24 - Día 90

Diez días después de despertar, el doctor Delgado me dio el alta. Metí mis pocas pertenencias en una maleta con ruedas, me despedí del personal del laboratorio Himalaya prometiendo que pronto volvería a verlos y descendí al aparcamiento donde una silenciosa mujer me esperaba junto a un Ateca blanco.

Me recibió con la expresión pétrea.

—Señorita Domínguez...

Se ofreció a meter la maleta en el maletero y nos pusimos en marcha.

Sentada en la parte de atrás del coche y con la música de la radio de fondo, una agradable sensación de somnolencia se apoderó de mí. En los últimos días, había dormido muchas horas, más de lo normal, pero mi cuerpo lo necesitaba. Se podría decir incluso que me lo pedía, y aquella vez no fue diferente. Apoyé la cabeza sobre el respaldo, fijé la mirada en la ventana, allí donde decenas de coches nos rodeaban mientras intentábamos salir de la Diagonal, y dejé que el cansancio me arrastrase a un estado entre el mundo de los sueños y el real en el que mi mente al fin pudo relajarse.

Durante todos aquellos días habíamos trabajado juntos para intentar dar sentido a mis recuerdos. Habíamos pasado decenas de horas encerrados en un laboratorio, frente a una pizarra, escribiendo y borrando la línea cronológica de mi vida. El doctor Delgado conocía los acontecimientos más importantes, y con base en ellos íbamos rememorando el resto de los recuerdos, clasificándolos dependiendo de su importancia y de la claridad con los que los recordaba. Había sido un largo viaje a través de mi vida.

Un viaje en el que, curiosamente, no siempre me había sentido la protagonista.

Si había algo en lo que Julián tenía razón era en que estaba muy confundida. Había momentos en los que todo me parecía artificial, en los que una vocecilla en el fondo de mi mente me decía que estaba siendo engañada, que debía despertar, pero no lograba entender a lo que se refería. ¿Quién me engañaba? ¿Quién me mentía? Y lo que era aún más importante, ¿despertar? ¿Cómo iba a despertar si no estaba soñando?

—Me siento como una invitada en mi propio cuerpo —le decía a veces a Julián, tratando de transmitirle la extraña sensación de irrealidad que me acompañaba en ciertas ocasiones—. No tiene sentido, pero a veces tengo la sensación de que todo esto es un sueño y que estoy a punto de despertar.

—Tiene sentido —respondía él, restándole importancia—. Has estado muy al límite, Vanessa. De hecho, todos creíamos que te íbamos a perder.

—Y, sin embargo, aquí estoy.

—Aquí estás, sí, así que espero que a partir de ahora empieces a dar gracias a diario a la vida por esta nueva oportunidad. Eres muy afortunada.

¿Lo era? Sí, lo era. Había intentado suicidarme y había sobrevivido. Me habían encontrado a tiempo y tras pasar varios años en coma, había logrado regresar de entre los muertos. Sin duda, mi caso era un auténtico milagro. No obstante, incluso así, ni estaba feliz, ni mucho menos me sentía afortunada.

No sentía prácticamente nada.



Pasaban tan solo unos minutos de las once de la mañana cuando llegamos al palacete donde mi padre se había instalado, en el Tibidabo. Al parecer no llevaba demasiado tiempo viviendo allí, tan solo un año, pero en ningún momento se había separado de mí. Julián decía que había pasado meses enteros alojado en hoteles, esperando mi despertar, hasta que finalmente se había comprado la casa, pero tenía mis dudas. Mi padre no era de esos. Además, tenía ciertas dudas de que realmente estuviese interesado en que volviese al mundo de los vivos. Obviamente, aquella parte de los recuerdos no se la había transmitido a Julián, pero lo recordaba todo. Recordaba el contenido de la reunión que tanto nos había marcado a Miguel y a mí, y recordaba por qué había viajado a Málaga.

Lo recordaba todo.



—Has vuelto —fue lo primero que me dijo David nada más vernos, a modo de saludo—. Estás...

Estaba igual, pero a la vez muy cambiada, sí. David no lo dijo, pero lo pude leer en sus ojos. Por desgracia, en aquel entonces ya no me importaba. De hecho, ni tan siquiera estaba emocionada por volver a verle. Él sí, se notaba: podía percibir su deseo de que nos fundiésemos en un abrazo, pero tal era mi malestar que me limité a sonreír.

—Gracias por venir a recogerme —le dije.

