Cap. 4 - Escena 1
Violette contra Joha
Hood detestaba el pueblo por puro principio. El bosque era peligroso, es cierto, pero al menos sus bestias tenía intenciones claras: querían comer o evitar ser comidas. No había ningún doblez, ninguna mentira en algo tan sencillo y tan universalmente aceptado. Al bosque no le preocupaba lo que ocurría con sus habitantes, se limitaba a existir. Había estado allí mucho tiempo antes de que el primer antepasado del lobo estúpido plantara los pies en el reino y lo seguiría estando mucho después que el legado de los von Wolfhausen desapareciera de la memoria de las personas. El bosque era poderoso, indiferente; el bosque demandaba respeto para sobrevivir en él.
En la ciudad podía vivir cualquier delincuente de poca monta. Hood se corrigió: en la ciudad, hasta la más despreciable de las criaturas podía ser nombrada rey. Las personas que habitaban allí eran tan egoístas como las criaturas del bosque, pero su perversión tenía complejidades que a ella se le escapaban a veces. Un hombre le sonreía a su amigo mientras en secreto toqueteaba a la mujer ajena. Las mujeres fingían ser damiselas en peligros para robar al idiota que fuera lo suficientemente ingenuo para acercarse a ayudarlas. Incluso los niños eran crueles: se empujaban en el barro y dejaban afuera a quienes no consideraban dignos de su atención. En ese aspecto, hasta los lobos tenían más compasión: cuando dejaban a uno de ellos fuera de la manada era porque era demasiado viejo o demasiado lento para cazar. Las razones de los niños de la ciudad para rechazar a alguien eran tan arbitrarias como incomprensibles.
Pero lo peor de todo eran los días de mercado. Esos días, las sonrisas grasosas y las mentiras parecían multiplicarse hasta que no se podía confiar ni el aire que respirabas. Hood había aprendido a ver más allá de los halagos y las promesas y ahora podía regatear como el mercader más astuto, pero aprenderlo le había llevado un tiempo y muchas ocasiones en que le habían visto la cara. No le gustaba la sensación de sentirse idiota o insuficiente, así que al mismo tiempo, había aprendido a odiar los días de mercado.
¿Y por qué no iba a hacerlo? Tanta gente empujándola para pasar, tantas voces aturdiéndola con sus gritos, tantos imbéciles mirándola de reojo como si nunca en su vida hubieran visto a una mujer con el cabello violeta. Usualmente se lo teñía de negro antes de ir allí, pero ese día se le había acabado la tinta. No estaba del todo preocupada, sin embargo. Había pasado antes y nadie le interesaba particularmente hacerle el juego al König. Nadie se molestaba en averiguar su nombre. La llamaban "cazadora" y se olvidaban que la habían visto ni bien pasaba por su lado. Los guardias de pronto se preocupaban por sus propias uñas si ella entraba en su campo de visión. Las taberneras le servían sin apenas mirarla y sin esperar propina alguna, aunque ella siempre les dejaba algo.
En la rara ocasión en que alguien había querido pasarse de listo y reclamar la recompensa que el König ofrecía por ella (como si el lobo conociera lo que significaba el honor o el valor de la palabra dada), siempre había sido el otro quien había acabado herido. No de muerte; no había que matar lo que no se podía aprovechar. Pero lo suficiente para persuadirlo que ese día era mejor volver a casa que seguir comprando. Lo suficiente para que supieran que era mejor ser ciego y sordo.
No sabía si era por falta de cariño hacia el soberano o si era por puro temor a ella. En cualquier caso, daba igual. Los aldeanos la dejaban en paz. Que era lo único para lo que eran buenos, en su opinión.
Por lo demás, podían irse todos al demonio. Especialmente el tipo que acababa de empujarla al pasar.
Hood se volteó, dispuesta a gritarle algunas cosas sobre el oficio de su madre, pero al hacerlo su cadera chocó contra el borde afilado de otro puesto. El puestero la miró con mala cara a la que no tuvo tiempo de contestar, demasiado ocupada frotándose el lugar herido y tratando de apartarse... solamente para que sus botas se hundieran en una superficie blanda y apestosa.
—Mierda —murmuró por lo bajo.
No es que viviendo en el bosque sus botas estuvieran siempre inmaculadas, pero ¿quién era el inadaptado que llevaba a su caballo por donde pasaba la gente en lugar de dejarlo en algún establo? Ella era una ermitaña y hasta ella sabía que eso era una cortesía básica.
