⌗ el partido
1999. rosario, argentina
⌗ el partido
El sol pegaba con todo mientras caminábamos hacia la canchita. Gian iba adelante, apurado, como si fuese a jugar él. Se lo veía nervioso, con esa ansiedad que solo tiene alguien que está esperando algo importante. Anto y yo íbamos más atrás, caminando a nuestro ritmo, charlando de cualquier cosa, como siempre. Anto masticaba un chicle, y yo intentaba seguirle la conversación mientras el calor hacía que cada paso se sintiera un poco más pesado.
—Che, Male, mañana van a pasar por la tele una pasarela de Alexander McQueen —me dijo Anto de repente, con una sonrisa emocionada, mientras jugaba con el chicle en su boca.
Me sorprendió la noticia. Alexander McQueen era un diseñador del que había oído hablar pero al que nunca había prestado demasiada atención. Sin embargo, la forma en que Anto lo decía me picó la curiosidad.
—Jodeme ¿Cómo te enteraste? —le contesté, intrigada, mientras la miraba de reojo.
Anto se acomodó la mochila en el hombro y, con un aire de misterio, me explicó:
—Hay una revista que va avisando de las pasarelas que se van haciendo. Mi mamá la compró el otro día. —La emoción en su voz era palpable. Para Anto, las pasarelas y la moda eran algo serio, casi sagrado.
—Algún día me la prestás, ¿no? Debe estar re copada —le pedí, intentando disimular mi entusiasmo. Aunque no me importaba tanto como a ella, siempre era divertido compartir esas cosas.
—Obvio, mañana venite a casa y vemos la pasarela juntas. De paso, te presto la revista —respondió Anto, sonriente, mientras seguíamos caminando.
Justo cuando la conversación se estaba poniendo interesante, Gian, que había estado escuchando, decidió meterse.
—Ustedes se dan cuenta de las boludeces que hablan, ¿no? —interrumpió, girándose hacia nosotras con una expresión de incredulidad—. Estamos yendo a ver un partido de fútbol —resaltó esas últimas palabras como si estuviera explicando algo obvio a un par de nenas que no entendían nada.
Yo puse los ojos en blanco y le respondí con una sonrisa burlona.
—Callate, nene. Si estás acá es porque me lo pediste. No te hubiera traído —le contesté, encogiéndome de hombros. Sabía que a Gian le encantaba el fútbol, pero no soportaba que nos subestimara solo porque hablábamos de otra cosa.
Anto soltó una risita, y Gian, sin tener mucho más para decir, solo resopló y siguió caminando adelante, apurando el paso.
Llegamos a la canchita justo cuando los equipos estaban entrando al campo. La tribuna, aunque no era muy grande, estaba bastante llena. Todos querían ver a Leo jugar. Él era, sin duda, la estrella del equipo y el favorito de muchos—incluido el mío—
Nos acomodamos en un lugar estratégico, donde podíamos ver bien la cancha y, al mismo tiempo, seguir charlando mientras tratábamos de que Gian no nos molestara demasiado.
—¿Sabés qué, Anto? —le dije mientras nos sentábamos—. Algún día me gustaría ir a una de esas pasarelas en vivo. Debe ser re loco ver todo eso de cerca.
Anto sonrió, asintiendo con la cabeza mientras se acomodaba el pelo detrás de la oreja.
—Estaría buenísimo, y encima la ropa debe ser hermosa. Aparte, podríamos viajar juntas. Imaginate nosotras dos en París o en Milán, viendo los desfiles de los grandes diseñadores. A mi me gustaría llegar a ser diseñadora de grande. —dijo, soñadora.
Gian, que estaba a nuestro lado, bufó otra vez.
—Dejen de hablar de esas pavadas, ya empieza el partido —nos dijo, con los ojos clavados en la cancha.
Nosotras lo ignoramos, pero igual fijamos la vista en el campo. El partido arrancó con todo. Desde el principio, se notaba que no iba a ser fácil. El otro equipo, uno que no conocíamos mucho, jugaba con una intensidad que no habíamos visto antes.
