DESPEDIMOS A BARTOLO
Leonardo:
Maria y yo no habíamos vuelto a hablar de manera íntima desde la breve conversación que mantuvimos de ventana a ventana.
Intercambiamos un par de palabras al día siguiente, cuando recolectamos pimientos en la huerta y limpiamos el gallinero, pero junto a Paola y solo tocamos temas relacionados con el trabajo. Charlamos, por ejemplo, de lo mucho que habíamos mejorado como granjeros; porque habíamos salido del corral intactos. Nada que ver con la primera vez que lo visitamos, cuando Maria escapó cubierta de paja, plumas y pegotes de huevo.
El día del funeral, apenas tuvimos quehaceres, y sobre las seis de la tarde nos preparamos para ir a la misa.
En la ceremonia, Paola se unió a un grupo de feligreses; se encargaría de pasar el cepillo; Carmen y Eustaquio se sentaron junto al artista, el despegado hijo de Bartolo, al que dieron el pésame; Vintage y Susana se situaron algo más atrás, en el pueblo todos sabían de la enemistad entre nuestro jefe y el fallecido; y Maria y yo nos colocamos aún más lejos del altar, éramos prácticamente nuevos en Trespadejo.
El hecho de sentarnos separados del resto de compañeros, a solas, nos incomodaba, hasta que Maria se aburrió, dejó nuestros más y nuestros menos a un lado y rompió el hielo analizando a los presentes:
—Menuda pelusa gótica se ha puesto la influencer del pajar. —Señaló el tocado de plumas de Susana, visible desde cualquier rincón de la iglesia—. Parece que tiene un cuervo clavado en el moño.
—No seas mala.
—Y qué feliz está Eustaquio de lo bien que le ha quedado el ataúd. —Maria ladeó la cabeza—. Eh. Una cosa, Leo.
—Dime.
—Si el ataúd no ha estado listo hasta esta mañana, ¿dónde han tenido al muerto?
—Ni idea, Maria.
—Y fíjate en Paola —cambió de objetivo—, qué contenta está en su hábitat natural.
—Ya. Que disfrute, que la vida son dos días —reflexioné.
Maria se volvió hacia mí.
—Qué dramático
—Los funerales me hacen rayarme.
—Ah. Entiendo. —Confesó—: A mí me hacen querer follar.
—¿Maria? —me espantó.
Las personas de los bancos cercanos se volvieron hacia nosotros. Había alzado demasiado la voz.
—Maria... —Traté de disimular—. Por la Virgen María. Qué desgracia la despedida de Bart. Un hombre...
—Que jamás acudía al bar —rimó mi amiga.
Pasaron de nuestras tonterías y yo critiqué el pésimo pareado:
—¿Al bar?
—Es lo primero que se me ha ocurrido. Espera. ¿No ha muerto de cirrosis, no?
—No, Maria, no. Ha sido un infarto.
—Genial.
—¿Genial?
—Ya me entiendes. —Explicó—: Ah, y respecto a lo de que me entran ganas de tener relaciones sexuales en los entierros, no te asustes. No es que me exciten. Es por eso de pensar en aprovechar el tiempo que tenemos haciendo lo que más nos gusta. —recalcó—: No creas que me va la temática religiosa. No soy de esa clase de personas a las que les mola montárselo en los cementerios.
Hizo memoria:
—Aunque no puedo negar haberlo hecho. A un exligue mío llamado Simón, en un panteón, le bajé el pantalón y... Me agaché a sus pies para comerle todo el ciprés. Luego tuve otro capricho; le pedí que me llenase el nicho.
Puse los ojos en blanco.
—¿Tú, Leo? —se interesó—. ¿Tu churri y tú os habéis acostado entre lápidas?
Evidentemente no. Negué con la cabeza y opté por no darle coba. Maté la conversación cantando con los cristianos:
—«Amén, amén, amén, amén, amén. Las promesas del señor son siempre amén».
A Maria le aburría aquello:
—Deja el karaoke. ¿Tú qué harías si fuese tú último día?
La ignoré, por respeto a Bartolo, por respeto a sus allegados, pero Maria no tiraba la toalla:
—¿Leo? ¡Leo! —Con su dedo índice tocó en mi hombro y repitió el movimiento una y otra vez—. ¡Leo! ¡Leo! ¡Leo! ¡Leo! ¡Leo! —Clavó su uña en mi piel, hasta el fondo—. ¡Leooooo!
