Capítulo 1 ·Hogwarts Express·

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Emma sabía que no iba a poder beberse el té, poco importaba lo muy caliente y apetecible que pareciera sobre la mesilla de noche de la habitación del hotel. Tampoco iba a poder disfrutar ni un poquito del día nublado y lluvioso que se observara a través de la ventana, por mucho que se empeñara en mirarlo con detenimiento, esperando sentir algo más.

No iba a poder hacer nada de eso porque aquel ambiente tan otoñal e inglés le recordaba demasiado a su madre, y lejos de crear una especie de "conexión íntima" con ella, hacía que la echara muchísimo de menos. Bueno, muchísimo más de lo que ya lo hacía cada día.

Siempre había esperado con impaciencia poder visitar la tierra en la que nació su madre y escucharla contar historias sobre lo que había vivido allí. Había deseado que llegara el día de pisar Inglaterra durante demasiado tiempo, tanto, que al final había llegado demasiado tarde y Amelia no iba a estar ahí para disfrutarlo con ella.

Amelia se había marchado de sus vidas hacía ya un año, sin previo aviso, sin despedidas. Había fallecido en un accidente de tráfico al ser atropellada por un vehículo no-maj. El último recuerdo que Emma y su hermana tenían de Amelia era el de verla canturrear aquella misma mañana mientras exprimía unas naranjas para hacer zumo. Alfred, el padre, se había despedido de ella antes de irse a trabajar con un beso en los labios.

La siguiente vez que pudieron verla, se encontraba dentro de su ataúd, con el rostro pálido y la mirada tranquila. Y después sus vidas habían cambiado y todo eran "te acompaño en el sentimiento", "lamento mucho tu pérdida", "llámame si necesitas algo" y "Amelia era una mujer excelente". Y nadie los miraba con la simpatía con la que los habían mirado siempre: ahora eran la desafortunada familia que había vivido una tragedia.

El bueno de Alfred, que no sabía cómo seguir adelante tras la pérdida de su mujer, la pobre de Keira, con solo diez años, que seguía necesitando a su madre; la valiente de Emma, con catorce, que vagaba por los pasillos del colegio tratando de ahuyentar todas las miradas y que se había quedado a cargo de la familia después de que su padre tuviera que abandonar su puesto de trabajo por no poder superar el trauma.

Antes de aquel nefasto accidente en junio de 1992, los Blackwood habían sido el objetivo de la envidia sana de los demás. Alfred era profesor de Alquimia en Ilvermorny, el colegio de magia de Estados Unidos, y todos sus alumnos aseguraban que era el mejor profesor que habían tenido jamás. Provenía de una familia notable de magos, descendientes de un antiguo ministro de magia, y el apellido tenía cierto renombre entre la comunidad de magia americana.

Amelia, por su parte, también venía de una familia de dinero, ya que su padre regentaba el monopolio de los calderos en el mundo anglosajón con su empresa, Calderos Lyne. Sin embargo, Amelia se había alejado del negocio familiar al mudarse a Estados Unidos y había decidido hacerse su propia carrera como escritora de libros de historia de la magia. Alcanzó el éxito gracias a sus descripciones ligeramente sarcásticas de los acontecimientos del pasado acompañadas de anécdotas, chistes y fotos por doquier.

Emma, por su parte, había sido siempre popular en el colegio. Su popularidad podría aducirse al hecho de que era amable con todo el mundo y siempre tenía una sonrisa para regalar, o al menos la había tenido hasta su tercer curso, pero lo cierto era que la joven era más bien reconocida por su talento sobre la escoba. Era, sin duda, la estrella del equipo de Quidditch, algo que había conseguido tras años y años de esfuerzo y unas cuantas caídas a varios metros.

Por último, la hermana pequeña, Keira, todavía estaba adaptándose a vivir sin una figura materna más que su hermana. Era una suerte que la familia por parte de padre hubiera intervenido para cuidarla cuando Alfred y Emma quedaban sobrepasados por la situación, aunque tampoco es que Keira fuera especialmente difícil de vigilar. Era una niña que se bastaba de un jardín lleno de flores o una libreta y un lápiz para entretenerse. Además, ahora que tenía un sapo del que cuidar al entrar por primera vez a la escuela, ya parecía haber recuperado la motivación por seguir adelante.

Esa motivación era la que había llevado a la familia a trasladarse al continente europeo tras la propuesta del director de Hogwarts, Albus Dumbledore, a Alfred para que enseñara Alquimia. Al principio se había mostrado ligeramente reticente, pues había tenido que abandonar su puesto en diciembre del año anterior al ser incapaz de seguir con su día a día, pero ahora parecía mucho más dispuesto, y el cambio de aires iba a ser, sin duda alguna, beneficioso para todos.

