21 - día 62
Tres días después volví a casa. Lo hice sola, sentada en la parte trasera del Ateca blanco de Rosa y con una extraña sensación de vacío en el corazón. Apenas recordaba nada de lo ocurrido durante mi último ingreso, pero sí la muerte de Daniela. Su expresión de horror al vernos por última vez se me había grabado a fuego en la memoria de tal forma que no era capaz de deshacerme de ella. Por mucho que lo intentaba, siempre volvía.
Pero Delgado decía que era normal. Según su teoría necesitaba tiempo para superar una tragedia tan grande como la de Daniela, y en el fondo de mi alma sabía que tenía razón. Después de todo, ¿qué eran tres días?
Caía ya la tarde en Santa Helena cuando Rosa detuvo el coche frente al portal de casa. Me despedí de ella con un asomo de sonrisa y bajé con la mochila cargada a las espaldas. Me sentía con algo más de energía de lo habitual, pero tal era mi estado de ánimo que no me veía con fuerzas de nada. Subí hasta mi planta y entré en casa sin cruzarme con nadie. Una vez en el vestíbulo dejé caer la mochila al suelo y me metí en la habitación, donde la cama me esperaba con las sábanas estiradas. Tomé asiento en el borde, sin tan siquiera molestarme en mirarme en el espejo, y saqué el móvil.
Empezaba a estar preocupada.
/ Alicia – David, en serio, estás enfadado? He hecho algo? Dime algo por favor.
Había perdido la pista al Capitán Málaga dos días atrás, cuando tras despedirse de mí con un tierno beso en la frente se había ido para no volver a aparecer más. Antes de hacerlo había asegurado que volvería al siguiente día, como de costumbre, pero no lo hizo. Ni apareció ni me llamó. De hecho, ni tan siquiera respondió a ninguno de mis mensajes. Y estaba en línea, ¿eh? No leía mis WhatsApp, pero se conectaba de vez en cuando. Por desgracia, no parecía reparar en mí. Era como si, de un día para otro, me hubiese vuelto invisible para él...
Era desconcertante.
Una vez más, la duodécima aquel día, seleccioné su contacto en la agenda y presioné el botón de llamada. Sabía que no iba a responder, que si no lo había hecho hasta entonces era porque tenía un buen motivo, y no me equivoqué. Sonaron varios tonos antes de saltar el contestador.
—David...
Tuve la tentación de dejarle un mensaje, pero corté la llamada a tiempo. Anteriormente, lo había hecho y no me sentía demasiado orgullosa de ello. Paseé el dedo índice por la pantalla, pensativa, y dejé el móvil en la cama para sacar ropa del armario. Poco después, ya bajo el chorro de agua caliente de la ducha, me pregunté qué debía hacer. No recordaba haber tenido ninguna discusión con David, pero su comportamiento me generaba dudas. Mi querido malaguita no era de los que desaparecía sin más... ¿Le habría pasado algo? En ningún momento había querido plantearme aquella posibilidad, pero después de tantas horas de silencio no me quedaba más remedio que preguntarme si no habría tenido algún problema o accidente. Quería pensar que su tío Jero me habría dicho algo, pero a él tampoco lo había visto en las últimas horas, así que no sabía qué pensar.
Era como si se los hubiese tragado la tierra...
Pero aquello no tenía ningún sentido.
Decidida a descubrir la verdad, salí de la ducha, me vestí y me sequé el pelo. Una vez preparada, cogí la chaqueta y salí al paseo marítimo. En una ocasión David me había enseñado donde vivía, así que me dirigí hacia allí. No estaba cerca, al menos no todo lo que me habría gustado, pero el paseo me sentó muy bien. Me conecté a Youtube para amenizar el viaje con un poco de música pop, lo más comercial del momento, y paso a paso fui avanzando a través de Santa Helena hasta alcanzar el tranquilo barrio dormitorio donde mi buen amigo vivía. Callejeé arrancando el recuerdo el día que habíamos subido a su piso y tras casi media hora de búsqueda en la que en varias ocasiones me perdí, al fin alcancé el gran edificio rojo en cuya quinta planta vivía David.
