Capítulo 26 · Riesgo ·

Llovía.

Emma pareció tener un déjà vu por un momento, ya que su primer día de curso del año anterior también había comenzado con lluvia. Sin embargo, esta lluvia no tenía nada que ver. El cielo estaba plagado de nubarrones oscuros, y los truenos eran tan fuertes que estremecían a todo aquel que tuviera la mala suerte de encontrarse a la intemperie.

Aquel mal tiempo no iba a conseguir entristecer la vuelta de Emma a Hogwarts. Tenía ganas del nuevo año escolar, ahora que tenía un grupo de amigos que la esperaba. Además, se moría de ganas de volver a entrenar con el resto del equipo.

Lucía una cicatriz rosada que cruzaba su oreja de un lado al otro, todavía reciente. No podía tapársela con el cabello porque era mejor que estuviera al aire, así que llamaba la atención de los demás casi sin darse cuenta. Según Fred, le daba un aspecto rudo y amenazante, perfecto para asustar a otros jugadores de Quidditch.

Sin embargo, cuando Dumbledore comenzó con su discurso de inicio de curso, Emma se dio cuenta de que tendría pocos jugadores a los que asustar.

—La Copa de Quidditch no tendrá lugar este año —anunció el profesor con solemnidad.

—¿Cómo?

—¡No podéis hacer eso! —gritó Fred.

Emma miró a sus compañeros de equipo. Todos parecían devastados: habían ganado la copa el año anterior y tenían ganas de repetir la hazaña aquel año, pero claramente no tendrían la oportunidad de intentarlo siquiera.

—La Copa no se realizará —prosiguió Dumbledore, alzando su voz por encima de los quejidos de los alumnos—, ya que Hogwarts será la escuela anfitriona de un evento muy especial que...

Un enorme trueno hizo sacudir los ventanales del comedor con tanta fuerza que parecía que se fueran a romper. En ese mismo instante, se abrieron las enormes puertas de madera, dejando ver una extraña figura masculina ligeramente encorvada. Se retiró la capa empapada de lluvia y comenzó a andar a trompicones hacia la mesa de los profesores, que se encontraba en el extremo opuesto de la sala. Cada vez que daba un paso, se escuchaba un "clac" cuando apoyaba el pie sobre el suelo de piedra. Llegó hasta el director, le dijo algo en voz baja y luego le estrechó la mano. Otro relámpago iluminó la estancia y dejó ver, para el horror de los alumnos, el rostro del recién llegado. Emma jamás había visto a una persona tan grotesca.

—Bueno, permitidme presentaros a vuestro nuevo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, el Profesor Moody —anunció Dumbledore.

Ninguno de los alumnos aplaudió. Emma escuchó que George y Ron lo llamaban "Ojoloco Moody", y ella comprendió que el apodo se debía a su extraño ojo falso que giraba en todas direcciones. Ni siquiera le había escuchado hablar, pero supuso que sus clases no se parecerían demasiado a las del profesor Lupin. Lo echaría mucho de menos.

—¿Por dónde iba? Ah, sí, sí. Bien, Hogwarts será la escuela anfitriona del Torneo de los Tres Magos.

Algunos alumnos parecieron reconocerlo, ya que comenzaron a hablar entre sí entusiasmados. Emma miró a sus amigos en forma de pregunta, pero ellos no parecían saber de qué hablaba. El profesor explicó entonces que era un torneo que se realizaba entre tres de las escuelas de magia europeas para designar a un campeón, que se llevaría la gloria eterna y un premio de mil galeones.

Parece demasiado bueno para ser cierto.

Por un momento, deseó que su otra escuela también participara. Tal vez, así tendría la oportunidad de reencontrarse con sus amigos y volver a tenerlos en clase. Echaba de menos competir por las notas con Adam, hacer trabajos con Cora y arrastrar a Ari y a Jason a las clases. Sabía que no era posible, pero sin duda era algo con lo que fantasearía en el futuro.

Miró a Fred y George y los encontró tramando algo en voz baja. Seguramente, aquel premio de mil galeones les parecía impresionante, teniendo en cuenta que la apuesta que habían hecho en el mundial no había servido para nada, porque Ludo Bagman les había dado dinero falso que había desaparecido por completo al pasar las horas.

