LABORES

Leonardo:

Vintage nos había entregado toda una lista de quehaceres que tendríamos que llevar a cabo durante nuestra estancia en Trespadejo: limpiar las casas, cuidar de los animales, regar las plantas, labrar los campos...

Muchas de las tareas hubiesen resultado muy pesadas sin Maria; mi peculiar compañera; una chica cuya actitud era imposible de predecir y que resultaba tan rara como divertida.

Tras pasar una semana juntos y pese a saber que no estaba siendo del todo sincera conmigo, ya sentía que la conocía de toda la vida. Aprender las labores de campo junto a ella estaba siendo toda una experiencia.

El que no parecía muy contento con los trabajadores que había contratado era Vintage.

En más de una ocasión, lo desesperamos, y mucho:


La primera vez que recolectamos huevos

Cuando Vintage a primera hora de una mañana nos llevó al gallinero, nos avisó de que coger huevos no sería nada fácil para dos «muchachillos de ciudad» como nosotros.

—Venga ya. No puede ser muy complicado —me pronuncié chulesco frente a Maria, quien me apoyó:

—Tan solo es entrar al corral, pillar el almuerzo de hoy y salir.

Vintage alzó el dedo índice y lo meneó de lado a lado.

—No es tan fácil. ¿A ti te gustaría que te quitaran los huevos?

Maria me pegó un codazo y me pasó la cuestión:

—Tú entiendes más del tema. ¿Te gustaría?

—Eh... ¿Qué?

—¡Centraos! —puso orden el jefe—. Mis aves no son palomas del parque. Tienen carácter. —Abrió un pequeño baúl que había junto a la entrada del cobertizo y nos entregó una cesta a cada uno—. Tomad. Para que pongáis los huevos.

—Pues venga, Leo. —Maria sugirió—: Siéntate.

—Eh... —Repitió—: ¿Qué?

—¡Que os centréis! O esto no funcionará, beata impostora y muchachillo metropolitano.

—Nada. Ya verás como sí funciona. Dios nos ayudará —Maria le restó importancia—. Dale, Paco, déjame entrar.

—¿Tienes experiencia? —le preguntó Vintage.

—Obvio. Mis amigas cristianitas y yo solíamos echar una mano a los granjeros de la zona.

—¿No venías de una ciudad?

—¡Tú déjame entrar! —exigió—. Dame un par de minutos y tendrás aquí los huevos.

Él se rascó la frente, pensativo, y accedió:

—Vale. —Abrió la puerta—. Tú misma.

Con pose erguida, Maria se adentró en el corral.

—¿Estará bien? —me preocupé cuando Vintage y yo nos quedamos a solas.

—Seguramente. No creo que le saquen los ojos.

Me volví hacia él:

—¿No corre peligro, no?

Antes de que me respondiera, escuchamos un chillido, al que siguieron una serie de aleteos, golpes, cacareos...

—¡La están atacando! —temí.

—Puede ser.

—La van a dejar como al Hombre Pálido.

—¿Quién es ese?

—El de El Laberinto del Fauno.

—¿La peli de la cabra que cruje?

Hubiese defendido el filme si no hubiese estado tan pendiente de Maria, quien por suerte no tardó en regresar.

Cerró la puerta del gallinero con brusquedad y, rendida, se dejó caer sobre ella. Estaba cubierta de paja, plumas y pegotes de clara.

—¿Maria?

Se apartó la despeinada y sucia melena de la cara y pude comprobar que conservaba los dos ojos. «Menos mal».

—Todo en orden —me dijo, aunque no se incorporó—. Ah y, Paco, toma. —Le tendió la cesta—. La recolecta.

Vintage se acercó a echar un vistazo al interior.

—¿Un huevo? —Confirmó—: ¡Uno!

—Había más, eh. Pero no he podido salvarlos.

Nuestro jefe dio un paso atrás, respiró profundo y concluyó:

—Sois unos inútiles.

Yo lo ignoré y ayudé a Maria a levantarse.

—¿Seguro que estás bien?