Hood se inclinó contra la pared de un callejón y con un tablón abandonado a un costado, se dedicó meticulosamente a quitar la porquería de sus suelas. Las necesitaba limpias. Había decidido quedarse allí esa noche, pero ya se estaba arrepintiendo de esa idea. Detestaba el pueblo y todo lo que él representaba.
La criaturita indefensa no habría estado de acuerdo. Para ella, el pueblo representaba una fuente de abundancia y oportunidades, un lugar que le estaba vedado. Como le estaría vedada la carne del venado que yacía en medio del claro, con la flecha de su padre clavada justo en el costado. La criaturita se lo imaginó asándose sobre el fuego y miró con resquemor a las pocas frutas que había decidido conservar en su canasto de mimbre. El resto de las que había encontrado habían vuelto al suelo tras una rigurosa inspección para determinar si estaban pudriéndose o si algún animal ya les había dado un mordisco.
Estaba segura que su padre no le estaba prestando atención, pero ya debería haber sabido para entonces que esos prolongados silencios no significaban que no estuviera consciente de sus alrededores.
—No seas tonta —le dijo, sobresaltándola—. La comida del suelo es para los animales que se arrastran. Si quieres fruta buena, tienes que ir a buscarla.
Señaló las copas de los árboles sobre sus cabezas. La fruta colgaba de ellos, redonda, brillosa y tentadora. A la criaturita indefensa se le había hecho agua la boca al mismo tiempo que el corazón se le hundía un poco más en el pecho. Ocurría mucho esos días: un corazón más y más escondido para no llorar, para repetirle (y repetirse) la mentira de que no tenía demasiada hambre. Antes había querido atravesar las murallas de su padre; ahora estaba empezando a construir las suyas.
—No puedo trepar tan alto —protestó. Si el desaliento que sentía se traslució en sus palabras, no fue porque no intentara esconderlo.
El cuchillo de su padre silbó sobre la piedra de afilar.
—Entonces, ¿serás siempre un animal que se arrastra y busca su comida entre los frutos caídos? —preguntó, mientras con sus manazas callosas daba vuelta el animal para que sus patas inertes apuntaran al cielo.
La frustración de la criaturita logró sobrepasar sus murallas. Era comprensible. No eran demasiado altas aún.
—¡No! ¡Pero soy pequeña y no puedo llegar hasta allí! —se quejó, pateando el suelo como para acentuar su punto—. Y además tengo mucha hambre.
Su padre miró el cuchillo que tenía en la mano y luego, lentamente se lo extendió, con el mango tendido hacia su pecho todavía plano. Seguramente él debió pensar que le estaba haciendo un regalo solemne, pero para ella no fue sino otra en una larga lista de ofensas cuando agregó:
—Ponte a cazar, entonces. El bosque tiene muchos animales. Empieza con algo pequeño, como un conejo o una gallineta...
Como si fuera estúpida. Como si no lo hubiera pensado. Como si se hubiera raspado las rodillas y los codos intentándolo.
—Son demasiado rápidos.
Su padre suspiró profundamente. Para un hombre como él, aquello era casi como gritar su exasperación a los cuatro vientos.
—Excusas tras excusas. Si son demasiado rápidos, vuélvete más ágil. Si los árboles son demasiado altos, hazte más fuerte para escalarlos.
A la criaturita aquello le parecía demasiado trabajo. Y ella tenía hambre ahora.
—¿Por qué no podemos ir al pueblo? —preguntó. No estaba segura de cómo había averiguado que había otro lugar, otro lugar más allá de los árboles y de los arroyos, un sitio lleno de comida deliciosa que ella nunca había probado. Debió ser él mismo, para justificar las largas ausencias de la cabaña en la que vivían los dos—. ¿Por qué no podemos comprar la comida como hacen allí...?
—¿Y quién crees que caza la comida para que ellos puedan comprarla? —replicó su padre, sacudiendo la cabeza, como si pensara que la criaturita estaba probando su paciencia a propósito—. El bosque tiene todo lo que necesitas. Este es tu territorio y debes aprender a sacar provecho de él. Si no puedes hacer eso, ni siquiera te molestes en tratar de seguir viva.
Arrojó el cuchillo a sus pies. No debía haber hecho ningún ruido. Era primavera y la hierba estaba tierna y crecida. Así que cuando golpeó el suelo, debió de hacerlo suavemente, en silencio.