—Sin embargo —añadió el director con cara de advertencia—, hemos tenido que hacer unas modificaciones en el Torneo. Debido a la gran dificultad de las pruebas y los problemas acontecidos en otras ediciones, hemos decidido establecer un límite de edad. Por ello, solo los alumnos que ya hayan cumplido diecisiete años podrán participar. —La respuesta del estudiantado fue inminente: se escucharon quejas por doquier, e incluso abucheos—. De igual manera, sería casi imposible enfrentarse a alguna de las pruebas para cualquier alumno que no haya cursado, por lo menos, cinco años de educación mágica, así que...

—¡Tiene que ser una broma! —gritó Fred.

—¡Es injusto! —le secundó George.

—Leí que habían muerto participantes en otros años —murmuró Hermione en dirección a Maisie.

—No penséis —advirtió Dumbledore mirando directamente a los gemelos—, que habrá alguna manera de participar si no se tiene la edad requerida. Un juez imparcial decidirá al candidato digno de cada colegio, y este será imposible de engañar...

A pesar de que era difícil escuchar nada por encima del ruido de las quejas, provenientes sobre todo de los gemelos, Emma estaba aliviada. Si verdaderamente había muerto gente en otras ediciones, sería mejor que todos los suyos se quedaran viéndolo detrás de la barrera. Su reciente experiencia en el Mundial la había hecho darse cuenta de que el mundo era mucho más peligroso de lo esperado, y que la muerte podía estar a la vuelta de la esquina.

¿Y si se hubiera golpeado más fuerte? ¿Y si se hubiera partido el cuello? ¿Y si George no hubiera estado cerca para alejarla del peligro y evitar que se desangrara?

Necesitaba volver a sentirse segura. Y necesitaba que los suyos también lo estuvieran.

Aprovechó la primera tarde libre en el castillo para colarse en la cocina y pedirle a los elfos una bandeja de galletas de mantequilla, las favoritas de George. Todavía no había podido agradecerle personalmente haberle salvado la vida, ya que no habían tenido ningún momento a solas.

También lo he estado posponiendo yo, si soy sincera.

Pero debería darle las gracias como es debido.

No iba a mentir. Le daba vergüenza darle las galletas a George y aquel sentimiento la hacía sentirse estúpida e infantil. Era el mismo George al que había escuchado roncar, al que había visto agarrado de la oreja por su madre en una regañina.

Daba igual. Daba igual, también, que hacía ya muchos meses se hubiera desencantado con la idea de salir con él al darse cuenta de que él no estaba preparado, porque su corazón tenía otros planes para ella. Su cabeza ofrecía razones por las cuales aquello no tendría que pasar, y su corazón siempre rebatía sus argumentos de manera muy convincente.

Te puso en segundo lugar para impresionar a Anne.

Ya le perdoné por eso.

Tardó dos meses en dar el paso.

No quería hacerle daño a Anne.

¿Y qué pasa con Cedric?

¿Qué pasaba con Cedric? Una pregunta tan buena como cualquier otra.

Pasaba que lo veía y solo quería abrazarse con él y que todo terminara. Quería que todo fuera sencillo como había sido cada uno de los días que había pasado con él desde que había decidido ser su novia. Quería tener de vuelta esa claridad y esa alegría que le proporcionaba su presencia, no sentirse culpable y miserable por algo que no tenía sentido pero que tampoco podía controlar.

¿Por qué George, Emma? ¿Por qué siempre él?

Se obligó a darle las gracias y darle las galletas como si fuera una prueba para sí misma. Como si quisiera demostrarse que podía hacer eso sin que significara nada más. Tal vez, pasar más rato con él terminaba de recordarle por qué había decidido que serían mejor solo amigos.

Lo encontró en la sala común junto a su hermano, hablando entretenidamente mientras apuntaban algo en un trozo de pergamino. Tomó aire, se acercó a ellos y extendió la bandeja.

—Navidad no es hasta dentro de unos meses, Em —se burló Fred mientras doblaba el pergamino—. Y nuestro cumpleaños es en abril.

—Ya lo sé —respondió ella con el mismo tono de burla—, pero son para George, no para ti. Es mi regalo de agradecimiento por salvarme la vida en el Mundial.

George la miró directamente, pensándose unos segundos su respuesta. Finalmente, extendió los brazos y tomó la bandeja de galletas con una sonrisa llena de orgullo.

