I'll be home
Inspiré el aroma caliente de mi chocolate deshecho. Podía ver como las volutas de vapor ascendían suavemente en el aire. Tomé la taza y la llevé al salón. Me senté en su butaca, haciéndome una bola al forzar a mis pies a ubicarse en el espacio del cojín. Sabiendo lo largas que eran mis piernas no debería empeñarme en hacer que cupieran, sin embargo, mosqueada por la resistencia de la tela, me afané en lograrlo. Al final, conseguí doblegar al molesto sillón y acomodarme un poco.
Más que un sillón, era una butaca. De respaldar alto, forrado por una preciosa tela granate y con patas de madera. Los reposabrazos eran de la misma lustrosa madera que las patas. Nogal, si no recordaba mal. Siempre me había parecido extrañamente parecida a la que tenía Bestia en su castillo. Me reí en voz baja al recordar cómo se fruncía su ceño cuando bromeaba con eso. Si incluso la mantenía frente a la hoguera, igual que él. Casi podía ver como sus ojos verdes chispeaban, molesto por la broma, pero cómo al momento no podía resistirse y sonreía. Echaba de menos su sonrisa, la que podía calentarme por dentro incluso estando en pleno diciembre.
Removí mi chocolate con una cucharilla, intentando que se enfriara más rápido. Suspiré, más triste de lo que quería admitir. No debería sentirme así. No estaba bien. Él llevaba meses fuera del país, sumido en el análisis y la experimentación de su nuevo invento. Ambos sabíamos que íbamos a estar físicamente separados. Sin embargo, ese día de Navidad se me estaba haciendo realmente lento. Quería que volviera a casa. Quería abrazarle tan fuerte que pudiera sentir el latido de su corazón contra mi pecho, como si fuera el mío propio. Como un vago consuelo, me reconforté con la presencia del sillón a mí alrededor, como una vaga réplica de su presencia y de su calor.
Bebí un poco de mi taza, dejándome arrastrar por el sabor amargo del chocolate, y me hundí un poco más en su butaca. Dejé que el calor del fuego me relajara y me adormeciera. Llegué a un punto en que incluso cerré los ojos, amodorrada. En algún momento, el asa de la taza dejó de estar entre mis dedos. Comencé a entreabrir los ojos, en una lucha titánica, para ver dónde estaba. ¿La había volcado en la alfombra patchwork nueva? Un par de manos, grandes y esbeltas, apretaron mis hombros. Abrí los ojos de par en par. Rápidamente, cogí una de las manos del intruso y le practiqué una llave de Aikido que lo mandó directo al suelo. Una vez allí, lo inmovilicé contra la alfombra, alzando sus manos por encima de su cabeza y sentándome sobre su vientre. Lo miré a la cara, esperando descubrir al incauto que se había atrevido a colarse en mi casa, cuando parpadeé sorprendida. Debajo de mí estaba un entumecido y desorientado Hipo, el dueño de la dichosa butaca. Con el movimiento, todo su pelo se había movido en diez mil direcciones diferentes, dejando su frente despejada. Tenía los párpados apretados con fuerza y su boca exhaló un jadeo adolorido.
―Debí recordar que no hay que sorprenderte por la espalda ―comentó con resuello, abriendo los ojos para mirarme.
―Pero tú, ¿qué haces aquí? ―Fue lo único que atiné a decir, demasiado sorprendida por su presencia.
―Yo también te he echado de menos ―bromeó con picardía.
―Y yo a ti ―aclaré, más sonrojada de lo que debía estar―. Es solo que no te esperaba hasta enero.
―Mmm... ―rumió, mirándome con los ojos entrecerrados―. No me esperaba este tipo de bienvenida. ¿Interrumpo algo? ―preguntó, mirándome con perversa pillería de hito en hito.
Lo fulminé con la mirada ante sus intenciones y le golpeé en el hombro con mi mano libre. Él jadeó y comenzó a reírse, logrando un sonido extraño. No sé en qué momento mis deseos asesinos se convirtieron en cosquillas.
― ¡Vale, vale! ―exclamó sofocado―. Me di toda la prisa que pude para acabar con mi trabajo ―explicó al fin―. Quería verte.
Ya no había rastro de broma alguna en su rostro. Solo el vibrante verde de sus ojos y su sonrisa cándida. La sonrisa que había logrado que me enamorara de él a primera vista. Resoplé, más molesta conmigo misma que con él al bajar la guardia tan rápidamente.
― ¿No querías verme? ―preguntó, con voz suave. Lo miré, maldiciéndolo. Era injusto que un adulto hecho y derecho como él pudiera ser tan lindo.
― Sí ―admití, prácticamente rumiando esa afirmación.
―Entonces, ¿me dejas abrazarte? ―pidió, clavando su mirada en la mía―. Deseo hacerlo desde que me despedí de ti en el puerto.
Mi corazón se apretó al saber que yo había sentido exactamente lo mismo desde el minuto uno. Esa había sido la causa de que me agazapara en su butaca como un animal herido. Solté el agarre sobre sus manos. Al momento, me rodeó con sus brazos, atrayéndome hacia él. Enterró una de sus manos en mi cabello, desordenándome el recogido, pero no me importó. Estaba demasiado ocupada arrugando su camisa de cuadros, teniendo en cuenta la fuerza con la que agarraba la tela. Su corazón latía tan acelerado como el aleteo de un colibrí, retumbando contra mis costillas y llegando a mi propio corazón. Su aliento rozaba cálidamente mi oreja, haciéndome estremecer.
―Ya estoy en casa ―susurró, acariciando mi espalda en el proceso y dándome un beso rápido en la mandíbula, junto a mi oreja.
―Bienvenido a casa.
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