El pianista

Dedicado al club ¡Alcemos el hacha de guerra! y, en especial, a la loca de Shippeosshippeables por plantear semejante reto xD.

Todas y cada una de las noches, una melodía se reproducía de forma incesante en mi cabeza. No la había escuchado jamás. Nunca la había oído en durante un concierto en el teatro, tampoco en la escuela. Jamás la había escuchado en la radio y en mi casa no teníamos piano. Al menos, ningún recuerdo acudía a mi mente sobre la primera vez que la había escuchado en persona, de forma tácita. Sin embargo, estaba ahí, llamándome funestamente cada vez que Morfeo me invitaba a sus brazos. Dejándome en un molesto estado de duermevela, cada una de sus notas recorría todo mi cuerpo. Casi podía sentir como los dedos que bailaban ágilmente por el piano acariciaban mi piel.

Eran sensaciones y escenas que solo sucedían cuando llegaba la noche y la casa se llenaba de silencio. Todas las noches, sin importar si la Luna iluminaba el cielo o la tierra se bañaba de la más densa oscuridad. Esa canción era uno de mis primeros recuerdos.

Bajo mis párpados cerrados, muchas veces pude vislumbrar una figura. Estaba sentado sobre un pequeño banco de piano, tocando diestramente el instrumento, dándome la espalda. Solo podía ver la forma en que su cabello, fino y castaño, se movía con cada uno de sus movimientos. Le acaricia la nuca y las mejillas, impidiéndome ver su rostro. La camisa blanca, de puños arremangados, y el chaleco negro se amoldaban a su cuerpo con una extraña sutileza despreocupada. El pantalón negro mostraba con claridad una prótesis de acero. Era anticuada, pero bien cuidada.

En esa habitación bajo mis ojos solo estaban él y su piano. Lo demás, estaba sumido en una tétrica oscuridad. No hacía falta ver más. Aunque hubiera estado dentro de un majestuoso palacio, mi atención habría seguido centrada en él. En su solitaria presencia de hombros tensos y cuello decaído. En la persona que tocaba tan magnífica, pero tristemente aquella música melancólica.

Todas las noches lo mismo, repitiéndose la misma escena una y otra vez. Lo único que cambiaba era mi mano, que había ido evolucionando con el paso de los años. Había perdido la redondez de la infancia para adquirir la elegancia de la adolescencia. Sin embargo, la emoción era la misma. Mi mano avanzaba, vacilante, intentando acercarse al desconocido pianista con una ansiedad y preocupación extrañas, ajenas a mi personalidad.

Probablemente no me habría dejado asustar ni molestar por la imposible situación que suponía soñar todas las noches con lo mismo, con aquella melodía taciturna y afligida, si no fuera por él. Me encantaba con sus dedos sobre el marfil blanco y me atraía hacia él, como si se tratara de un hechizo. Me seducía, haciéndome perder el sentido de la realidad, haciéndome desear, en ese mundo onírico, acercarme a él y descubrir el rostro de aquel hombre misterioso. Percatarme de ese persistente deseo cada mañana al despertar, era aterrador.

La noche del 31 de octubre de mis veinte años, algo cambió. La habitación que debía encontrarse bajo mis párpados no estaba. Solo había una siniestra y asolada nada. Soledad. Sin embargo, la música estaba ahí, resonando en mis oídos como la canción de cuna en que se había convertido dentro de mi mente. Entreabrí los ojos, molesta por ese sueño inconcluso, pero me erguí al instante al descubrir que la canción seguía resonando, no solo en mis oídos, sino en cada una de las paredes de mi cuarto.