—Diría que no hacía falta, pero son galletas de mantequilla. No me voy a negar.

—¿Y para mí no hay nada? Yo también estaba allí —se quejó Fred, haciendo un puchero.

—Tú tienes mi eterna amistad —exclamó Emma, dándole un beso en la mejilla.

—¿Y yo no la tengo? —preguntó George, con el mismo tono de lástima.

Emma tragó saliva brevemente antes de aproximarse para repetir el gesto, depositando un beso sobre su mejilla.

—Por supuesto.

George se puso tan rojo que hacía juego con el sofá de la sala común de Gryffindor.

Al darse cuenta de ello, Emma le imitó de manera inconsciente. Fred, que los miraba con una sonrisa de lado, muy consciente de la tensión del momento, se levantó del sofá.

- Creo que me he dejado el grifo abierto o una excusa similar —dijo antes de marcharse, no sin tomar una galleta en el proceso.

Se fue corriendo escaleras arriba, dejándolos solos con sus mejillas sonrojadas. Oportunamente, el último grupo de alumnos que había en la sala común abandonó la estancia por detrás del cuadro.

Mierda, mierda, mierda, mierda.

—En serio, no tienes que agradecerme nada, Em —aseguró Geroge con una sonrisa tímida, sin atreverse a mirarla a los ojos. Tenía las orejas inusualmente rojas—. Tampoco es que fuera a dejarte ahí tirada para que te desangraras.

¿Por qué te pones rojo? Tú nunca tienes vergüenza.

Lo haces más difícil.

—Ya, pero... Cargaste conmigo durante dos kilómetros, George. No me acuerdo mucho, pero...

—Creo que fue la adrenalina del momento, porque yo tampoco recuerdo demasiado. Solo recuerdo verte sangrando en mis brazos y pensar que tenía que hacer lo que fuera para pararlo —explicó, con la mirada fija en una de las ventanas. Casi parecía que estuviera reviviendo el momento frente a él—. Cuando no despertabas, me temía lo peor... Había mucha sangre y no parabas de temblar.

—Bueno, lo importante es que todo pasó y estamos bien —sentenció ella, jugueteando con la manga de su túnica. No sabía qué hacía que estuviera más nerviosa, si su experiencia cercana a la muerte o la razón por la que estaba ahí sentada—. Ahora tengo esta cicatriz tan guay y tú unas galletas buenísimas.

—Sí, esa cicatriz es muy de pirata —observó, rozando apenas la fina línea de su oreja con su dedo índice. Aprovechó para apartarle un mechón del cabello.

Emma le miró a los ojos mientras lo hacía y su estómago reaccionó montando una fiesta de sensaciones que se extendieron por todo su cuerpo, como si el contacto del chico con su piel fuera lo más maravilloso que existía.

Intentó reprimir aquello con todas sus fuerzas. Intentó castigarse por aquello como si fuera una madre que intenta reñir a un niño por tocar el fuego, pero...

Pero está pasando de igual manera. Por mucho que no quiera, lo estoy sintiendo igual.

Se levantó bruscamente. Necesitaba una excusa para huir de ahí, porque el roce de la mano de George sobre su oreja parecía haberse quedado ahí, como un tatuaje, y Emma necesitaba sacudir esas malditas cosquillas que sentía en la nuca.

—Será mejor que me vaya —exclamó ella, pasándose las manos por la falda del uniforme para estirarla—. Tengo mucho que hacer.

—¿Hay deberes?

George parecía de lo más contrariado, puesto que apenas llevaban unos días de curso.

—¡No! Deberes no, tengo otras cosas que hacer —aclaró ella con una risa nerviosa—. Cosas... ¡Cosas de chicas!

—Vale. —Levantó una ceja. Acompañó ello de una sonrisa apretada. Tomó una galleta y le dio un mordisco, provocando que cayeran un montón de migas sobre su jersey—. ¿Nos vemos luego?

Emma lo miró y tragó saliva. Aquel movimiento tan ridículo que debería haberle parecido una estupidez, solo hizo que confirmara que aquel chico le gustaba de todas las formas, incluso cuando hacía cosas patéticas como llenarse el jersey de comida. Por alguna razón, a Emma le parecía adorable.

Soy tonta.

—Claro, nos vemos luego, George.

Tonta, tonta, tonta.

