TRESPADEJO
Leonardo:
Nada más y nada menos que cuarenta grados.
No podía hacer más calor el día que me dirigía al pueblo del tío de mi novia.
Si no caía rendido yo, el que no podría seguir adelante sería mi viejo coche. La carrocería no tardaría en fundirse.
¡¡Ring, ring!!, sonó el teléfono móvil cuando cruzaba un estrecho y antiguo puente, que temía que no resistiese el peso de la sauna con ruedas que conducía.
—Moriré escuchando este moderno politono.
Suspiré con pesar, cogí la llamada y antes de que pudiese decir nada, mi novia saludó al otro lado de la línea:
—Hi, Leonard! ¡Soy yo!
—¿No deberías estar trabajando? —Su jornada laboral de contable abarcaba toda la mañana.
—Break time. Mi jefe estaba saturándome. Y así aprovecho para llamarte.
—Guay. Dime.
—¿Dime? —Imaginé que se ponía con los brazos en jarras—. ¿Es que estás enfadado conmigo?
—¿Yo?
—Yes. Te noto —Lanzó el primer ataque—; más amargado que de costumbre.
—Y yo a ti, demasiado feliz, teniendo en cuenta que no vamos a vernos en semanas.
No contestó, no de inmediato. Meditó la respuesta hasta que optó por cambiar de tema:
—¿Cómo está siendo el viaje?
—Horrible. Me estoy asando.
—Te dije que arreglaras el aire acondicionado.
—Y yo te dije que no puedo permitírmelo.
—No me habría importado pagártelo.
—A mí sí que me habría importado. Ya lo hablamos, ¿recuerdas?
Como si se preocupase por mí, añadió:
—Leonard, deja de fustigarte. No es culpa tuya que te hayan despedido.
—Oye. ¡Que no me han despedido! —Corregí—: La empresa se ha ido a pique.
—Well. Os han despedido —insistió—. A todos.
—¡Que no es lo mismo! —Traté de contenerme. En vano—. ¿Seguro que has estudiado Administración y Dirección de Empresas?
—Of course. Por eso predije el fracaso de vuestro negocio. Gracias a ello tienes un plan B.
El plan B: ponerme a trabajar en la granja de su tío, un señor de campo con tantos terrenos como fajos de billetes. Mi novia lo describía como una mezcla entre el Tío Gilito y el abuelo de Heidi.
—Claro, lo que tú digas —cedí y quise terminar con la tortura—: Cuelgo, ¿vale? Me pillas en muy mal momento. No tengo el manos libres instalado, estoy perdido en una carretera del monte y hace mucho, demasiado, calor. —Me sequé la frente con la muñeca—. Sudo más que tu abuela cuando se comió aquella Francesinha tan picante en el viaje a Oporto.
—Leonard, eres tan irritante...
—¿Irritante yo?
—Yes. Deja de protestar. Tan solo vas a pasar una temporada en Trespadejo. Ah, y no estarás solo.
—Lo sé. Estaré con la versión rural del tío de Donald.
—¿Trump?
—No, el pato.
—¿De qué hablas?
—¿De qué hablas tú?
—De que no vas a ser el único que ayude en la granja. Mi tío Conrado ha encontrado en la iglesia una persona dispuesta a trabajar contigo.
—Mierda. Lo que faltaba.
—A lo mejor es una persona encantadora.
—Encantadora será. Y aburrida. Que no me obligue a rezar o a bendecir los alimentos, eh.
—Estás insoportable.
No se lo iba a negar. Estaba insoportable, pero ella también. La relación en sí, se había vuelto insufrible. Cualquier testigo de nuestras conversaciones —o mejor dicho, discusiones—, sabría que estábamos mal. Y nosotros éramos conscientes de ello. Estaba convencido de que ambos pensábamos en dejarlo, pero ninguno tenía el valor necesario para hacerlo.
Llevábamos saliendo más de ocho años, desde la adolescencia, habíamos crecido juntos. Me resultaba casi imposible imaginarnos separados. Además, me acababa de conseguir un trabajo con un familiar suyo. ¿Cómo iba a romper? No podía hacerlo.