—Che, ¿quiénes son estos? —le pregunté a Anto, mientras mirábamos cómo los rivales le sacaban la pelota a Leo con una facilidad que no habíamos visto antes.
—Ni idea, pero juegan re bien —me respondió, frunciendo el ceño.
Gian, que seguía concentrado en el partido, nos contestó sin despegar la vista del campo.
—Son de otro club de Rosario. Juegan bien, pero no son mejores que nosotros —dijo, como si supiera exactamente de lo que hablaba.
Nosotras nos miramos, algo preocupadas. Los rivales no parecían tan fáciles de vencer como Gian lo hacía sonar. El primer tiempo pasó volando, pero no fue como lo esperábamos. Leo y su equipo se fueron al entretiempo perdiendo 2 a 0, algo que nadie veía venir.
Mientras los jugadores se iban al vestuario, Anto y yo seguimos charlando, aunque el ambiente se sentía más tenso.
—¿Te imaginás si perdemos? —le pregunté a Anto, tratando de imaginar la cara de Leo si eso pasaba.
—Ni en pedo. Seguro remontan, ya vas a ver —respondió ella, convencida, aunque con un tono que dejaba ver un poco de duda.
Gian, que había estado callado, finalmente soltó:
—Dejen de decir boludeces. No vamos a perder. Leo seguro mete un gol y lo damos vuelta —nos dijo, con una seguridad que no parecía reflejarse en el marcador.
El segundo tiempo arrancó con más energía. Leo salió a la cancha como si tuviera algo que demostrar, y se notaba. Empezó a pedir la pelota más, a buscar espacios, y poco a poco el equipo empezó a reaccionar. Anto y yo, mientras tanto, seguíamos hablando de cualquier cosa, pero no podíamos evitar volver la vista a la cancha cada vez que Leo tocaba la pelota.
—¡Vamos, Leo! —gritó Gian de repente, levantándose de su asiento cuando Leo hizo una jugada que dejó a dos rivales atrás.
—Che, ¿viste cómo lo marcó? —le pregunté a Anto, sorprendida de lo bien que Leo se las arreglaba a pesar de lo difícil que estaba el partido.
—Sí, pero estos tipos no se la hacen fácil —respondió ella, con la misma sorpresa en la voz.
El tiempo pasaba y la tensión en la cancha y en la tribuna aumentaba. A falta de 15 minutos para el final, Leo recibió un pase perfecto al borde del área y, sin pensarlo dos veces, le pegó con todo. La pelota voló como un misil y se clavó en el ángulo, imposible para el arquero. Nos levantamos todos a gritar el gol, y por un momento, parecía que todos nos llenabamos de esperanza.
—¡Te lo dije, te lo dije! —gritó Gian, dándole un empujón a Anto, que casi se cae del asiento.
—¡Gian, calmate! —le dije, riéndome mientras le daba un sape en la nuca.
El gol le dio un empujón al equipo, que no paraba de atacar. Los rivales empezaron a desesperarse y cometieron errores que antes no cometían. Faltando solo cinco minutos, Leo tiró un centro perfecto que uno de sus compañeros cabeceó al fondo de la red. Era el empate. Todos estallamos de felicidad.
—No lo puedo creer, ¿ves? ¡Están remontando! —le dije a Anto, emocionada.
—Te dije que iban a darlo vuelta —respondió ella, con una sonrisa satisfecha.
El partido estaba casi por terminar, y los nervios estaban a flor de piel. En la última jugada, el equipo de Leo tuvo un córner. Todos se acercaron al área, y la tensión era palpable. Leo tomó carrera y pateó el córner con una precisión impresionante. La pelota fue directa al centro del área, donde otro compañero la empujó al fondo del arco. ¡Gol!
Ganaban 3 a 2, después de estar perdiendo 2 a 0. Todos nos levantamos y empezamos a abrazarnos, Gian, Anto y yo, sin poder creer lo que acabábamos de ver.
