Ven a mí (Wilma J. Ralde)

Cada octubre se abren las puertas del más allá para que los muertos vuelvan y puedan saldar sus deudas. Ellos no vuelven solos, vienen acompañados por seres del bajo plano a los que los vivos llamamos demonios.

Anoche al pasar la vi.

La mujer del vestido blanco me miraba desde una de las ventanas, parecía que me llamaba, que me quería decir algo.

Vi que la puerta de entrada estaba abierta.

Subí por una larga e interminable escalera, la busqué habitación por habitación hasta dar con la correcta.

Me miraba complacida por entender su mensaje. Estaba complacido, me fui acercando y la tomé de las manos, a pesar del calor de afuera, las tenía demasiado frías, y muy tersas, me parecía estar tocando las manos de una muñeca de porcelana.

Yo la veía demasiado cansada, me parecía enferma, le pregunté qué le pasaba.

—Tengo hambre —dijo ella.

Quise ir por un bocado a la cocina pero ella no me soltaba las manos. A pesar de su estado estaba llena de una armonía, que me daba gusto solo mirarla, me resultaba imposible dejar de hacerlo.

Un extraño impulso me obligó a lanzarme a sus demacrados, y gélidos labios. Ella no retrocedió, parecía que aceptaba mis besos con agrado, mientras tanto yo iba perdiendo la noción del tiempo, y me costaba respirar.

Quise tomar aire, necesitaba respirar.

Me hice a un lado con torpeza, sentí un fuerte malestar en la garganta y un sabor amargo en el paladar. Me agarró una necesidad imperiosa de toser, y retrocedí varios pasos más.

Expulsé una cucaracha por la boca. Aquello no podía ser cierto, pero luego salió otra, y otra más, una infinidad de repulsivas cucarachas salían a la vez, causando que las comisuras de mi boca se rompieran para darles paso.

Asqueado, pero sobre todo cagado de miedo cerré los ojos. Es un sueño, es un sueño. Me decía por dentro.

Un revolvimiento en mis entrañas me obligó a doblarme en dos, sentía que caía al fondo de un precipicio.

Un cansancio infinito trataba de embaucarme para que me dejase llevar. Y en la caída escuchaba voces que me decían cosas que no llegaba a comprender.

Vuelve al momento preciso en el que comienza todo.

En ese momento un fuerte estruendo me despabiló. El fuerte impacto de dos coches a metros de donde estaba me hizo reaccionar. Y vi que me encontraba de vuelta en medio de la calle, con cada paso se iban desvaneciendo de mi memoria todos mis recuerdos recientes.

..

De pasada la vi, tenía la fuerte impresión de que me miraba, que trataba de decirme algo.

—Cinco minutos y me voy —me dije, para no faltarle la promesa a mi vieja.

La puerta de la casa estaba abierta.

No recordaba el motivo por el que estaba ahí, pero igual entré.

La casa parecía recientemente abandonada, carecía de toda decoración. Encontré un viejo portarretratos en el suelo con la foto de sus anteriores ocupantes. Creí escuchar los lamentos de alguien, por el susto lo dejé caer.

Aquello me dejó intranquilo, decidí que era hora de marcharme pero no lo hice y decidí subir por la escalera.

El suelo de madera seca rechinaba con cada paso, eran semejantes a lamentos de criaturas infernales, que esperaban el momento perfecto para envolverme en sus calvarios.

Pero, a pesar de todo aquello seguí adelante.

Unas manchas de humedad cubrían gran parte de las paredes, estas, parecían moverse detrás de mí.

Cuando estaba en el último escalón, creí ver que una larga y tenebrosa mano con dedos con forma de garfios salían de entre ellas, sentía que si me dejaba atrapar algo malo me ocurriría. Con mucho esfuerzo la iba esquivando, hasta que ya no pude más y me tuvo acorralado.

— ¡Sueltameee! —le imploré, a punto de cagarme encima.

