Cap. 1 - Escena 3

El Reino Wolfhausen era famoso por sus bosques. Geográficamente, estaban divididos en los Bosques del Norte, del Oeste y del Sur, pero en rigor se trataba de una sola y enorme arboleda que envolvía el reino a lo largo de sus fronteras y solamente se interrumpía por las montañas al este. Había ríos, arroyos y lagos, árboles tan gruesos y altos como torreones, y algunos caminos, la mayoría en decadencia, por los que transitaban los visitantes.

También había forajidos o personas con pretensiones de forajidos que decidían que pasar unas cuántas incomodidades era mejor que seguir pagándole impuestos al reino. La mayoría no sobrevivían a su primer invierno por falta de previsión. La cazadora a veces encontraba los cadáveres durante los deshielos de primavera. A menos que estuvieran directamente en su camino, ni siquiera se molestaba en moverlos. Los carroñeros necesitaban comer.

Claro, algunas de las personas que vivían en el bosque eran honestas: leñadores o cazadores para quienes el bosque era una fuente de vida y trabajo. Ese parecía ser el caso de los padres de Goldilocks.

—Nuestra cabaña era como esta —le contó a la cazadora—. Teníamos un pequeño establo, con un caballo y tres gallinas ponedoras. Mi papá siempre volvía a casa oliendo a agujas de pino, y mamá nos servía sopa humeante y deliciosa. Luego me contaban un cuento y me metían en la cama, mientras ellos se quedaban junto al fuego de la chimenea.

Hablaba como si todo aquello no fuera más que un sueño recurrente, bonito y luminoso, pero frágil y lejano. No había forma de saber si todo eso había ocurrido años o apenas días atrás.

—Pero una noche —el rosto de Locks se oscureció de repente—, llegaron los osos.

En los bosques había bestias más salvajes que cualquier forajido. Y bien, ellos necesitaban comer también.

—Yo estaba arriba durmiendo, pero escuché cómo Azúcar relinchaba y las gallinas se ponían a chillar —continuó Locks. Ahora se había echado la manta sobre la cabeza y a la cazadora no le costó imaginársela en su camita, en aquella misma posición, escuchando el alboroto en que se había convertido su hogar—. Mamá gritaba "¡No, no salgas!" y papá decía "¡No se van a llevar lo nuestro!" —La respiración de Locks empezó a agitarse sus frases se volvieron entrecortadas y apenas inteligibles—. Y luego un estrépito... como un árbol que se derrumba en el bosque... y mamá seguía gritando, pero ya no podía entender que decía... y papá también gritaba. Mi papá era la persona más valiente del mundo, pero esa noche gritó muy fuerte.

La cazadora estuvo tentada a decirle que nadie es valiente de cara a la muerte. Pero Locks aspiraba con fuerza, como si se le estuviera acabando el aire. Por fin, las lágrimas que tanto se había esforzado por detener rodaban libres por sus mejillas.

—La puerta de mi cuarto salió volando. El oso que entró a mi cuarto... era pequeño, ¿sabes? —Su voz volvió a cambiar. Ahora tenía un tono risueño, como si estuviera comentando el clima: "Hoy hace un día caluroso, ¿sabes?"—. Bueno, a mí no me lo pareció. Nunca había visto uno de cerca. No fue hasta que vi a los otros dos que me di cuenta que era el más pequeño. Quizá era hijito de los otros dos. Tenía un trozo del vestido de mamá entre los dientes.

Se quedó callada. La cazadora la dejó estar por un momento.

—¿Y luego? —preguntó al fin.

Goldilocks se sobresaltó y parpadeó varias veces. Era como si no se acordara de quién era la cazadora o de por qué ella estaba ahí.

—No estoy muy segura —admitió la niña, y una sonrisa juguetona apareció en sus labios–. Cuando me di cuenta, el cuchillo de mi papá goteaba sangre y los osos estaban muertos. Supongo que lo habré hecho yo.

La cazadora sintió un estremecimiento. Había algo perturbadoramente familiar en ese relato. Para mantenerse ocupada, se levantó y comprobó que el vestido de Goldilocks estaba casi seco. El cabello de la pequeña también había acabado de secarse, formando un halo áureo alrededor de su carita en forma de corazón.

Era, sin duda alguna, una niña adorable. Y tenía la cordura hecha añicos.

—Así que te fuiste de allí.

—Antes usé las herramientas de papá de nuevo —dijo Goldilocks. Soltó una risita, como si estuviera confesando una travesura—. Las que él tenía para curtir las pieles de los zorros. Me llevó un par de días separar las pieles y luego fue difícil colgarlas en la pared sur. Pero sabía que tenía que clavarlas allí.

—¿Por qué? —preguntó la cazadora. No estaba muy segura de qué era lo que quería averiguar. ¿Por qué se había afanado en aquella tarea o por qué "sabía" que tenía que clavar las pieles allí? La respuesta a ambas preguntas parecía ser la misma:

—Por si mamá y papá volvían, claro. Quería que vieran lo valiente que fui y que supieran que ya nunca esos osos iban a hacer daño a nadie.

La cazadora se quedó desconcertada, observándola con el vestido en las manos.

—¿Acaso los osos no...?

—Pudieron haber huido —replicó Goldilocks, obstinadamente—. Podrían haber estado heridos en el bosque.