Al día siguiente, Emma entró a la clase intentando ocultarse tras los gemelos. Como ellos eran mucho más altos que ella, eran una barrera infalible contra los ojos rápidos y fugaces del profesor Blackwood, que esperaba a sus alumnos mientras escribía algo en la pizarra. Se sentó en cuarta fila con Verónica y observó a su alrededor.

Por suerte, no compartían aquella clase con los Hufflepuff, sino con los Ravenclaw. Emma sabía que, de haber estado Cedric en aquella clase, su padre habría hecho algún comentario gracioso sobre el novio de su hija, y ella no estaba preparada para eso.

—Bienvenidos a vuestra primera clase de Alquimia —saludó Alfred, apoyando las manos en su mesa y dirigiendo una mirada a todos los estudiantes. Al reparar en Emma, sonrió sutilmente—. Mi nombre es Alfred Blackwood, pero podéis llamarme por mi apellido, si lo preferís. Aunque deberíais añadir delante "profesor", así no tendremos dudas de a qué Blackwood nos referimos.

Acompañó aquella aclaración de un guiño muy exagerado en dirección a Emma, que se tapó la cara con el grueso libro verde y notó las risitas de sus compañeros de clase. Verónica le pasó la mano por la espalda para consolarla.

—Bien, ¿quién me puede decir lo que es la Alquimia? —preguntó Alfred.

Una chica de Ravenclaw con el cabello castaño levantó la mano.

—¿Sí, señorita...?

—Stone, señor —aclaró ella con orgullo—. La Alquimia es el arte de la trasmutación y el cambio de la materia de los elementos: el aire, el agua, el fuego y la tierra.

—Correcto. Diez puntos para Ravenclaw —otorgó el profesor Blackwood con una sonrisa deslumbrante—. ¿Quién puede nombrar algún alquimista famoso?

—Nicolas Flamel —dijo Lee.

—Muy bien —anotó el señor Blackwood, caminando por la clase. Paró frente a Fred y le miró—. ¿Alguien más, señor Weasley?

—Mmm... ¿Dumbledore? —contestó Fred rascándose la cabeza.

—Sí, Dumbledore es muy buen alquimista —asintió Alfred entusiasmado. Después, miró a su gemelo—. ¿Alguien más?

—Usted, por supuesto, profesor Blackwood. Es un gran alquimista.

Alfred se sonrojó e hizo un gesto con la mano para desestimar aquello, y todos los compañeros volvieron a reírse. Tras aquello, Emma se relajó y comprobó, fascinada, lo buen profesor que era su padre. El último año que había estado en Ilvermorny, había escuchado rumores horribles sobre cómo había abandonado alguna clase por haber comenzado a llorar o cómo perdía el hilo de lo que decía. Jamás tendría que haber vuelto a la enseñanza tan pronto tras la muerte de Amelia.

Compartía Defensa Contra las Artes Oscuras con los Hufflepuff, así que se encontraba en segunda fila sentada junto a Cedric. Habían escuchado cientos de rumores sobre su nuevo profesor, Ojoloco Moody. Emma dudaba que aquel fuera verdaderamente su nombre, pero hasta el momento así era como todos le llamaban, debido a su ojo falso que daba vueltas sin parar en su cuenca. Los gemelos habían contado que era un gran conocido de su padre, que había sido un excelente Auror para el Ministerio y que había atrapado a muchos magos oscuros, pero que ahora se había vuelto completamente paranoico.

—¡ALERTA PERMANENTE! —gritó el profesor al entrar en el aula—. Llevo un minuto parado en la puerta y nadie me ha visto. Si hubiera sido un mortífago, más de la mitad estaríais ya muertos.

Emma se apretó contra su asiento. Cedric la miró con una sonrisa de lado y le dio la mano por debajo del pupitre para tranquilizarla. Ella le devolvió el apretón.

—¡Nada de jueguecitos de manos en mi clase, señor Diggory, señorita Blackwood! —exclamó el profesor Moody, poniéndose frente a la clase—. ¡Esto no es una tetería!

La clase comenzó a reír a su alrededor y la pareja se soltó las manos al instante. ¿Cómo había visto el profesor que se habían dado la mano? ¿Acaso aquel ojo tan raro era capaz de ver a través de la madera sólida?

