Cap. 2 - Escena 6
Si las insufribles audiencias con sus ministros le habían enseñado algo al König, era a disimular su impaciencia. De hecho, aquella habilidad le vino muy bien mientras observaba cómo la niña se llevaba la comida a la boca, más como un pequeño animalillo que como una persona.
—Tenías hambre, ¿verdad? —preguntó, esperando que su pregunta sonara risueña y no sarcástica.
La niña (Goldilocks, se recordó, ese era el nombre que le había dado y era imposible olvidarlo mirando sus rizos esponjosos) se atragantó con el jugo, se golpeó el pecho un par de veces y luego lo miró con ojos acuosos.
—Dis... discúlpame —dijo, con una informalidad que en cualquier otro se habría castigado con un par de semanas en el calabozo—. Es que no he comido desde ayer.
—No hay nada de lo que avergonzarse —dijo el König. Excepto tus modales atroces, añadió para sí—. ¿Qué edad tienes, pequeña?
¿Y cuál es tu relación con Hood?
—Once —respondió Goldilocks, y luego como si sólo entonces se acordara—, mi König.
—No me digas. Eres casi una mujercita —la halagó el König, y le satisfizo ver cómo se ruborizaban sus mejillas. Estiró una mano para tomarla del brazo y presionó suavemente uno de los varios moratones sobre su piel de porcelana—. Esto no te lo hicieron mis hombres, ¿o sí?
—No... bueno, no todos —admitió la niña—. Es que es muy difícil viajar por el Bosque.
—Ah, ¿has caminado mucho? —siguió probando el König. ¿Sabes dónde está Hood?
—Todo el día —contestó ella, asintiendo un poco para darse importancia—. He venido caminando desde...
Se calló de repente, como si hubiera estado a punto de decir algo inapropiado. El König tuvo que hacer un gran esfuerzo para no lanzarse sobre ella y sacudirla por los hombros.
—¿Sí? —insistió con suavidad mientras la niña vacilaba—. ¿Desde dónde?
Goldilocks se levantó y se alejó unos pasos de la mesa.
—No sé si deba decírtelo —confesó al fin, en un hilo de voz.
—¿Por qué no? —preguntó el König. Da igual si quieres decírmelo o no, pensó. Tengo amigos en los calabozos que pueden ser muy convincentes.
—En cuanto mencioné a Hood, tus hombres me maltrataron —explicó Goldilocks, tirando de la falda de su vestido como si pensara que el König fuera a enojarse por señalar lo obvio—. Iban a arrojarme a una celda sólo porque dije el nombre de mi amiga.
El König tuvo que morderse la lengua para no echarse a reír. No sabía qué era más gracioso, la idea de que Hood tuviera amigos o de que esta niña desconociera por completo los crímenes por los que se la buscaba.
—Es cierto —dijo en cambio, y bajó la mirada como si estuviera apesadumbrado—. Sabrás disculparlos. Yo les di la orden que encuentren a la... a Violette a toda costa.
El uso del nombre de pila hizo que Goldilocks lo mirara con curiosidad.
—¿Por qué?
—No sé si ella te lo habrá dicho —dijo el König, fingiendo vacilación—. Pero nosotros solíamos ser... muy buenos amigos.
Goldilocks abrió la boca con sorpresa, y se quedó inmóvil, luciendo como una estúpida muñequita rota por un largo momento.
—Ella me habló muy bien de ti —dijo—. Me recomendó que viniera a verte. Me dio la impresión que te quería mucho.
—Y yo la quiero a ella —mintió el König, levantándose para dar un paso hacia la niña—. Pero tuvimos un malentendido y Violette se marchó al Bosque. ¿Entiendes por qué quiero encontrarla? Necesito disculparme con ella.
Goldilocks vacilaba, y la impaciencia del König estaba rápidamente alcanzando su punto álgido. Se arrodilló frente a ella, puso las manos en sus hombros delicados. Toda ella era increíblemente delicada. El König casi lamentaría tener que entregársela a los torturadores si se negaba a hablar.
Casi.
—Bueno... —murmuró Goldilocks.
El König se inclinó un poco más hacia ella, como si quisiera sonsacarle un secreto.
—¿Puedes decirme —preguntó, con suavidad, como si la niña fuera un pajarillo asustado a punto de echarse a volar— dónde está Violette Riding Hood?
