2 - Día 2
Me vinieron a recoger pronto, unos minutos después de las ocho de la mañana. A aquellas horas estaba medio adormilada después de haber pasado prácticamente toda la noche despierta, por lo que agradecí que mi chófer, una mujer de unos cincuenta años llamada Rosa, me diese conversación. Eso y que me esperase media hora, claro. Para cuando sonó la alarma del móvil por quinta vez, yo aún seguía tumbada en la cama, envuelta en las sábanas y con los ojos cerrados.
—¿Y dices que eres de Alicante? Bonita tierra, mi primer marido era de allí —me dijo alegremente tras presentarnos.
Yo había intentado darle dos besos, como siempre solía hacer con todo el mundo, pero ella había interpuesto la mano entre nosotras. Al parecer, lo habitual en aquel tipo de relaciones era un apretón de manos. Francamente, ni idea.
—Sí, nací en Valencia, pero mi madre y yo nos mudamos a Alicante hace unos años. Temas de trabajo, ya sabes.
En realidad había sido porque habíamos tenido que vender la casa familiar después de la muerte de mi padre para mudarnos a un piso mucho más pequeño en las afueras de la ciudad, pero aquella mujer no tenía por qué saberlo. Al menos no tan pronto.
—¿Y has venido sola? ¿Tu madre se ha quedado allí?
—Sí. Hace poco que ha cambiado de trabajo y no creímos conveniente que pidiese una excedencia tan pronto.
—¡Vaya! Bueno, esta es una buena zona en la que vivir. No tardarás en conocer a gente. Barcelona está muy de moda.
Aunque se encontraba en la entrada de la ciudad, en la avenida Diagonal, llegamos tarde al laboratorio. Una hora, de hecho. Tal era el tráfico a aquellas horas que lo raro habría sido lo contrario. Por suerte, al menos pudimos meter el coche en el aparcamiento privado del edificio. Rosa mostró su tarjeta identificativa al guardia jurado que controlaba el acceso, un tipo con bigote con cara de pocos amigos, y descendimos a través de una empinada rampa hasta el interior de un aparcamiento repleto de coches. Condujo a través de su estrecho interior, tirando de pericia para no rozar el vehículo con ninguna de sus muchas columnas, y se detuvo frente al acceso al ascensor, donde otro guardia jurado custodiaba la zona.
—El laboratorio del doctor Delgado está en la octava planta. Allí te atenderán.
—Gracias, Rosa.
—Nos vamos más tarde, ¿de acuerdo?
Mostré mi carné de identidad al guardia jurado y subí al ascensor, donde presioné el botón número ocho. Había un total de doce plantas, por lo que supuse que sería uno de los edificios más altos de la zona. Aguardé pacientemente a llegar y salí a un estrecho pasadizo de paredes blancas al final del cual había un mostrador con una recepcionista. A sus espaldas, cubriendo prácticamente toda la pared, había un gran cartel blanco con letras negras en las que se podía leer "Laboratorios Himalaya" bajo el dibujo de una montaña. Me detuve frente al mostrador, a la espera de que la recepcionista dejase de hablar por teléfono, y me crucé de brazos. Me sentía inquieta. A izquierda y derecha había dos puertas correderas de cristal tras las cuales aguardaban dos pasadizos de paredes blancas. Por lo demás, en aquel vestíbulo no había nada. Un macetero con una planta artificial de hojas algo ennegrecidas, un par de cuadros modernistas y un espejo.
Empecé a taconear en el suelo.
—¡Bienvenida, señorita Gómez! —dijo al fin la recepcionista, dedicándome una amplia sonrisa de dientes blancos. Era mayor que yo, de unos treinta y largos, con el cabello rubio muy liso y los ojos azules ligeramente maquillados. Era bastante guapa, aunque las gafas de montura roja que llevaba le tapasen demasiado para mi gusto. Eran demasiado grandes para su cara—. El doctor Delgado la está esperando.
—Llego un poco tarde —respondí, acercándome al mostrador con una sonrisa tensa en la cara—. Había mucho tráfico.
—No se preocupe, el doctor acaba de llegar. —La mujer presionó un botón más allá del mostrador y la puerta de cristal de la izquierda se abrió lateralmente—. La está esperando en la consulta número ocho, al final del pasillo.
