Cap. 2 - Escena 1

Goldilocks era una niña del bosque. Había nacido y crecido entre árboles; de pequeña creía que el cielo era verde con motas azules porque eso era lo que veía al levantar la vista. Sus mejores amigos habían sido los animalitos que capturaba por diversión, sólo para jugar con ellos un rato y dejarlos ir otra vez cuando se aburría y oscurecía. Su vida no tenía un horario que no dependiera de su propio capricho: se despertaba a la hora que quería cuando el sol estaba alto en el cielo o cuando recién empezaba a asomar. A ella le daba igual. Sus padres habían creído firmemente en no darle ninguna responsabilidad, ni siquiera cuidar de las gallinas ponedoras o atender a Azúcar. Ella lo hacía de todas maneras, porque le gustaba el escándalo que armaban las gallinas y el olor a heno limpio cuando el establo quedaba listo. Pero si se olvidaba o elegía hacer otra cosa ese día, los huevos serían recogidos igual y Azúcar seguramente no moriría de hambre.

Su padre le había prometido un par de veces, vagamente, que un día la llevaría con él al pueblo cuando fuera a vender la madera y comprar provisiones. Ella nunca se había molestado particularmente en recordárselo. A diferencia de muchos niños que se morían por conocer cosas distintas, Goldilocks no conseguía entender qué podía tener de interesante el pueblo. El bosque tenía miles de árboles que no había escalado, miles de pequeñas criaturas a las que no había nombrado aún. En el bosque, ella era la Reina de su mundo particular. Y ni se le pasaba por la cabeza que ese reino podía volverse hostil y que algún día tendría que dejarlo.

A medida que avanzaba, el camino empezó a poblarse. La mayoría de las personas iba en dirección contraria a la de ella, dirigiéndose a las granjas por las que había pasado. Se fijó en que la mayoría era de pelo canoso y manos hinchadas por la artritis. Vio algunas chicas jóvenes, casi todas con el pelo corto al ras, y solamente un chico, que debía tener apenas unos años más que ella. Aparte de ella, no parecía haber ningún niño. Se preguntó por qué, pero la idea se deslizó entre las grietas de su mente cuando llegó ante las murallas.

Se detuvo un momento a mirarlas, boquiabierta. Eran unas grandes estructuras de piedra, tan altas y tan resistentes que era casi como si hubieran nacido de la tierra, igual que los árboles. Por lo menos, Locks no podía imaginarse cuántos hombres y cuán fuertes se habían necesitado para limar todas esas piedras grises hasta dejarlas bien cuadraditas, llevarlas hasta allí de donde quiera que estuvieran y luego apilarlas una encima de la otra hasta llegar a esa altura inaudita. Debió haber sido un trabajo de hormiga. En los cuentos de su madre, a veces aparecía un príncipe o un guerrero que debía encontrar la manera de sortear un muro que lo separaba de su victoria o de su princesa. Goldilocks siempre se había imaginado que era de la altura de la valla que rodeaba el huerto de su madre, y se preguntaba por qué los príncipes eran tan idiotas que simplemente no lo saltaban. Ahora entendía por qué.

Alguien la empujó al pasar y Goldilocks trastabilló, perdiendo el hilo de sus pensamientos.

—Apúrate, niña —le espetó un hombre barbudo que iba saliendo. Llevaba un gorro extraño y un hacha sobre el hombro—. El toque de queda empieza en cuanto se oculta el sol.

Goldilocks miró al cielo y se dio cuenta que efectivamente, empezaba a teñirse de naranja y rojo. Se dio la vuelta para agradecerle al leñador, pero ya había desaparecido entre la multitud que se apresuraba hacia las puertas. Locks pasó con ellos, con el cuello estirado para ver la reja negra y reluciente que colgaba amenazadora del arco del muro. Las puntas estaban tan afiladas que brillaban, y se preguntó cuánto exactamente tardarían en caer, y qué le pasaría a la persona que no fuera lo bastante rápida para eludirse.

Se estremeció y apretó el paso.

