DESEOS
Maria:
Tras un duro día de trabajo en el campo, pudimos disfrutar de una estupenda noche en Trespadejo.
Leonardo y yo descansábamos tumbados frente a las casas, en una de las campas de Vintage. Panza arriba observábamos las estrellas, mientras nuestros estómagos, a rebosar de arroz y verduras de la cena, hacían la digestión.
—Leo —Me recosté—, no puedo estar más llena.
—Haz como Vintage. Mira qué rápido ha evacuado. —Desde la campa, habíamos escuchado el sonido de la cisterna del viejo servicio de la planta baja.
—Ojalá pudiera ir al baño con tanta facilidad —deseé, y justo entonces:
—¡Mira! —Leo se incorporó—. ¿La has visto?
—¿A qué te refieres?
—¡A la estrella fugaz! Tu deseo se va a cumplir, Maria.
—¿Cuál?
—El de poder hacer de vientre con la misma facilidad que Paco.
—Pues vaya mierda de deseo. Y nunca mejor dicho.
Leo se rio, yo me senté a su lado y me interesé:
—¿Y tú? ¿Qué has pedido?
Él apretó la mandíbula y se quedó callado. El único ruido que había en aquel lugar era el de las chicharras.
Se hacía el interesante, aunque aquello no me molestaba. Lo que me molestaba era que su manera de crear intriga era sexi. Muy sexi. Y yo debía ser beata. Muy beata.
Leo inspiró con vehemencia y espiró del mismo modo. Su firme pecho se movía con la respiración y el mío con cada latido. Estaba nerviosa. «Porque él está muy bueno. Demasiado».
Agité mi cabeza y me centré.
—¡Eh, Leo!
Entornó los ojos.
—¿Qué?
—Que me digas qué has deseado. ¡Dale!
Aceptó:
—La paz mundial.
—Ah. —Intenté camuflar la expresión de extrañeza de mi rostro—. ¿En serio?
—Claro. ¿Tú no habrías pedido lo mismo, sor Maria?
Me quedé con la boca abierta un rato, hasta que me decidí a articular palabra:
—Obvio.
—¿Sí?
—Sí.
—Ya —desconfiaba.
—¿Qué?
Se volvió a tumbar y se pasó la mano por el pelo hasta llevársela a la nuca. En aquella posición su bíceps se tensó. Y yo también.
—Que era coña. Lo que yo he pedido es otra cosa —reconoció.
—¿Qué cosa?
—Honestamente, me gustaría que te sincerases conmigo. —Me alentó a hacerlo con la mirada—. Venga, Maria.
Dudé. Estuve a punto de hacerlo, de romper mi pobre «escudo ante el vicio». Pero no me atreví.
—No te sigo, Leonardo.
—Sí me sigues, sí. —Levantó la espalda para ponerse frente a mí—. Si no quieres, no tienes por qué hacerlo. Voy a continuar siendo tu amigo, tu «tronco». Pero quiero que sepas que puedes confiar en mí. Conmigo puedes dejar de fingir ser alguien que no eres. ¿Entendido?
Asentí con la mirada perdida en el césped. De hecho, estuve un buen rato asintiendo.
Cuando volví a alzar la vista, me topé con Leo, con su sonrisa. No me insistiría más. Y aquello me entristeció porque, en realidad, quería sincerarme. Sí. Lo quería hacer. Y lo iba a hacer. «¡A la mierda el escudo!».
—Leo.
—¿Sí?
—No soy una beata. Bueno, lo fui en una fiesta de disfraces, cuando trabajaba en una discoteca. Me puse una toca, esa tela blanca que se ata a la cabeza, y no me la quité en toda la noche. Fue lo único que no me quité.
Me prestaba atención, tanta, que imponía.
—No me gusta rezar, ni bendecir... —Atajé—: No soy una santa. Al contrario. Soy lo peor, tan viciosa que he perdido amigas por liarme con sus novios y novios por liarme con sus amigos. Nunca he llegado a tener una relación formal. Por eso vine aquí, para cambiar y para así poder encontrar el amor. —Era consciente de que comprender mi improvisada explicación podía resultar un tanto complicado, así que profundicé—: Pensé que alejándome de todo daría con una nueva versión de mí misma, una versión menos superficial, más madura, capaz de ver más allá del físico de las personas y... capaz de enamorarse. Yo nunca he vivido el amor. Jamás me he guiado por el corazón. Ni siquiera por la cabeza. En mí, las decisiones las toma mi entrepierna. —Leonardo me atendía pasmado—. Tú... Leo, ¿te has perdido?
