HYMN FOR THE WEEKEND


Diana insistió en que era su turno para elegir la banda sonora de nuestro viaje, algo que no me hacía muy feliz porque la sonata de Chopin más las ocho horas conduciendo el auto iba a hacer que el sueño llegara antes de tiempo.

— ¿No te parece mágico cómo toca el piano?

"Me parece mágico cómo hace que mis ojos se cierren más rápido" pensé, pero solo sonreí y asentí para darle el gusto. Era muy malo mintiendo y ella me conocía tan bien que se habría dado cuenta de la ironía de mi respuesta.

Estábamos camino a la granja de sus padres, donde nos casaríamos en menos de una semana. De alguna forma, tener a Diana el asiento del copiloto reducía todo el estrés y la angustia que se había formado en mi cabeza desde que supe que tendríamos que ir conduciendo hasta allá. Conducir durante tanto tiempo solo traía a mi memoria el accidente que sufrí con mis padres y desde el cual la palabra "huérfano" era repetida por esa voz de mi cabeza que lo único que intentaba hacer era recordarme que estaba solo.

Pero Diana a mi lado, dejando que su perfume invadiera el aire concentrado dentro del auto, alivianaba en un noventa por ciento toda la batalla de estrés y angustia dentro de mí. Sin embargo, ella tenía que competir con lo mal que estaba el ambiente fuera del auto: vientos fuertes que movían la tierra y creaban pequeños tornados delante de nosotros, árboles enormes que parecía que cualquier momento cederían y caerían encima de nosotros, la tierra nublando el parabrisas impedía tener una vista clara de todo el camino.

— ¡Oh, ángeles enviados del cielo, denme la mitad de la habilidad de Chopin para tocar el piano! — exclamó Diana apenas la grabación se detuvo, provocando un sobresalto.

— Tocas como los ángeles, amor, no necesitas la habilidad de Chopin. Si Chopin fuera la mitad de sexy que tú, yo no tendría ningún problema de escucharte las veinticuatro horas del día.

— Lo haces porque me amas. — dijo ella y parpadeó exageradamente para mostrar sus pestañas.

Claro que lo hacía porque la amaba. Desde el primer momento en que ella abrió la boca para decir que la comida que preparé para una fiesta era asquerosa supe que la vida es tan irónica que haría que terminara enamorado de la chica que detestaba y criticaba a todo pulmón cómo cocinaba.

— No estoy muy seguro de ello...

— Pues más te vale que lo hagas porque atarás el nudo, y sabes que fui una niña exploradora y sé cómo hacer un nudo imposible.

— Claro que...

Una bocina muy potente opacó mi frase haciéndola casi inaudible para mis oídos. Moví el volante hacia la derecha para evitar una colisión de frente pero las llantas no aguantaron y patinaron hasta el borde del camino, por la rapidez de la primera maniobra no me dio tiempo de impedir que el auto cayera por la ladera de la montaña dando vueltas. Podía imaginar a Diana aferrándose al asiento, evitando gritar para que la situación no fuera más aterradora. El auto se detuvo al chocar con un enorme árbol.

Silencio. Traté de respirar lentamente como me había dicho mi madre que hiciera en el anterior accidente. Sentí pedazos de vidrio en mis brazos, el espejo retrovisor estaba completamente destrozado. No quería moverme porque me aterraba saber si estaba herido. En el otro accidente escuchaba los gritos de dolor de Miranda, mi hermana menor, escuchaba que repetía mi nombre, preguntándome si ella iba a estar bien. No respondí porque quería escuchar a mis padres tranquilizándola, pero ellos tampoco respondían.

— ¿Diana, amor? — resoplé en susurros. — ¿Estás bien?

No escuché si respondió, fácilmente perdí la conciencia.

Las gotas de lluvia en mi cara hicieron que abriera mis ojos. El cielo gris se extendía ante mis ojos.