—Bueno... —repitió Goldilocks, y luego, con más firmeza, como si hubiera tomado una decisión—: Antes tienes que prometerme que tus guardias no la tratarán como me trataron a mí.
—Te lo prometo —dijo el König, sin esfuerzo. El único que tendría el placer de ponerle las manos encima a Hood sería él.
—Está bien —accedió Goldilocks, por fin—. Ella está en...
Se detuvo y el König de nuevo tuvo que reprimirse para no zamarrearla en su frustración. La niña lo miraba con ojos azules enormes y confundidos.
—¿No les dijiste a tus guardias que no podía haber nadie peor que Hood?
El estrépito de vidrios rotos llegó tan de repente que el König apenas tuvo tiempo de arrojar a la niña lejos de sí y cubrirse los ojos con el brazo para que las esquirlas no le hicieran daño.
—Scheiße —masculló con rabia.
Un segundo después estaba de pie, con la espada desenvainada en la mano.
Hood se hallaba en medio de la habitación, parada justo entre él y Goldilocks, que había caído sobre su trasero y parecía más aturdida que nunca.
El König dejó de prestarle atención. Ya no la necesitaba.
Se lanzó hacia Hood con la espada en alto. El filo de su arma repiqueteó contra las dagas de Hood, levantadas en cruz perfectamente en sincronía para detener su ataque. Su rostro quedó a unos centímetros del de ella. No podía ver sus ojos, ocultos bajo la capucha, pero vio la sonrisa burlona en sus labios finos.
—¿Por qué sigues manteniendo a todos esos vagos? —le preguntó—. Cada vez me la dejan más fácil.
El König volvió a levantar la espada, pero con un ondeo de su capa violeta, Hood volvió a quedar fuera de su alcance. El König lanzó otra estocada, pero Hood no parecía interesada en pelear con él. Con cada paso que retrocedía, se acercaba más al punto donde Goldilocks permanecía paralizada de miedo.
En retrospectiva, debió de verlo antes. Pero su furia era tan grande, un fuego alimentado por años de rencor, que por un momento lo cegó. Hood estaba agachada, y no había manera de que lo evitara ahora, no podría seguir huyendo...
El golpe de su espada contra la daga de la cazadora arrancó chispas entre los filos. Tardó un segundo en darse cuenta que el motivo por el que se había inclinado era para alcanzar a Goldilocks.
—Debí de suponer —le dijo Hood, su voz crepitando de algo parecido al asco— que no la ibas a dejar en paz solamente porque fuera una niña.
El König no hizo caso de la acusación, sus ojos expertos buscando un punto débil en la postura de la cazadora. Por supuesto, no lo había... excepto por el antebrazo enlazado alrededor de la cinturilla de la niña. Movió la espada otra vez...
... no fue lo suficientemente rápido.
El pie de Hood se estampó contra sus canillas. No lo derribó, pero le hizo perder el equilibrio, desviando lo que habría sido un golpe mortal hacia el piso. Su espada se clavó en la alfombra y quedó incrustada, inútil, en el piso debajo. Y por supuesto, la cazadora no se detuvo a esperar que él se repusiera: se echó a la niña sobre los hombros, y corrió, ligera como la brisa, hacia la ventana rota.
—¡GUARDIAS! —bramó el König.
Goldilocks chilló cuando Hood se lanzó al vacío, como si no la esperara una caída de varios metros por debajo. El König corrió tras ella y se asomó a tiempo para verla aterrizar sobre un caballo parado justo debajo de la ventana, un caballo que, además, reconoció como uno de los percherones de su madre por el porte y el color.
—¡GUARDIAS! —volvió a gritar, con la esperanza de que su voz alcanzara a los inútiles que deberían haber estado vigilando la muralla—. ¡DETÉNGANLA!
En su frenesí, apenas se dio cuenta que todos los torreones estaban a oscuras y la reja del castillo estaba levantada, dejándolos vulnerables. Sólo cuando vio a su enemiga atravesarla sin mayores problemas se detuvo a considerar que eso era exactamente lo que ella quería.
Había dejado su ruta de escape preparada desde el principio.
Tres guardias irrumpieron en la recámara, demasiado tarde.
—¡Su Alteza! —exclamó uno de ellos—. ¿Qué ha ocurrido?
El König lo miró como si le estuviera tomando el pelo. No era posible que no hubieran escuchado el estrépito. Quizá Hood tuviera razón y tenía que deshacerse de todos ellos. Uno por uno. Personalmente.
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