Prólogo
Prólogo
—La chica apareció de entre los árboles, con las piernas arañadas y el vestido blanco manchado. Tenía el pelo alborotado y los ojos llenos de lágrimas.
—¿Parecía asustada?
—Estaba aterrorizada.
El policía tomó nota. Su mirada ávida no dejaba de estudiar todos y cada uno de mis gestos.
—¿Qué pasó después?
—Se detuvo frente al barranco y se puso de espaldas para hablar con alguien. A chillar en realidad. La estaban persiguiendo.
—¿Vio quién la perseguía?
Sí, sí lo vi.
—No.
—¿Seguro?
De nuevo los ojos fijos en mí, inquisitivos.
—Seguro.
Tomó más notas.
—¿Y qué oyó? ¿Qué dijo?
—Dijo algo así como que no lo soportaba más. Que no podría perdonárselo jamás... que no se acercase. —Me encogí de hombros—. Después saltó.
—¿No dijo nada más?
Traté de recordar. Habían pasado ya tres días desde lo ocurrido, pero las palabras desesperadas de la chica se me habían quedado grabadas a fuego. Y sí, había dicho algo más.
—No, no dijo nada más.
El policía lanzó un suspiro, mirándome directamente a los ojos.
—Ya veo... ¿Qué hizo usted entonces? Cuando saltó, me refiero.
—Al principio permanecí escondido entre los árboles, asustado. Estaba muy impactado. Después intenté llamar a emergencias, pero no tenía cobertura. Esa zona está bastante alejada de todo.
—Soy consciente de ello. Siga.
Empezó a temblarme la voz. Llevaba tres días obsesionado con la escena.
—Tardé casi una hora en acercarme, cuando empezaba a anochecer. El cuerpo de la chica estaba de lado y había sangre por todas partes. Se había destrozado con la caída. Quería verla algo más de cerca... no sé, quería ver si la conocía. Era joven, de no más de veinticinco años, y tenía el cabello de color pelirrojo. ¿Le he dicho ya que su vestido blanco estaba empapado de sangre?
—Sí, me lo ha dicho. ¿Tocó el cuerpo?
Negué enérgicamente con la cabeza.
—¡No, por Dios! No me atreví. Salí corriendo y volví a mi furgoneta. Había aparcado algo lejos de allí, a una hora, pero hice el camino en poco más de media. Estaba en estado de pánico. Paré en la primera gasolinera que encontré y llamé a la policía. Me conocen en la zona, saben que voy cada fin de semana para observar aves. Como le decía antes, soy ornitó...
—Sí, sí, ya lo ha dicho, señor Camacho. ¿Algo más que quiera añadir a la declaración? ¿Vio a alguien durante lo ocurrido aparte de a la señorita Domínguez? ¿Se cruzó con algún vehículo?
—No... no, creo que no. Y si lo hice, estaba tan nervioso que ni me fijé.
El policía entrecerró los ojos, pensativo. Parecía querer decirme algo. Permanecimos unos segundos en silencio, mirándonos, hasta que finalmente dio por finalizada la conversación, cerrando su cuaderno.
—De acuerdo, gracias, señor Camacho. Es probable que volvamos a llamarle, así que procure estar localizable.
—De nada, señor... ¿le he dicho lo del tatuaje de los pájaros, no? El de la muñeca.
—Sí, sí, ya lo ha dicho.
—Era muy llamativo. Debía ser reciente.
—Lo era. —El policía se puso en pie—. Gracias por su colaboración, señor Camacho. Si recuerda cualquier otra cosa, tiene mi número.
Me levanté para estrecharle la mano. Tenía la sensación de que ambos éramos conscientes de que había visto mucho más, pero no profundizamos. Cuanto antes cerrasen aquel caso, mejor para todos.
—Estoy muy impresionado, es la primera vez que presencio un suicidio.
—No es agradable, no. Estamos todos muy impactados. Ahora, por favor, intente descansar.
Quise preguntar si iban a buscar a la persona con la que habló la chica antes de saltar, el que la perseguía, pero no me atreví a abrir la boca. En lugar de ello abandoné la comisaría con paso rápido, incómodo ante las miradas curiosas del resto de miembros del equipo policial, y fui al aparcamiento donde había dejado la furgoneta. Arranqué y salí lo más rápido que pude, no sin antes cruzarme una vez más con el mismo hombre que unas horas antes me había visitado en casa para advertirme sobre lo que no debía decir.
Aquella noche mi mujer y yo decidimos mudarnos.
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