—Hecha un cuadro, pero bien.

—No te rayes. —Acerqué mi mano a su rostro para quitarle un pedazo de cáscara bastante grande del cabello—. Estás guapa.

Me miró sorprendida y sus mejillas enrojecieron de golpe.

Incómodo, carraspeé tratando de evitar el silencio y Maria musitó:

—Qué vergüenza.

—¿Vergüenza? —Vintage recriminó—: Vergüenza te tendría que dar el desastre que has causado.


La primera vez que visitamos la cochiquera

—¿¡¿Txalote?!? —Maria entró corriendo en las pocilgas—. Vaya. Esto parece mi antiguo cuarto.

—¿Y eso? —Me detuve a su lado y la quise picar—: ¿Acaso era la habitación de una pecadora?

Parpadeó varias veces y negó:

—¡No! Me refería al desorden. Dejaba la biblia y los rosarios en cualquier parte.

—Maria. —Me puse serio—. ¿No te cansas?

—¿De... ti? —Me acarició la punta de la nariz con un dedo.

—No. —Le aparté la mano—. De fingir.

Ella arrugó el entrecejo, lo que me adelantó que seguiría haciéndose la tonta:

—Leo, no te sigo.

—Mejor. Tú sígueme a mí. —Vintage nos alcanzó y nos empujó hacia un pequeño recinto vallado en el interior del establo—. ¡Os voy a presentar a los cerdos!

—Sí, ya nos lo has dicho —comentó Maria.

—Lo sé. Hablaba con ellos. —Señaló a los tres gorrinos que nos prestaban atención desde el otro lado de la valla.

Nos hubiesen ofendido sus palabras si no hubiésemos estado embobados apreciando las tres rosadas criaturitas que teníamos frente a nosotros. Eran adorables.

Maria no se resistió y saltó la valla para acariciarlos.

—¡Me encantan! —Su voz resonó por toda la cochiquera—. ¿Cuál de ellos es Txalote?

—Justo el que estás tocando —aclaró Vintage—. Ese es Txalote júnior.

—¿Júnior? —se extrañó—. ¿Y Txalote, el original?

Paco se palpó la tripa.

—Aquí.

—¡Oh! Tienes que estar bromeando.

—¿Bromeando? ¿Tú por qué crees que los crío?

—Pues porque te gustan.

—Me gustan. Pero asados a la parrilla.

—Jo-der. —Maria abrió los ojos como platos.

—¿Qué? ¿Acaso no comías salchichas en la ciudad?

—¿Salchichas? —Se separó de los animales y regresó a nuestro lado—: Mira, sí. Comía, ¡y muchas! Y no sabes cuánto me gustaba hacerlo. Pero me cansé de tanto cerdo y decidí huir de ellos viniendo al campo.

—¿Ahora eres vegetariana?

—¿Vegetariana yo?

—Chicos —me atreví a intervenir—, creo que no habláis de lo mismo.

Vintage conjeturó:

—Que sí. Es vegetariana.

—Que no, Paco —quise hacerlo razonar.

—¡Que sí! ¿Verdad, Maria?

—Pues... En realidad...

—¿Qué? —presionamos Paco y yo al unísono.

—Que no soy vegetariana, pero aun así esta tarea no la pienso hacer ¡porque no me da la gana!

Tras rimar, se piró sin mirar atrás.

Una vez más, nos dejó al tío de mi novia y a mí a solas.

—Leonardo —me llamó entonces él.

—Dime.

—Estoy harto.

—¿De ella?

—De los dos.

—Vaya. —Suspiré, aunque me importaba bastante poco—. La verdad es que a mí ella me cae bien. Es graciosa.

—Ya veo ya. —Me agarró del pescuezo y advirtió—: Pero que no te haga tanta gracia, que sales con mi sobrina.

Me liberó con rudeza y pasó a acariciar a los cerdos.

Yo me quedé petrificado. Tardé un rato en ir tras él.