Pero la criaturita indefensa hubiera jurado que lo escuchó retumbar, como un trueno a destiempo. Como una señal de que en su vida había habido dos momentos: uno de terca felicidad y negación y otro en que finalmente comprendía la verdad. Estaba sola. Siempre lo había estado. No podía confiar en nadie más que en sí misma. Quizá esa era la lección que su padre había estado tratando de inculcarle con su indiferencia y la dureza de su carácter.
Su padre levantó el venado y se lo echó sobre sus anchos hombros como si no pesara más que uno de los ramitos de flores que la criaturita no volvería a recoger. La miró casi con pena, como si tuviera serias dudas sobre sus posibilidades y, quizá, quiso decir algo; Hood no lo sabía ni lo sabría nunca.
Solamente supo que cuando levantó la vista, él ya la estaba dejando atrás. El cuchillo se sentía pesado en las manos pequeñas de la criaturita, pero aun así lo recogió y lo sostuvo contra su pecho, no demasiado segura de cómo debía utilizarlo si encontraba algo que necesitara matar. Trastabilló y corrió tras su padre, y en su alboroto, ni siquiera se acordó de la canasta abandonada debajo de un tronco. No la encontró cuando volvió a buscarla y tuvo que tejer otra. Pero comparado con todo lo que tuvo que hacer después, aquello fue una molestia menor.
Hood había llegado hacía muchos años a la conclusión que su padre en realidad no sabía nada. No le había tomado demasiado tiempo aceptar eso y no le había costado ni un poco de su percepción del mundo. Antes había creído que él era dueño de todas las verdades y toda la sabiduría. Después había tenido el buen tino de madurar. El viejo era simplemente eso, un viejo estúpido que estaba lisa y llanamente equivocado sobre miles de cosas.
Para empezar, el bosque no tenía todo lo que Hood necesitaba. No tenía cerveza, por ejemplo.
—¿Te sirvo otra, cazadora?
Hood abrió de repente los ojos y recordó que estaba en la taberna del pueblo. Había estado soñando con canastas perdidas y cuchillos que retumbaban al caer al suelo.
—Sí.
Otto Junior no hizo comentario alguno sobre la brusquedad de su respuesta ni sobre la cantidad de cerveza que llevaba ingerida su cliente. Simplemente levantó el porrón vacío de Hood y lo llevó ligero al barril para rellenarlo. En eso era mucho mejor tabernero que Otto Padre, que había aprendido de mala manera a quedarse detrás de la barra cuando la cazadora entraba y se instalaba invariablemente en la mesa del rincón más oscuro del salón. Nunca había nadie allí por lo difícil que era que te vieran las camareras, pero precisamente por eso a Hood le encantaba. Si hubiera podido poner una mampara alrededor de la mesa para aislarse todavía más, eso habría sido ideal.
Especialmente en días como aquel: la taberna parecía llena a rebosar, las voces cortaban el aire con la urgencia que dan las malas noticias y las personas se pasaban de una mesa a otra para cuchichear. Otto Padre ni siquiera tenía tiempo de echarle una mirada venenosa. Las tortas de Helga, su esposa, eran famosas por toda la capital y nadie las disfrutaba más a menudo que su propia familia. Como consecuencia, los dos Ottos eran más anchos que altos y Otto Padre transpiraba la gota gorda a pesar de que su único ejercicio era estar parado detrás de la barra. Su cabeza calva refulgía con las luces de las lámparas de aceite y su abundante bigote rubio se agitaba con ansiedad cada vez que tenía que moverse para atender a otra persona.
Otto Junior parecía llevar su gordura con más gracia. Se movía entre las mesas con celeridad, bromeando y charlando con los parroquianos mientras les servía sus platos y sus bebidas y solamente se paraba de vez en cuando para echarle una mirada al trasero redondo de Vanessa, una de las camareras. Hood suponía que en algún momento acabaría casándose con ella y, cuando Helga y Otto Padre yacieran tres metros bajo tierra, Otto Junior se pararía, calvo y bigotudo, sudando y resollando detrás de la barra mientras que un tercer Otto recorrería las mesas. Una vida normal y corriente, una vida perfectamente predecible.
Qué aburrido.
Al final fue Vanessa la que le trajo la cerveza. Otto Junior no parecía poder librarse de la conversación de un grupo de hombres especialmente ruidoso que acababa de entrar y que estaba exigiendo comida a los gritos.