Y sin decirnos mucho más fuimos al aparcamiento del aeropuerto, donde tenía aparcado el coche de su padre.

Apenas hablamos durante el viaje de ida. A David le apetecía, pero yo simplemente quería llegar a casa. Quería ver a mi padre... o mejor dicho, quería hablar con mi padre. Por aquel entonces no sabía cómo iba a abordar el tema, pero tenía claras mis intenciones. Quería saber la verdad, necesitaba saberla, y no estaba dispuesta a volver a Madrid hasta que no me lo contase todo.

Tonta de mí, creía que podría soportarlo.

Agradecí a David que me hubiese recogido y me despedí de él con un beso en la mejilla. Le prometí que nos volveríamos a ver antes de que me fuese, y fue cierto. Volvimos a vernos un par de veces en el faro, para recordar viejos tiempos. No diré que estaba enamorada de él, pero aún albergaba fuertes sentimientos. Nuestra relación había sido breve pero intensa, y durante el tiempo que habíamos estado juntos había sido feliz. Tan feliz que había creído que estando con él podría recuperar parte de aquella felicidad. Creía que aunque fuese durante unas horas podría volver a disfrutar de la vida, pero me equivocaba. Y él hizo cuanto pudo por intentarlo, no voy a negarlo. Estaba enamorado de mí, se notaba, pero no fue suficiente. Mi corazón estaba tan herido de muerte que ni tan siquiera él logró hacerme olvidar lo que había venido a hacer.

Seis días después de mi llegada a Málaga reuní las fuerzas suficientes para enfrentarme a mi padre y hacerle la pregunta. No lo hice directamente, o al menos eso quiero pensar, pero tras casi media hora de tensa conversación le planteé mis dudas. Le confesé abiertamente todo lo que había sucedido con Miranda Ochoa y me limité a escuchar lo que tenía que decir.

—Por el amor de Dios, Vanessa, ¡es mentira! ¿¡Cómo iba a hacerle daño a tu hermana!? ¡Adoraba a Irene! ¡Lo sabes perfectamente!

No me cabía la menor duda. Adoraba a mi hermana, sí, y durante casi una hora estuvo hablando sobre ella, demostrando cuánto la quería y cuánto la recordaba, lo marcado que había quedado por su muerte y lo dolorosa que era aquella acusación.

No mentía.

Al menos no en todo. La muerte de Irene nos había afectado a todos, en especial a mi madre y a mí, pero él tampoco lo había pasado bien precisamente.

No obstante, aunque sus sentimientos parecían totalmente sinceros, había habido algo en su respuesta que me había inquietado. Algo que había logrado sembrar las dudas en mí y acrecentar el temor que me había hecho viajar hasta allí. ¿Fue su tranquilidad? ¿O quizás lo perfectamente estructurada que tenía la respuesta?

No. Todos aquellos factores influyeron, sí, pero lo que realmente despertó mis sospechas fue lo que su reacción causó en mí. No fue una palabra, ni tampoco un gesto: en realidad fue la mezcla de todos aquellos factores los me hicieron entender que, en realidad, mi padre ya sabía que le iba a formular aquella pregunta. Desconocía desde cuándo lo sabía, si desde la llamada o antes, pero era evidente que llevaba tiempo esperando que le plantease mis dudas. Sabía que tarde o temprano sucedería y se había preparado muy bien para dar una respuesta creíble. De hecho, había interpretado muy bien su papel. Por desgracia, no lo suficiente. Quizás aquella reacción le habría servido con cualquier otra persona, desde la policía hasta la prensa, pero no conmigo. Percibí la mentira en él y aquella misma noche decidí descubrir la verdad.

—Decías que tenías pruebas —dije tan pronto Miranda respondió a mi llamada. Eran más de las tres de la madrugada, pero incluso así la doctora no dudó en cogerme el teléfono. Probablemente, supiese lo que iba a decirle—, pues adelante: muéstramelas. Quiero verlas. Estoy delante de la comisaría. Si no lo haces, presentaré la denuncia ahora mismo.

—Tranquila, no hará falta —aseguró—. Busca un banco donde sentarte y respira hondo: lo vas a necesitar.

Diez minutos después, Miranda Ochoa me demostró que no mentía.