Me despedí de ella con un asentimiento de cabeza y crucé el umbral. Al otro lado me esperaba un largo pasadizo con puertas numeradas en ambos lados. Una a una las fui recorriendo, sintiendo un peculiar olor parecido al del plástico inundar mis fosas nasales, hasta alcanzar la última. Lancé un fugaz vistazo al reluciente número ocho de la puerta antes de llamar con los nudillos. Se oía una voz masculina procedente de su interior.
—Adelante —dijo el doctor Delgado al oír el golpeteo en la puerta. Me dedicó una amplia sonrisa al verme aparecer, con el teléfono aún pegado a la oreja, y levantó el dedo índice para pedirme unos segundos. Me dio la espalda—. Cris, en serio, hoy llegaré pronto, te lo prometo. No te pongas así, mujer, es trab... vale, vale, me callo. Hasta lueg... —Sacudió la cabeza—. Ni acabar me deja, ¿te lo puedes creer? —El doctor volvió la mirada hacia mí con cara de circunstancias y se encogió de hombros—. En fin... ¡bienvenida!
Nos estrechamos la mano. Julián era un hombre delgado y de estatura media de unos cuarenta y pocos años, con el cabello rubio muy rizado y los ojos verdes. Tenía la piel algo rosada, tono que resaltaba con el color blanco de su bata médica. Su expresión era amistosa, cosa que agradecí. Estaba nerviosa.
—Ante todo, perdona por lo de ayer. No suelo ser tan impresentable —dijo, invitándome a que me sentase en una de las sillas. La consulta no era demasiado grande, con una mesa de escritorio abarrotada de documentos y dosieres y una camilla pegada a la pared derecha. Por lo demás apenas había decoración, tan solo un par de estanterías con libros y un colgador donde había un abrigo gris—. Quería ir, te lo aseguro, pero para cuando me di cuenta ya eran las doce y seguía aquí. —Lanzó un suspiro—. Me dio vergüenza llamarte tan tarde. ¿Cenaste bien, al menos?
—No me quedé. No tenía demasiada hambre tampoco, así que...
—Así que te fuiste a la cama sin cenar —dijo, y negó con la cabeza—. Vaya, ¡primer día y ya te estás saltando las normas!
—En realidad el primer día es hoy.
Lejos de enfadarse, el doctor asintió. Teniendo en cuenta lo ocurrido, supongo que la vergüenza le impediría mostrarse molesto.
—Es cierto, en realidad es hoy. No importa, un día es un día. No obstante, es importante que a partir de ahora sigas la dieta que ha preparado nuestra nutricionista. No quiero que te asustes ni muchísimo menos, pero vas a probar fármacos cuya composición se sale un poco de lo habitual y necesitamos que estés lo más fuerte posible. Pero bueno, si un día te bebes una cerveza o te comes una hamburguesa no pasa nada, eh... ¡aunque yo no te he dicho esto! —Me guiñó el ojo—. Ante todo quería agradecerte el que hayas aceptado participar en este proyecto. La ciencia avanza a grandísima velocidad últimamente y en gran parte es gracias a valientes como tú. Si todo sale bien, que saldrá, podremos ayudar a muchas personas con problemas de insomnio.
Julián abrió uno de sus archivadores para mostrarme unas gráficas evolutivas sobre las distintas tipologías de las alteraciones de sueño existentes en las últimas décadas. Según dijo, se había pasado los últimos dos años de la carrera estudiándolo en profundidad, lo que le había permitido publicar una tesis gracias a la que había ganado varios premios. Muy interesante, por lo visto. Al menos para él, claro. Aguanté la explicación como pude, haciendo un auténtico esfuerzo para soportar el peso de mis párpados, y finalizada la charla regresamos al tema que realmente nos importaba, el tratamiento.
—No sé si habrás ojeado el cuaderno que te he preparado con toda la medicación que debes tomar. Si lo has hecho, habrás visto que la dosis va aumentando progresivamente. Cuanto más adelantados estemos, mayor será la cantidad de fármacos que tendrás que tomar. A pesar de ello no te preocupes, no es que pretenda tenerte medicada todo el día. Simplemente, tengo previsto que tu cuerpo se vaya adaptando, por lo que tendré que ir aumentando la dosis para que te haga efecto.
—¿Y en qué consiste el tratamiento, además de hincharme a pastillas? —pregunté, cruzándome de brazos—. El tipo que me envió, el tal Antonio, habló de una especie de hipnosis.
El médico rio ante mi descripción.
