17 - Día 47
Tenía ganas de volver a casa. Aún quedaba mucha terapia por delante, al menos diez días más, pero tras las primeras tres jornadas, mucho más intensas de lo que tenía previsto, Delgado me dio la oportunidad de volver a casa para coger un poco de aire. Los próximos días eran clave en la terapia, por lo que me necesitaba no solo preparada físicamente, sino también psicológicamente.
No estaba siendo fácil. Pasar tanto tiempo con Julián empezaba a generar una corriente de pensamiento extraña en mí. No es que intentase imponerme sus ideas, ni tampoco contagiarme con su peculiar forma de ver la vida y el mundo de los sueños, pero era inevitable. Su terapia estaba sirviendo para demostrarme que no se equivocaba ni deliraba al decir que todos teníamos en nuestro interior a otra persona. Alguien que nosotros mismos creábamos, por supuesto, no se trataba de una entidad externa, pero alguien distinto a nuestro yo real. En mi caso ya se había quedado con el nombre de Vanessa. Era un tanto siniestro, la verdad. Pensar que habíamos elegido el nombre de la amiga fallecida de Daniela para darle nombre a mi Reina de los Sueños, como habíamos decidido llamarla Julián y yo en caso de que hubiese más gente presente, era un tanto tétrico, pero tenía cierto encanto. No sé, era atrevido... era provocador. Personalmente, había tardado un poco en asimilarlo, pero ahora que ya lo tenía interiorizado, no me la imaginaba con ningún otro nombre. Mi Reina de los Sueños era Vanessa y nada ni nadie iba a poder cambiar ese nombre.
Ni tan siquiera yo.
Pero aunque navegar por el océano infinito que era el mundo de los sueños era una aventura apasionante, también era agotadora. Julián quería pasar el máximo tiempo posible junto a Vanessa, conociéndola en profundidad, y para ello yo tenía que estar en un estado de sueño profundo que me estaba desgastando. Parecía irónico, pues después de pasar tantas horas durmiendo debería haber estado mucho más descansada, pero lo cierto era que sentía un profundo agotamiento. Era como si cada vez me costara más despertarme... como si necesitase más sueño. Julián decía que probablemente aquel agotamiento tan intenso era la consecuencia de tantos años de insomnio; que ahora que al fin mi cuerpo estaba logrando descansar, todo el cansancio acumulado estaba saliendo a la luz, por lo que iba a pasar una temporada dura hasta que me recuperase del todo. Por suerte, iba en buen camino. Estaba avanzando mucho, muchísimo, y una vez acabase la terapia, sería una persona nueva.
Ahora era cuestión de tener paciencia...
—¿Seguro que estás bien? Te noto un poco rara.
—¿Rara? Que va, mamá, me encuentro bien, en serio. Un poco cansada, pero bien.
Silencio. Estaba en la terraza tomando un poco el cada vez menos frío sol de marzo cuando decidí llamar a mi madre. Hacía días que no hablábamos. Intercambiábamos mensajes, sí, pero echaba de menos su voz, y eso que yo no era demasiado de llamar, ¿eh? No obstante, aquel día me apetecía escucharla. Tenía ganas de sentirme un poco mimada, y nadie mejor para ello que mi querida madre.
—¿Cuándo vas a venir? —preguntó con interés. No solía hacerlo, pero en los últimos días había sacado el tema en varias ocasiones, evidenciando así que me echaba de menos. Yo también a ella—. Hace unos días decías que vendrías en breves... hace ya más de un mes que estás fuera. Se me está haciendo eterno.
—Pues en cuanto pueda. Ahora mismo ando liada. Me gustaría, eh, pero...
—¿Y no puedes pedir permiso al doctor Delgado?
—Se lo dije, pero ahora mismo no es el mejor momento. Cuando acabe estas sesiones...
Antes incluso de interrumpirme supe que estaba enfadada. Mi madre no solía molestarse por casi nada, pero cuando lo hacía se notaba a distancia. Era como si desprendiese un aura especial. La paz antes de la tormenta, como solía decir mi padre...
Y en aquella ocasión no fue distinto. Hasta entonces había logrado dominar su enfado, pero llegado a aquel punto no pudo más.