Me planté frente a la puerta y pulsé el botón de llamada correspondiente a su vivienda. Una vez, dos, tres...
No hubo respuesta.
Me alejé unos pasos y alcé la mirada hacia la fachada, tratando de ver algo en su ventana. Por desgracia, el ángulo me impedía ver nada, salvo las persianas medio bajadas y el reflejo del sol en el cristal. Saqué de nuevo el móvil, cada vez más intranquila, y volví a llamar.
Nada.
—¡Joder! ¿¡Pero qué pasa!?
Apreté de nuevo el botón del interfono con furia. Cada vez estaba más nerviosa, lo notaba. De hecho, las lágrimas empezaban a bañar mis ojos. No entendía absolutamente nada.
—¡David! —exclamé al fin. Golpeé el telefonillo con el puño, me alejé unos pasos—. ¡¡Joder!!
—¡Eh, eh, tranquila! —dijo de repente alguien.
La cabeza de una chica de poco más de quince años asomó por una de las ventanas del bajo. No la había visto nunca anteriormente, pero por su expresión supuse que llevaba un rato observándome. Las dos nos miramos sin saber muy bien qué decir hasta que decidí acercarme.
—Perdona, ¿conoces a David Baena? —pregunté, alzando la vista para poder mirarla a los ojos.
—Es el chico malagueño, ¿verdad? El del quinto.
Asentí con la cabeza.
—¡Sí! ¡Ese! ¿Sabes algo de él? Llevo unos días intentando llamarle y no lo localizo. ¿Sabes si está en casa?
La chica se cruzó de brazos.
—Pues los vi antes de ayer aquí abajo con un montón de maletas... estaba discutiendo con su tío. Parecía bastante enfadado, la verdad. Decía que no le parecía bien lo que estaba haciendo, que ya era mayor para decidir lo que quería hacer... total, que creo que se han largado. —La chica se encogió de hombros—. Al menos no se les ha vuelto a ver.
—¿¡Se han ido!?
Convencí a la chica para que me abriese el portal para poder comprobar lo que decía. Por desgracia, tal y como era de esperar, la puerta estaba cerrada a cal y canto. Llamé un par de veces sin éxito y, decidida a saber la verdad, probé suerte con una de las vecinas.
Pocos minutos después ya me había constatado la historia. Al parecer, los Baena se habían ido de Santa Helena...
¿¡Pero por qué!?
Regresé a casa con una mezcla de rabia y tristeza en el estómago. No entendía absolutamente nada, ni que se hubiese ido tan de golpe ni tampoco que no me respondiese a las llamadas. Debía haber pasado algo grave, ¿pero el qué? ¿Sería posible que Jero le hubiese quitado el móvil y por eso no me pudiese responder?
Fuese cual fuese la respuesta, las lágrimas ya bañaban mi rostro cuando llegué al portal. Busqué las llaves y me dispuse a entrar, pero algo me detuvo. Tenía la vista tan borrosa que ni tan siquiera le había visto, pero había alguien a mi lado.
Alguien cuya voz reconocí de inmediato.
—¿Julián?
—Eh, Alicia, ¿pero qué te pasa, reina?
Sin la bata parecía otra persona. De hecho, cambiaba tanto vestido con aquel elegante traje gris, la camisa y la corbata que incluso me costó reconocerlo. Hasta se había engominado el pelo. No obstante, era él, no cabía la menor duda.
El doctor acudió a mi encuentro con evidente preocupación y me abrazó con cariño, de modo paternal. Me dio un beso en la frente... y no necesité más para echarme a llorar en sus brazos.
Fue un poco ridículo, lo sé, pero no pude evitarlo. Tenía tantas ganas de llorar y gritar que no pude evitar que el torrente de sentimientos me desbordase. Enterré el rostro en su hombro, ocultándolo a todos, incluido a él, y dejé que las lágrimas brotasen como un auténtico manantial. Primero Daniela y después David. Era demasiado.
Julián me acompañó hasta casa, donde al fin logré tranquilizarme un poco. Hasta entonces el doctor no había logrado articular palabra, sin saber qué decir, pero su mera presencia me había bastado para calmarme.
