VEINTE

Oigo un gemido lejano proveniente de un edificio bajo, cuyo techo está totalmente derrumbado. Con el corazón golpeándome las costillas me acerco y descubro de dónde proviene el gemido. Mi caballo, un corcel castaño, se encuentra tumbado en el suelo, agitando las patas, una herida sangra en su costado. Gime de dolor. Me agacho junto a él y le acaricio el morro.

—Shhh, shhh, tranquilo Meel, ya está... ¿Qué ha pasado aquí?

El animal suelta un bufido, el sufrimiento puede verse reflejado en sus ojos. Cuando un caballo es herido es mejor sacrificarlo, porque si no sufre demasiado. Pero no podría hacerlo. Observo su herida, no me hace falta ser una experta para saber que yo no puedo hacer nada. El caballo se agita cada vez más.

—Lo siento mucho, no puedo hacer nada —le susurro con lágrimas en los ojos.

Apoya su cabeza en mi regazo y deja de respirar. Lo siento. Me levanto y examino el lugar, hay pisadas en el polvo y el barro, marcas largas y la misma substancia gris que cubría los circuitos de Hyo. Ha habido una lucha. Se me hiela la sangre al temer lo peor.

—¡Hyo! —chillo hasta que se me desgarra la voz.

Una luz parpadea en mi brazalete. Hay un mensaje codificado. El sistema tarda un poco en descodificarlo, pero al final aparece un mensaje: es de Hyo. Se ve borroso y las imágenes se mueven de un lado al otro. El mensaje está grabado directamente de lo que ven sus ojos. Lo ha grabado hace unos minutos.

Yadei, no te preocupes por mí. Estaré bien. Sigue el camino, lo tienes marcado en tu brazalete. Ve con cuidado.

Se oye un disparo y el mensaje termina. Hyo estaba corriendo, huía de algo, o de alguien. Un escalofrío me recorre la espalda. ¿Y si ha muerto? La idea hace que se me corte la respiración, que se me hiele la sangre. Busco en mi brazalete algo que me indique su señal, que me confirme que no ha muerto. Pero en el brazalete solo se indica el camino que debo seguir. No puedo hacerlo, me tiembla todo el cuerpo y tengo la visión borrosa.

Me quedo sentada, respirando unos minutos hasta que consigo calmarme un poco. Vuelvo a mirar el brazalete y una luz roja parpadea, acaba de recibir otro mensaje. Es una sola palabra, no hay remitente, tan solo el texto: VIVO. Suelto todo el aire que estaba conteniendo. Es Hyo, y me dice que está vivo. No ha muerto. O eso quiero creer.

Me levanto y empiezo a caminar, mis pasos son lentos y pesados y mis botas parecen arrastrarse sobre el polvo y la tierra mojada. Los edificios se alargan hasta quedar cubiertos por la niebla, las calles se vuelven más estrechas, el viento más silencioso. Las plantas estrujan los ladrillos, asfixian el pasado, juegan con los recuerdos. Mis pies rompen el tiempo y la soledad, y las ruinas crujen bajo mi peso. La niebla me abraza con sus brazos melosos, me ahoga, me asfixia. Se mete en mi boca, en mis ojos y hace que me lloren, que se enrojezcan; hace que no pueda ver. Y mi corazón palpita en un ritmo rápido, como tambores que suenan y suenan y su música se pierde en el infinito. Y mis pies siguen caminando, avanzando. Y mi mente sigue pensando, mi cuerpo sigue moviéndose, y mis sentimientos se entremezclan, el pánico deja de ser pánico, ahora es miedo; la ansiedad deja de serlo, ahora es estrés; el agotamiento pasa a ser cansancio. Y vuelvo a sentirme viva, como cuando Carbón era mi caballo y viajábamos juntos, sin saber los peligros que este mundo albergaba.

Tengo que ser fuerte y continuar, no puedo dejar que me venza el miedo, yo soy capaz de cuidar de mí misma.

* * *

Hace rato que dejé atrás la escuela. La niebla se ha disipado y el sol baña de dorado la ciudad, pronto anochecerá y tendré que refugiarme en algún lugar. Ahora me siento más tranquila, mi respiración se ha vuelto regular y mi corazón palpita a un ritmo continuo y calmado. Busco entre los edificios algún establecimiento que esté medianamente bien. Encuentro lo que debió ser una panadería. Los sacos donde había harina yacen rajados en el suelo y se rompen en cuanto camino sobre ellos. Me dirijo a la cocina, está desvalijada, como si hace mucho tiempo hubieran robado todos los panes. Las losetas blancas se han vuelto mates, se han cubierto de grietas y en las juntas crecen plantas y musgo. Algunas se han desprendido y se rompen cuando las piso. La luz naranja del sol del ocaso entra por una ventana alta y estrecha.