—En esta clase no necesitaréis libros, así que podéis tirarlos o utilizarlos para alimentar las chimeneas, a mí me da igual —dijo con voz brusca, acompañando el anuncio con un brusco movimiento de su mano—. A partir de ahora vais a aprender lo que es verdaderamente la Defensa Contra las Artes Oscuras. Hasta ahora habéis aprendido hechizos para defenderos, pero ha llegado el momento de que veáis hasta qué extremo pueden llegar vuestros enemigos para tratar de haceros daño. El Ministerio no está muy de acuerdo con que enseñemos este tipo de hechizos en el aula, pero el profesor Dumbledore y yo consideramos que es de vital importancia. Es por eso que hoy veréis por fin cómo son las Maldiciones Imperdonables.

Emma ahogó un grito al escuchar aquel anuncio. Aquello era ilegal en tantas formas que le sorprendía que los demás no se escandalizaran de manera instantánea como lo hacía ella.

Estaba de acuerdo con aquello de ver hechizos de Defensa mucho más avanzados después del ataque de los mortífagos en el Mundial, pero de ahí a estudiar las Maldiciones Imperdonables había un paso muy grande.

Aunque no tanto, si lo pensaba detenidamente. Aquellos hechizos que había visto lanzados de un lado para otro aquella noche, eran de la misma índole. No habría sabido protegerse de ellos si le hubieran lanzado uno.

—Evidentemente, no os enseñaré a utilizarlas. Ni por asomo. Os enseñaré a defenderos de ellas, aunque... Sobra decir que una de ellas no tiene ningún tipo de contrahechizo.

Comenzó a pasearse por la clase, buscando alguna víctima con su ojo mágico. Emma observó una pata de madera que sobresalía de su túnica, la misma que había escuchado hacer ruido contra el suelo del Gran Comedor. Aquel hombre era escalofriante, y tenía un aura de un rojo oscuro que aparecía y desaparecía constantemente.

—¡Usted! ¿Cómo se llama?

Emma se giró para ver a la víctima del profesor Moody. Isabella, que normalmente era imperturbable, tenía los ojos llenos de terror, pero se recompuso rápidamente y carraspeó antes de contestar. Emma sintió el aura a su alrededor retorcerse, de color azul y negro.

—Isabella O'Connor.

—¡O'Connor! —exclamó el profesor, dando un pequeño salto—. ¿Conoces alguna Maldición?

—Por supuesto —la chica juntó las manos y apartó la mirada de Moody—. La Maldición Imperius...

—¡Bien! ¡Sí! —Ojoloco corrió hacia la mesa del profesor y abrió un cajón, del que sacó un tarro con tres arañas. Metió la mano y sacó una de ellas, que dejó encima de la mesa. La apuntó con su varita y exclamó—. ¡IMPERIO!

La arañita se puso sobre dos patas y comenzó a bailar lo que parecía un intento de claqué. Después, el profesor la guió y esta voló hasta posarse sobre el pupitre de dos amigos de Cedric, donde comenzó a dar volteretas y saltitos. La clase sonreía al verla realizar acciones impropias de su especie.

—La Maldición Imperius supone un control absoluto sobre el hechizado —explicó el profesor, sin dejar de apuntar hacia la araña—. Puedo hacer que baile, puedo hacer que muerda a la señorita O'Connor, puedo hacer que... Puedo hacer que se ahogue en el lago, si quiero. Que se meta en la chimenea. Puedo hacer lo que quiera con ella.

La clase se había dejado de reír. Emma apretó los labios con fuerza.

—Es muy peligrosa. Cuando cierto mago oscuro estaba en el poder, reclutó a muchos seguidores utilizando esta Maldición, o eso dicen los que consiguieron salvarse de Azkaban... Es difícil resistirse a ella, pero no imposible. Yo mismo os enseñaré a hacerlo.

Siguió paseando por la clase y se paró frente a Verónica, que tenía la mano levantada.

—Verónica Bellamy, profesor —se presentó—. Si no me equivoco, también está la Maldición Cruciatus.

—Correcto, señorita Bellamy. ¿Conoce sus efectos?

—Creo que es... Es como una especie de tortura...

—Así es, es una tortura muy dolorosa —apuntó de nuevo a la araña y gritó—. ¡CRUCIO!

La araña dobló sus patitas y comenzó a retorcerse de un lado para otro. Emma estuvo tentada a pedirle al profesor que parara, pero por la forma en que este miraba a la araña, sabía que no lo haría. Ella pensó que si el pobre ser tuviera voz, estaría gritando.