Así que por eso estaban allí el uno de septiembre en Londres, a pocos minutos de salir directos a la estación de tren para ir a Hogwarts. Alfred estaba emocionado por la nueva experiencia, Keira solo quería empezar por fin a estudiar magia y Emma...

Emma sonreía para hacerles creer a los dos que ella también se sentía feliz por emprender una nueva aventura, pero lo cierto era que había pasado la noche anterior sin dormir por los nervios y que tenía un nudo en el estómago que amenazaba con salir precipitadamente por su boca en cualquier momento. Daría cualquier cosa por tener once años como su hermana, por no echar tanto de menos a sus amigos de Ilvermorny y por no tener vergüenza por conocer a gente nueva como su padre.

También habría dado lo que fuera por haber dormido un poco más, porque ahora tenía dos surcos oscuros debajo de los ojos que hacían que aparentara mucha más edad de la que tenía, y el cansancio la hacía mucho más irritable y menos dispuesta a hacer amistades. Sin embargo, dormir últimamente estaba siendo un despropósito: cuando conseguía vencer al insomnio alrededor de las tres de la madrugada, la asediaban sueños desprovistos de todo sentido que hacían que se despertara con la sensación de haber estado corriendo sin parar durante la noche.

Pero eso no era lo más inquietante: esos sueños que parecían carecer de significado, al final, terminaban teniendo mucho que ver con lo que le ocurría unos pocos días más adelante. Como ejemplo, la noche antes del viaje en avión, Emma había soñado con una mandrágora chillando en su oído y un enorme manto azul a su alrededor. Por supuesto, no había pensado que significara nada relevante hasta que el bebé de la pasajera que tenía al lado había empezado a llorar y ella se había refugiado apretando el rostro contra la ventana y se había encontrado con una enorme extensión acuática muchos metros por debajo de ella.

Así que ahora estaba expectante por comprobar en qué terminaría convirtiéndose el león con el que había soñado la noche anterior que caminaba en dirección a una enorme fortaleza color rojo escarlata. Podía ser algo completamente aleatorio, como un anuncio de una lata de cerveza en la televisión, o algo más evidente, como un ataque durante un espectáculo en un circo, pero Emma estaba aprendiendo a no dedicar demasiado tiempo de sus pensamientos a cosas como aquella. Pensaba que la pubertad, el estrés y el cambio de rutina estaban teniendo un efecto  desproporcionado en ella y solo quería que las cosas se estabilizaran de una vez.

En la estación de King's Cross, Emma se sintió todavía más abrumada. El acento británico a su alrededor, el ir y venir de los carritos, los estudiantes que tiraban de ellos y sus familiares, el humo del tren y las conversaciones en voz alta hacían que quisiera cubrirse las orejas y cerrar los ojos para que todo pasara. Casi le parecía que sus voces daban vueltas alrededor de ellos, creando humaredas de distintos colores que vibraban cuando hablaban. No ayudó demasiado que Alfred empezara a hablar con otro de los profesores y quisiera presentarles a su hija pequeña, de la misma edad de Keira. Emma quería alegrarse por el hecho de que su hermana hubiera hecho amigos tan pronto, pero no pudo evitar sentir una punzada de envidia. A ella se le daba mucho peor eso de presentarse.

Todo era más fácil con once años, cuando no me salían granos en mitad de la frente ni me daba vergüenza la forma en la que me río.

Intentaré no relacionarme con nadie hasta que no tenga más remedio.

Pero cuando avanzó entre los vagones y observó de que la mayoría de los compartimentos estaban ocupados, se dio cuenta de que iba a ser inevitable. Tendría que compartir asiento con alguien y eso implicaba entablar una conversación y no decir ninguna tontería. Y en ese momento, le parecía tarea imposible.

Así que intentó buscar a alguien con cara amable. Pasó por un compartimento lleno de chicos de su edad que bromeaban y se daban codazos, hablando muy alto para llamar la atención de todos, por otro con un grupo de alumnos más jóvenes que jugaban con un muelle no-maj de colores y por otro en el que había una pareja compartiendo sus testimonios de las vacaciones. O más bien, recuerdos en forma de saliva.

Así que cuando vio a un par de chicas de su edad que charlaban con alegría, decidió que aquella era su mejor oportunidad. Carraspeó para aclararse la garganta, se pasó un mechón de pelo por detrás de la oreja y dio unos toquecitos en la puerta de cristal que estaba todavía abierta.