Pongo mantas en el suelo y enciendo un farolillo solar. Sigo sin saber de dónde los consiguió Hyo, pero él tampoco lo sabe y no es algo que realmente me preocupe. Es, simplemente, curioso.

Tumbada sobre mi cama improvisada voy mirando los vídeos que tengo guardados en el brazalete. No son muchos, pero al menos aparece mamá. Entonces se me ocurre una idea. Le doy a la opción de llamar y tecleo su número. El brazalete busca la señal durante unos minutos y después me indica que no hay ningún repetidor cerca. No puedo llamarla. No aquí fuera. En parte me lo esperaba, pues no funcionan ni la radio ni internet; aun así, conservaba la esperanza de no haber perdido totalmente la comunicación con mi hogar. Por lo que me conformo con dar vueltas y recordarlo mientras mis párpados se cierran vencidos por el sueño.

Lo que me despierta es un gemido lastimero. Por un momento, pienso que se trata de el sonido del viento, o quizás el ruido solo formase parte de un sueño. Pero ahí sigue. Es un quejido de dolor, de angustia, como si alguien estuviese pidiendo ayuda. El sol aún no ha salido; aunque la luna está baja e imagino que amanecerá dentro de poco. Me levanto e ilumino la sala con el farolillo. Dirijo la luz hacia todos los rincones hasta encontrar la fuente del ruido: es un perro. Parece ser una mezcla entre un golden retriever, un pastor alemán y alguna otra raza más. Por su tamaño no parece haber llegado aún al año. Una de sus patas está enterrada bajo un pequeño montón de escombros. En cuanto me ve, empieza a aullar más fuerte.

—Tranquilo, pequeño, voy a sacarte de ahí.

Me acerco al animal sin hacer movimientos bruscos y voy quitando las piedras lentamente. Por fin, consigo liberarle la pata. Tiene un corte no muy profundo del cual sale sangre. Empieza a lamerse la herida mientras continúa gimiendo. Yo, con cuidado, cojo una venda de mi mochila y la empapo con agua.

—Eh, mira —el perro gira sus ojos ambarinos hacia mí—. Voy a curarte esa herida —pongo la venda sobre mi brazo—, ¿ves? Esto no hace daño.

Me aproximo, él me mira y gruñe cuando intento agarrarle la pata. Yo levanto los brazos y dejo la venda en el suelo. Me alejo un poco y espero a que el perro se tranquilice. Con curiosidad, acerca el hocico a la tela y la huele. Le da un buen lametón y luego me mira, expectante. Yo sonrío y, agarrándole la pata con suavidad le limpio la herida. Se agita un poco, pero se calma al ver que tan solo le estoy curando.

En cuanto termino de ponerle la venda alrededor de la pata, se levanta y, agitando la cola se me echa encima y empieza a lamerme la cara. Yo me río, y, al oírme, el perro empieza a ladrar confundido. Es la primera vez que ve a un humano, la primera vez que oye una risa. Le acaricio el lomo.

—Hey, no te preocupes, soy yo —el cachorro me mira algo confundido y, después, agita su cola de un lado para otro con alegría—. ¿Tienes hambre?

Aunque no puede entenderme, me sigue hasta donde están mis cosas y se queda observándome con interés. Saco uno de los embutidos que nos dio Tandara y parto unos cuantos trocitos. Me como unos pocos y los otros los dejo en el suelo. El perro enseguida comprende que es comida y los devora a una velocidad increíble. Entonces, se incorpora y se dirige hacia un recoveco de la cocina. Cuando intento seguirle me ladra.

—Está bien, esperaré...

Siempre me han gustado los perros. En casa no podíamos permitirnos uno por el gasto que suponía, pero los vecinos solían dejarnos el suyo cuando era un cachorro. Se llamaba Bepe. Ellos eran una pareja joven, ambos con trabajos que requerían mucha dedicación y muy poco tiempo para preocuparse de lo demás. Básicamente yo eduqué a su perro: le enseñé a no ladrar en exceso, a hacer sus necesidades donde tenía, a comerse toda su comida; incluso empecé a enseñarle algunos trucos, sin embargo, nuestros vecinos se mudaron y no he sabido nada sobre ellos desde entonces.

Al cabo de un rato, el perrito vuelve sujetando algo en la boca. Es un conejo. Lo acaba de cazar. Deja el animalillo en mis pies y me observa agitando la cola. Quiere que me lo coma. Sonrío y le muestro mi comida.

—No, gracias. Prefiero esto.

El can espera un rato más, y al ver que no lo quiero, empieza a comérselo él. Luego se tumba a mi lado y espera a que yo termine de comer. Le acaricio el lomo mientras pienso en qué nombre voy a ponerle. Imagino que en cuanto encuentre a su manada, se marchará con ellos, pero al menos no estaré sola durante un tiempo y eso me reconforta.

—¿Qué te parece si te llamo Fiko? —el perro contesta con un ladrido alegre.

Fiko, entonces.

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