pequeña, y la seguían apodando "La Reina del Patio". Claro, que ya no ejercía como tal. A cierta edad, los niños empezaron a ignorar lo que antes era valioso y así el castillo de Adriel quedó vacío... Aunque todos seguían asustados de que se le cruzara algún cable y los mandase a todos a decapitar.
Por otro lado, nunca estaba completamente sola. Duncan Dipper era su sombra. Se escondía detrás de ella para que no lo molestasen, aunque había empezado a crecer y ya era un poco más alto que su mejor y única amiga. Duncan tampoco había cambiado mucho. Seguía siendo el bonachón y leal amigo que siempre había sido. Solo había cambiado en una cosa: dormir. No paraba de dormir, adoraba dormir. Antes, la más dormilona era su vecina, pero ahora, era probar un colchón y caía rendido. Quizás fuera porque a él lo perseguían sus propias pesadillas...
Balanceándose y perdiendo la noción del tiempo y el espacio, Adriel logró bajar las escaleras sin incidentes. Llegó a la cocina y consiguió ponerse el desayuno sin causar heridos. Sentía que había una pesada mano sobre su cabeza que la movía, y la obligaba a hacer cosas. Podía sentir su peso, y este peso acababa en sus párpados. Abría la boca como un león, bostezando, y sacudía la cabeza para librarse de la mano pesada. Y con este vaivén de la cabeza, de alguna forma logró no derramar la leche sobre la encimera, y vertirla toda en su taza.
Se sentó en una silla mientras su mente soñaba con volver a la cama, y sabía que si llegaba a poner un pie sobre el colchón, caería redonda sobre él y ni el Apocalipsis la levantaría. Esperó a que se calentase la leche, con el resto de alimentos servidos a la mesa y los ojos más cerrados que abiertos.
No recordaba una mañana más aburrida y con aires de monotonía que aquella en la que se había levantado. Su mente seguía dormida, aún en la cama, aunque en realidad no deseaba estar allí. Había demasiados clavos en el colchón...
Era domingo. No parecía que fuera a ocurrir nada ese día, y a decir verdad, Ariel tampoco estaba muy por la labor de hacer algo...
—No tienes buena cara, enana.
Adriel ni si quiera levantó la mirada. Había notado la presencia de Crowley, apoyado en el marco de la puerta, hacía ya un rato, pero no había querido molestarse en saludar.
— ¿Y qué modales son esos? ¿Y los 'buenos días'?
—No sabía que los demonios clamaban modales...
—No lo hacen. Pero como ya te dije una vez... No eres un demonio, debes portarte bien.
— ¿Quién se ha quejado esta vez?
— ¿Tiene que quejarse alguien? —Adriel levantó entonces la mirada. Observó a Crowley con desgana, pero irónica —Vale, sí, ha sido el señor Cooper.
— ¡¿Y qué he hecho ahora?!
—Dice que te has llevado unos gnomos de jardín. ¿Lo has hecho?
Adriel no respondió.
— ¿Y para qué quieres tú unos gnomos de jardín?
—No eran para mí.
—Entonces no lo niegas...
— ¿Y por que iba a negarlo? Es cierto, me llevé los gnomos.
—Eres una rebelde...
—Pues sí, la verdad, ¿para qué engañarnos? —Se encogió de hombros y Crowley no pudo contener la tierna sonrisa que la niña le arrancó.
Suspiró y se sentó a la mesa con ella.
— ¿Y qué vamos a hacer hoy?
Adriel lo miró entonces, extrañada, como si frente a ella hubiera otra persona, no Crowley, no el demonio al que ella conocía. Era un tipo raro, y era más raro aún que Adriel prefiriera al Crowley normal antes que a ese que se comportaba bien con ella.
Siendo sinceros.
A nadie le gusta el Crowley raro.
— ¿Y a ti qué te pasa?
— ¿Por qué tiene que pasarme algo?
—Actúas diferente.