—Hola, ¿qué estáis tal? —saludó atropelladamente, antes de dar un saltito y maldecirse a sí misma—. ¡Ay! Quería decir... ¿qué tal?

Una de las chicas, una joven de pelo oscuro y piel morena, se giró para mirarla con curiosidad y una de sus cejas levantada. Emma todavía estaba mortificándose por haber intentado decir "qué tal" y "cómo estáis" a la vez y ahora solo quería que la dejaran pasar para tirarse directamente por la ventana. Como las dos chicas todavía estaban observándola, Emma decidió continuar antes de seguir haciendo el ridículo.

Qué vergüenza, Emma, joder. ¡Tenías un trabajo! ¿Ahora tampoco sabes hablar?

—Perdonad —se disculpó—. No he encontrado ningún compartimento libre. ¿Puedo sentarme o está ocupado?

—¡No, no, siéntate con nosotras! —exclamó la otra chica, una rubia de cabello corto con un marcado acento irlandés.

Emma suspiró con alivio por el tono amistoso que había empleado y entró en el compartimento. Colocó el baúl debajo del asiento y su mochila entre sus piernas y se sentó junto a la rubia, que parecía ligeramente más amable que la otra chica.

Y entonces se quedaron las tres en silencio y para Emma fue terriblemente incómodo, porque se sentía muy, muy expuesta ante el escrutinio de las dos amigas. Casi podía notar cómo empezaban a sudarle las manos.

—¿Eres nueva? —inquirió la morena con curiosidad.

—Sí, soy la hija del nuevo profesor de Alquimia, el señor Blackwood.

—¡Qué guay, la hija de un profesor! —apremió la rubia dando un pequeño aplauso—. Seguro que se te da muy bien la Alquimia, qué envidia.

—La verdad es que no mucho, porque nunca he dado esa asignatura en Ilvermorny —se disculpó Emma.

—¿Ilvermorny? ¿Como la escuela de Estados Unidos? ¿Eres de allí?

—Pues, claro, Maisie, ¿no has notado el acento? —intervino la morena con un gesto de la mano—. Perdona, no nos hemos presentado. Yo soy Verónica Bellamy y ella es Maisie Thorburn.

Emma tendió su mano para saludarlas.

—Emma Blackwood. ¿En qué curso estáis?

—Quinto, ¿y tú?

—¡También!

No te emociones tanto, Emma, que se van a pensar que eres rarita.

Di algo casual.

—Ya me han contado lo de los exámenes finales, qué agobio —añadió un ligero fastidio en su voz mezclado con un poco de pasotismo. Como si no se pusiera siempre ansiosa cuando había exámenes finales.

—No quiero ni escuchar hablar de ellos —se quejó Verónica con una mueca—. Solo de pensarlo me entra dolor de estómago.

—¿Tanto asco te da pensar en nosotros? —inquirió una voz masculina desde la puerta del compartimento.

Emma se giró para encontrar a tres chicos nuevos: un chico de tez oscura con rastas largas recogidas en la parte baja de la nuca y dos chicos pelirrojos idénticos. Ambos tenían el rostro surcado de pecas y eran casi tan altos que llegaban hasta el techo del vagón. Vestían ropa desgastada que claramente comenzaba a quedarles pequeña, señal de que todavía no habían dejado de crecer. Los dos lucían una sonrisa socarrona en la cara y Emma pensó que jamás sería capaz de distinguirlos.

Qué guapos son los ingleses, ¿no?

¡Emma! ¡Contrólate!

De poco sirvió controlarse, porque los gemelos se sentaron junto a Verónica y el otro chico tomó el asiento que había libre al lado de Emma. Ella le observó de reojo con las mejillas sonrojadas y él levantó una ceja y la miró con diversión.

Maisie notó que Emma pedía ayuda con su expresión y decidió ir a su rescate.

—Esta es Emma Blackwood.

—Yo me llamo Georgino Weasley, un placer —se presentó uno de los gemelos, estirando la mano.

Emma le miró brevemente a los ojos para saludarle y tomó su mano. Al rozarle, sintió una repentina sensación de seguridad, como si supiera al instante que podía fiarse de él. Su gemelo repitió la acción y le tendió también la mano. Emma tuvo la misma sensación.

—Y yo soy su clon malvado, Alfredino.

Qué nombres más feos.

No te rías, Emma, no te rías.

Hubo una breve tensión en el compartimento. Por un lado, estaba Emma, intentando averiguar si esos eran verdaderamente sus nombres e intentando hacer como que no le parecía gracioso. Por otro lado, estaban todos los demás, expectantes ante la reacción de la joven.

