La historia de María Magdalena (Escriboymegusta)
Era un pueblo en crecimiento, una localidad tranquila con gente dispuesta al trabajo duro. Contaba con una colorida plaza en flor, en donde se alzaba una fuente de mármol traída directamente desde España, justo frente a la iglesia. Aquel lugar se había mantenido congelado en sus tiempos coloniales, decorando los hogares con baldosas de intrincado diseño, y las paredes y balcones con las enredaderas brotando, gracias al calor del verano húmedo. Las mujeres charlaban animadamente mientras caminaban hacia el río cargando ropa, los niños corrían de aquí para allá descalzos, expuestos al platinado resplandor de la luna, que comenzaba a alzarse por sobre el atardecer.
Pintoresco, antiguo, y en paz. Tres atributos que no pasaron desapercibidos para el viajero.
Ese hombre de alta envergadura y correctísimo andar, había llegado una noche de tormenta, cuando la posada estaba cerrando sus puertas. Con una sonrisa impecable, y un curioso acento de "las Europas", pidió una habitación, y no permitió que llevaran su pequeña valija. Parecía de clase noble, demasiado pálido para esas tierras doradas, demasiado culto para mezclarse entre los comerciantes, pescadores y agricultores. Creyeron que quizá era un doctor, o un escribano, y que una crisis lo había despojado de sus bienes, o que había sido desheredado a raíz de la severidad paterna. Lo cierto era que no conocían su origen, ni podían pronunciar su nombre. Sólo alguien de pocas palabras, pero muy amable de aspecto.
Con el tiempo, ciertas lenguas saladas por los tequilas y el limón, comenzaron a contar las andanzas del joven europeo. Exclamaban con murmullos beodos, que no se salvaba ni rica ni pobre, que no quedaba mujer en la vuelta, sin haber tenido visita a medianoche en su lecho.
Entre las damas se corría el rumor de sus virtudes. Decían que sus dedos de hielo inyectaban deseo en las entrañas, que las arrastraba a los fuegos del infierno, y que su mirada adquiría especial brillo, cuando el fruto prohibido se le ofrecía finalmente. Satisfechas y agotadas, todas ellas caían profundamente dormidas, despertándose a la mañana siguiente con un sopor inexplicable, y la marca de su anhelo en la garganta, un beso cuya brutalidad no opacaba la delicadeza con que les recitaba versos de amante.
No obstante, existía una mujer de belleza jamás cuestionada, que vivía junto a sus hijos en la ribera del río, a las afueras. Joven viuda, de tez cobriza y gruesos cabellos negros, se empeñaba en refregar la tela, tarareando una antiquísima canción, de la época de oro y piedra.
Él la encontró en el crepúsculo, y la observó un largo rato, refugiado en las frondosas hojas de los árboles.
—Agradezco a Dios estos ojos, que me permiten admirar tal hermosura —ella saltó de sorpresa, y se dio la vuelta, revelando el oscurecido cosmos en sus orbes— ¿seré digno de saber el nombre de sus labios? –Se aproximó lentamente, hasta hincarse a su lado cual fiel sumiso.
Su iris buscó en los suyos algo que no supo encontrar, y desvió la vista para seguir, presurosa.
—María, María Magdalena –. Voz dura, pero grácil. Un tono que a él se le antojó exquisito.
Allí comenzaron los roces que ella alejó, y las frases que no correspondió. Los infructuosos intentos por conseguir de la fémina más que una amena plática, lo sumieron en una especie de cacería. Implementó cada táctica, cada artimaña, pasó los días enteros imaginando su cuerpo sobre el suyo, el olor de su piel, y el sabor de su sangre. Sentía las venas arder con desesperación, y el paladar resecarse bajo la necesidad. Sin importar cuantas otras, sin importar cuánto carmín le empapara las encías, perdía la compostura, las voces en su cabeza clamaban alimento, retorcían el hilo del pensamiento en torno a su cuello, ahogándolo.
Fue la misma locura hambrienta, la que le hizo cometer tal amenaza:
—Si no te acuestas conmigo, tus hijos morirán.