Esa monstruosa mano me envolvía, se iba convirtiendo en una densa, y pesada masa nauseabunda a mí alrededor, yo le lanzaba golpes, luego patadas pero nada me servía, era imposible librarme. Esa masa demoniaca me apresaba, me llevaba arrastrando de vuelta abajo.

Una extraña voz me acompañaba, susurraba en mis oídos: ¡Mátala! ¡Mátala!

Las melodías tristes de una chiquilla me sacaron del letargo, me sonaba familiar su canto, me traía recuerdos a la memoria, que se esfumaban como si le temieran a algo.

Y entonces me di cuenta que no podía moverme.

Me encontraba atrapado en un espacio sumamente angosto, una especie de armario, que se estrechaba un poco más cada vez que me movía desesperado. Descubrí que podía ver hacia fuera por medio de un espejo muy desgastado. Estaba en una habitación de paredes amarillas, era una recámara muy bien amueblada, podía ver el sol ingresando por la ventana. En eso vi que la chiquilla ingresaba.

Hice ruido, grité y grité por auxilio pero no me escuchaba, la desesperación me invadía de pies a cabeza, estaba en pánico ante esa terrible revelación. Mi respiración era pesada, hasta que ya no me hizo falta, ya no respiraba.

Contemplaba cada tanto a la jovencita peinarse la oscura melena, pero ella no sabía de mí. Era como si formase parte de otra realidad en la que nada malo pudiese pasar.

Tardé en darme cuenta que podía moverme, que no era un armario donde yo me encontraba, era algo mucho más insólito y desolador. Me encontraba encerrado entre estas húmedas paredes, y que solo era cuestión de hacer un poco de esfuerzo para moverme. Pero aún había algo mucho más desolador para mí. Ahí, entre las paredes me encontraba completamente solo. Nadie sabía de mí, a ratos hablaba solo, me estaba volviendo loco. Me movía por la oscuridad, errante, y sin conciencia iba de pieza en pieza buscando respuestas.

Libérame. Libérame.

Volví a escuchar la extraña voz, me hablaba en diferentes lenguas, me atormentaba, me susurraba crueldades, pero al final esa voz era lo único familiar que tenía.

— ¿Quién eres?—gritaba desesperado, temiendo que no pueda escucharme.

Alguien mucho más antiguo que la palabra, te he concedido a ti, humano la oportunidad de retroceder al momento exacto, por el resto de la eternidad, hasta que lo hagas. Libérame.

En ese momento todo se me volvía confuso.

Un torrente de terribles recuerdos me invadían la cabeza.

Un fuerte vértigo detuvo mi paso, sentía nauseas.

Era como si algo me sacara de un pensamiento profundo y me devolviera a la tierra, para que fuese consciente de que me encontraba de vuelta cruzando la avenida España.

...

La vi al cruzar la calle, creí que me hablaba.

Vi que la puerta estaba sin seguro y entré.

Me encontré con su amplia sonrisa angelical, el rubor en sus mejillas hacía que la deseara.

Una voz extraña, suplicante en mi cabeza me susurraba.

No lo hagas, no lo hagas.

Mas era irresistible, ese algo de su boca me reclamaba.

La besé con una necesidad insaciable, lleno de ímpetu hasta que mi lengua y la suya se volvieron una.

Me sentía a gusto con ella, y quise abrazarla, pero descubrí que no podía moverme, que no podía hablar.

Estaba paralizado de pies a cabeza.

Entonces lo vi.

Vi que de su boca salía una bífida y aterradora lengua, iba penetrando en la mía, me impedía respirar, su aberrante lengua de culebra, fue atravesando por mi garganta, ingería la sangre de mis órganos, y luego se las absorbía.

Entre el agudo dolor paralizante y el vaivén de mi conciencia, yo contemplaba, a la mujer de sangre, saciar su hambre.

—Ven a mí —murmuró ella.

Un hocico se abría en el centro de su vientre, parecía que despertaba de su letargo, gemía exigente, tenía unos afilados y aterradores colmillos, era una aberración macabra, empezó a arrancarme a tiros la carne, a destrozarme salvajemente.

