ONCE
La anciana me pide que lleve unas cuantas figuras y algunas pulseras y collares hasta el Lugar de Venta, un sitio donde al parecer se venden y compran todo tipo de objetos. También llevo la herramienta que encontré en las ruinas del complejo para intentar venderla, toda la primera capa estaba toda cubierta de suciedad, pero el resto está bien, pues es de acero inoxidable. Al salir, una brisa fresca hace que se me ericen los cabellos. El pueblo parece sumido en una bruma extraña. Me siento feliz dentro de lo que cabe, pues en cierta manera me recuerda a casa. La única diferencia es que aquí no hay pantallas que emitan noticias varias o muestren imágenes del huerto o del río, acompañadas de una melodía monótona y repetitiva, ni tampoco anuncios de cosméticos o cualquier otro producto. Algunos me miran y cuchichean entre sí. Supongo que se extrañarán de ver a una forastera.
El Lugar de Venta es similar a la estación de tren que está cerca de la escuela, al menos de lejos. Se trata de un edificio rectangular hecho con troncos recubiertos de arcilla blanca y decorados con pieles y piezas de drones. Una cortina de pieles hace de puerta. Entro. El interior está un poco oscuro, las paredes no están cubiertas con arcilla y dejan ver la forma cilíndrica e irregular de los troncos. La gente está sentada en mesas mal construidas, charlan y chillan ruidosamente, se ríen, comparten anécdotas y escupen. La mayoría de ellos tienen un aspecto extraño. Algunos me miran y luego siguen a lo suyo.
En el centro de la sala hay una mesa donde están sentados los comerciantes. Observan los diversos objetos que están en venta y les atribuyen un precio. Una mujer con media cabeza rapada observa a un hombre, furiosa. Va vestida con ropa ajustada y una larga chaqueta de cuero mal teñida. En los bordes lleva cosidas tiras blancas luminosas, iguales a las luces que hay en los drones. El hombre intenta justificarse, pero no puedo entender lo que dicen. Me acerco.
—¡No, no, no! —grita la mujer tirando unas piezas metálicas por el suelo—. Eres un inútil, tres días con lo mismo. Estas piezas no sirven para nada. Queremos luces y trozos de metal que se puedan moldear. No queremos chatarra.
—Pero... —empieza a decir el hombre, de mejillas chupadas y ojos saltones— ¿no os pueden servir para hacer armas?
—Esto es solo chatarra, podrías haber traído al menos un tubo que sirviese de cañón, pero esta cosa de aquí no sirve ni para eso. —La mujer agarra un tubo fino y flexible.
—Pero es que necesito el dinero, tengo familia que alimentar, ¿y si fundís el metal?
—¿Qué? Mira, yo también tengo familia. ¡No podemos fundir el metal así como así! Necesitamos mucha más cantidad.
Examino las piezas con detenimiento. Unos cuantos tubos finos y cortos, una fuente de alimentación de dron, algunos cables y pedacitos de metal. Es buen material.
—Yo creo que se podría utilizar la fuente de alimentación para poder distribuir la energía hacia uno de los tubos finos —comento señalando los objetos.
—¿Fuente de alimentación? ¿Te refieres al corazón del dron? —me pregunta la mujer— ¿Es que no ves que está roto?
—El hecho de que la carcasa protectora esté agrietada no quiere decir que no funcione, lo importante son los circuitos de dentro.
—Ya bueno, ¿y para qué serviría?
—Pues... —examino los artefactos que hay colgados en la pared, parecen cañones muy rudimentarios que utilizan placas solares para crear proyectiles de energía, supongo— conectados a otro objeto como podría ser uno de esos cañones, podría servir para varias cosas: como linterna o como un distribuidor de energía.
—Niña, hay que conocer mucho la tecnología para poder crear tal cosa. No tenemos grandes expertos como en las grandes aldeas —explica el hombre flaco—. Lo mejor que puedes hacer es dejarlo, gracias por intentar ayudarme pero...
—¡Calla! —le ordena la mujer—. Hablas de una forma muy extraña, niña. Pero tus palabras son interesantes, se nota que conoces bien a las máquinas. ¿Podrías hacer eso que has dicho?
—Bueno, lo cierto es que podría intentarlo, pero necesito herramientas y...
—Te doy quinientos si lo haces hoy. —Me interrumpe la vendedora.
—¿Y a él cuánto? —pregunto señalando al hombre que ha traído las piezas. La mujer pone los ojos en blanco y suelta una carcajada.
—Ya le pagaré lo que sea, tú no te preocupes.
Dirijo mi mirada hacia el hombre, él asiente y extiende la mano para recibir unas cuantas barras metálicas. Me da las gracias y desaparece por la puerta de salida. Yo enseguida empiezo a trabajar, las herramientas son muy básicas y tardo en averiguar para qué sirven, pero al final consigo habituarme.
Después de una hora, ya he conseguido conectar la fuente de alimentación a una pequeña pistola.