El pulso con el que sostenía la canasta flaqueó, teniendo que apoyarla fugazmente en la tierra.
Ese mozo de gestos cordiales se había desdibujado con el transcurso de los meses, dejando expuesto un pobre enfermo, sudoroso, plagado de nerviosismo y paranoia. Allí, apenas sentado en las rocas, a su lado como tantas otras noches silenciosas.
María, en su inocente actuar, creyó haber entrado un consejero, un amigo confiable con quien descargar las mil y un penas de su laboriosa vida. Una madre soltera y marginada que daba todo por salir adelante.
Ella retrocedió indignada, y con voz trémula de ira, decretó:
— Les haces algo, y yo te mataré.
Se alejó sin saber que ese hombre sonreía, más torvo que nunca, mostrando por primera vez sus blancos colmillos mortales.
Las siguientes noches padeció sueños inquietos, sufriendo espasmos helados al oír el chirrido de una ventana, o el crujir de una rama. Incluso en una instancia, habiéndose colocado el fino camisón y dispuesta a ir a la cama, una sombra negra se cernió sobre su espalda. Al girarse, notó a un murciélago aferrado firmemente a la madera. Sus facciones endemoniadas y arrugadas la miraban directamente, sin tapujo alguno.
La mente le gritaba que el animal era cosa maligna, y los músculos lo confirmaron tras endurecerse de terror.
La pequeña pero imponente bestia chilló, y soltó vuelo, dejándola intranquila. Los episodios se repitieron un par de veces.
Pronto comenzó a ver a su persona deambular por entre los senderos, escuchaba sus pasos, percibía sus gritos demandantes en la lejanía. No permitía que sus hijos salieran de la casa, sus párpados se negaban a cerrarse, soltaba espasmos por las aves posadas en el techo, tenía cuchillos siempre a mano. Duró un año en esas pésimas condiciones, hasta que se enteró por gente del pueblo, que la razón de su insipiente temor había regresado a su patria. Lejos, bien lejos, cruzando el mar.
La felicidad retornó a su morada, el color le reclamó el cuerpo, y las personas olvidaron al entrañable personaje.
Fue un caluroso 31 de octubre, que ella y sus tres hijos fueron a pasar el día en el río. Les había advertido que no fueran lejos, que guardasen cuidado. Los niños ingresaron a las aguas con entusiasmo infantil, y bromas agradables. María, mientras tanto, se dedicaba a bordar flores en su nuevo delantal. El trinar de los pájaros, el cálido sol de la tarde, la brisa suave moviendo el mosaico natural de la orilla.
Y entonces, la escena se torció de un segundo a otro. Un grito helado la hizo alzar la vista. Y otro arrancó sus cuerdas, pues, ¿qué da más sufrimiento a una madre, que ser testigo de la muerte de su prole? Los otros dos flotaban como camalotes sombríos, y el más pequeño, lloraba desconsolado, mientras un desconocido de traje negro lo sostenía.
La muchacha estiró la mano, y el cuello de su retoño fue quebrado. Un chasquido silencioso, que resonó cual eco de montaña en sus tímpanos.
Él lo arrojó a un lado y, luego de sonreírle, con su piel enrojecida y humeante, y una mirada desquiciada, desapareció.
"La María mató a sus hijos" Injuriaron.
"La María enloqueció de celos".
Nadie le creyó ni una palabra, aunque jurara por Dios mismo, y por el Demonio. Aunque lo gritara hasta morir, ninguno había visto al europeo desde su partida, no. Él no era el responsable de tal atrocidad. Fue ella y su perro instinto, fue ella, la mal parida, la loca.
Y de tanto anunciarlo, ella lo aceptó. Enloqueció, sí, pero de dolor. Vagaba sin brillo ni rumbo, lamentándose a toda hora, acurrucándose en las lápidas, abrazando la tierra que ocultaba su felicidad.
Abandonaba su alma en el río, soltando veneno de las heridas abiertas. Se quedó esperando, con las córneas calientes, y el temblor de sus dientes. Lo esperó, con sus rodillas raspadas por las piedras, con los dedos henchidos de agua dulce, el pelo enmarañado y sucio.