— Estarás bien. — dijo una voz femenina irreconocible. Toqué mi estómago y llevé la mano ante mi rostro para ver si había sangre, pero no había ningún tipo de mancha. — Solo tienes que beber esto... da un trago por mí.

Me senté bruscamente lo cual provocó un dolor muy fuerte en mi cabeza. Pero estaba solo y en la tierra, cerca del árbol solo había un vaso de vidrio roto con un contenido negro.

Bebe por mí. — la voz era seductora, parecía muy dulce pero no había ninguna mujer de la que provinieran aquellas palabras.

Me lo pedía cuando estaba tan sediento, tan necesitado de agua que casi no dude para beber de aquel vaso roto. Cortó mi labio por la brusquedad con la que lo hice y el líquido de sabor dulce se mezcló con mi sangre. Sentí cómo atravesaba mi garganta y elevaba mi energía. Esa cosa no tenía el propósito de matarme así que debía ser algo bueno.

— Más, por favor. — supliqué, levantando el vaso roto al aire.

— Acércate al árbol, Matías. — dijo la voz femenina. Aun tambaleando hice caso, eligiendo el árbol más grande y que parecía estar atrayéndome. — Te he extrañado mucho, ¿me has extrañado tú?

— ¿Qué... Qué?

— ¡¿Me has extrañado?! ¿Te he hecho falta? ¿Te hago falta ahora?

— Más, por favor. — repetí, poniendo mi mano en el árbol como si fuera una especie de caricia. — Por favor, ayúdame, estoy herido.

Estás herido, marchito, seco, — las palabras eran pronunciadas con desprecio, como si las estuviera escupiendo. — ya no eres el muchacho que yo conocí. Estás... caído. Las personas que decidiste meter en tu vida te hicieron caer. ¡Me dejaste por ellos!

— ¿Qué?

Una mujer salió del árbol. Retrocedí violentamente, cayendo de nuevo a la tierra y cortándome la mano con el vaso roto. Era alta, de cabello lacio y largo, casi llegando al piso. Tenía un vestido blanco, casi transparente, que también llegaba al piso, pero ella no estaba tocando el piso, estaba levitando. Podía ver sus alas brillantes que se elevaban por encima de su cabeza.

Una sílfide.

Mi abuelo me había hablado mucho de ellas cuando me crió después de la muerte de mis padres. Parecía obsesionado con ellas. Tenía muchas fotos sacadas de internet, íbamos de excursiones a los bosques sólo para que el pudiera encontrar alguna y sacarle una foto.

— Tú debes tener una. — me había dicho en uno de esos largos trayectos en los que yo me mostraba completamente desinteresado por la tarea de revisar marcas en los árboles. — A esas criaturas les atraen los sobrevivientes, seguro alguna ya te reclamó como suyo.

— Seguramente, abuelo, les deben atraer los huérfanos.

— Si alguna ya puso el ojo en ti te va a reclamar, hijo, las sílfides podrán ser muy amigables pero si quieren algo lo van a conseguir y más te vale darles lo que quieren.

— Vine a rescatarte de la miseria del mundo humano, Matías. — dijo ella como si estuviera cantando. — Yo te ayudaré, amo ayudarte, te amo a ti.

— Esto no puede ser real. — murmuré, apretando mis ojos para que aquella alucinación se extinguiera. No podía ser real, las sílfides sólo eran criaturas mitológicas cuya existencia solo era afirmada por algunos lunáticos. No podían ser reales.

— Yo te salvé del otro accidente. — El tono que usó para decirlo denotaba esa necesidad de recibir un agradecimiento. — Estás vivo por mí.

Todo lo ocurrido aquel fatídico día estaba borroso para mí. Las psicólogas y los hipnotistas habían intentado hacer su trabajo para desenterrar aquello que estaba reprimiendo pero no lograron hacer mucho. Pero su voz se hacía más familiar cada vez que decía mi nombre.