Las altas verjas del palacete se abrieron para dejarnos entrar en el patio delantero. Rosa condujo entre los rosales con lentitud, sin salirse del camino, hasta alcanzar la entrada principal al majestuoso edificio. Allí, de pie frente al umbral de la puerta, me esperaba mi padre. Lo observé durante unos segundos desde detrás de la ventana, pensativa, incapaz de detener el veneno que su mera presencia despertaba en mí, y me esforcé por sonreír. Era lo esperaba: era lo que quería.

Rosa me abrió la puerta.

—Señorita Vanessa...

Respiré hondo antes de recorrer la distancia que nos separaba. Podía sentir la mirada de mi padre clavada en mí, quemándome con su ansiedad. Incluso desde la distancia podía leer sus dudas: ¿recordará lo que pasó?

No necesitaba haber sido testigo de la conversación para estar convencida de que Julián le había asegurado de que no, que no recordaba nada. Iluso.

No me costó interpretar mi papel. Aunque por dentro estaba totalmente rota, pues mi corazón jamás había llegado a sanar la herida de muerte que me había llevado hasta aquel barranco, la irrealidad que envolvía mi regreso al mundo de los vivos lo facilitó todo. Recorrí la distancia que nos separaba con paso firme, sin apartar la mirada de la suya en ningún momento, y me detuve frente a él. Una vez cara a cara, ladeé ligeramente el rostro tal y como había hecho en el pasado, después de que David me dejase en casa tras haberme recogido en el aeropuerto, y le guiñé el ojo.

—Que viejo estás, papá.

Su abrazo no despertó nada en mí. En otros tiempos su cariño habría desbordado mis emociones: me habría llenado de lágrimas los ojos e incluso habría logrado generarme cierta ansiedad. Habría despertado mi nerviosismo. Aquel día, sin embargo, volvía a ser una mera visitante en mi vida.

Una lectora de un libro cuyo desenlace conocía desde el principio.

—Aún no me creo que hayas vuelto, Vanessa —me susurró al oído mientras me estrechaba con fuerza entre sus brazos—, es un milagro.

—¿Has rezado mucho por mí?

—A diario.

—Pues parece que ha funcionado.



Mi padre había preparado una habitación en la segunda planta para que me instalase. Según me contó durante la comida, íbamos a pasar una temporada más en Barcelona hasta que acabase de recuperarme del todo. Una vez estuviese bien, nos mudaríamos a Madrid con mi madre.

¡A Madrid!

—¿Pero mamá y tú volvéis a estar juntos? —pregunté con auténtica sorpresa.

Mi padre asintió desde el otro lado de la mesa. Carmen, su asistente personal tanto en su vida personal como en la laboral, había preparado la comida: un plato de arroz con marisco maravilloso.

—¿En serio? —exclamé, y aunque en el fondo de mi alma no estaba todo lo emocionada que debería, aplaudí—. ¡Vaya! Eso son muy buenas noticias. ¿Cuándo habéis vuelto?

—Bueno, vamos a volver —corrigió, incapaz de disimular el evidente enamoramiento que tanto le había caracterizado. A diferencia de mi madre, que siempre se había mostrado algo más distante, el amor que le profesaba mi padre era evidente—. Gracias a ti vamos a volver.

—¿Gracias a mí?

—Me prometió que si lograba salvarte volveríamos a ser una familia.

Vaya por Dios. Muy propio de mi madre, sí.

Aquella tarde mi padre hizo cuanto pudo por intentar recuperar el tiempo perdido. Comimos juntos, paseamos, charlamos y reímos. Incluso trató de reconquistar mi corazón herido mostrándome fotografías y grabaciones del pasado, pero había algo que impedía que hubiese conexión entre nosotros. A simple vista la había, sí, él me trataba como a su hija y yo veía en él a mi padre, pero ni yo lograba despertar sentimientos auténticos en él, ni él en mí. Era como si hubiese un muro entre nosotros. Un muro que, aunque en un inicio intenté ignorar, con el paso de las horas se fue haciendo cada vez más evidente hasta el punto que, por mucho que lo intentase, no era capaz de sentir vínculo alguno con él. Ni me reconocía en las fotos, ni tampoco en las grabaciones. O peor aún, sí, yo era la protagonista de todos aquellos bonitos recuerdos, pero su visión no causaba sensación alguna en mí. Era como si el accidente me hubiese arrebatado aquella capacidad de sentir... como si en el fondo no me importara.

Como si aquella vida no me perteneciese.

—¿Te acuerdas de ella, cariño? —me preguntó en cierto momento.