—¡Siempre estás de sesiones! —exclamó alzando la voz—. ¡Cuando no es una, es otra!
—Ya, mamá —admití. Era innegable que tenía razón—, ¿pero y qué quieres que haga? He firmado un contrato.
—¡Pero dijiste que vendrías a verme!
—Lo dije, lo sé, pero...
—¡Pues entonces ven! Estoy muy preocupada por ti, Alicia. Estás extraña... te está pasando algo, lo noto, y...
Aparté ligeramente el teléfono de la oreja. Su voz retumbaba con tanta fuerza en mi cabeza, llenándola de reproches y de quejas, que no necesité mucho más para arrepentirme de haberla llamado. Dadas las circunstancias, era lo peor que podría haber hecho.
En fin.
Aguanté el mal humor de mi madre hasta que finalmente se dio por vencida. Quería que fuera a verla y yo tenía ganas de ir, pero no podía. La terapia no me lo permitía por el momento, así que no había demasiado de lo que discutir. Por desgracia, ella tenía otra opinión al respecto. No lo decía abiertamente, pero insinuaba que era yo la que no quería volver. Que estaba muy cómoda allí, sin estudiar ni tener ninguna responsabilidad, pero que tarde o temprano tendría que volver a la realidad...
Y bla, bla, bla.
Colgué con la promesa de que pediría permiso a Julián para ir a verla, pero estaba mintiendo. No iba a pedírselo. La llamada me había quitado las ganas de verla. En unos días se me pasaría, por supuesto, adoraba a mi madre, pero en aquel entonces no tenía ganas de dejar Barcelona. En el fondo, me lo estaba pasando bien. Es decir, la terapia estaba siendo muy dura, sí, pero Daniela, Miguel y David me estaban facilitando mucho las cosas.
Muchísimo.
Sobre todo David...
Aquella tarde llamé al Capitán Málaga para que viniese a casa. Durante los últimos tres días había ido yendo a visitarme al hospital, para despedirse de mí cada noche con un beso en la frente antes de volver con su tío a Santa Helena. Aparecía alrededor de las ocho, con su sonrisa en la cara, y se quedaba hasta las nueve menos cuarto, charlando conmigo y haciéndome reír. Después me daba el beso y se retiraba asegurando que al día siguiente vendría.
Y así hacía.
Era encantador.
Compré merienda para la tarde. Bajé a la panadería que había al final de la calle, junto a una tienda de electrodomésticos en traspaso, y compré unos cuantos cruasanes. A David le gustaban de chocolate, como a mí, así que compré uno para cada uno, unos zumos y volví a casa para preparar el mantel en la mesa de la terraza y vestirme. Un rato después, tan puntual como de costumbre, el León rojo de mi querido Capitán Málaga apareció por el final de la calle, con él aferrado a su volante. Recorrió la zona a velocidad baja, en busca de aparcamiento, hasta localizar uno junto a los cubos de basura.
Tres minutos después abrí la puerta y lo recibí con los brazos abiertos. Le rodeé el cuello, me puse de puntillas y le planté un cálido beso en los labios. Uno de esos besos largos, eternos casi, y muy pasionales... de esos que te dejan sin aliento.
—¡Dios! —exclamó tras el saludo, estrechando sus brazos alrededor de mi cintura—. Ya te echaba de menos.
—Y yo a ti —le aseguré, y no mentía.
Cogí su mano y tiré de él hacia el interior del apartamento, donde la merienda nos esperaba en la terraza. Nos acomodamos alrededor de la mesa y durante largo rato disfrutamos de la compañía del otro, aprovechando la luz y la tranquilidad del día para poder compartir un rato de tranquilidad. Cogidos de la mano y mirándonos en todo momento a los ojos, parecíamos dos adolescentes.
—Mañana tienes que volver al Himalaya, ¿verdad?
—Sí. Voy a pasar unos días ingresada. Julián dice que estamos avanzando mucho.
—¿Y es cierto?
Lo era.
—Bastante.
—Bueno, me alegro por ti entonces. Desde luego pareces más relajada.... Pareces más contenta, y eso me gusta. ¿Cuánto te queda para acabar?
—Vamos por el ecuador por el momento, así que al menos un mes y medio más...
