Capítulo corto 3
Jamás podría olvidar un sueño tan erótico. Mis manos apretujaban gustosas cada centímetro de su piel aterciopelada. Coloqué una de mis manos sobre su pantorrilla y la deslicé hasta llegar a su muslo derecho, pero en el transcurso de mi acción su largo vestido se corrió. Quería arrancárselo para contemplar su deslumbrante figura.
Tenía la sensación de que me ahogaría entre sus besos y me derretiría por sus caricias abrasadoras sobre mi torso, el cual estaba expuesto para su goce. Su mirada lujuriosa no se apartó por largos minutos.
Por fin le quité el vestido y lo lancé en una de las sillas de la habitación. Ver su cuerpo solamente en ropa interior incrementó mi excitación, sacó a la luz mi lado más pecaminoso, ese dispuesto a devorarla.
Deseaba morderla y dejar marcas sobre su cuello, pero contuve mis acciones. Me limité a lamer su exquisita piel, besarla y pellizcarla con suavidad. Ella también lo disfrutaba, su cuerpo se movía de forma involuntaria por el placer, al mismo tiempo, se le erizaba la piel.
Desabroché mis pantalones y los dejé a un lado, luego me coloqué sobre ella para besarla con mayor intensidad y sentir el roce de nuestras pieles desnudas.
Dejé numerosos besos sobre su cuello al mismo tiempo, ella rozaba sus caderas contra mi erección. Después de los juegos previos, nos sumimos en el acto más esperado, hicimos el amor, y no nos detuvimos hasta que cada uno alcanzó el nivel más alto de satisfacción.
Estábamos tendidos, sobre la cama, testigo de nuestras pasiones. No podía ver la totalidad de su rostro, solo sus ojos y jugosos labios. En un arranque de valentía, me deshice del antifaz en un solo tirón.
La luminosidad transmitida por un rayo me permitió descubrir algunos rasgos de su rostro. Tan hermosa como la imaginé. Sus labios carnosos y pigmentados hacían un perfecto contraste con su nariz respingada, tenía los pómulos suaves, sus ojos expresivos estaban acompañados por unas densas pestañas y unas cejas con aspecto de inocencia.
—¿Cómo te llamas? —Acaricié su cabello cobrizo.
—Cristina Daé.
—¿Cristina Daé? —pregunté con incredulidad, mientras me colocaba de medio lado y sostenía mi cabeza en mi mano izquierda, la cual estaba apoyaba con el codo sobre el colchón.
En ese instante, otro rayo más sonoro iluminó la totalidad de la pieza. El estruendo no tuvo como único origen la naturaleza, sino que, iba de la mano con un portazo. Ambos nos giramos asustados. ¿Quién osó a interrumpir nuestra intimidad?
—Jamás te lo perdonaré, Cristina —la poderosa voz heló mi sangre.
La silueta de la calavera me hizo pensar que se trataba del temido Fantasma de la Ópera.
—Lo siento, Raúl. Nuestro amor es prohibido.
Como si nada pudiera ser más extraño, mi punto de vista se transformó, es decir, podía verlo todo desde la perspectiva de Cristina. A la figura fantasmal se le dibujó el rostro de Daniel. Posteriormente, volví a ser Raúl, pero el fantasma cobraba la apariencia de desconocidos.
Se acercó a nosotros con decisión. Iba a aniquilarnos. Acogí a Cristina entre mis brazos en un intento de resguardarla, pero él la tomó del brazo y se la llevó. Me quedé solo y con el corazón roto, ni siquiera el olor a ella me reconfortaba, más bien me hacía recordarla. La tuve un instante demasiado fugaz, no por la eternidad.
—Es a ti a quien amo, Raúl —fueron sus últimas palabras.
—¿Qué rayos? —Me senté de golpe sobre la cama y limpié mi frente sudorosa con una de mis manos.
—Ah, creí que ya estabas despierto.
Dejé caer nuevamente mi espalda sobre el colchón y pensé en lo absurdo que fue el sueño. Además, la mejor parte fue arruinada por Dan, aunque esa era mi constante realidad. Tan inoportuno. Tenía la habilidad de transformar mis mejores sueños, en pesadillas.
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