Me quedé sin aliento, asimilando la información, pétrea sobre mi colchón. Sin embargo, demasiado intrigada por descubrir qué estaba sucediendo como para quedarme callada, en espera de que pasara la noche, aparté las sábanas de mi cuerpo y salí de mi cama. Inspiré hondo, recordando que jamás había sido una cobarde y, con un rápido movimiento que hizo que mi larga tranza rubia se deslizara de mi hombro hasta mi espalda, me puse a caminar. El contacto frío de la madera me heló las plantas de los pies, mientras los bordados del blanco camisón se arrastraban por el suelo con cada uno de mis pasos.

Salí de mi habitación, encontrándome con el pasillo. Estaba oscuro como la boca del lobo, sin ninguna luz prendida que indicara la presencia de nadie. Todo el mundo parecía seguir durmiendo calmadamente, sin inmutarse por el tétrico concierto. ¿Nadie podía escucharlo? ¿Era posible que estuviera durmiendo? ¿Un sueño tan vivido?

Sabiendo que plantearme todas aquellas dudas no me llevarían a ningún lado, seguí mi camino, dejándome guiar por la música para saber de dónde procedía. Acabé frente a la puerta al final del pasillo, una habitación que había permanecido cerrada a cal y canto desde antes de que yo naciera. No sabía la razón, pero esa puerta siempre había sido infranqueable. No importaba lo mucho que luchara con la cerradura, guiada por mi espíritu aventurero por descubrir el misterio. Era un imposible.

Guiada por la intuición repentina, agarré el pomo de la puerta y lo giré, sorprendiéndome al ver que respondía y cedía con una facilidad pasmosa. La puerta chirrió al abrirse, descubriéndome una habitación yerma, abandonada. Un amplio cuarto con un enorme ventanal cubierto por cortinas. Estaba abierto, haciendo que la brisa hiciera bailar las cortinas y que la siniestra luz de la luna se colara por la habitación, haciéndome estremecer. Allí no había ningún mueble, solo..., solo el piano de mis sueños. Y sobre el banco, estaba él, meciéndose con su habitual calma sobre las teclas.

Mi corazón se alborotó como jamás lo había hecho, tirándome en su dirección como un loco suicida. La sangre me hirvió y el cuerpo entero me tembló. Como un encantamiento, él me tentaba a acercarme, hasta un punto en que mi cuerpo parecía ajeno a mi persona. Por primera vez en la noche, el verdadero miedo me recorrió por entero. Mi cuerpo era mío, de nadie más, y detestaba no poder controlarlo y no saber el porqué.

Sin embargo, contra mi razón, mis pies se deslizaron por el suelo, acercándose a él, lentamente. Me detuve a su espalda y, entonces, él paró. Mis pulmones se negaron a respirar, angustiados por descubrir que iba a ocurrir. El silencio de la habitación acrecentó mi temor. Él, lentamente, se giró en mi dirección. Mi corazón estalló en mi pecho, demasiado extasiado por su magia negra como para poder actuar con sentido. Ante mí estaban los ojos más hermosos que había visto en mi vida. Eran brillantes esmeraldas, que podían poseer toda la luz del bosque incluso en aquella noche de luna llena. La magia brillaba en ellos, estaba completamente segura.

Me permití estudiar detenidamente el rostro que me había mantenido en vilo desde que era una niña, desde mis primeros sueños. Los hermosos ojos esmeraldas estaban rodeados de unas espesas pestañas castañas, protegidos por unas cejas redondeadas y gruesas. Sobre su nariz ancha y sus mejillas aún conservaba algunas pecas de la niñez. El fino cabello castaño caía resueltamente por la frente, tentando a mis dedos a peinarlo. Sus labios eran finos y sonrosados, con la apariencia de ser suaves al tacto; y una cicatriz cruzaba un lado de su mentón. Me sorprendió el extraño ardor que abrasó mis labios, deseando sentir su cicatriz bajo ellos.

Al igual que yo había hecho, él me examinó con cuidado, recorriéndome con su mirada. Me sentí repentinamente avergonzada al descubrir cómo mi camisón, en lugar de blanco, parecía traslúcido ante la intensa luz de la Luna.