Nos encontrábamos en el porche del palacete, disfrutando del atardecer con un par de refrescos sobre la mesa y una instantánea de Irene y de mí de pequeñas entre manos, ambas disfrazadas de mariposas. Estábamos abrazadas y sonreíamos mientras mirábamos a la cámara, encantadas de que mi madre nos hiciese la fotografía. Queríamos inmortalizar aquel momento para siempre.

Y sí, lo recordaba. Recordaba la escena, la gente llenando el patio del colegio al que ambas asistíamos y las cintas de colores que pendían de entre los árboles. Recordaba el olor del chocolate deshecho, la música infantil de fondo y la expresión de mi madre. La suya, la de mi padre y la de Irene... y también la mía. Me recordaba a mí misma disfrazada como si me estuviese mirando en un espejo.

Como si me viese desde fuera...

Como si fuera una mera espectadora.

Cerré los dedos alrededor de la fotografía, tratando de beberme su esencia, de empaparme de todo el sentimiento que albergaba en su interior, pero no lo conseguí. Los recuerdos me salpicaron dibujando imágenes difusas en mi mente, pero poco más. En mi memoria aquel carnaval se asemejaba más a un anuncio grabado en un plató de televisión que a una fiesta real.

—¿Te acuerdas de Irene, cariño? —insistió ante mi silencio.

Y aunque no lo dijo, tan solo necesité mirarle a los ojos para comprender el mensaje oculto en aquella pregunta. En el fondo no le importaba lo más mínimo que recordase o no a mi hermana: lo que realmente le inquietaba era saber si me acordaba de quién era su asesino.

Una sonrisa brotó en mis labios espontáneamente.

—Me acuerdo, sí.

—Yo también, a diario. —Ensanchó la sonrisa sin apartar la mirada de mí en ningún momento. Intentaba leer mi mente—. ¿Recuerdas lo que le pasó?

—Un tema un tanto escabroso del que hablar, ¿no te parece?

—Es importante —aseguró—. Tu hermana es una parte vital de nuestras vidas, y quizás lo mejor sería que si no lo recuerdas lo dejásemos así, pero sé que no es lo que querrías. Aunque sea doloroso, sé que quieres tener presentes esos recuerdos.

Tranquilo, los tenía muy presentes.

—Reconstruiremos nuestras vidas, tienes mi palabra —prosiguió—. Hemos pasado una etapa muy oscura, llena de dolor. Tu madre y yo hemos vivido auténticas pesadillas, pero ahora que has vuelto vamos a recomponer el puzle. Volveremos a ser una familia... —Hizo un alto—. Tu regreso es una bendición, Vanessa: es lo que necesitábamos para volver a intentarlo. No te puedo prometer que las cosas vuelvan a ser como antes: sin tu hermana no va a ser posible, pero me esforzaré para que sean lo mejor posibles, ya verás. Iremos a Madrid una temporada, pero pronto volveremos a Málaga. —Volvió a sonreír—. ¿Recuerdas lo bien que lo pasabas en Málaga, cariño? ¿Recuerdas a tus amigos? ¿Y a David?

El nombre de David resonó con fuerza en mi mente, despertando extrañas sensaciones. Su recuerdo era muy lejano, pero a la vez era tan cercano que me quemaba el mero hecho de no tenerlo allí. Era como si su ausencia me doliese, aunque no entendía el motivo. De nuevo, aquellos sentimientos no parecían pertenecerme.

Despertó un pitido en lo más profundo de mi cabeza. Un pitido muy agudo que apenas me dejaba pensar con claridad. Empezó a dolerme la cabeza.

Me levanté repentinamente mareada, con la sensación de que cuanto había a mi alrededor iba a desmoronarse de un momento a otro, y me adentré en la casa, dejando a mi padre con la palabra en la boca. Recorrí los pasadizos con paso firme, con mi habitación como objetivo, y una vez en ella me dejé caer en la cama boca abajo.

El pitido se convirtió en un chirrido ensordecedor ante el que no pude más que cerrar los ojos con desesperación. Estaba soñando, sí. Cada vez lo tenía más claro. Estaba soñando: estaba atrapada en un sueño tremendamente real y necesitaba despertar. Tenía que despertar costase lo que costase...

Tenía que escapar.

—¡Vanessa! —exclamó la voz de Luís Domínguez desde la lejanía.