—Cuando la pistola esté cargada, la energía pasará a la fuente de alimentación, haciendo que ésta se ilumine. Puede ser muy útil para la noche —explico.
—O para ser el blanco perfecto de las máquinas... —ríe la mujer— Bien hecho, muchacha. Toma tu parte —la mujer deja caer tres piezas de metal en mi mano y yo las guardo en uno de mis bolsillos.
Los collares y las figuritas se venden rápido, la herramienta tarda más, pero al final acabo con setecientos... No sabría decir cuál es el nombre de esta moneda, algunos le llaman barras, otros créditos y algunos optan por decir simplemente metales.
Cuando salgo de la casa, el sol ya está bien alto e irradia su calor con potencia. Aun así, la brisa sigue siendo gélida y en algunas esquinas se acumula la escarcha lentamente. Ahora la aldea parece otra, se oye el barullo de la gente yendo de acá para allá, la música de algunos artistas ambulantes y las risas de los niños que juegan. Una multitud de personas se cruza en mi camino, llevan cestas de piel y cáñamo llenas con frutas y verduras, al parecer debe de haber algún mercado cerca, sigo a unas cuantas personas hasta que llego a una calle ancha, cubierta de puestos que venden todo tipo de cosas. El ambiente es muy similar al del Vertedero. Los vendedores cantan los precios y los compradores discuten para llevarse las mejores partes. Los puestos son muy variados y todos están decorados con telas de distintos colores y texturas, venden especias, frutas y verduras, carnes, pescados y otros productos que no sabría nombrar.
En un puesto, un hombre remueve algo de color marrón colocado en un bidón de metal. Lo que sea que esté cocinando desprende un olor increíble. Al final, me descubro observando al hombre remover el alimento.
—¿Quieres unas castañas? —pregunta sonriente.
Yo no contesto nada, pienso en las castañas. Alguna vez las he comido, pero no tenían este aspecto, eran de color blanquecino y no desprendían ningún olor. Una chica de la que no me había percatado me entrega un cono de cartón en el que hay cuatro o cinco castañas peladas, de un color similar a las que he comido alguna vez. Sonríe ante mi estupor.
—Toma, para que las pruebes, si te gustan puedes comprar todas las que quieras. ¿Eres nueva de por aquí? —dice disimulando una risita.
—Eh... Ah, ¡sí! Gracias, sí, soy nueva —agarro el cono, está muy caliente—. Tienen muy buena pinta.
—¡Disfrútalas!
Continuo caminando mientras le doy pequeños bocados a las castañas. Me quemo un par de veces hasta que al final el cono se queda vacío. Compraría más, pero no quiero malgastar el dinero en caprichos.
Me detengo ante un puesto que vende frutas, todas ellas son enormes, de colores vivos y desprenden un olor dulzón. La tendera va vestida con un original mono hecho a partir de retales. Lleva el pelo recogido en rastas y teñido de colores vivos.
—¿Por cuánto vende un aguacate? —señalo los frutos amarronados.
—Cada uno cuesta un metal.
Compro un aguacate y continúo examinando los otros puestos. He decidido darle una sorpresa a Tandara, hoy prepararé yo la comida. Hay un plato en especial que se me da muy bien: pechuga de pollo asada con aguacate, limón y cebolla. Al menos eso es lo que decía siempre mamá. Compro los limones y las cebollas en un puesto cercano y me paro frente a la tiendecita donde un hombre parte la carne con un gran machete.
—¡Señoras! ¡Señores! ¡Tengo la mejor carne de las cuatro aldeas! Compren la mejor carne para alimentar a sus niños. ¡Buena y barata! —chilla el hombre entre machetazos.
—Buenas, ¿deseas probar un poco de nuestro fuet? —me pregunta una niña de unos diez años, acercándome un platito de madera con trozos redondos de carne embutida.
—Gracias —digo agarrando uno de los trozos—. ¿Podrías ponerme dos pechugas de pollo?
—¡Claro!
Al cabo de un rato, la niña me da unos trozos de carne envueltos en tela. Yo le pago y regreso hacia casa de Tandara. El fuet me ha dejado un sabor extraño en la boca, estaba demasiado salado.
Cuando llego a la casa, Tandara suspira aliviada. Pensaba que ya me había ocurrido algo e iba a salir para buscarme. Yo le sonrío y le digo que no pasa nada, que me he entretenido un poco en el mercado, pero que estoy bien. Le entrego el dinero y mientras preparo la carne le voy explicando lo que me ha pasado. La anciana escucha atentamente y ríe cuando me quejo de lo salado que estaba el fuet.
Por un momento, entre el humillo de la comida, el olor de las especias y la voz calmada de Tandara, olvido todos mis problemas y vuelvo a sentirme como la chica que era antes. Dejo que esta sensación de plenitud y alegría se apodere de mí y decido no pensar en lo malo.
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