—Encantada —contestó Emma finalmente con una sonrisa nerviosa, tras decidir que era de mala educación reírse del nombre de los demás.

—Intenta no hacerles demasiado caso, son idiotas el noventa y cinco por ciento del tiempo, y ese cinco por ciento que falta es porque cuando están durmiendo no pueden seguir diciendo tonterías —aconsejó Verónica con un gesto de cansancio—. Son Fred y George Weasley —añadió, señalando a cada uno al decir su nombre.

—Nos subestimas, a veces también decimos tonterías cuando hablamos en sueños —bromeó George, guiñando un ojo en dirección a Emma para hacerle saber que era una broma.

—Yo soy Lee Jordan, un placer, preciosa. —Le tomó la mano izquierda con delicadeza y le plantó un ligero beso en los nudillos—. Para servirte.

Emma notó enseguida cómo sus mejillas se teñían de rubor y sonrió tímidamente. No estaba acostumbrada a que nadie se dirigiera a ella con tanta picardía como lo había hecho Lee, y que todos estuvieran mirándola como si fuera una atracción de feria no ayudaba a que dejara de sentirse menos cohibida. Sabía que no lo hacían a propósito; que ver a un alumno nuevo en un colegio de magia no era lo usual porque no había tantos como para que los estudiantes fueran cambiándose de uno a otro, pero, aun así, ella solo quería hacerse un ovillo sobre el asiento y cubrirse con los brazos para que dejaran de mirarla.

—No me suena haberte visto nunca por el colegio, ¿eres Hufflepuff? —preguntó el gemelo que se llamaba Fred.

—¿Huffle... qué?

¿Me acaban de insultar?

—Se refiere a las casas de Hogwarts —intervino Verónica—. Tenemos cuatro casas y cada alumno pertenece a una distinta. Es algo así como tu familia —explicó, haciendo comillas en el aire con los dedos.

—Ah, sí, también tenemos casas en Ilvermorny —contestó ella más aliviada.

Hasta que se dio cuenta de que, obviamente, ellos ya pertenecían a una casa. Probablemente a la misma, si iban todos juntos.

Genial. Si no acabo en la misma casa que ellos, no me habrá servido de nada pasar por la vergüenza de presentarme.

—¿Y cómo funciona la elección? ¿También te eligen con un sombrero?

Emma frunció el ceño. No entendía a qué se refería con aquello del sombrero.

—Funciona con unas tallas de madera. Cada casa representa una parte de mago: mente, alma, cuerpo y corazón.

—¡Qué bonito! —exclamó Maisie con ojos soñadores—. Me pregunto dónde estaría yo...

—Yo soy Wampus, que representa el cuerpo —explicó Emma con nostalgia.

—Nosotros somos todos Gryffindor —informó el chico que se llamaba Fred—: la casa de los valientes.

—Y de los guapos —intervino su hermano.

—De los más atractivos —continuó el otro.

—Y los más inteligentes.

—Siempre hablan así, ya te acostumbrarás —aseguró Verónica.

—Bueno, primero tienen que ponerme en la misma casa que a vosotros —suspiró Emma removiéndose sobre su asiento.

—Espero que sí, pareces muy simpática —comentó Maisie con una bonita sonrisa mientras se tocaba las puntas del cabello con los dedos.

—Y nos hacía falta una carita nueva por la sala común de Gryffindor —añadió Lee con un guiño.

Le dio demasiada vergüenza responder, así que Emma sonrió y luego trató de mirar en cualquier otra dirección, pero se topó con los ojos curiosos del gemelo llamado George, que primero la observó durante un segundo entero y luego se puso bizco y sacó la lengua con la esperanza de hacerla reír.

Y luego los amigos comenzaron a hablar sobre sus veranos y todo eran risas, bromas y cotilleos y a Emma se le olvidaron aquellos nervios que no la habían dejado dormir en tanto tiempo. Cuando los gemelos sacaron unos caramelos en forma de escarabajo que habían comprado en Egipto tras estar con su familia de vacaciones, Emma se llevó uno a la boca y dio un respingo cuando el bichito empezó a corretear por su paladar hasta fundirse en su lengua y dejar un delicioso sabor a chocolate y café. Su reacción causó las risas de los demás y, lejos de sentir vergüenza, Emma se sintió cómoda por cómo todos la trataban igual que a los demás.

Ahora solo tenía que esperar a que el destino quisiera que aquella sensación de pertenencia no se terminara jamás.

Gracias por VOTAR y COMENTAR. Si lo hacéis os mando un beso y un abrazo y vibras positivas.

Disfrutad ⚡️

¿De qué casa sois? Yo soy Ravenclaw 💙

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