Perdido o no, estaba callado y con semblante serio.
Sin embargo, ya no había vuelta atrás.
—Puede que después de descubrir mi lado malo ya no te caiga bien o que...
—¿Tu lado malo? —me interrumpió.
—Sí. Mi faceta ninfómana.
—¿Qué? —Refutó—: Oye, no eres peor por disfrutar así del sexo. Y no me caes mal. Agradezco que me hayas dicho la verdad, Maria.
—¿Agradeces saber que soy una mierda de persona?
—Aquí la única mierda es la que ha echado Vintage por el retrete.
—Y yo, Leo. Soy tan tóxica como las relaciones que he tenido: todo rollos con movidas de por medio. Casi siempre, los tíos se ponían posesivos, celosos... O sus novias se ponían celosas. —Avergonzada, concluí—: Quiero cambiar. Necesitaba huir del vicio.
—¿Huir? ¿No era más fácil seguir divirtiéndote pero en ambientes sanos?
—Ojalá hubiese sabido hacer eso. Pero creo que no estoy invitada a esos ambientes. ¿Y si mi lugar es el terreno tóxico? ¿Y si soy yo la persona que convierte los terrenos en tóxicos? Joder. ¿A que lleno de toxicidad Trespadejo? ¡Soy La Chernóbil!
—Vaya. Interesante.
—¿Interesante?
—Venga, va.
—Va, ¿qué?
—Que —Se encogió de hombros— lo comprobaremos.
—¿Cómo?
—Ahora estás en Trespadejo y somos felices aquí —observó—. Pronto sabremos si es verdad que tienes una pequeña central nuclear dentro de ti, capaz de destruirnos a todos.
—Leo, que yo no estoy bromeando.
—Lo parece. No puedo entender que tengas tan baja autoestima.
—No, no. Autoestima me sobra. ¡Sé que soy un pibonazo!
—No, Maria.
—¿No soy un pibonazo?
—No, eso claro que sí. Vamos que... —Se aclaró la garganta—. Me refiero a que no te quieres. No entiendo cómo puedes hablar tan mal de ti misma. Eres alegre, positiva, graciosa... ¡Si eres genial!
La luz de la luna me permitió ver cómo el rostro de Leo se ruborizaba levemente tras aquellos halagos, como cuando se sofocaba cosechando bajo el sol.
Supuse que yo también estaría sonrojada. Aun así, no quise acabar con la discusión:
—Y si tan genial soy, ¿cómo es que no he encontrado el amor?
—No lo necesitas. El amor no es lo único genial. Y ni siquiera diría que el amor sea genial.
—¡Tiene que serlo! —me apresuré a decir.
Soltó una pequeña carcajada, hasta que la risa disminuyó y añadió:
—Vale, puede que lo sea, pero no eternamente.
—Me da igual. Yo lo quiero.
—Eso no depende de ti. No puedes forzarlo. Y créeme. Si lo fuerzas, no funciona.
Estaba hablando de su relación con la sobrina de Paco. Era obvio. Pero por más que quisiera indagar en ello, no era el momento. Leo se estaba apagando. Y me sentía culpable.
—Bueno... —Quise compensarlo—: Tengo una buena noticia.
—Vaya. ¿Cuál?
—Me he sincerado, ¿no?
—Evidentemente.
—Pues eso demuestra que las estrellas fugaces sí que conceden deseos.
Sus labios se curvaron en una sonrisa, algo impostada, pero al menos ya no parecía tan desanimado.
Después, vaciló:
—Mierda. Tendría que haber pedido ser millonario.
—Qué va.
—¿No?
—No. Si fueses millonario no estarías en Trespadejo.
Acababa de lograr que su sonrisa se volviese real.
—Cierto, Maria. Y sería una pena, porque no te habría conocido.
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SIGUIENTES ACTUALIZACIONES: el 19 de abril.
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