—Tortura... lenta y dolorosa... También muy efectiva si queremos controlar a alguien —dijo el profesor, dejando por fin a la araña en paz, que ya no podía casi moverse a causa de lo aterrorizada que estaba—. La Maldición Cruciatus es terriblemente cruel, solo se la deseo a mis peores enemigos.

El profesor caminó hacia el frente de la clase y posó su mirada de nuevo en Emma, mirándola con verdadero interés. Finalmente, se paró frente a Cedric.

—Bien, Diggory, ¿conoces la última Maldición?

Cedric asintió lentamente.

Avada Kedavra —murmuró.

El profesor Moody meneó la cabeza lentamente de arriba hacia abajo.

—La Maldición letal. No hay contrahechizo, no hay forma de evitarla. Que se sepa, solo una persona ha sido capaz de sobrevivir a ella, y está en este castillo y tiene una cicatriz en la frente para atestiguarlo. —Emma sintió que un escalofrío recorría su espalda. El profesor siguió—. Se necesita una magia muy poderosa para poder realizar esta Maldición. Si vosotros intentarais apuntarme con la varita y gritar las palabras, probablemente no me haríais más que un rasguño. Tampoco os animo a que lo intentéis. El uso de cualquiera de estas Maldiciones en un ser humano es un billete directo a Azkaban. —Dicho eso, levantó la varita y apuntó a la araña ya moribunda—. Avada Kedavra.

De la varita salió una corriente de luz verde que impactó directamente en la pobre araña, que quedó boca arriba y completamente inmóvil. Emma, que ya le daba igual lo que pudiera decirle el profesor, se aferró con fuerza a Cedric, y este se dejó abrazar. Afortunadamente, Emma no había perdido a ningún ser querido bajo aquella maldición, pero solo de ver la facilidad con la que se podía arrebatar la vida a una persona, se sintió completamente inútil.

No había ninguna magia que pudiera aprender para defenderse de algo así. El miedo pasó a ser impotencia en menos de un segundo.

Solo cuando llegó la cena comenzó a sentirse un poco más tranquila. Ahora, todos los alumnos comentaban la siguiente hazaña del profesor Moody, que había convertido a Draco Malfoy en un hurón. Ron no podía dejar de reír mientras explicaba cómo el pobre animal se había metido en los pantalones de su amigo Crabbe, un chico gigante de Slytherin que a Emma le causaba rechazo sin saber exactamente por qué.

Emma se sirvió un poco de pescado y una ración de brócoli y escuchó en silencio cómo Fred, George y Lee discutían las distintas maneras en las que podrían burlar al juez del Torneo de los Tres Magos.

—Sigo pensando que la poción envejecedora es la mejor idea —comentó Fred mientras masticaba un trozo de pan—. Es demasiado sencilla, seguro que no han pensado que nadie quiera realizarla.

—No servirá —dijo Verónica poniendo los ojos en blanco—. ¿De verdad pensáis que Dumbledore es tan tonto como para pasar algo así por alto? Además, sabe que vais a intentar participar, estará atento a vosotros.

—En absoluto —respondió George—. Dumbledore en el fondo quiere que participemos, porque sabe que haremos la competición más divertida.

—¡Ni hablar! —sentenció Emma, dando un golpe en la mesa—. No pienso ver cómo arriesgáis la vida por un poco de dinero. ¡Hay gente que ha muerto!

—¿De qué habláis?

Cedric se hizo un hueco junto a su novia y Lee, le dio un beso en la mejilla a esta y se sirvió un poco de carne en el plato.

—Del Torneo —explicó Fred—. Estamos hablando de formas de burlar el límite de edad.

—Y Emma les ha prohibido participar —apuntó Maisie, divertida.

—Dudo que podáis burlar el control de edad, chicos —dijo Cedric con un poco de reparo—. Estoy seguro de que serán estrictos con eso, por seguridad.

—Es por el bien común —siguió Fred—. Hogwarts necesita un buen campeón. Si no lo intentamos nosotros, ¿quién se presentará?

—Bueno... —intervino Cedric con una sonrisa mientras terminaba de masticar—. Yo.

Emma casi se atraganta con el zumo de calabaza. Sus amigos miraron a la pareja sabiendo lo que se avecinaba.

