Capítulo XXI: León
Un renegado es un no existente.
Es nadie para la red roja, aunque un día lo fue todo.
Un renegado es un existente.
Es alguien para la red blanca, aunque por un instante fue nada.
León es un renegado. Uno con una condición de traición al estado robótico. Él conoce los secretos que el prisionero, que tiene en frente, quiere revelar a su primo. Aunque ahora no tenga idea de aquello, el renegado solo apunta con su arma al cyborg de clase corporativa junto a la que sería su mascota.
Sonríe, aunque esta se oculte detrás de una máscara de gas; una de diseño metálico que cubre mitad de su rostro y conecta con la parte izquierda de su cabeza donde una herida de desintegración rozó un día una minúscula parte de su cavidad. Una lesión por su escape antes que fuera materializado a la Torre y fuera parte de la reprogramación. Ladea un poco su cabeza con el fin de mantener en su sitio la capucha que la cubre.
—¿Qué los trae a este paraíso? —Una pregunta irrelevante a su juego de captura. Uno donde los distrae un rato y luego son suyos.
¿Fácil?
—Obtener un poco de realidad —responde Drago.
El cyborg voltea para quedar frente a frente al personaje que retrasa su camino. Detiene a raya su osadía cuando es consciente del arma que porta el chico que está a un metro de distancia.
—Sugar, ubícate detrás de mí —ordena Drago, en voz baja con total normalidad.
La mascota avanza despacio. ¿Desobedecer? No tiene opción. Debe hacer lo que el cyborg demande, porque es el único que la mantiene segura por ahora. Necesita un escudo, y si él está dispuesto a serlo, ¿por qué no?
León observa cómo la mascota se mueve sigilosamente hasta quedar detrás del cyborg. No le cabe la menor duda que la humana de facciones únicas —que ve a una distancia corta— sea propiedad del chico del cual deduce sea de la zona asiática por sus rasgos. Al menos en los cyborgs se mantienen las características faciales que hacían diferentes a los humanos en cada división de la tierra a las cuales denominaron "continente". Las máquinas respetando aquello, ¡qué irónico!
—Responde, cyborg —exige León—. ¿Qué los trae a este sitio?
Drago mira con desgano al chico.
—¿No acabo de acotar la respuesta a esa pregunta? —La voz de Drago es pesada con tintes de aumentar a una que denote confrontación.
León se atreve a avanzar unos pasos, reafirma su agarre hacia su "arma artesanal" o "arma provista de tecnología". Un subfusil Uzi de la época humana. Una verdadera reliquia para quien sus funciones de armas virtual se le fueron extraídas. Se siente una máquina antigua más en comparación a lo que un día fue ser un mediador.
—¡Bien! —Apunta con su arma en dirección al cyborg—. Hazte a un lado para poder obtener visión de ambos... —Le hace una señal con la cabeza a la humana para que ésta siga las instrucciones que da—. Los necesito uno a lado del otro en línea horizontal, manteniendo un margen de espacio entre ambos de unos diez centímetros y luego lleven sus manos hacia detrás de la cabeza.
Drago sigue la instrucción del chico, mientras se hace a un lado, dejando expuesta a Sugar. Resuelve mirarla y asentir hacia ella como señal de "hazlo" "confía en mí". Ambos se ponen en posición. Sin titubear. Están en la nada. Solo son los tres y quien tiene el arma es el que tiene las estadísticas de sobrevivencia a su favor.
—Ahora den media vuelta y caigan de rodillas en el suelo —demanda León, de manera autoritaria.
Obedecen.
A medida que el chico avanza, él utiliza lo único que tiene habilitado en su organismo: la visualidad x-ray de su retina. Escanea a sus futuros prisioneros. No hay armas. La mascota está limpia, y para suerte del cyborg, la red blanca ha hecho su trabajo, deshabilitando sus funciones de carga electromagnéticas que podrían materializar cualquier tipo de arma cuántica.