El pueblo, el tan mentado pueblo, no era como se lo había imaginado. Había pensado que las casas estarían separadas aunque fuera por un pequeño jardín, como las granjas. En cambio, estaban muy pegadas las unas a las otras y no había ni un solo atisbo de verde por ningún lado. La gente avanzaba por callejuelas claustrofóbicas, chocando unos contra otros, protestando y gruñendo cuando eso ocurría. Todo olía a bosta de caballo, incluso las personas. No había una sola ventana con los postigos abiertos y un fuego alegre crepitando en el hogar, ni una sola puerta abierta que invitara a entrar a los desconocidos con el aroma de la comida recién hecha. En casa ellas siempre dejaban la puerta abierta para cuando llegara papá, y quizá la noche de los osos debieron cerrarla, pero...

Allí no había osos, se recordó cuando su corazón empezó a palpitar con fuerza. No había osos, ¿por qué la gente cerraba las puertas?

El palacio se erguía justo a la mitad del pueblo. Podía verlo aún a la distancia, aún con la luz que desaparecía con rapidez. Era una mole negra y altísima, casi más alta que el muro. A medida que se acercaba, pudo distinguir las torres y minaretes. Se estiraban como si quisieran alcanzar las débiles estrellas que acababan de aparecer. Desde ahí arriba seguro se podía ver todo el pueblo, todas las chimeneas frías y todos los techos de tejas. A Locks no se le ocurrió un motivo por el que alguien quisiera mirar hacia abajo, solamente para ver aquellas casitas y calles pequeñas en las que todos parecían hormigas, moviéndose al ritmo frenético.

Pero el König vivía allí. Quizá él podría explicarle por qué el pueblo era como era y ella podría hacerle unas cuántas sugerencias sobre cómo quedaría más lindo. Para empezar, podría darles a todos los habitantes un pequeño jardín. Esa idea la animó, y apuró el paso. Para cuando llegó ante las rejas del castillo (más enormes y amenazantes que las del muro), estas habían empezado un descenso ligero y traqueteante, pero no habían alcanzado el suelo aún. Todavía tenía oportunidad de entrar.

Locks se echó a correr tan rápido como se lo permitieron sus piernas cortas y cansadas. Ya estaba cerca... un poco más... solamente le quedaba un poco más para... la reja estaba justo allí al frente...

El costado de una lanza se le clavó en el pecho con tanta fuerza que cayó sobre su trasero con un gemido de dolor. Goldilocks miró hacia el guardia que la había detenido con toda la rabia que fue capaz de conjurar, se incorporó y alisó su vestido como si con eso pudiera alisar su magullada dignidad.

—¿Me dejan pasar, por favor? —preguntó, con tono cordial, pero no tan cordial como hubiera usado con alguien que realmente se lo mereciera.

—No se permite la entrada de extraños al castillo —la informó el guardia.

Locks miró alrededor en busca de un aliado. El otro guardia, también armado con una lanza, le devolvió una mirada completamente carente de curiosidad o sentimiento. No encontraría simpatía allí.

—Necesito hablar con el König —prosiguió, armándose de un valor que no sentía—. Vengo de muy lejos y necesito su ayuda...

—La hora de consulta ha concluido —le aclaró el guardia—. No atenderá a nadie más hasta el mediodía de mañana. Sugiero que regreses entonces.

—Pero no tengo dónde pasar la noche —protestó Locks—. Mi amiga vive muy lejos y no tengo dinero para pagar una posada...

—Duerme en la calle entonces —intervino el otro guardia, cuya mirada de indiferencia había mutado en una de supremo aburrimiento—. No es de nuestra incumbencia, niñita. Vete. Nos estás haciendo perder el tiempo.

Goldilocks sintió la rabia y la humillación subiéndole a la cara. ¿Cómo podía ser que la trataran así? ¿No veían acaso que realmente necesitaba la ayuda del König? ¿Qué clase de personas eran para echarla sin más de esa manera? Bueno, se iban a enterar, pensó, mientras ponía los brazos en jarra y les fruncía el ceño. Cuando estuviera frente al König se aseguraría de hacerle saber exactamente qué clase de personas estaban a su servicio.

—Déjenme pasar —exigió—. Vengo de parte de Violette Riding Hood.

El cambio fue instantáneo. Los dos hombres se la quedaron mirando con ojos abiertos de par en par y luego se miraron el uno al otro. Y Goldilocks supo que había dicho las palabras correctas.

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