—¿Tú? —exclamó Emma, completamente horrorizada.

—¿Qué? ¿No piensas que pueda ganar?

—Pero tú no tienes dieci... Oh, no. —Emma cayó en la cuenta. Cedric cumplía años en octubre, y el sorteo se realizaba el 31. Para cuando fuera la elección, él ya tendría diecisiete años.

—Tendré los diecisiete recién cumplidos —explicó ante los gemelos y Lee, que exclamaron con rabia.

—Cedric, me niego —sentenció Emma cruzándose de brazos—. Es muy peligroso, ha muerto gente.

Cedric soltó sus cubiertos y la miró, pensando bien sus próximas palabras. Era la primera vez que tenían una conversación en la que ninguno de los dos sonreía. Sus amigos les miraban sin atreverse a intervenir.

—Emma, han cambiado las cosas, no van a permitir que muera nadie —terció, tratando de pasar un brazo por su espalda, pero Emma se escapó—. Los profesores saben lo que hacen, y yo también.

—Cedric —insistió Emma, la voz cargada de desazón—. Te puede pasar algo horrible, no sabes a qué te puedes enfrentar. He estado leyendo y las pruebas son de todo tipo. ¡Una vez tuvieron que enfrentarse a un basilisco! ¡Es una locura pasar por todo ese riesgo solo por un poco de dinero!

—¿Un poco de dinero? —gritó George escandalizado—. Son mil galeones, Emma. Con eso tendríamos para... Bueno, tendríamos mucho dinero.

—¿Y para qué quieres tú ese dinero? —preguntó Emma en dirección a Cedric.

—Bueno, no es lo que más me interesa...

—¿Gloria eterna? ¿Eso quieres? —bufó ella—. Ya te lo dije, no hace falta que demuestres tu valía a nadie, Ced, y menos arriesgándote el cuello.

—No lo entiendes, Em...

—No, no lo entiendo. —Se puso en pie y se levantó de su asiento—. He perdido el apetito. Me voy a dormir.

—Emma. —Cedric se levantó, pero ella le obligó a sentarse con un movimiento de dedo.

—No, termínate la cena. Necesitarás fuerzas para enfrentarte a quién sabe qué.

La chica se fue hecha una furia hacia su habitación, se puso el pijama y se metió en la cama a intentar dormir, aunque era extremadamente pronto. ¿Por qué la gente que quería se esforzaba en arriesgar sus vidas? ¿No habían tenido suficiente con ver a los mortífagos en acción en el Mundial de Quidditch? ¿No habían visto lo sencillo que era morir con un simple hechizo en la clase del profesor Moody?

Pocos segundos después, probablemente propiciada por la rabia, se le presentó una visión. Emma observó la copa del Torneo de los Tres Magos, un objeto hermoso de hierro y cristal, brillando entre lo que parecía la espesura de un bosque. Al pestañear, la copa había cambiado de escenario, y ahora estaba tumbada en el suelo, como si alguien la hubiera tirado.

No sabía exactamente qué demonios significaba eso, pero sabía que, fuera lo que fuera, no podía ser nada bueno.

Como no iba a poder dormir, sacó su cuaderno y comenzó a dibujar la copa, que tenía unas grandes asas plateadas y brillaba con una luz azulada. Tenía un mal presentimiento, y sin quererlo comenzó a llorar al observar aquel objeto, como si supiera que estaba envuelto en un aura maligna y fuera la única persona consciente de ello.

Algo malo se acercaba, y sentía que alguno de sus seres queridos se vería afectado. Inconscientemente, se llevó la mano a la cicatriz.

¿A alguien más le apetecen galletas? ¿Solo a mí? Vale 😁

Por cierto, ¿desde dónde me leéis? Yo soy de España 🌟

Las analíticas de Wattpad me dicen que me lee gente del otro lado del océano y ahora tengo curiosidad 😊

Canción nº6: Una canción que te recuerde a alguien/algo que prefieres olvidar 😑

Mi propuesta: Wonderwall de Oasis. Es una canción maravillosa así que la moraleja es que nunca tengas "una canción" que te guste muchísimo con alguien, porque si luego acaba mal jamás podrás escuchar esa canción sin pensar en esa persona.

😍 ¡Gracias por leer y comentar y votar y hacerme caso! ❤️

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top