Abrí los ojos por un instante para localizarlo, para encontrarlo en mitad de aquel torbellino de ruido, pero rápidamente volví a cerrarlos. Estaba muy cerca de mí, pero a la vez muy lejos. Al otro lado del velo que separaba los dos mundos... en el medio.

Volvió a decirme algo, mencionó el nombre de Julián y se fue, dejándome a solas en la habitación. Sola en la celda donde los barrotes del sueño me impedían escapar.

Si al menos el Capitán Málaga hubiese estado allí para ayudarme a salir...



Cuando desperté la oscuridad se colaba por las ventanas de la habitación. No recordaba cuándo me había quedado dormida, pero tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo. De hecho, ni tan siquiera estaba en el mismo lugar. Aquel lugar no era la clínica, ni mucho menos mi camilla.

Mis ojos parpadearon con lentitud, tratando de adaptarse a la penumbra. Mi cuerpo se incorporó movido por una fuerza que yo ya no controlaba y por un instante vi mi propio reflejo en un espejo. El reflejo de alguien que no era yo. Mi cuerpo se incorporó y se acercó para poder comprobar su propia identidad.

Ni yo me reconocía, ni tampoco el nuevo dueño de mi cuerpo.

Ni Alicia, ni Vanessa.

Apoyó la mano sobre el cristal y me miró. La chica que se miraba al espejo y la de su reflejo no eran la misma, y aunque yo era ambas, a la vez no era ninguna de las dos. Era como si alguien tirase de los hilos de nuestro cuerpo y nuestra vida... como si ya ninguna de las dos fuésemos dueñas de nuestra propia existencia.

Pero en aquel momento, cara a cara, pude sentir su mirada fija en mí. Me miraba desde algún lugar más allá de la vida. Desde un lugar en el que llevaba mucho tiempo atrapada tras haber saltado al abismo.

El mismo abismo al que había sido lanzada mi conciencia semanas atrás para intentar instalar aquellos recuerdos inconexos con los que habían tratado de convertirme en alguien que jamás iba a regresar.

Nos habían destruido. Alguien había intentado juntar mi cuerpo con su mente en un intento desesperado por recuperarla, pero lo único que había logrado había sido atraparnos en una espiral de recuerdos que marcaban el destino de ambas. En el pasado y en el presente. En el futuro. La historia siempre iba a acabar igual.

Siempre.

Mis pies empezaron a trazar un camino a través del interior de la vivienda. Salí de la habitación y paso a paso fui avanzando a través de sus pasadizos hasta alcanzar la escalera que daba a los pisos superiores. Nivel a nivel fuimos avanzando, mezclando los muebles que confeccionaban la realidad con los árboles y las plantas del pasado, hasta alcanzar la última planta, allí donde tan solo el manto de nubes había cubierto el cielo en el pasado. Me adentré en una habitación donde los muebles estaban cubiertos por mantas ya llenas de polvo y avancé hasta alcanzar una ventana cerrada.

Abrí la ventana y subí al alfeizar. Me puse en pie y volví la vista atrás... y aunque en la habitación no había nadie, sí lo había en el bosque del pasado, en el saliente, en el barranco.

Cara a cara bajo la luz del atardecer.



—¡No! —gritó de repente Luís Domínguez, deteniéndose a cierta distancia. Respiraba muy agitado y tenía el rostro totalmente rojo por el esfuerzo—. ¡No lo hagas!

—¡No te acerques! —respondí yo, volviéndome hacia él. La brisa hacía que la falda blanca de mi vestido revolotease alrededor de mis piernas, dejando a la vista los arañazos y los cortes—. ¡Lo sé todo!

—¡No sé de qué me estás hablando, cariño! ¡No tengo la más mínima idea, pero sea lo que sea lo podemos hablar! ¡Lo podemos solucionar!

Hablar. Una sonrisa agria se dibujó en mi rostro. En el rostro de Vanessa.

En el rostro de Alicia.

En nuestro rostro.

—¡No! —sentencié—. No hay nada que hablar. Ya no.

—¡Espera, por favor! ¡Dame una oportunidad, cariño! ¡Déjame tan solo explicarme... tan solo un minuto, nada más! ¡Solo eso! ¡Te lo suplico!

—¡Cállate! ¡Mentiroso...! ¡Nunca podré perdonártelo!



Y saltamos. Vanessa saltó en el pasado y volvió a saltar en el presente con mi cuerpo.

Murió en el pasado, y volvió a morir en el presente.

Pero no lo hizo sola.







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