La cazadora sospechó que aquella negación no era del todo sincera. ¿Por qué la habrían dejado sus padres atrás si todavía estaban vivos antes que ella matara a los osos? Si realmente consiguieron huir, ¿por qué no habrían vuelto a buscarla, aun estando heridos, aun suponiendo que su hija había muerto? Habrían querido al menos encontrar algo para enterrar. No, Locks sabía perfectamente lo que los osos habían hecho a sus padres. No había manera de que no hubiera visto sus restos en la casa. Pero mientras ella se negara a creerlo, entonces no sería cierto. Era exactamente tan infantil y descabellado como la cazadora esperaba de ella.

Goldilocks la miraba con ojos prístinos, como desafiándola a que la sacara de su error, pero tenía los hombros caídos. Probablemente era la primera vez que le formulaba su teoría a otra persona, y quizá, al escucharla en voz alta se hubiera dado cuenta de su falsedad. La cazadora se mantuvo callada, así que al cabo de un momento, la niña continuó:

—Los esperé un tiempo, pero sin las gallinas no había mucho que comer, y no quería destrozar más al pobre Azúcar. Así que al final me fui. Me encontré a algunos osos en el camino. Esos tampoco le harán daño a nadie.

—¿A cuántos mataste?

No sabía por qué, pero tenía la impresión que Goldilocks sabría perfectamente la respuesta a esa pregunta.

—Cuatro.

Su sonrisa tenía una pátina de orgullo, como si esperara que la cazadora la felicitara por sus hazañas. Lo que hizo en cambio fue arrojarle el vestido seco y limpio a la cabeza.

—No puedo hacer mucho por ti —le dijo, fríamente—. No tengo espacio para nadie más.

—Nuestra cabaña era más pequeña y vivíamos los tres —protestó Goldilocks, mientras tiraba del vestido hacia abajo.

—Además, presiento que serías una molestia. Tengo demasiados problemas como para además ocuparme de ti —añadió la cazadora, como si la niña no hubiera dicho nada—. El pueblo queda a unos kilómetros. Te será fácil encontrarlo. Alguien te dará asilo si...

La frase quedó flotando en el aire, interrumpida por un pensamiento repentino. La cazadora la observó forcejear con las mangas de su vestido y descubrió que sí podía serle útil, después de todo.

—O mejor todavía: puedes ir directamente al palacio.

—¿En serio? —preguntó Locks, mirándola con ojos enormes. Era posible que nunca en su vida hubiera visto un palacio. A la cazadora casi le pareció ver la ilusión que se avivaba en sus pupilas.

—Claro que sí —dijo—. El König es un hombre joven, muy sabio y bondadoso. Hasta le dicen el Buen Rey. Si le cuentas tu historia seguramente simpatizará contigo y te dará un trabajo. Puede que en su misma corte.

La carita de Locks estaba iluminada como un rayo de sol.

—Eso me gustaría mucho. En el pueblo no habrá osos.

La cazadora pensó que estaría muy decepcionada con la primera feria con un oso bailarín que pasara por allí. Pero bueno, eso no era asunto suyo. Había dejado de ser asunto suyo desde que el estúpido lobo había pasado a formar parte de la ecuación.

Locks se alisó el vestido pensativamente, como si considerara que no llevaba un atuendo adecuado para presentarse ante el König.

—¿Querrá recibirme?

—Bueno, aunque te pongas de camino ahora, no llegarás antes que acabe la hora de la consulta —replicó la cazadora—. Pero eso no es problema. Si le dices que te envío yo, seguramente te abrirá las puertas de par en par.

La tomó del brazo y suavemente la arrastró hacia la puerta. Goldilocks estaba tan entusiasmada que ni siquiera se dio cuenta que la estaba echando.

—¿Eres amiga del König? —preguntó, con los ojos abiertos de par en par—. ¡Lo sabía! ¡Es porque tienes el cabello violeta!

La cazadora no se molestó en contradecirla. Abrió la puerta de su cabaña y empujó a su pequeña intrusa fuera.

—Ve hacia el Norte siguiendo el arroyo hasta que encuentres un camino de piedra. Pasarás por unas granjas donde puedes quedarte si se te hace de noche —le indicó—. De ahí es todo derecho hasta el pueblo. El palacio se encuentra justo en el medio. No hay manera de perderse.

Locks se dio vuelta para mirarla. Sus ojos estaban húmedos de nuevo, pero parecía rebosante de felicidad.

—¡Gracias, gracias! —exclamó, estirando sus bracitos alrededor de la cintura de la cazadora y hundiendo el rostro contra su estómago.

Por un momento, la cazadora vaciló. Posó una mano sobre el cabello suave y dorado de la niña y se preguntó si realmente sería una buena idea enviarla a la guarida del lobo con su nombre como carta de presentación.

Luego se dijo que no le importaba. Locks sabría defenderse y enviarle una pequeña desquiciada a la corte era mucho menos que todas las cosas que él había hecho.

—De nada —dijo, apartándola de ella—. Una cosa más. Si ves otro oso por el camino, no me importa lo que le hagas —se arrodilló para que su rostro quedara a la altura del de Goldilocks. Quería que la importancia de aquel mensaje le quedara bien grabada—, pero los lobos son míos.

Goldilocks asintió con solemnidad y luego dio un paso afuera. La cazadora se quedó en el portal un momento, observándola marchar. Cuando estaba a punto de volver adentro, Goldilocks giró sobre sus talones casi con miedo en los ojos, como si hubiera olvidado algo esencial. Puso sus manitos alrededor de la boca y gritó:

—¡No me dijiste tu nombre!

—¡Violette Riding Hood! —contestó la cazadora.

Y cerró la puerta.

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