—Oye. Lo siento, ¿vale? —me disculpé—. Siento estar tan borde.
Esperaba que ella también me pidiera perdón.
Qué inocente.
—Leonard.
—Dime.
—Lo que yo siento es que vayas a estar con mi tío si vas a tener una actitud tan desagradable. ¡Pareces el amargado de mi jefe! —Bajó la voz—: Fuck. Casi me escucha.
Puse los ojos en blanco y mentí:
—Ahora te tengo que colgar. Estoy a punto de entrar en un túnel.
—¡Oh! Vale. ¡Conduce con cuidado!
«Tampoco es que este carro se pueda poner a dos ruedas», quise vacilar, pero me dediqué a despedirme:
—Venga, adiós.
—Bye, bye.
Para cuando corté la llamada, ya llevaba más de cuatro horas de viaje. No debía de quedarme mucho más.
—Qué ganas de llegar a Trespajuelo —celebré, aunque algo me sonó mal en la frase—. Espera. Era... ¿Trespator? No. ¿Trespaderne? Tampoco. ¿Cómo cojones se llama el puto pueblo?
Tras una pausa, recordé:
—Ah, sí. Trespadejo.
***
Al fin llegué.
El sol brillaba, los pájaros cantaban, los cerdos —hacían lo que hiciesen los cerdos—, y Paco me recibió con un fuerte abrazo. Era un señor entrado en años, robusto y fuerte, tanto que con aquel gesto de bienvenida casi me partió una costilla.
Con su ayuda, me instalé en una de las dos casas que tenía: concretamente, en una de las habitaciones de la segunda planta.
El cuarto no era nada del otro mundo y las vistas tampoco: daban a la pared de piedra de la otra vivienda y a la ventana abierta de uno de sus cuartos. «¿Será donde se aloje el religioso?», deduje al ver que la estancia se estaba ventilando. «Qué indiscreto», habría protestado, aunque lo que más me incomodaba era el penetrante olor a animal de granja que parecía estar pegado a las paredes y al mobiliario.
Para colmo, no había wifi y la cobertura era pésima.
—A ver qué hago yo en mi tiempo libre —pensé en voz alta.
—¿Tiempo libre? —repitió Vintage. Así era como llamaba mi novia a Paco, por su estilo antiguo que parecía volver a ponerse de moda—. Aquí no hay de eso.
Me agarró del cogote de manera amigable y cambió de tema:
—¿Qué tal está mi sobrina?
Feliz, feliz de tenerme —tenernos— tan lejos.
Sospechaba que el verdadero motivo de mandarme a Trespadejo era quitarme del medio, dejarme tan abandonado como a su tío, de quien tan solo se acordaba en Navidades. Le mandaba un christmas. Y no lo hacía por cariño, ni siquiera por costumbre. Lo hacía por interés. Estaba obsesionada con el dinero y la cantidad de terrenos que poseía.
—Está muy bien —respondí.
—¿Os vais a casar?
Alcé las cejas y me separé de él.
—¿Qué?
—¡Los jóvenes de hoy en día sois muy lentos! —reprochó—. Yo me casé en cuanto tuve la oportunidad.
—Y no tardaste en divorciarte. —Mi novia me había contado toda su vida.
—¿Y? Lo feliz que fui el día de la boda, y lo feliz que fui el día que firmé los papeles del divorcio. Dos momentos mágicos. ¡Toma nota! —Me pegó una fuerte palmada en la espalda.
—¡Hostias! —protesté—. Me has torcido la columna vertebral.
Soltó una escandalosa carcajada y regresó al pasillo, donde se volvió hacia mí y me dio la bienvenida:
—Acomódate en tu nuevo hogar, muchachote. —Agarró la vieja puerta de madera—. Pero no demasiado.
La cerró de un portazo, me atizó una corriente de aire y me dejé caer sobre la cama.
—La que me espera.
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SIGUIENTES ACTUALIZACIONES: 29 de marzo.
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