Un viento fresco sorprende el paso de León. Esa exposición de la naturaleza le hace saber que pronto habrá una tormenta de arena en gran escala. Quizás si se oculta en las máquinas de transporte oxidadas y elabora con sus fuerzas una coraza podrá salvarse de las partículas doradas que petrifican por minutos cualquier tipo de vida artificial. El tiempo de recuperación demanda lo que él no está dispuesto dar: cesación de actividades.
—A ver qué tenemos por aquí. —Inspecciona al cyborg que con su traje elegante desatina por completo la utilidad que le pueda dar en un sitio como en el que ahora está—. Limpio. —Continua con la humana a quien le remueve el cabello hacia un lado para dejar expuesta la nuca. Lo ve. El código de barras que toda mascota debe tener, pero algo en particular está realmente mal: no toda la casilla está llena de números; como es lo correcto. Sugar tiene solo dos dígitos—. Veintisiete —suelta, sin pensar, León.
Su mano hace contacto con la suave piel de la humana. Retrocede. Se endereza. Alza su vista para dar un escaneo rápido a la zona en un rango limitado. Los primeros vestigios de la tormenta alcanzan su visión.
—¡Arriba! —Patea el pie del cyborg quien se tambalea y se va hacia el frente, llevando instintivamente sus manos al suelo en apoyo a la caída—. ¡Ahora!
Sugar intenta ayudar a Drago, pero éste se levanta antes que sea asistido. La rapidez de recuperación sorprende a la humana quien se levanta torpemente, sacudiendo sus pantalones en el proceso.
—Tenemos que avanzar, ¡ya! —grita León, apuntando a sus prisioneros que ahora le dan la cara—. Una tormenta de arena se aproxima.
Para ninguno de los dos "prisioneros" el término es desconocido. Lo que ignora la humana es que hay partículas a las cuales ella también es propensa a daño, pero el suyo es directo a su cerebro. Esos diminutos puntos dorados como escarchas se filtran en su encéfalo y apagan sus neuronas, llevándola a una muerte cerebral segura.
—¿Hacia dónde avanzamos? —cuestiona Drago, mirando confuso al chico. Todos los lados por donde es capaz de observar hay solo chatarra oxidada, mezclada con arena.
—Los dejaría abandonados en este sitio, pero necesito ayuda para elaborar un camuflaje que evite el contacto con las partículas que trae consigo la tormenta —dice León, a medida que logra ver hacia su frente, a unos 200 metros de distancia, la cabecera de un avión comercial.
¡Perfecto! Sonríe por ello.
—Vamos. —Apunta con su arma a sus prisioneros y luego hacia el frente, dando la señal que se muevan en esa dirección—. Den la vuelta y corran lo más que puedan directo a unos 200 metros donde encontraremos refugio.
Ve cómo el cyborg agarra la mano de la mascota para guiarla y empezar a correr. León no olvida que no está de más recalcar que ellos siguen siendo sus prisioneros y que estará detrás apuntando con el arma en sus direcciones.
—Estaré detrás de ustedes... —Respira hondo—. Si intentan escapar les disparo.
Prepara su arma y se asegura de no dejar atrás nada que trajo consigo. Se da cuenta de que sus prisioneros dudan en sus pasos. Analiza que tal vez piensan que los hace correr para luego dispararles por la espalda. Idiotas. Pero nada lo va a hacer perder tiempo, así que grita con una voz hostil:
—¡Corran!
Ellos cambian su ritmo. Corren como si su vida dependiese de aquello. Y no están lejos de esa verdad. León los sigue.
¿En qué problema se encuentra? Solo tenía que dejarlos morir y buscar un refugio pequeño como cercano para salvarse de la tormenta, pero no estar corriendo a tan larga distancia con el fin de protegerlos. Si tuviera mis funciones, se recrimina. Lamenta el hecho de que ver el código de la humana lo haya hecho plantarse que ella es especial. Tal vez es un "error", pero, ¿desde cuándo los robots cometen errores? Lógicamente, su existencia y los secretos que sabe del gobierno le dan la certeza que la humana no es un error.
Ella tiene un propósito.
Tal vez uno que ni ella conoce, pero ¿y su dueño?
Veintisiete, repite ese número una y otra vez, mientras puede escuchar cómo la tormenta empieza a cubrir el cementerio de máquinas.
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