—Que poquito.
Asentí con la cabeza con lentitud, incapaz de reprimir un suspiro. La tristeza con la que había murmurado aquellas dos palabras me recordaba a la mía propia al pensar en ello durante la estancia en el laboratorio. Ansiaba acabar cuanto antes con la terapia, sí, pero a la vez no quería. Participar en el proyecto Hypnos era sinónimo de vivir en Barcelona, y ahora que al fin había encontrado un buen motivo por el cual quedarme allí, no quería volver.
Y él tampoco quería que regresara, era evidente.
Permanecimos un rato en silencio, con los dedos entrelazados y la mirada perdida en el cielo limpio de nubes. Ninguno de los dos queríamos pensar en que aquella relación tenía fecha de caducidad, pero era inevitable.
—¿Y qué harás cuando acabes? Volverás a Alicante, supongo.
—Bueno, mi madre está allí, mis amigos, la universidad... —Me encogí de hombros—. Me gustaría quedarme, Barcelona mola, pero mi madre está que trina. De hecho, antes he hablado con ella y me ha pegado una bronca de las buenas.
—Te echa de menos, ¿eh? ¡No me extraña! —Tiró de mi mano para atraerme hasta sus rodillas, donde tomé asiento—. Incluso yo, teniéndote aquí, te echo de menos...
—Mira que eres ñoño, ¿eh?
Nos besamos a la luz del sol, bajo la mirada de los vecinos más curiosos. Estábamos tan a gusto el uno con el otro que ni tan siquiera nos importaba. Queríamos vivir el momento, disfrutarlo antes de que se estropease, y aquella era la mejor forma.
Pasamos el resto de la tarde en el salón, viendo la serie de Sex Education y jugando con el teléfono a hacernos fotografías y luego editarlas. En cualquier otra circunstancia lo habríamos hecho para colgarlas en las redes sociales y vacilar un poco, arrancarles unas risas a los amigos más cercanos y burlas a los más lejanos, pero estábamos tan concentrados el uno y en el otro que ni tan siquiera nos lo planteamos. Lo hacíamos para divertirnos, nada más.
En el fondo, no necesitábamos otra cosa.
Un rato después, hacia las siete, salimos al paseo marítimo para darnos una vuelta. Aquella tarde había bastante gente, por lo que decidimos adentrarnos en la playa. Nos quitamos el calzado y los calcetines y, cogidos de la mano, seguimos con nuestro paseo, intercambiando risas y confidencias hasta alcanzar el faro. Una vez allí, en nuestro lugar mágico, nos sentamos entre las rocas frente al mar, para disfrutar del oleaje.
Poco a poco, el cielo empezó a encapotarse.
—¿Y hasta cuando te vas a quedar en Barcelona? ¿Hasta que acabes el máster?
—No lo sé. Es muy tentador, la verdad. Aquí hay muchas oportunidades. Además, mi tío conoce a bastante gente que podría darme un buen empujoncito... mejor que en Málaga, ¿sabes? Allí hay también hay alguna que otra cosa, sí, y de hecho las prácticas las hice allí, pero se me queda corto. Necesito algo más.
—Podrías probar en Madrid.
Madrid. Después de hacer la propuesta me pregunté por qué habría elegido Madrid en vez de Valencia. Probablemente, no encontraría las mismas oportunidades en la capital del país que en una ciudad como Valencia, pero era lo lógico. Al menos había sido lo lógico hasta entonces. Aquel día, sin embargo, parecía la opción más lógica.
—Podría probar, sí... y tú también.
Me miró de reojo con expresión inocente.
—¿Yo?
—Sí, tú. En Madrid también hay universidad de veterinaria. De hecho, también hay mascotas a las que curar, ¿eh? Según los estudios, en las grandes capitales está aumentando notablemente el número de animales de compañía. La gente está sustituyendo los hijos por gatos y perros. Menos trabajo, supongo.
Conocía el estudio. De hecho, siempre lo había tenido muy en cuenta a la hora de argumentarle la decisión a mi madre. Ella prefería que me metiese en medicina. Decía que, dado que me iba a meter en tema médico, tenía muchas más posibilidades de encontrar un buen trabajo como doctora que como veterinaria, pero yo siempre había tenido las ideas muy claras. Lo mío eran los animales, y como bien decía David, en Madrid había un buen mercado.