Me aparté de una sacudida y perdí los papeles:
—¿Qué hostias quieres?
Una señora sentada a nuestro lado se volvió ipso facto, haciendo crujir sus articulaciones —¡crac!—, y espetó:
—Menuda educación.
—Toda la razón. Leo, ¿qué es eso de preguntar qué hostias quiero? ¿Cuáles voy a querer? Pues las sagradas, las que reparta el cura.
Maria tenía respuesta para todo.
La señora nos dejó en paz y pensé que Maria habría aprendido la lección.
Pasados cinco minutos, comprobé que no:
—¡Leo!
—Maria, silencio.
—¿Has visto quién está ahí?
—Me da igual.
—En la tercera fila.
—Que me da igual.
—En el banco de la derecha.
—Que no me im...
Lo vi.
«Mierda».
Era Tom.
—¿Él es quien tanto te animó la noche del enfado, no?
—Eh... —Por alguna razón, sentí que me mentía—: Ah. Sí, sí.
—Guay.
—Muy guay.
Con la cabeza gacha, comenzó a desabrochar los botones de la parte superior de su camisa de color azul, a juego con sus pantalones pitillos.
—¿Qué haces? ¡Maria! —la llamé, y ella llamó al francés:
—¡Tom, guapo!
—¡Chis! Te va a oír toda la iglesia —advertí avergonzado.
—Con que me oiga él...
Arqueé una ceja y tanteé:
—Espera. ¿Esto también lo haces por mosquearme?
Actuó de manera dramática:
—Ay, no, Leo. Mosquearte así sería imposible. Ya sé que entre tú y yo no hay absolutamente nada. —Me espoleó—: ¿No?
No di el brazo a torcer.
—Claro que no.
—Bien.
Continuó con su actuación. No dejó de dirigirse al panadero mientras se desabrochaba la camisa.
—Maria, pero no enseñes el canalillo aquí. Por Dios... Y nunca mejor dicho.
En vano. Se hacía la sorda conmigo.
—¡¡¡Tom!!!
Al final, el francés la vio. Se dio la vuelta y le guiñó un ojo.
—Toma —celebró ella—. He captado su atención.
—Y la de toda la iglesia. Parece que vas a amamantar al Niño Jesús.
—¿Tienen a un tío medio desnudo clavado en la pared y se van a asustar porque luzco parte de mis tetas? Déjame hacer lo que quiera.
—Ese «tío medio desnudo clavado en la pared» es Dios.
—Yo sí que soy una diosa.
—Maria, que nos van a echar...
Suspiró y cedió. En lo de abrocharse la camisa, porque en lo de tontear con Tom, no abortó la misión. Incluso hizo cómplice a Paola cuando se nos acercó con el cepillo.
—Amiga, no tengo dinero pero sí una notita para Tom. ¿Puedes llevársela?
—¡Maria, no!
—¿Por qué? Si tienes que pasar por su banco, no te cuesta nada.
—Yo no me encargo de esa zona. Ese es el banco de Noemí.
—No, no lo es. Como su nombre indica: No-e-mí banco. ¡Ahora es el tuyo!
—Qué idiotez.
—Bestie, por favor.
Maria puso cara de pena y Paola accedió:
—Me debes una.
Estresada, agarró el trozo de papel que Maria le tendía y avanzó.
No le pregunté por el mensaje, pese a estar muy intrigado, porque con aquello se había quedado satisfecha y en silencio. Aguantó así hasta que la misa finalizó.
Entonces saldría de dudas. Tom se nos acercó:
—Así que... —Con chulería, extendió la nota—. ¿Maria, me has echado de menos?
NOTA: Te añoraba, mi rubio. Te añoraba a ti y a tu manubrio.
—Joder, qué profundo —me mofé.
—Sí, aunque, ¿qué es manubrio? —Tom tenía lagunas en el idioma.
—Mejor que no lo sepas. —Le pegué un par de palmadas en la espalda.
—Oui. —Se guardó el papel—. Y, chicos, yo también os he echado en falta. ¿Qué tal estáis?
—Genial, Tom. Genial. —Maria le dedicó una simpática mueca cargada de picardía—. ¿Y tú?
—Genial también.