—Que te aproveche, cazadora.
—Oye, niña —la llamó Hood. Vanessa no podía ser más que unos años menor que ella, pero de todas maneras se paró en seco y volvió la cabeza—. ¿Por qué el alboroto?
Vanessa parecía nerviosa de que la increparan tan directamente, pero de todos modos dejó de mirar sus propios pies el tiempo suficiente para mirarla a los ojos y contestarle:
—Es el König. La gente dice que ha caído muy enfermo de repente.
Las palabras tuvieron más efecto que horas de sueño y litros de agua fría sobre la cabeza de Hood. De pronto, su agradable y apática borrachera se había disipado como la niebla matutina con el primer rayo de sol. Tuvo que contener el impulso de levantarse y sacudir a Vanessa por los hombros para que siguiera hablando.
—¿Enfermo?
—De gravedad —asintió Vanessa—. Dicen que los médicos de la corte están perplejos y han hecho venir a curanderos de otros reinos. Pero que tiene una fiebre que lo consume y manchas en la piel, y cada día está más débil. La gente está preocupada porque no tenemos un Kronprinz... y bien, nadie quiere que la Königin quede a cargo.
Arrugó la nariz, como si la sola idea le diera asco.
—En fin, nadie sabe qué es o como curarlo —concluyó—. Los Devotos han llamado a un ritual para pedir a los dioses por su salud mañana por la noche. Ahora los hombres dicen que acaban de publicar una proclama que abrirán las puertas del palacio a todos los que puedan ofrecer una cura y, si alguien lo consigue, le darán una generosa recompensa. Es incluso más alta que la que piden por... —Se detuvo, se aclaró la garganta y volvió a empezar —: Más alta que la que piden por la criminal Riding Hood.
Bajó los ojos oscuros y se apresuró a desaparecer antes de que Hood decidiera reclamarle por su momentáneo descuido. Pero había cosas mucho más importantes por las que la cazadora tenía que preocuparse. Descolgó su bolsa del cinturón y contó cuidadosamente las monedas para pagar por la cerveza, incluso por la que no se había bebido. Le tomó unos segundos encontrar el equilibrio sobre sus propios pies, pero cuando por fin pudo avanzar, nadie le prestó atención. Las voces de los parroquianos le llegaban desde muy lejos, palabras sueltas que no podía hilvanar en una oración que tuviera sentido:
—... la vieja no puede hacerse cargo. No es una von Wolfhausen...
—... era demasiado joven, el Consejo lo controlaba todo...
—... ¿por qué no se habrá conseguido una esposa cuando estaba sano? ¡Si era tan apuesto...!
Hablaban como si el lobo estúpido ya estuviera muerto. Hood sintió que la rabia ardía en su interior, impulsiva e incontenible como una hoguera que se hubiera salido de control. Quería darse la vuelta, patearles las sillas a todos aquellos imbéciles y vociferar que de ninguna manera aquello podía ser posible, que no se podía creer que una enfermedad de mierda estuviera a punto de quitarle su victoria. El lobo tenía que morir por su mano. No podía ser de otra manera. El espíritu de la Anciana no descansaría jamás, no dejaría de visitarla en sus pesadillas si no lo conseguía.
Llegó a la calle sin gritar ni golpear a nadie. Consiguió dar un par de pasos dentro del callejón que separaba la taberna del establo y allí se quedó apoyada, respirando profundamente el aire cálido de la noche. Todavía le ardía la sangre en las venas, así que rebuscó alrededor y encontró un balde de agua. Probablemente era para los caballos, pero le daba igual. Metió la cara y permaneció allí hasta que el frío calmó el ardor de sus mejillas y el tumulto de su mente para pensar con claridad otra vez.
Daba igual cómo muriera el lobo, en realidad, siempre y cuando su presencia maldita dejara de contaminar la tierra. Daba igual si estaba enfermo o herido o si ella misma un día conseguía por fin traspasar todas sus defensas. Lo importante era que muriera por fin. Que ningún curandero, ninguna oración aliviara la enfermedad que lo consumía.
Lo importante era que no mejorara.
Hood se irguió de repente, esparciendo un halo de gotas de agua que refulgieron con la luz de la luna como estrellas fugaces de plata. Antes que tocaran el suelo polvoriento del establo, antes siquiera que su brillo se hubiera extinguido en la noche, la cazadora ya había tomado una decisión.
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