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s e i s
— ¿Akaashi-kun? —Keiji no se sorprendió por la llamada en la madrugada, ni por la voz rota al otro lado del teléfono.
— ¿Harada-san? ¿Estás bien?
—No —un sollozo, y luego silencio—. Lo siento tanto...
Akaashi no decía nada. Se aparecía en su casa (eran vecinos) y la consolaba hasta altas horas de la madrugada.
Bokuto seguía sin darse cuenta de sus ojeras, ni de sus cicatrices.
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