—Vaya —intervine—. Que felices estáis los dos, teniendo en cuenta que estamos en un funeral.
Tom se sintió violento y carraspeó:
—Ya, uf. Qué mal. Era un buen hombre. Siempre me daba propina al comprar el pan.
—Propina la que te voy a dar yo —flirteó Maria.
Aunque una vez más, se delató al mirarme de reojo.
Que a Maria le gustaba Tom era evidente, pero su innato don del flirteo se veía alterado ante mi presencia. Provocaba breves interferencias en su proceso de conquista. Aunque no las suficientes. Y eso que las reforcé con palabras:
—Estamos despidiendo a una de las pocas personas dispuesta a ayudarte en la búsqueda de los alienígenas, ¿sabes? Podrías tener algo de respeto.
—Ay, sí, sí —empatizó ella—. Pobre hombre.
—Oui. —Tom divagó—: La vida es una.
—Como en Fuenteovejuna —agregó Maria.
—Eso es «todos a una» —corregí.
Ella debatió:
—¿Y cuántas vidas crees que tienen en Fuenteovejuna?
—Una —dedujo Tom.
Maria le pegó un codazo afectuoso y ambos rieron.
A la vista de que acababa de ascender otro escalafón de sujetavelas, me tragué los celos y me despedí:
—Oye, venga, como sé que hace tiempo que no estáis jun...
No terminé la frase porque ellos ya estaban charlando de otro asunto.
—¡Y casi nos pilla tu padre!
—Oui. ¡Saltaste desnuda!
Me alejé de las carcajadas, ignorado, aunque no del todo: sentía que Maria me perseguía con los ojos. «Igual es que me creo más importante de lo que soy», asumí y me perdí en la muchedumbre hasta dar con Paola y los feligreses.
—¡Leonardo! —Paola me presentó—: ¡Mirad! Es un amigo de la granja en la que trabajo ahora.
—¡Hola! —me saludaron al unísono.
—Hola...
—Leo —Paola me preguntó—, ¿te ha gustado cómo he pasado el cepillo?
—Sí, sí. Eres toda una profesional.
—El truco está en aparentar severidad. Si intimidas, siempre sueltan monedas.
—Siempre —hizo los coros una de sus amistades.
—Vaya. Qué guay.
Me hablaron de más rollos, pero yo ya estaba distraído, concretamente, reparaba en cómo Maria y Tom se marchaban agarrados. Él le pasaba una mano por la cintura y ella, por los hombros.
—Me cago en Dios —se me escapó.
—¡Oh! —se sobresaltaron todos los que estaban a mi alrededor.
—Ay, perdón. Yo... Encantado de conoceros.
De nuevo, hui, hasta localizar el llamativo adorno de la cabeza de Susana.
—¡Cachorro! —Carmen estaba junto a ella—. ¿Qué tal? ¿Y dónde se ha metido mi cachorra favorita?
—Está liada.
—O liándose —malmetió la del extravagante tocado de plumas—. Estaba muy pegadita al rubito que vende pan.
Me hice el loco:
—Ah, no sé...
Vintage, a quien no vi llegar, me agarró y me llevó con él.
—Mejor. ¿Acaso importa, muchacho?
—Claro que no.
—Te noto alicaído. ¿Es por la muerte del viejo chiflado?
—Sí, justo eso.
—Tengo algo que te animará.
Me arrastró hacia fuera.
—¿Algo para mí?
—¡Confía, mendrugo!
Vintage y yo salimos de la iglesia y, antes de que me condujera de vuelta a las casas para «darme una sorpresa», vislumbré a lo lejos la silueta de Maria y Tom. Cada vez más pequeña, se perdía en un camino rodeado de trigo.
Se me quedó la misma cara que a un niño que ha perdido su querido globo de helio y ve cómo se va volando por el cielo. «Perder». Aquel era el verbo adecuado. Oficialmente, acababa de perder a Maria, la persona que verdaderamente me gustaba.
En parte, presenciar aquello me hizo un favor, porque me presionó para centrarme en mi relación de más de ocho años, a la que estaba ligada la misteriosa sorpresa que Paco me tenía preparada:
—Vas a ver a tu muchachilla —me adelantó.
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Se viene...
SIGUIENTES ACTUALIZACIONES: 19 de julio.
INSTAGRAM/TIKTOK/TWITTER autor: jonazkueta
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