—¿Mejor? —me preguntó tras unos minutos, ofreciéndome un vaso de agua.
Acepté la bebida y le di un sorbo. No sabía cómo había llegado hasta allí, pero me encontraba en el salón de mi propia casa, frente a la pantalla del televisor. A mi lado, observándome con cara de circunstancias, Julián permanecía de pie. Seguía sin saber qué decir. Quizás en el campo de los sueños fuese un genio, pero como psicólogo era un auténtico negado.
—Sí, gracias —murmuré—. Perdona el numerito, es que...
—Antes de que te pongas a llorar otra vez, si estás así por Baena que sepas que no es lo que parece. Se ha tenido que ir, sí, pero por un tema familiar. El padre de David ha fallecido.
—¿¡Cómo!?
La noticia me golpeó como un jarro de agua fría, dejándome sin palabras. Había estado tan preocupada por mi propio bienestar que ni tan siquiera me había planteado seriamente la posibilidad de que le hubiese pasado algo grave de verdad.
Era horrible.
Cerré los ojos, angustiada al imaginar cómo debía sentirse David ahora mismo, y suspiré profundamente. Lo raro hubiese sido que me hubiese respondido a los mensajes.
—Cielos, y yo molestándole con mis tonterías...
—Bueno, no sé qué le habrás hecho, pero no creo que le molestes precisamente. —Julián tomó asiento a mi lado, en el brazo del sillón—. Ese chico está loco por ti. De hecho, antes de irse pasó a verte pero estabas dormida.
—¿Le viste?
Asintió con gravedad.
—Sí, y estaba hecho polvo, no te voy a mentir. Por lo visto estaba muy unido a él... tanto él como Jero. En fin, una auténtica desgracia. Por el momento no van a volver: Jero ha pedido el traslado para poder estar con sus padres tras este duro revés. Por lo visto, son personas ya muy mayores.
—Ya me imagino... ¡joder, que mierda! —Sacudí la cabeza con amargura—. ¡Es horrible! ¿¡Pero qué le pasa al mundo!?
—Pues que no deja de girar, Alicia. Eso le pasa.
Delgado tenía razón. El mundo no se detenía por nadie y mucho menos por alguien como yo. Por desgracia para mí, no era fácil asimilar tanto cambio en solitario. Con David todo era mucho más fácil. Él me servía como apoyo: era la mano que nunca me dejaba caer. Ahora, totalmente sola, iba a tener que hacer un auténtico esfuerzo para que el océano de miedo en el que últimamente flotaba no acabase engulléndome.
Pero independientemente de que David estuviese o no, lo que era un hecho era que Delgado sí que estaba allí, en mi casa, en mi sillón, y dudaba que fuese por casualidad.
No necesitó más que ver el modo en el que le miraba para darse por aludido.
—Supongo que te preguntas qué hago yo aquí, ¿verdad? Y con estas pintas... —Rio sin humor—. Pues verás, ¿recuerdas aquella cena en la que te dejé plantada?
—¿El primer día que llegué aquí? Oh, sí, me acuerdo: como para no acordarme.
—Pues bien... ¡vengo a compensarte por ello! —Volvió a reír, esta vez más animado—. Sabía que si te lo decía por teléfono no aceptarías, así que por eso he decidido plantarme aquí. Quiero que cenemos juntos.
—¿Juntos?
Julián no permitió que ninguna idea extraña tomase forma en mi mente. Antes incluso de que pudiese empezar a cuestionarle, se apresuró a aclararlo todo.
—No es una cita ni nada por el estilo, no te montes películas, Alicia, que te veo. Estoy felizmente casado. Hoy se celebra una cena de negocios importante a la que ambos debemos asistir, nada más.
—¿Una cena de negocios? ¿Con quién?
Una sonrisa tímida se dibujó en sus labios.
—Con Luís Domínguez, el dueño de los laboratorios Himalaya. El jefe, vaya. Vamos a ir a cenar con él y su hija Sara. El otro día os conocisteis en el tanatorio, no sé si lo recuerdas. Os encontrasteis casualmente y despertaste su curiosidad.
—¿Y sabía quién era?
