EL PANADERO
Maria:
¡Por fin salió el sol! Me vestí y bajé a desayunar antes de lo habitual para que me diera tiempo de ir a por el pan. Creí que el resto aún estarían dormidos, pero...
—¡Muchacha! —me asaltó Paco en la cocina—. ¿Puedes ir tú a la panadería?
—El destino. Justo de eso hablé ayer por la noche con Leo.
—¿Por la noche? ¿No se supone que necesitabais descansar? —Una vez más, parecía el monitor enfadado de unas colonias.
—Tan solo charlamos un rato.
—Espero.
—¿Y por qué quieres que me encargue yo de su tarea?
—Tiene cosas más urgentes que hacer. —Me apartó del camino y marchó a la otra casa—. ¡¡¡Mendrugo, despierta!!!
—Qué percal.
Opté por ignorarlo y me comí una pieza de fruta.
Con el estómago saciado, cogí una bicicleta del garaje y me aventuré a recorrer las estrechas calles de Trespadejo.
Por el camino me crucé con un par de gatos y un perro. Nadie con quien hablar. Todavía no estaba tan desesperada.
Llegué al comercio, aparqué la bicicleta a un lado de la calle y leí el cartel que colgaba de la puerta: «abierto».
—¡Buenos días! —saludé por encima del ruido de la campanita que anunciaba visitas.
—Bonjour —me devolvió el saludo un joven rubio desde el otro lado del mostrador—. ¿En qué puedo ayudarte? —Ya no hablaba francés. Ni siquiera tenía acento.
«¿Es que lo he soñado?».
—Tú... —Lo señalé.
Mi dedo se petrificó mientras mis ojos lo examinaban de arriba abajo.
Tenía el pelo rubio, corto y levantado sobre la frente; ojos azules y brillantes; pecas en sus mejillas, una altura inferior a la de Leo pero mayor a la mía, y un cuerpo musculado, aunque no definido.
A simple vista, desprendía seguridad y simpatía a partes iguales.
Me encantó.
—¿Has hablado en francés?
Lentamente, se frotó las palmas de las manos en actitud chulesca y, cauto, contestó:
—Oui. ¿Por qué?
—Pero cuando hablas español no tienes acento francés.
Orgulloso explicó:
—J'habite en France. Y en España.
—O sea, mitad y mitad. Como un calimocho.
Parpadeó repetidamente ante mi alcohólica comparación y yo pasé a otra pregunta:
—¿De qué parte de Francia?
—De Lyon.
—Grrr. He aquí tu lyona.
Le tendí la mano y, dudoso, accedió a estrecharla.
—Soy Maria, Maria Castro.
—Oui, la compañera de Leo. Él me ha hablado mucho de ti.
—Pues el cabrón ha tardado bastante en hablarme de ti.
Sonrió y se presentó:
—Je m'appelle Tom. ¿Puedo ayudarte en algo?
—Sí, Tom, me gustaría saber, ¿qué hace alguien como tú en un sitio como este?
Por suerte, no se asustó ante mi descaro y me siguió el rollo:
—Mi hermana y yo vivimos con mi madre en Francia, pero el verano lo pasamos con mi padre en Trespadejo. Así lo ayudo con el negocio. Además, tengo especial cariño a este pueblo. Me crié aquí.
—Interesante.
Asintió y se aclaró la garganta.
—Y tú ¿has venido a la tienda a hacerme un cuestionario?
—No. Nada de chapas, vengo a por una chapata.
Él se giró para cogerla y me cautivó su trasero respingón: «Oh là là».
—¿Algo más?
Me acercó el pedido, lo agarré y mis manos acariciaron las suyas. Entonces sentí cómo un cosquilleo me recorría el cuerpo, el pulso se me aceleraba y la boca se me secaba.
—¿Alguna otra cosa? —repitió al verme en Babia.
Sin pensarlo, reviví temporalmente a la verdadera Maria y me lancé:
—Sí. ¿Te gustaría quedar esta noche?
Él no era el único asombrado. «¿Qué estoy haciendo?».
—Perdona. No puedo —encima me rechazó—. Esta noche tengo que cuidar de mi hermana. Es pequeña.
—Ah.
Había sonado a excusa y seguramente lo fuese.
A mí no solían darme calabazas, no antes de pisar Trespadejo. El maldito pueblo me había hecho perder cualidades.
Aunque, por otro lado, agradecía que el chico hubiera declinado la invitación porque «¿y el ayuno sexual?».
Estaba muy perdida, pero con él todo había surgido tan natural, había sentido tener tan claro lo que quería; me apetecía.
—Maria, lo siento.
—Nada. Mejor. No me da la vida con los planazos de la granja. ¡Zafarrancho en el rancho!
«Qué ridícula, joder», cada vez quedaba peor.
Quise huir:
—Y no sé por qué me estoy entreteniendo tanto. ¡Me piro! ¡YA!
Rápidamente, di media vuelta, sin tener en cuenta que la puerta estaba cerrada y me estampé. Pum. El cartelito que indicaba que el local permanecía abierto se tambaleó y la campanita sonó. Yo reboté, caí al suelo y agonicé sobre los azulejos mientras el pan rodaba.
—¡Qué tortazo! —se me acercó Tom.
—Bien muy estoy —me cortocircuitó el cerebro.
—¿Qué?
Recuperé el pan y escapé, corrí por la calle muerta de vergüenza.
—¡Eh! —El francés salió en mi busca—. ¡Maria, te...!
—Estupendamente. Gracias —me adelanté. Quería que la humillación finalizara cuanto antes.
Él se rio.
—No. Es que has olvidado pagar.
Me petrifiqué, en medio de la vía. Una nueva escultura para Trespadejo.
—Mierda.
—¿Maria?
—Voy.
Con la cabeza gacha, arrastré la dignidad hacia la tienda.
—¿Te duele algo? —Era obvio que sí.
—¿Doler? —me hice la tonta. Como si reventar puertas fuese mi hobby favorito.
—Doler, Maria, doler.
Evité mirarlo a la cara. No me atrevía, no hasta que dijo:
—Sabes, es verdad que hoy no me viene bien quedar...
—Lo he entendido a la primera.
—...pero estoy deseando volver a verte.
De inmediato, la situación dio un giro de ciento ochenta grados, la esperanza se apoderó de mí y me obligó a alzar el mentón.
—¿En serio?
—Oui. Al fin y al cabo —flirteó—, eres mi clienta más divertida.
Apreté los puños, contuve la emoción y actué con calma.
—Ah, pues vendré mañana.
—¿Lo prometes?
—Obvio.
Con la autoestima disparada, le di el dinero y me alejé pisando fuerte.
—Maria.
—¿Otra vez, Tom? —Me giré, algo soberbia—. ¿Ya me echas de menos?
Dejó escapar una sutil risa.
—Te olvidas la bici.
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¡¡¡Espero que hayáis disfrutado de estos tres capítulos!!! ;))
SIGUIENTES ACTUALIZACIONES: 4 de junio.
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