Forzado a ahogar mis sollozos gritos de dolor, horror y espanto, contemplaba atónito la carnicería de mi propio cuerpo hecho añicos, en ese ritual siniestro, yo ya no era yo.

Pude ver que el cansancio en ella se había esfumado, resplandecía llena de vitalidad, de belleza, parecía complacida, al fin satisfecha.

Al rato dejó caer a un costado las sobras de su festín.

Desde ahí, podía escuchar la voz que me hablaba, parecía venir de lejos, de todas partes.

Mátala. Mátala. Mátala.

—Déjame en paz, ¿qué es lo que quieres de mí? Deja de atormentarme —lloraba como un niño que se ocultaba debajo la cama.

¿No anhelabas libertad?

—Sí, sí, eso, eso quiero.

Mata a la chica. Libérame.

—No, eso no.

Aquello era un acto frívolo, arrebatarle la vida a alguien era algo impensable para mí.

El tiempo transcurría y la mujer de sangre atraía a más víctimas, mientras tanto yo era testigo de sus actos de maldad, de sus cruentos festines. Empecé a tomar aquella propuesta como el único acto de salvación para mí, pero no sabía cómo hacerlo, yo no era un asesino, solo era un amasijo de huesos roídos.

Una noche, mientras la jovencita dormía, junté toda mi ira y mi rabia, y me lancé encima de ella.

Ahí era cálido, muy suave, estaba dentro de su cuerpo.

Podía mover las piernas, las manos pequeñas. Podía sentir el funcionamiento de todos los órganos internos.

En eso me acordé del peligro.

Por nada del mundo iba a permitir que la dañase.

Bajé por las escaleras, me precipité hacia la puerta de calle.

Una mano gélida tocó mi hombro, me obligó a retroceder.

—Vuelve arriba.

El padre de la jovencita cerró la puerta con seguro.

Volví arriba sin perder el tiempo, tenía que huir, pensaba lanzarme por una de las ventanas. Fue entonces que lo sentí.

El frío me entró al cuerpo como cuchillas filosas. Ese ser era sumamente peligroso, estaba cerca, muy cerca, quería el control de ese cuerpo.

Sentí una necesidad inmensa de beber agua, tuve que ir por un vaso a la cocina. Al terminar, el vaso lo estrellé sin pensarlo contra el suelo. Junté un pedazo de vidrio y me hice un tajo en la mano, su sangre se derramaba, y yo danzaba alrededor del charco, iba dibujando un pentagrama. Luego busqué un cuchillo filoso y me recosté al centro.

— ¿Dios mío, qué estoy haciendo? —logré articular mediante la voz de la chiquilla.

Hazlo, Mátala. Mátala.

Vi las dos manos de la joven empuñar el cuchillo y elevarlo para luego estrellarlo en su propio vientre, una, luego dos veces más. Intenté detenerla, pero era imposible, con espanto comprendí que ya no era yo el que la controlaba.

Vida por vida.

Susurró la voz.

Fuera de su cuerpo, lloré por ella, vi morir toda inocencia, la luz del mundo se apagaba con ella.

Unas gotas de su limpia sangre fueron recorriendo las grietas del suelo hasta llegar al centro mismo del pentagrama. Justo ahí el suelo se fue agrietando, una nube oscura, y hedor a excrementos humanos invadió el lugar, aquello daba forma a un ser sumamente alto, y peligroso, al que no me atrevía a mirar a la cara.

He permanecido encerrado por trece años humanos. ¡Es hora de cobrar venganza!

De él nacían tentáculos, que fueron recorriendo cada centímetro de la casa, iba apoderándose de todo a su paso. Hasta que dio con la mujer de la sangre.

— ¡Tú deberías estar muerto!

Ella chilló al notar su temible presencia, lo miraba expectante, parecía sonreírle, pero conforme la bestia se le acercaba lo que parecía una sonrisa en su blanco rostro, no era más que un gesto de odio.

— ¡Tú quieres matarme!