— ¿A qué te refieres?
—No... No estoy segura... Pero estás raro.
Crowley suspiró y se giró dándole la espalda.
—Pues muy bien. Si no quieres hacer nada, mejor. Solo trataba de sacarte para que te dé el aire y pasarlo bien un rato, nada más.
— ¿Y según tú, qué es pasarlo bien?
Se iba a arrepentir de eso. ¡Vaya si se iba a arrepentir! Era tan obvio que hasta ella se vio venir algo.
⚜
Cuando era más pequeña, a Adriel le daba pánico subirse al Bentley. Nunca había visto a nada ni a nadie ir a semejante velocidad por lugares donde ésta debería ser regulada, y más con niños a bordo. A sus 12 años, era una de las cosas que más le gustaba.
Crowley siempre la llevaba de un lugar para otro, y su intención era divertirla en su destino. Sin darse cuenta, toda la diversión que Adriel pedía estaba en ese coche, con Que en reventando la radio y las ruedas quemando el asfalto... Y Duncan Dipper gritando en el asiento de atrás.
Quizás no había sido buen idea avisar al vecino.
Sus gritos encontraron sosiego cuando Crowley frenó con un sonoro derrape que concluyó con un perfecto aparcamiento frente al establecimiento que pensaba visitar. Freddie Mercury se fue a dormir un rato mientras Adriel respiraba aire nuevo, y Duncan... Bueno, él trataba de coger todo el aire posible por si al próximo volantazo no lo contaba.
—Vamos, polluelos —avisó Crowley, saliendo del coche sin pararse a verlos si quiera.
De haberlo hecho, se habría encontrado con la ilusión encarnada en el cuerpo de Adriel y eso le habría supuesto un problemático ataque de rendición ante su adorabilidad.
Tenía un don, la muy...
Los dos niños salieron, tan tieso el uno como la otra, a diferencia de que Adriel desbordaba felicidad y el pobre Dipper estaba aterrado.
—Hemos llegado —anunció el demonio pelirrojo, y señaló al edificio —, el videoclub.
— ¿Video...? ¿Club? —Preguntó Adriel desde su mundo de asombro.
—Sí. Aquí podéis venir y alquilar películas para ver entre... Ejercicio y ejercicio —explicó —. Para que luego digan que no me preocupa vuestra educación —dijo entre dientes.
— ¿Vamos a alquilar una peli? —Preguntó la niña.
—Si queréis... —dijo generoso —Hoy elegís vosotros. Pero a la próxima... A la próxima elijo yo.
—Me parece un buen trato. Una vez a la semana, una peli. ¿Tú qué dices, Dipper?
Demonio y niña se giraron a ver al vecino, que seguía tan pasmado como segundos antes.
—Bueno, claro. Tú no piensas mucho. ¡Vale! —Exclamó Adriel. —Pues vamos a elegir peli.
Agarró del brazo a Duncan y tiró de él al interior del videoclub con ilusión. Recorrieron cada pasillo y pronto las cintas llamaron lo suficiente la atención del niño como para volver en sí. No era fácil encontrar un videoclub en un pueblecito como el suyo, y mucho menos, en los años que corrían. Ya no se daban estas cosas. Por suerte, la señora Rochester era una aficionada al cine, adoraba las viejas cintas y enloquecía con las super 8. Gracias a ella, no sólo había regalado un rato de tranquilidad en el vecindario de los niños, sino también en sus casas y en sus inquietas mentes. Pero además de eso, y aunque aún ninguno de ellos podía sospecharlo, esas viejas cintas y ese videoclub serían el inicio de algo importante...
Finalmente, salieron del videoclub con La Noche de los Muertos Vivientes entre las manos, aunque habiendo sopesado bien sus múltiples opciones. La proximidad de Halloween pesaba más que lo guays que eran los colmillos de los tiburones, dinosaurios o los alienígenas que vienen de visita a La Tierra.
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