—Claro. Él paga tu nómina, ¿recuerdas? El señor Domínguez sigue de cerca todos los proyectos, incluido el tuyo. Y precisamente porque estamos ya en la recta final quiere conocerte un poco más en profundidad. Espero que no te moleste...
—Tengo que ir a esa cena sí o sí, ¿verdad?
Julián respondió con un simple asentimiento. Podría negarme, por supuesto, dadas las circunstancias tendría motivo más que de sobras para querer descansar un poco, pero no quería jugármela. Después de tantas semanas de sacrificio no quería que un error en el último momento diese al traste con el suculento contrato del que me estaba beneficiando. Además, sentía curiosidad por aquel hombre. Luís Domínguez era el padre de Vanessa, la chica con base en la que había construido a mi Reina de los Sueños, y quería saber más sobre él. Con suerte, conociéndole podría saber más sobre ella...
—De acuerdo, iré.
—¡Genial! ¡No esperaba menos de ti, Ali! Te irá bien para despejarte.
—Supongo que sí.
—Pues venga, arréglate, hemos quedado en menos de una hora. —Julián se dejó caer a mi lado en el sillón y recogió el mando de la televisión de la mesa—. Yo te espero aquí, ¿eh?
Luís Domínguez y su hija ya nos estaban esperando en el restaurante Cova Nova cuando llegamos. No íbamos tarde, habíamos quedado a las nueve, pero ellos se habían adelantado, lo que les permitió elegir los mejores asientos de cara al restaurante. Julián y yo, por el contrario, nos vimos obligados a sentarnos de cara a la pared, allí donde una gran red se extendía con más de una decena de peces disecados expuestos.
Aquella noche Luís Domínguez estaba especialmente elegante. Al igual que Delgado, Domínguez había elegido un traje de color negro y una corbata caoba. Supongo que aquel encuentro era importante para él. Su hija, sin embargo, lucía ropas algo menos formales. Sara llevaba un vestido celeste de falda corta y el cabello rubio recogido en una larga trenza que le caía por la espalda, lo que le daba un toque juvenil mucho más apropiado para ella. Yo, por mi parte, siguiendo el consejo de Delgado, había decidido elegir el vestido blanco que tan bien decía que me quedaba. Por suerte, era mi favorito, por lo que no tuve demasiado reparo en ponérmelo.
—Me alegra verte mejor, querida Alicia —me dijo Luís con amabilidad mientras nos estrechábamos la mano—. Hacía tiempo que quería conocerte.
—Estoy mejor, gracias —respondí esforzándome por sonreír—. Es usted muy amable por preocuparse.
—Te presento a mi hija Sara.
Me acerqué a la chica para saludarla con dos besos. A diferencia de Luís, que tenía un aspecto espléndido a la luz de las velas, Sara parecía agotada. Tenía los ojos hundidos y los pómulos muy marcados a causa de su extrema delgadez. Porque estaba muy delgada. Mucho más de lo que había estado la última vez que la había visto, o al menos el recuerdo que tenía de ella.
Era como si, en apenas unas semanas, se hubiese consumido.
—Hola, Sara.
—Hola, Alicia, ¿qué tal?
Respondí con un sencillo asentimiento, a lo que ella replicó con el mismo gesto. Seguidamente, tomamos asiento en la mesa.
Fue una cena extraña. Aunque al principio la conversación fluía con cierta dificultad, con Luís y Julián sacando temas y debatiendo entre ellos, no tardé en encontrar mi lugar. Ambos parecían bastante interesados en conocer mi punto de vista de cuanto hablaban. Por suerte, era fácil cuando los temas a tratar eran cuotidianos. Luís quería hablar de viajes, sobre mis gustos y sobre arte; sobre mis estudios de veterinaria y el planteamiento de futuro que tenía. Sobre lo último no tenía aún las ideas demasiado claras, y mucho menos después de lo que había ocurrido en los últimos días, pero de lo que sí que estaba convencida era de que, tras la visita a mi madre, iría a Málaga. David me necesitaba.