Cuando el árbitro cobró el final, los jugadores se abrazaron en la cancha, y nosotros desde la tribuna seguíamos celebrando. A Leo lo vimos salir del vestuario, se notaba que estaba feliz. Corrimos a felicitarlo, y él nos abrazó uno por uno.
—¡Qué partido, Leo! —dije, todavía sin poder creer la remontada.
—Fue increíble, hermano —agregó Gian, dándole una palmada en la espalda.
Leo sonrió, pero había algo en su mirada que indicaba que tenía algo más que decir.
—Chicos, tengo que contarles algo —dijo, con un tono más serio.
Nos miramos entre nosotros, esperando a que hablara.
—Después del partido, el técnico me dijo que había unos ojeadores del Barcelona mirándome jugar. Se ofrecieron a pagar mi tratamiento. Me dijeron que les interesó cómo jugué y que tenía un futuro "prometedor".
Nos quedamos helados. Lo que acababa de decir Leo no era cualquier cosa. Eran palabras pesadas, que parecían haber salido de una película y no de la boca de nuestro amigo de toda la vida.
—¿Del Barcelona? —repetí, como si decirlo en voz alta pudiera hacerlo más real.
Leo asintió, y por un momento el tiempo pareció detenerse. Gian fue el primero en reaccionar.
—¡No lo puedo creer! ¡Es una locura, Leo! —exclamó, saltando de la emoción—. ¿Qué más te dijeron?
Leo miró hacia el suelo, como si intentara poner en orden sus pensamientos.
—Me dijeron que no solo les gustó cómo jugué hoy, sino que además están dispuestos a pagar mi tratamiento. Quieren que haga algunas pruebas acá, y si todo sale bien, me iría a vivir a Barcelona para seguir mi carrera allá.
Anto, que hasta ese momento había estado en silencio, con la boca abierta de la sorpresa, finalmente habló.
—¡Leo, eso es increíble! ¡No cualquiera tiene una oportunidad así! —dijo, mientras sus ojos brillaban con emoción.
Gian estaba más inquieto que nunca, como si no pudiera contener su energía. —¡Esto es más grande que cualquier cosa, Leo! ¿Te das cuenta? —insistió Gian, tirándole de la manga de la camiseta—. ¡Podés llegar a jugar en Europa, en el Barça!
Leo se rió nerviosamente y le revolvió el pelo a Gian, como si intentara quitarle un poco de esa intensidad.
—Tranquilo, Gian. No me quiero ilusionar demasiado. Son solo unas pruebas, y antes de eso tengo que pasar por un montón de cosas.
Yo, que hasta ese momento había estado procesando todo, finalmente encontré mi voz.
—Pero, Leo, ¡esto es algo enorme! Si te están mirando en este club es porque ven algo especial en vos. No cualquiera tiene esa oportunidad —dije, poniéndole una mano en el hombro.
Leo asintió lentamente, como si las palabras empezaran a tener sentido para él también.
—Sí, ya sé... Pero prefiero ir paso a paso. Por ahora, me enfocaré en el tratamiento y en seguir entrenando como hasta ahora —dijo, con una determinación que me hizo admirarlo aún más.
El camino de vuelta a casa fue una mezcla de emoción y pensamientos, con Gian y Anto haciendo planes sobre cómo sería si Leo llegaba a jugar en Europa. Pero Leo, aunque no lo decía, parecía estar meditando mucho en lo que todo eso implicaba.
Cuando llegamos a casa, la mamá de Leo estaba en la cocina, preparando algo para la cena. El aroma a comida casera llenaba el ambiente, pero nada de eso importaba en ese momento. Apenas cruzamos la puerta, Leo se detuvo un momento, respiró hondo y soltó lo que tenía en la cabeza.
—Ma, te tengo que contar algo —dijo con voz firme, aunque se notaba que estaba un poco nervioso.
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