—No es exactamente eso, pero guardan cierta similitud. Haremos terapia, sí, y la haremos durante un estado de conciencia alterado, pero no será como una hipnosis, al menos no del todo. Te trataré mientras estés dormida. Cuanto más profundo sea tu sueño, más lejos podré adentrarme en tu mente para intentar identificar qué causa tu insomnio. Hay altas probabilidades de que en tu caso tu trastorno venga provocado por tu propia mente.
—¿Y cómo se supone que lo va a saber?
—Como te decía antes, Alicia, hemos avanzado mucho en materia médica en los últimos años. Te sorprendería saber lo que somos capaces de hacer... pero tranquila, cuando llegue el momento te lo explicaré en profundidad. Sin prisas. Por el momento, hoy y mañana te realizaremos los primeros controles para asegurarnos de que estás en un estado óptimo para poder someterte al tratamiento. Una vez tengamos los resultados, empezaremos con el resto de pruebas. ¿Te parece bien?
Dudaba que mi opinión importase demasiado, así que me limité a asentir con la cabeza, logrando con aquel gesto que el médico se pusiera en pie. Señaló la camilla y me invitó a que me acercase a ella con un ligero ademán de cabeza. Me colgaban las piernas a medio metro del suelo.
A continuación acudió a mi encuentro para tenderme una vez más la mano.
—El enfermero te indicará qué debes hacer. Por hoy tú y yo ya hemos acabado. Mañana volveremos a vernos. Por cierto, se me olvidaba, esta tarde pasará uno de los abogados del laboratorio por tu casa. Estamos tan convencidos del éxito de esta terapia que hemos decidido añadir una nueva cláusula al contrato.
—¿Qué cláusula?
—El abogado te lo explicará en detalle, pero en caso de fallo orgánico durante el tratamiento tu madre recibiría una indemnización de trescientos mil euros. Una cantidad nada desdeñable, suficiente para hipotecarnos de por vida. —Julián ensanchó la sonrisa—. Se nota que confiamos en lo que hacemos, ¿eh? En fin, nos vemos mañana, Alicia.
El doctor me dejó con un mal sabor de boca que no mejoró con la llegada de su enfermero. No me planteaba la posibilidad de que la terapia pudiese llegar a causarme un daño real, al menos no tan severo, pero el mero hecho de que lo pusieran sobre la mesa me resultó chocante. De todas formas, no tardé demasiado en olvidarme de ello. Me sometieron a tantísimas pruebas que para cuando quise darme cuenta ya estaba encima de una cinta de correr, medio desnuda y con varios cables conectados a mi cuerpo.
Una manera perfecta de empezar el día.
Hicimos una pausa a las once que aproveché para sacarme un té de la máquina (el café estaba prohibido) y subir a la azotea, donde decía el enfermero que había unas vistas magníficas. No mentía. Tratándose de uno de los edificios más altos de la zona, la imagen de la Diagonal y los distintos edificios universitarios que daban la bienvenida a los recién llegados a Barcelona era impresionante.
Saqué el móvil. Una de las condiciones del tratamiento era que no podía utilizarlo durante la terapia, así que aproveché el descanso para comprobar los mensajes. No había recibido demasiados, pues la mayoría de mis compañeros estaban trabajando o estudiando y no habían tenido aún tiempo para notar mi ausencia, pero al menos mi madre no se había olvidado de mí. Algo es algo.
/ Mamá – Qué tal el primer día, Ali? Has ido ya al hospital? Por aquí todo bien, hoy tengo turno de tarde. Besitos.
Mi madre solía acabar todos sus mensajes con "besitos", algo que dependiendo del día lograba hacerme reír. Aquella mañana únicamente logró que sonriese. Negué con la cabeza reprimiendo un suspiro y me dispuse a responder, justo cuando alguien salió a la azotea. Dirigí la mirada hacia él, paralizada ante lo rápido que caminaba, como si quisiera lanzarse desde el borde, y extendí el brazo.
—¡Eh! —exclamé al fin, logrando con mi grito que el recién llegado frenase en seco.
El tipo giró sobre sí mismo y me miró por un instante, sobresaltado por mi presencia. Se llevó la mano al pecho, con el rostro pálido y los ojos muy abiertos, y sacudió la cabeza. Inmediatamente después siguió avanzando hasta alcanzar la barandilla. Apoyó las manos sobre su superficie, arqueó la espalda y bajó la cabeza en un gesto lleno de desesperación.