Me sorprendí a mí misma hablando de todos los temas con tremenda naturalidad. Nunca había sido una persona tímida, pero tampoco tan extrovertida con los desconocidos. Aquel día, sin embargo, me sentía totalmente libre para hablar de cuanto quisiera. Julián estaba encantado conmigo, y Luís... en fin, ¿qué decir de él? Aquel hombre parecía tan fascinado ante todo cuanto decía que al principio había llegado a creer que tras aquel encuentro había intenciones extrañas. Con el paso del rato, sin embargo, la realidad salió a la luz. Luís estaba encantado conmigo, sí, totalmente encandilado por mi persona, pero no de una forma sucia. No había interés sexual hacia mí, ni tampoco nada más allá de la pura curiosidad que un padre podría sentir por una hija.
Sí, exactamente era eso. Parecíamos un padre y una hija hablando.
Padre e hija.
Llegué a aquella conclusión durante el segundo plato, cuando mis ojos se cruzaron con los de Sara y vi en ellos envidia. Hasta entonces apenas había sido consciente de su presencia, pues había permanecido toda la cena con los labios sellados, pero su expresión evidenciaba que estaba celosa. Se debía sentir atacada, y no era para menos. Al igual que Julián, Luís solo parecía tener ojos para mí.
Pero aunque me gustaba ser el centro de atención, no me sentía del todo cómoda con el extraño sentimiento que aquella cena estaba despertando en mí. Me sentía tan a gusto con él, tan cómoda, que me costaba controlar mis sentimientos. Probablemente fuese porque estaban desbordados por todo lo ocurrido, pero era innegable que entre nosotros había una conexión especial.
Demasiado especial como para no sentirme culpable.
Aproveché la pausa entre el segundo plato y el postre para ir al baño y coger un poco de aire. Me encerré en unos de los reservados y me senté sobre la tapa de la taza, tratando de ordenar mis ideas. Durante la cena había intentado traer del recuerdo el rostro de mi padre para tenerlo presente, pero me había costado. Cada vez que intentaba concentrarme Luís o Julián me preguntaban algo y perdía el hilo de los pensamientos. De todos modos, ellos no eran los únicos culpables. Yo misma parecía incapaz de recordarlo. Siempre lo había tenido muy presente, prácticamente a diario, pero aquella noche había algo que bloqueaba su recuerdo. Su rostro, su mirada, su sonrisa... me costaba incluso recordar su nombre. Era absurdo, lo sé, era mi padre, pero por alguna extraña razón mi memoria parecía estarlo borrando...
El sonido de la puerta principal al abrirse llamó mi atención. Escuché unos pasos avanzar por el estrecho baño hasta detenerse ante el espejo del lavamanos. Abrió el grifo, corrió un poco de agua... y entonces alguien empezó a sollozar.
La reconocí de inmediato.
Abrí la puerta y acudí al encuentro de Sara, la cual en aquel entonces se encontraba frente al espejo, con las manos apoyadas sobre el mármol. Miraba su propio reflejo con los ojos bañados en lágrimas, incapaz de comprender lo que le aguardaba al otro lado del cristal. Era como si no se reconociese... como si en el reflejo no se viese a sí misma.
Sentí un vuelco en el corazón al verme a mí misma en ella. Sabía que era imposible, pero su expresión era idéntica a la que había tenido yo días atrás, cuando semana tras semana me había ido mirando en el espejo una y otra vez en busca de mi propio yo.
—¿Estás bien?
Sara se sobresaltó al escuchar mi voz. Volvió la vista atrás, hacia mí, y de nuevo en su expresión me vi a mí misma.
Era escalofriante.
—Alicia —dijo con sencillez, sin añadir palabra alguna.
Se secó las lágrimas con el dorso de la mano y volvió a girarse para darme la espalda. Ni se había sentido cómoda con mi presencia en la cena, ni tampoco ahora.
Un tanto desconcertada ante la situación, me acerqué a ella hasta situarme a su lado. No tenía especial interés en entrometerme donde no me llamaban, pero aquella niña despertaba ternura en mí.
—¿Necesitas algo?
—No.
—¿Seguro?
Si las miradas matasen, Sara me habría asesinado en aquel preciso momento.
—Ya te he dicho que no.
—Vale, vale, solo quería ayudar. Perdona si te he molestado.