Alargó una de sus manos hacia mí, con lentitud. La piel me ardió y latió con vida propia, expresando su deseo de ser tocada por aquella mano elegante, pese a tener una multitud de pequeñas cicatrices cruzándola. Me negué a cerrar los ojos, aunque sentía el deseo urgente de hacerlo. Había demasiadas emociones bullendo en mi cuerpo para poder encontrarle sentido y control a nada.

Él se detuvo al estar, apenas, a unos centímetros de mi mejilla. Podía sentir su calor y estoy segura de que él podía sentir el mío, pero se mantuvo inmóvil. Busqué su mirada, encontrándome con los serios y cristalinos ojos verdes pendientes de mi reacción. Parecía una advertencia. No, no lo parecía, lo era. Me estaba dando tiempo a retroceder, a salir de aquella habitación y olvidar esa noche de locura, esa oscuridad sin sentido. Una parte de mí sabía que, si salía por esa puerta y la cerraba tras de mí, nunca más volvería a abrirse, que nunca más volvería a escuchar esa melodía. El dolor me agujereó por dentro. Esa canción y el recuerdo de ese hombre me habían acompañado toda mi vida. Por paradójico que sonara, ese sueño aterrador se había convertido en mi nana, en mi refugio. Un tesoro privado que me pertenecía únicamente a mí.

Tomé su mano con la mía y la acerqué a mi rostro. Él jadeó ante mi reacción y yo estuve a punto de hacer lo propio. El corazón me bombeaba bajo el pecho completamente enloquecido, extasiado de pura dicha. Fue como si una conexión se hubiera establecido entre nosotros, un lazo que se atraía entre sí con tanta fuerza que era irrompible e imparable.

Su otra mano tocó mi cintura, arrugando la tela tras de sí. Me guio, suave, pero tenazmente hacia el piano, haciéndome sentar sobre las teclas. Produjeron un sonido chisporroteante y estridente, pero a él no le importó. Pasó su mano de mi mejilla a mi cabello, deshaciendo rápidamente mi trenza. Mi pelo se desparramó hábilmente por mi espalda y mis hombros. Pareció maravillarse por el movimiento porque lo siguió concienzudamente con la mirada. Tomó uno de mis mechones y, mirándome a los ojos, lo besó. La acción me hizo sonrojar, pareciéndome más íntima incluso que la posición en la que estábamos.

Él se irguió, sorprendiéndome con su altura. Gracias a que estaba sentada, me sacaba más de una cabeza, por lo que tuvo que inclinarse hacia mí para poder acercar nuestros rostros. Me acarició, lentamente, la nuca con una de sus manos, mientras la otra me acercaba hacia él presionando mi cintura. Antes de que nuestros labios se rozaran, cuando nuestros alientos se cruzaron, ya sabía que estaba totalmente perdida. Sumida en la imperturbable tempestad que eran aquellos ojos verdes. Apreciando como él se detenía, quizás llevado por un último minuto de caballerosidad, de darme la oportunidad de escapar, yo misma rodeé su cuello con mis manos y lo atraje hasta mí. Gemimos al unísono cuando, por fin, nos besamos. El contacto era húmedo y electrizante, como una tormenta. Me agitaba, haciendo que mi razón se nublara.

Demasiado perdida en las sensaciones para ser consciente de nada, viví aquella noche secreta en la misteriosa habitación prohibida, sin importarme nada más. En el momento en que él arrastró suavemente la tela de mi camisón por la piel de mis piernas, en una caricia ardiente y lenta, ubicándose entre ellas, la puerta se cerró. 

¡Hola a todos, lindas flores!

Espero que os haya gustado este pequeño oneshot, dedicado a #Halloween de este año. Sé que de terror tiene poco, pero ya sabéis que no lidio nada bien con el miedo y el terror xD.

En fin, pues con esto y un bizcocho, ¡nos leemos pronto!

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