FIN
Maria:
Al escuchar mi nombre, me levanté entre tambaleos.
—Qué porrazo. Y no de los que me gustan.
—¡Maria! —Leonardo corrió hasta llegar a mí—. No te muevas, podrías tener contusio...
Me quité el casco y lo lancé al arcén.
—¿Estás loca? —Me sostuvo por los hombros y me analizó con pavor.
—¿Todavía lo dudas?
No le vio la gracia.
En su cara pálida se posaba una alarmante expresión de angustia.
Aun así, resultaba jodidamente atractivo.
—Leonardo, tranquilo.
—¿Cómo voy a estar tranquilo?
—Que me encuentro bien.
Tomé distancia con intención de mostrar que me valía por mí misma. El vaivén no desaparecía, pero sabía lidiar con ello. Era como cuando me pasaba con los cubatas.
—Además —Le resté importancia—, no ha sido para tanto.
—Te has estampado contra mi coche. —Lo señaló.
Tenía parte del cristal roto y el capó algo hundido.
—Menuda avería. —Se me ocurrió—: Eustaquio te prestará su moto.
—¡Eso me da igual! —Se cubrió la boca y la nariz con ambas manos en un gesto de ansiedad—. Que casi te mato.
—Exagerado. Si conduces todo lento.
Apretó la mandíbula, sus ojos vidriosos se toparon con los míos y, tiró de mí...
—Ven.
...para abrazarme. Me estrujó con tanto ímpetu, que me obligó a interrumpir el emotivo momento:
—No me achuches que puede que sí que tenga algo roto.
Me liberó de inmediato.
—¡A urgencias! ¡Vamos!
Trató de llevarme al coche —ir en el hostiado vehículo sería más rápido que esperar a que nos recogiese una ambulancia allí—, pero mis pies se anclaron al suelo.
—Antes tengo algo que decirte.
—¿Ahora?
—Sí.
Sin hacer a propósito, creé una pausa intrigante al entretenerme rascándome la sien. Me picaba mucho, y con razón. Un diminuto trozo de cristal se me había clavado en la piel.
Me lo arranqué y surgió una gota de sangre.
—Oh. —Leonardo tragó saliva—. ¡Al hospital!
—Leo, no seas pesado.
—Es que...
—¡Calla!
Tenía algo que confesar.
Él me prestó la atención que solicitaba y entonces me quedé paralizada.
A la hora de abrir mi corazón, no era tan valiente.
—Bueno, ¿estás listo, no?
—No. Contigo nunca.
—Haces bien. —Avisé—: No es ninguna tontería.
—Lo había deducido.
—¿Sí?
Pese al consejo de Tom de ir al grano, nos estábamos yendo por las ramas.
—Claro. Has detenido un coche con la cabeza. Imagino que será por algo serio.
—Ah. —Asentí con vehemencia.
Entonces bajé la vista avergonzada y mascullé:
—Pues... La cosa es que...
—O te das vida o retomamos la charla en el hospital.
—¡Ya! ¡Va! —Disparé—: Bueno, digamos que quiero dejar de llamarte «tronco».
No captó la indirecta.
—¿Y te has plantado en medio de la carretera como un cervatillo rabioso por un mote?
«Joder. Qué complicado es esto» era la primera vez que confesaba unos sentimientos tan profundos y se notaba.
Continué:
—Leonardo, sabes que algunas personas paran aviones para declararse a quienes quieren, ¿no?
Abrió la boca, pero guardó silencio.
—Pues yo quería ser más original. Por eso he parado un coche.
Al fin parecía pillarlo.
Aunque no decía nada.
Recorté la distancia y enlacé nuestras manos.
—Seguramente la esté cagando, pero necesitaba decirte lo siguiente a la cara. —Ya no había vuelta atrás—. Leonardo, yo creo... Tengo bastante claro... Es muy probable... Que... Bueno...
—Tronca —cortó—, lo tuyo nunca han sido las palabras.
Di un respingo.
—¿Perdón?
Sonrió pícaro, sus hoyuelos se manifestaron y presencié cómo se desplazaban al compás al responder:
—Que yo también a ti, Maria.
Dudé:
—¿Cómo sé que hablamos de lo mismo?
Me lo demostró.
Me agarró de la cintura y pegó su torso al mío. Mi pecho se sacudía con cada latido, lo que no sabía era si se trataba de mi ritmo cardíaco o del suyo. Puede que se hubiesen sincronizado.
Alcé sutilmente el mentón para mirarlo, sus ojos verdes destellaron y supe que, por más que lo estuviese deseando, él no daría otro paso.
Lo suyo eran las palabras y lo mío la acción.
Había llegado mi turno.
Impaciente y decidida, acaricié su nuca y...
Al fin lo hice.
«Jo-der».
Lo besé.
Nos estábamos besando.
Jamás había experimentado algo tan tierno como fogoso.
El lado de la pasión lo tenía dominado, de sobra. El lado emotivo era el completamente nuevo para mí.
