POLLITA
Leonardo:
Volvimos a casa, Maria se vistió, nos reunimos con Paola y recuperamos unas viejas sillas de plástico del garaje —local que había pegado al edificio en el que se alojaba Leo—, para sentarnos a charlar en la calle.
Aquel día Vintage había marchado por negocios a otro pueblo y tan solo nos había dejado dos tareas:
—Tenemos que limpiar el gallinero y plantar pimientos.
—¡Beata, relájate! Y, hablando de plantar —Maria hiló—, escucha la historia del plantón que le ha dado la contable a Leo.
—Ay, la endemoniada. ¿Qué tal está? —se preocupó Paola—. ¿Sigue poseída por el diablo?
Maria se me adelantó:
—Ha ido a visitarlo. Al Timanfaya.
—¿Hasta Lanzarote?
Mi compañera me cedió la palabra:
—Cuéntale, cuéntale.
Ambas me presionaron y accedí a narrar de nuevo cómo había ido mi excursión a la ciudad. Mientras lo hacía, Maria no dejaba de interrumpirme con comentarios sarcásticos.
Por ello, al finalizar, quise vengarme:
—Una historia asombrosa, aunque no tanto como la de la chica que corría desnuda por Trespadejo.
Paola pegó un respingo y Maria, en vez de avergonzarse, alardeó:
—Era yo. Venía de estar con Tom.
—¿El panadero? —lo reconoció Paola—. Mi madre siempre ha querido emparejarme con él. Sin éxito. No es mi estilo. Muy poco cristiano.
—Pues carga con un buen cirio.
—¡Maria! —exclamé.
—Qué grosera es. —Paola se recolocó las gafas y centró la conversación—: Lo que no entiendo es ¿por qué estabas como Dios te trajo al mundo?
Maria se cruzó de piernas en la silla, enlazó los dedos y disipó cualquier duda: se había enrollado con Tom. A mí me lo había adelantado en el coche y, aun así, me costaba asimilarlo:
—Terrible. Has tirado el ayuno sexual por la borda. Así, sin más. Qué pena.
—¿Pena? Leo —parafraseó—, ¿no se suponía que perdía el tiempo al seguir los consejos de Conrado?
—Conrado, ¡qué sabio!
—¿Me vacilas?
—Aquí la única que vacila eres tú, que vas dando tumbos por la vida.
No lo admitiría, pero que mi amiga hubiera ido más allá del flirteo con Tom no me sentaba nada bien. Fatal, siendo honesto.
Maria se percató de ello:
—Estás celoso.
—¿Yo? ¿¡¿De Tom?!?
—Es normal —se metió Paola—. Mi madre lo ve como todo un partidazo. Es majo, guapo, sabe varios idiomas...
—Las lenguas son lo suyo —ratificó Maria.
—...y heredará un negocio —acabó Paola.
—Guau. Una panadería en un pueblucho —dije con retintín—. Ni que fuese hijo de Amancio Ortega.
—No tendría sentido que hiciera ropa —descartó Maria—. Está mejor sin ella.
—Venga ya. —Me levanté.
—¿Qué? ¿Tienes pelusilla? Luego la tóxica soy yo.
—Ambos lo sois —adjudicó Paola.
—Yo no —me alejé—. No quiero tener nada que ver con ella.
—Bien. —Maria sacó morritos—. Me basta con tener cositas en común con Tom.
Apreté la mandíbula y respiré hondo.
—¿Leo? —me llamó Paola al notarme tenso.
—Está incluso más desquiciado que su novia —hurgó en la herida Maria.
—Oye, déjame. —La rechacé—: Para ti ya no estoy disponible. Si necesitas algo, habla con tu amiguito el francés.
—Eso haré. —Señaló a mis espaldas—. Por ahí viene.
A lo lejos, una persona se dirigía hacia nosotros con una bolsa blanca en la mano. Su caminar mostraba que tenía la autoestima alta, sin tocar la arrogancia. Se me hacía insoportable: «Qué asco me da».
—¿Estoy guapa? —Maria se puso en pie.
—¡¡¡Lo eres!!! —peloteó Paola.
—Qué cringe —refunfuñé.
El francés no tardó en acercarse.
—Te habías dejado esto. —Le tendió una bolsa a Maria.
Observó el interior.
—Mi ropa y —Sacó una chapata—... ¡una barra de pan!
—A eso venías a la tienda, ¿no?
—Ah, sí, sí. Obvio.
—Estás en todo —lo aplaudió Paola.
—Y en demasiados sitios —añadí—. ¿No deberías estar trabajando?
—¡Leo, amigo! ¿Qué tal? —Me estrechó la mano—. Deduzco que hacer la compra ya es cosa de Maria.
—Deduces como el orto. Ha sido algo temporal. Mañana iré yo.
Maria se volvió hacia mí:
—Y una mierda.
—¿Qué pasa? ¿No te daba pereza?
—Leonardo, sabes que eso era antes.
—También puedo ir yo a por el pan —se ofreció Paola.
Tom, tan asquerosamente amable como siempre, le sacó tema:
—¿Cómo está Antonia?
—¿Su madre? —Maria respondió—: Tan ocupada como ella. Aquí la única que quiere y puede ir a tu tienda soy yo.
Tom asintió, le guiñó un ojo y Maria recibió encantada aquel gesto pícaro mientras se mordía el labio. «Qué asco dan», me repetí. Estaba tan enfadado como confuso.
Me había ausentado un día, veinticuatro horas, y en ese breve periodo de tiempo Maria había abandonado todos los objetivos con los que había llegado al pueblo solo para poder liarse con el panadero. No había por dónde cogerlo.
Tom debía de gustarle mucho, lo que me hacía sentir envidia muy poco sana hacia él y hacia la conexión que tenía con Maria, que estaba babeando.
No lo podía aguantar:
—Venga, ahora sí. Me voy.
—¿A dónde? —quiso saber Paola.
—A limpiar los ponederos del gallinero —improvisé—. No quiero que los polluelos den sus primeros pasos entre viruta sucia.
—Ay, casualmente ayer nació una cría. Qué pequeñaja es. —Paola se apuntó—: Voy contigo y así juego con la pollita.
—Eso mismo quiero hacer yo. —Maria nos echó—: Id, id.
—No, Paola, no —rechacé la ayuda—. No vengas.
—¿Por qué? —se decepcionaron las dos.
—Porque —Con la cabeza gacha, confesé—: hoy necesito estar solo.
Di media vuelta y me marché.
Pasarme de sentido había funcionado. Paola se había quedado incordiando a los tortolitos.
Aunque yo aún estaba insatisfecho.
Era consciente de que me comportaba como un auténtico inmaduro, ni siquiera antes de la adolescencia había actuado así, aunque ni siquiera entonces me había sentido tan perdido.
Entre mi novia y Maria, mis emociones eran un puto caos...
—No me picotees, eh —le pedí a una gallina—. A mí también me están tocando mucho los huevos últimamente, y no por ello voy mordiendo a la peña.
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Oye... ¿Entendéis a Leo? Jaja
SIGUIENTES ACTUALIZACIONES: 18 de junio.
INSTAGRAM/TIKTOK/TWITTER autor: jonazkueta
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