La mujer de sangre le mostró sus colmillos, lo miraba con odio y furiosa, esquivaba cada uno de sus ataques, hasta que los tentáculos negros la sujetaron de los pies, se le fueron adhiriendo como agujas a su piel, forcejeaba muy salvajemente, pero era evidente, estaba arrinconada.

Con sus escuálidos y largos brazos flexibles, la bestia se alimentaba de sus poderes.

Al verse reducida soltó un grito de dolor ensordecedor. Los tentáculos de la bestia se apoderaban de ella, iban disecando lentamente su cuerpo de porcelana hasta convertirse en polvo.

La bestia, no satisfecha con todo aquello, fue por el cuerpo de la chiquilla, le derramó una gota de su sangre en la boca y la hizo volver a la vida.

Entré en terror cuando me di cuenta que la bestia se venía por mí.

Trataba de huir de él, pero me parecía estar sumergido en un pantanal, era imposible de avanzar, en ese momento sentí ese incomprensible dolor póstumo que siempre dice la verdad. Su mirada cargada de maldad me hizo entender que prefería estar muerto a tenerlo enfrente.

....

Tengo la certeza que anoche, al pasar la vi, como andaba atrasado con los ajetreos de Todos santos, que celebramos en casa cada año, no pude detenerme y me quedé intranquilo. La noche se me hizo larga y pesada, tuve sueños extraños que no llego a recordar bien, al despertar tenía la idea fija de volver hoy.

—Hijo, no vayas por esa calle.

Solloza mi vieja, por su instinto de madre descubre mis intenciones, va repitiendo que no vaya a llegar tarde, entre el vaivén de charlas y explicaciones, me alcanza por fin la lista para el mercado, y me hace prometerle que regresaré a tiempo.

Transitaba por la calle en relativa calma, un grupo de niños en juega, disfrazados de monstruos cruzaban la calle sin fijarse a los lados. Justo al cruzar la vi en la ventana, parecía que me llamaba. No podía pasar de largo, e ignorarla, no esta vez, mi conciencia no me dejaba.

—Tal vez necesite ayuda —me dije.

En la entrada sentí que algo en esa casa no estaba bien. A lo mejor era la culpa que me pesaba por fallarle a mi vieja. Al ver lo abandonada que estaba cambié de opinión, iba a dar media vuelta y largarme, pero me sentía curioso, todo ahí me resultaba demasiado familiar, yo jamás había pisado esa casa antes, había escuchado una infinidad de historias en torno a ella, como todo el mundo, mi vieja decía que eran todas ciertas.

Quise tomarme un par de fotos para alardear de algo con mis amigos, pero no lograba moverme de ese lugar, una sensación de incomodidad me lo impedía, en ese momento me sobresaltó unos ruido al fondo, creía escuchar la voz de una mujer suplicando ayuda, me desesperé al ver que no conseguía dar un solo paso adentro, era como si algo mucho más fuerte que yo me lo impidiese, luché con todas mis fuerzas, iba a cruzar esa puerta cueste lo que me cueste, pero me vi envuelto en una densa nube de polvoreda, que me impedía ver con claridad, la casa era vieja, no era nada extraño, hasta que creí reconocerme a mí mismo dentro de ella, en esa nube de polvo vi mi propio rostro desfigurado, pero en ese ser igual a mí, había algo más, que me embargaba en un profundo dolor en el alma, por un momento creí escucharme decirme con inclemencia a mí mismo, que me fuera, que me fuera, que jamás regrese.

Retorné a la calle.

Estaba a punto de doblar en la esquina de la avenida y miré hacia allí. La vi, llevaba un sencillo vestido blanco, parecía que trataba de hablarme, esta vez agité la cabeza y regresaba a casa con mi vieja.

Desde entonces trato de no pensar más en ella, me miento y me repito que aquello solo eran gatos. Trato de evitar pasar por esa calle, desde eso no he vuelto a ser el de siempre, llevo un pesar que a veces siento que debería cruzar el umbral de la muerte, porque he pensado en eso desde aquella vez.

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