Le oí maldecir por lo bajo.
Perpleja ante el inesperado espectáculo, me acerqué a él con cautela. Por su bata blanca supuse que sería algún miembro del equipo médico. Me planté a su lado, me agaché y me asomé para verle la cara.
El tipo maldijo al verme aparecer.
—¡Eh! ¿Qué haces? —dijo a voz en grito, a la defensiva. Se apresuró a incorporarse.
—Pues ver qué te pasa, ¿tú que crees? —respondí, encogiéndome de hombros—. Parecía que ibas a saltar.
—¿Saltar?
Miró hacia más allá de la barandilla y negó con la cabeza con rapidez, horrorizado ante la idea. A continuación, dándose por vencido, se dejó caer de espaldas al muro, y dobló las rodillas.
—¡Qué mierda!
Lo observé desde lo alto durante unos segundos antes de sentarme a su lado. Se trataba de un chico joven, de unos veinticinco años, de estatura baja y como diría mi madre, muy enclenque. Tenía el cabello oscuro muy corto, casi rapado, y la piel morena. Sus ojos eran de color avellana, aunque la gran graduación de las gafas lo disimulaba. Me habría apostado cualquier cosa a que sin ellas no veía nada.
—¿Qué te pasa? —pregunté—. ¿Te puedo ayudar en algo?
—Quizás, ¿puedes hacer milagros?
Sonreí como respuesta. De haber podido hacerlos no habría dejado Alicante.
—Entonces creo que no.
—¿Pero qué te pasa? —insistí—. ¿Tran grave es?
Lanzó un largo bufido.
—Bastante. Llevo poco tiempo aquí, ¿sabes? Tan solo un par de meses, y ya la estoy jodiendo. Mi contrataron para algo importante, para... bueno. —Se encogió de hombros—. Es confidencial: no te lo puedo decir, pero vaya, es jodidamente importante. El proyecto en el que trabajo podría cambiarlo todo.
—Bueno, eso está bien, ¿no? —respondí, confusa—. Te puede la presión, ¿o qué?
—¡No, qué va! —Sacudió la cabeza con energía—. La cuestión es que una de las claves de la investigación es algo que sé, algo que tengo grabado en la memoria, pero a lo que soy incapaz de llegar. ¡Joder! ¡No logro recordarlo!
—¿Y todo depende de ti?
El tipo me miró con los ojos perdidos. Tal era la presión y el agobio que tenía que parecía a punto de darle un maldito infarto.
—Dicen que si dejas de pensar sobre el tema durante unas horas, al final el recuerdo acaba saliendo por sí solo. Ya sabes, el estar tan obsesionado es como si lo bloquease.
—Ya... —replicó él, alzando una de las cejas, incrédulo—. Si tú lo dices...
—Hablo en serio: dicen que funciona. Yo qué sé, intenta pensar en otra cosa y quizás tengas suerte.
—Lo dudo, pero bueno. —Me miró de reojo, algo más relajado, y alzó el mentón a modo de saludo—. Soy Miguel, por cierto. Miguel Durán. No te había visto nunca por aquí, ¿eres nueva?
El cambio de tema me hizo sonreír. Le mantuve la mirada durante unos segundos, divertida, y asentí con la cabeza.
—Es mi primer día, sí —admití—. ¿Tengo una diana en la frente?
Miguel rio.
—Algo así.
—Alicia Gómez, encantada.
—Pues bienvenida a los Laboratorios Himalaya, Alicia. No sé para qué habrás venido, pero sea lo que sea, seguro que vale la pena. Este lugar... —Miguel volvió la mirada hacia el cielo, pensativo—. Este sitio es la bomba, ya verás. Hay auténticos cerebritos... y entre ellos, yo. —Negó de nuevo con la cabeza—. Al menos cuando logre recordar lo que pasó en aquella maldita reunión... Dios, ¡qué mierda!
La visita del abogado me dejó fría. Tener que firmar una cláusula en la cual se indicaba la cantidad que recibiría mi madre en caso de mi defunción era lo más impactante que había hecho en mi vida, tanto que necesité salir a darme un paseo por la playa. Deambulé por el paseo durante una hora, yendo de un lado para otro sin saber exactamente a dónde ir, hasta que finalmente la caída de la temperatura me hizo volver a casa. Consulté la medicación que me correspondía aquella noche, me tumbé en el sillón y me puse la televisión.
No recuerdo cuándo me quedé dormida.
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