Claro que no eran precisamente las mascotas de los madrileños las que por aquel entonces me interesaban.
—No sé si podría dejar a mi madre sola.
—¿Por qué? Se las apaña bien sola, ¿no?
—Sí, es autosuficiente, por supuesto, pero... bueno, no sé. —Me encogí de hombros—. No me imagino la vida sin ella.
—Curioso, a mí me pasa lo mismo.
—¿Con tu madre también?
De nuevo la mirada llena de inocencia.
—Contigo.
¡Conmigo! Su respuesta logró hacerme sonreír. Le mantuve la mirada, incapaz de reprimir una ligera risita aguda, y junté de nuevo nuestros labios. Nunca había sido una persona especialmente romántica, pero aquel día, con el anochecer tiñendo de sombras el cielo y el faro alzándose sobre nuestras cabezas como el torreón de un castillo, logró hacerme sentir muy especial.
Única.
—Ahora hablando en serio —dijo tras besarnos, rodeándome la cintura con el brazo—. Madrid, Barcelona, Málaga, Valencia, Alicante... hay sitios mejores y peores, es evidente, pero me daría un poco igual donde ir si supiese que vas a estar ahí.
—Mira que te gusta ser pelota, ¿eh?
—¿Pelota? —Rio con ganas—. Pelota no, sincero, Alicia. Sincero. ¿Sabes...? Sé que suena absurdo, que no tiene ningún sentido porque nos conocemos hace poco más que un mes, pero es como si, en realidad, te conociese de toda la vida. Como si tú y yo fuésemos viejos amigos... como si esto fuese un mero reencuentro. No lo sé, es una sensación extraña. ¿A ti no te pasa?
Me pasaba, sí.
—La cuestión es que eres lo mejor que me ha pasado desde que estoy en Barcelona —prosiguió, cogiéndome de las manos—, y no quiero que acabe. No quiero que dentro de un mes y medio te vayas a Alicante y no volvamos a saber nada el uno del otro.
—Yo tampoco quiero que eso pase —admití—, pero tarde o temprano tendré que volver a casa.
—Lo sé, lo sé. Sé que nos va a tocar pasar una temporada por separado, pero en cuanto acabe el máster te juro que me mudaré contigo a Alicante. Buscaré trabajo allí. O en Madrid, o en Santander, en Sevilla, ¡dónde sea! Iré donde estés.
—David...
—En serio, Alicia —insistió—, no sé qué me pasa contigo, pero cada día me gustas más. Últimamente, estás tan feliz, tan contenta... dios, no sabes cómo me gusta verte así. Y cuanto más te veo, más quiero estar contigo... y más me gustas... y yo creo que me estoy enamorando de ti. Sí, es absurdo, ¡es de locos! Pero... pero no puedo evitarlo.
Ni yo quiero que lo evites, pensé, pero no llegué a decirlo. No hizo falta. Aquella noche mis labios no le dijeron que correspondía a sus sentimientos, que me estaba enamorando profundamente de él, sino que lo hizo mi corazón. Lo hicieron mis besos, mis caricias y mis abrazos; mi cuerpo al fundirse con el suyo mientras hacíamos el amor. Mi mirada al observar mientras dormía... mis susurros en mitad de la noche pidiendo no despertar de aquel sueño.
No hizo falta decirle nada: en el fondo, ambos lo sabíamos.
Aquella noche volví a soñar con la universidad a la que yo no asistí. Una universidad en la Vanessa estudiaba medicina y en la que Miguel estaba siempre en primera fila, atendiendo a los profesores. A veces se miraban, pero no se hablaban. Con quien sí que hablaba era con uno de los tutores, un hombre llamado Rodrigo.
Soñé con que Rodrigo le entregaba una nota al finalizar las clases. Le había pedido que se quedase y tras charlar un rato, se la metió en el bolsillo. En su dorso había el sello de una media luna, y dentro, escrita a mano, una dirección.
Curiosamente, Miguel también recibió aquella nota. No lo vi en mis sueños, pero lo supe. Lo recordé.
Vanessa lo recordó.
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