La niña me miró, pero no respondió. En lugar de ello se cruzó de brazos y me siguió con la mirada mientras me alejaba hasta la puerta, dispuesta a regresar al salón. Visto lo visto, era lo mejor que podía hacer. Antes de salir, sin embargo, cuando ya tenía la mano apoyada en el pomo, me llamó.
—Alicia —dijo en tono seco—, ¿no te cansas?
—¿Cansarme? —pregunté aún si cabe más desconcertada—. ¿Cansarme de qué?
—De todo esto. Sé que llevas meses haciendo una terapia con doctor Delgado, que tienes problemas de insomnio... yo también. Trabajo con él a diario y me habla mucho sobre ti. De hecho, he ido a verte en muchas ocasiones mientras estabas ingresada, aunque siempre estabas dormida. Julián decía que mi presencia lograba tranquilizarte... que estamos conectadas. Ahora, visto lo visto, lo entiendo.
A diferencia de ella, yo no entendía nada, absolutamente nada.
Me adentré unos pasos en el baño hasta quedar a tan solo un par de metros de la niña.
—No tengo la menor idea de lo que me hablas, ¿qué es lo que se supone que entiendes?
—El interés de mi padre en ti... bueno, de mi padre. —Rio sin humor—. Del señor Domínguez. No es mi padre, en realidad, soy adoptada.
—Lo dices por Vanessa, ¿verdad? Porque me parezco a ella.
Sara abrió ligeramente los ojos, en una expresión de sorpresa muy mía, y asintió.
—Él nunca me habla de ella, pero sé que Vanessa murió, y su otra hija, Irene, y antes que yo, la otra chica que adoptó. —Se encogió de hombros—. No sé tú, pero dudo que sea casualidad.
Pasé el resto de la velada tratando de asimilar las palabras de una Sara a la que un repentino dolor de estómago obligó a finalizar la cena relativamente pronto. Luís y ella dejaron el postre a medias, con evidente disgusto por parte de él, y se retiraron dejándonos a Julián y a mí un rato a solas. Un rato que, dadas las circunstancias, acorté el máximo posible. Comí el postre con rapidez, tratando de esquivar las preguntas del doctor sobre mis impresiones sobre Domínguez, y le pedí que me llevase a casa. Una vez en ella, tras cerrar la puerta con llave y echar el cerrojo, algo que prácticamente nunca había hecho, me metí en mi habitación y me planté frente el espejo para estudiar su reflejo.
Mi nuevo reflejo.
El reflejo de Vanessa Domínguez.
Saqué el móvil y marqué el número de Miguel, incapaz de apartar la mirada de mi propio yo. Habría llamado a David o a Daniela de haber estado disponibles, pero dadas las circunstancias no me quedó más remedio que apoyarme en el único amigo que me quedaba en Barcelona.
Respondió a la tercera llamada.
—Miguel, necesito hablar. ¿Podemos vernos? Dime donde estás, y...
—Lo siento, Alicia, pero no me apetece —respondió en tono cortante.
Sorprendida ante su inesperada contestación, tardé unos segundos en reaccionar.
—Pero Miguel...
—Alicia, no me llames, ¿vale? —Hizo una breve pausa. Su voz sonaba tremendamente tensa—. Estoy asustado. Estoy... lo he recordado todo, ¿sabes? Absolutamente todo... voy a volver a Madrid. Lo siento. Cuídate, ¿vale? Quizás más adelante volvamos a hablar, pero... pero ahora no. No me lo tengas en cuenta. Adiós.
Adiós.
Ni tan siquiera me dio opción a responder. Miguel colgó el teléfono y me dejó con la palabra en la boca, frente al espejo y con el reflejo de otra mujer mirándome desde el cristal. Negué suavemente con la cabeza, con el corazón encogido, y me dejé caer en el borde de la cama. Al otro lado del cristal, el reflejo de Vanessa me miraba con fijeza, con curiosidad... con interés.
—Irónicamente, solo me quedas tú, Vanessa —murmuré.
Y muy a mi pesar, la verdad acudió a mí con la fuerza de un huracán: en el fondo, estaba totalmente sola.
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