Me hizo beber más de aquel líquido que estaba en el vaso roto, no puse mucha objeción porque estaba maravillado con la figura que se extendía ante mí, con lo caliente de su tacto y el brillo que emanaba.

Me decía que bebiera, que siempre haría lo que yo necesitaba y lo estaba haciendo. Cuando tenía tanta sed me estaba dando aquello que necesitaba.

Viniste a levantarme. — dije mirando sus enormes ojos, ojos que parecían estar absorbiéndome. — Haces que me sienta ebrio y en lo alto... yo estoy en lo alto... ¿me estás drogando?

El amor es una droga, y tú me amas, siempre me has amado.

Asentí embobado. Quizá siempre lo había hecho, quizá era por eso que siempre soñaba con bosques, quizá...

La tonalidad de una sinfonía apareció en mi cabeza, como si estuviera peleando con el resto de los pensamientos por aparecer.

— Diana... ella está...

— Ella ya no es un problema, ya no interferirá. Por fin me has encontrado, — me acarició la mejilla y su tacto fue electrizante. — por fin podrás ser feliz.

— Pero ella...

Ahora debe estar a millas de distancia, no fue capaz de ayudarte. ¡Yo estuve aquí para ayudarte! Yo siempre estoy. Soy el aire que respiras, soy el viento que sopla en tu dirección y sé que lo sabes porque te encanta sentir que el aire en tu cara. ¡Sí existo y tú viniste a mí!

Me alejé tropezando, agarrándome de los árboles porque me sentía mareado. Escuché una sirena de ambulancia lo cual indicaba que habían venido a rescatarnos. Solo tendría que llegar hasta donde estaba Diana y esperar con ella. Solo tenía que quitarme esta alucinación provocada por algún golpe en la cabeza.

— Los humanos se niegan a reconocer que hay algo más allá de sus narices, pero creen en estupideces como el destino. — bufó la mujer mientras estaba de espectadora en mi intento por encontrar el camino. — ¿Dices que no necesitas mi ayuda? Pues bien.

De repente mi cuerpo empezó a convulsionar, cada hueso, músculo y articulación me dolían. Cada lugar de mi cuerpo que había sangrado a lo largo de mi vida volvía a sangrar, cada hueso roto se rompía de nuevo.

— Por... por... por favor. — supliqué, aferrándome a la tela del vestido de la sílfides. Ella esperó un poco, tiempo que me pareció una eternidad. Escuché su risa, de otra criatura habría sido una risa fría, casi tenebrosa, pero la suya era una especie de melodía, parecida a la música clásica que Diana solía escuchar.

Puso sus alas sobre mí, me rodeó con ellas, el dolor iba reduciéndose poco a poco. Su calor lo sentía correr por mis venas.

Para el momento en el que dejé de apretar mis ojos por el dolor me di cuenta que ya no estaba en el piso, estaba levitando como ella lo hacía y cada vez íbamos más alto y más alto. Sus enormes alas evitaban que cayera al piso.

Alto. Cada vez más alto y más lejos de Diana.

Logré ver el auto, a los rescatistas bajando por la montaña... y mi cuerpo completamente inerte. Los gritos de Diana trajeron a mi mente las imágenes de ella tocando una de esas piezas dramáticas, que retumban en los oídos. Podía imaginar que de fondo sonaba una sinfonía trágica que solo incrementaba el dolor que ella debía estar sintiendo. Estábamos en una sinfonía, nuestra relación fue una sinfonía y no pudo tener un final feliz.

A ella le habría encantado saber que la música clásica ya tenía un significado para mí, que tenía un nombre: Diana.

Yo volvería, igual que la sílfide, y entonces ambos saldremos volando por el cielo para terminar con nuestra sinfonía.

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Pero la sílfide lo sabía. Sabía que los humanos eran traicioneros y ella no iba a aguantar que sus alas sufrieran de nuevo. Así que dejó de rodearlo con sus alas y vio cómo el humano caía hasta la tierra donde se convertiría en otro árbol de ese enorme bosque.

ESv&

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