Sentía que cada una de las chispas que habían surgido de cada interacción con Leo durante las últimas semanas se habían agrupado para crear una enorme fogata, una capaz de calentar más allá de lo físico. Me derretía. Y ansiaba hacerlo con él. Quería fundirme con Leonardo.
Para él todo aquello puede que no fuese tan nuevo. Sin embargo, al separarnos entendí que lo vivía con la misma emoción que yo. O incluso más.
—Maria... Te quiero.
—¿Y tu novia?
—Iba a dejarla.
—Ah. —Desconfié—: ¿Seguro?
Se rio.
—Segurísimo. Te quiero a ti.
Nos abrazamos y resguardada en el capullo formado por sus brazos, nacieron mariposas en mi estómago. Aun así, el romanticismo no me cambió. Las dulces mariposas no le hicieron sombra al goloso gusano.
—¿Maria, me estás agarrando el paquete?
—Sí. Y voy a cumplir tu sueño.
—Ya lo estás haciendo.
—No, no. Me refiero al otro sueño.
—¿A cuál?
Susurré a su oído:
—He encontrado una rueda de tractor abandonada.
Soltó una carcajada y juntó su frente con la mía.
—Es todo tan mágico.
—Sí. —Lo medité—. Es como de otro planeta, de otro universo.
Silbó con la mirada perdida.
—¿Sigues con el tema de los marcianos?
Miré al cielo.
—Sí, ellos me han ayudado a encontrarme. Y a encontrarte.
—El golpe te ha dejado secuelas —bromeó, aunque orientándome hacia el vehículo.
—¿Y cómo explicas que haya llegado a tiempo? ¿Y que haya sobrevivido al atropello?
—Hay tantas cosas que no me explico desde que te conocí.
Lo atraje hacia mí y declaré:
—Es justo lo que siento yo contigo.
Me sonrió, regresaron los hoyuelos y... me besó.
Esta vez, él a mí.
Yo tan solo me dejé llevar:
—Leo, te quiero...
—¡Oh! —se asombró ante lo que parecía un manifiesto romántico.
—...sobre la rueda de tractor —acabé—. ¡Ya! ¡Pasemos del hospital y vayamos al pajar!
—Ni de coña.
Me hizo sentarme en el asiento del copiloto, él se puso al volante e intentó poner en marcha el motor. Fracasó.
—O se te ha calado, algo que no me sorprendería, o...
—Ha muerto —concluyó—. Tu placaje ha podido con él.
Insistió, giró la llave varias veces. Sin éxito.
Nos habíamos quedado tirados.
Por lo que le eché una mano.
Y literalmente:
—Bueno, puede que accionando esta palanca de aquí...
—¡Maria! —Se sorprendió cuando palpé su entrepierna.
—¿Qué? —Hice pucheros—. ¿Y si son mis últimos minutos de vida? Hazme feliz.
—Qué morro tienes.
—Uno muy sabroso, que al fin vas a probar.
Humedecí mis labios, me incliné y rimé:
—Ay, Leonardo, Leonardo. Ahora sí que sí —Chasqueé la lengua—, te voy a comer todo el nar...
—Espera, espera.
—¿Qué?
—Quiero confesarte algo.
—¿Algo más?
Tiró el asiento hacia atrás, ganando espacio para que me acomodase sobre su regazo.
—Sí. Verás, ¿recuerdas la noche de los deseos?
—Obvio, cuando pediste que me sincerara.
—Ya... Te mentí.
—Pues empezamos bien.
Sus brazos me envolvieron.
—Es que, en verdad, pedí sincerarme yo.
—¿Tú, Leo? ¿Con quién?
—Conmigo mismo. —Suspiró—. Se ve que también necesitaba cambiar de vida.
—Ah. —Señalé a nuestro alrededor—. Bueno, pues diría que lo has logrado.
—Joder. Y a lo grande.
Nos echamos a reír y agradeció:
—Sin ti no lo hubiese podido hacer.
Asentí, se me acercó en busca del beso definitivo y... Lo detuve:
—Ahora espera tú.
—¿Qué pasa?
—Ya que estamos siendo sinceros, yo tampoco te lo he dicho todo aún.
Para que no se asustase le sonreí, tan pícara como siempre.
Se esperaría que finalizase con alguno de mis atrevidos pareados, pero no. Este capítulo debía cerrarlo dando voz a la Maria que tanto había silenciado:
—¿Y bien? —se interesó.
—Pues que... Por fin. Por fin lo estoy sintiendo.
Alzó ambas cejas y, sin darle tiempo a procesarlo, solté:
—Me estoy enamorando.
—¿Maria?
—Has flipado, ¿no? —me enorgullecí.
—Te has vuelto tan romántica como viciosilla.
—No te pases.
Entre carcajadas, me paré a mirarle a los ojos y, entonces, retomé mi esencia:
—Ay, Leo. Este es un nuevo inicio.
—Lo sé.
—Y ya no pienso seguir...
Antes de pegar mis labios a los suyos, terminé:
—Huyendo del vicio.
FIN
----------
Aunque... Nos queda el epílogo...
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top