La primera vez que cosechamos garbanzos

Vintage nos enseñó que para cosechar garbanzos, el primer paso era secar las plantas y ordeñarlas para conseguir las vainas. Luego, había que ponerlas al sol sobre una sábana, esperar a que se secasen del todo y pisarlas. Para terminar, bastaba con pasar las vainas secas de un balde a otro repetidamente para que la brisa limpiase las legumbres llevándose la paja consigo.

—Garbanzo arriba, garbanzo abajo... Unos trescientos garbanzos habré pelado ya —calculé mientras lanzaba las legumbres de un cubo a otro.

Maria estaba tan ocupada como yo y Vintage se dedicaba a vigilarnos y meternos presión:

—¡Qué lentitud! He visto mochuelos más activos bajo la luz del día.

—Pues que te ayuden ellos —le desafió Maria—. Nunca creí que pelar nada pudiera ser tan aburrido.

Ante aquella declaración, el jefe y yo la miramos perplejos. Ella se percató y trató de salir del paso:

—No me malinterpretéis. Me refería a...

—¿A qué? —quise saber.

—Pues, a las pipas.

—Ah. ¿Te divierte pelar pipas?

—Obvio, porque lo hago con mis amigas monjas. Siempre que puedo les llevo un paquete al convento.

—Qué son, ¿loros? —se mofó Vintage y yo lo seguí:

—Y ella sor Grefusa.

A Paco se le escapó una escandalosa risotada que acabó de espolear a Maria, quien agarró un puñado de legumbres y me lo lanzó con rabia.

—¡Tú! —Me limpié y advertí—: Si no quieres que la tengamos, no me toques las pelotas.

—¡Ay, no! Las únicas bolas que toco yo son las del rosario.

Se santiguó.

Me desesperaba:

—Eres insufrible.

—Y tú. —Me miró con menosprecio y asestó un golpe bajo—: No me extraña que tu novia te haya abandonado en Trespadejo.

—¡Oye! —Avergonzado, opté por mentir—. No, eso no es así. Fue idea mía venir aquí.

—Ah. Pues tu versión contradice la de... —Miré de por el rabillo del ojo a Vintage.

—¡Paco! Deja de malmeter a mis espaldas.

—¿Yo? —Se hizo el loco conmigo—. Se lo está inventando.

—Perdona, pero como buena santa, no os mentiría a ninguno de los dos, por miedo a los castigos de Dios —nos lanzó otra rima—. Y, Leo, tampoco es ningún misterio. No te he visto charlar por teléfono ni una sola vez. Es obvio que esa chica pasa de tu culo.

—O yo del suyo.

—¿Pasas del culo de mi sobrina? —reprendió Vintage.

—¡No, no!

—No lo hace. —Maria continuó—: Es un calzonazos.

Atrapé unos cuantos garbanzos y se los tiré. Me tenía harto y se lo debía. Atrapada en una lluvia de legumbres, ella contraatacó.

Comenzamos una batalla, hasta que a Vintage se le hincharon las narices e intervino: autoritario, nos obligó a recogerlo todo y a no dejar de trabajar hasta completar la tarea.

Mientras tanto, él se tumbó bajo la sombra de un árbol.

—Qué bien vive —opinó Maria cuando empezó a roncar y, aprovechando que estaba adormilado, me llamó—: ¡Leo!

No podía pasar de ella. Era incansable:

—¡Leoooo!

—No estoy de humor, Maria.

—Es que quiero decirte una cosa.

—¿Qué?

—Pues... que lo siento. —Me asombró:

—Vaya.

—Sí. No te mereces que te abandonen.

—Oye, que mi novia no me ha... —No finalicé la frase.

Maria me observaba con una ceja exageradamente alzada.

—Vale. —Reconocí—: Puede que no estemos en nuestro mejor momento.

—Lo sé. Y lo lamento.

Respiré profundo.

—Gracias.

—Nada. Para eso estoy. —Me sonrió—. Soy una buena cristiana.

Entonces el que alzó una ceja fui yo. 



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SIGUIENTES ACTUALIZACIONES: el 13 de abril.

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