Y él llegó. Estaba allí de pie, con los brazos abiertos hacia ella, invitándola a avanzar.
El odio fue el combustible para correr a su encuentro, el odio fue lo que el muchacho probó en su carne, el odio fue lo que la mantendría impasible bajo la corriente. Sin dejar de clavarle la mirada, lo maldijo, tantas veces como pudo su vida, y después ya no.
Satisfecho, el vampiro se enderezó, suspiró. María lo veía desde el fondo, le pareció hermosa, los restos de la sangre perdiéndose en el abismo líquido, los labios entreabiertos en un expiro eterno. La sacó de las aguas y la hizo suya de nuevo sin poder, ni querer, evitarlo. Ultrajó la flor, y la desechó, completamente marchita.
Desanduvo sus pasos, y se borró inmediatamente.
A las semanas, un pescador arrojó las redes y capturó algo grande. Sin embargo, sus especulaciones sobre una gran cena, se vieron interrumpidas por el hallazgo de un cadáver. Era un bulto brumoso, deforme y mal oliente, de un tono amoratado. Los peces habían comido parte de su rostro y casi no tenía cabello. El señor la reconoció, y se persignó repetidas veces. No quedaba otra que se tratara de la María, cuya presencia fue mermando hasta volverse nula en el pueblo.
La enterraron sin mucho cuidado, ni flores ni rezos. A una yegua que cometió infanticidio, y que decidió acabar con su pobre existencia, no se la perdona.
De hecho, hay muchas cosas que no se perdonan, que no se olvidan. Los hombres, mujeres y niños lo supieron bien, al escuchar en las noches el llanto desgarrador de una dama. Algunos la vieron, vistiendo de blanco, con su largo cabello negro cubriéndole la cara, mientras suplicaba por sus hijos: "¡Ay, mis hijos, mis hijos!". Todos la conocían como "La loca María", pero las arenas del tiempo se deslizaron, y trajeron consigo a "La llorona". Una mujer que había matado a sus hijos por culpa de un marido infiel, o el abandono de un amor fallido y, presa del remordimiento, sollozaba su culpa en las noches. La leyenda que todos conocen, la leyenda que a mí me contaron.
Halloween se celebraba en todo su esplendor, los colores de las guirnaldas lumínicas, los disfraces improvisados, las risas y las trompetas estridentes y alegres de algún mariachi, envolvían la ciudad en jolgorio juvenil.
Oculto tras los atuendos, yacía un hombre alto y misterioso, conversando animadamente con una chica vestida como gata negra.
—Oye, ¿me mostrarás tus colmillos, conde? –Ronroneó en su oído.
Él mordió su labio inferior, impaciente.
—Eso, y algo más –la tomó de la mano— serás mi guía, supongo –le guiñó el ojo.
La adolescente rió, y lo llevó a un baldío, donde un pequeño riachuelo sucio corría.
El calor lo fue llamando, y habiéndole quitado la ropa, dispuso a lo suyo. Clavó sus dientes en la arteria, y bebió, ignorando los ruegos. Pudo haberla matado, y así hubiera sido, si una voz no sonara tras él.
"¡Mis hijos!" El berreo incansable le lastimó los oídos "¡Ay, mis hijos!"
Oyéndola cerca, concluyó que lo mejor sería irse. Se fue en un sagaz movimiento, quedando a solas en los hierbajos. El viento susurraba con templanza, infundiéndole la calma que su frío corazón, por raro que fuera, requería. Los llantos eran inaudibles, y en cuestión de un instante, enmudecieron.
Bajó los párpados, soltando el aire con alivio.
Y los abrió, topándose con un velo de denso cabello oscuro. La mujer alzó la cabeza, revelando los trozos de sangre y músculo que tenía por ojos. Su mandíbula estiró el cuero blanquecino y roto, como queriendo decir algo.
"Por mis hijos".
Y le retorció la cabeza.
En mi casa casi nunca se habla del tema, a veces, cuando la señora de las tortillas y los tamales cierra su puesto, la veo advertirles a los niños sobre no pasear por la noche, así como lo hizo conmigo. Siempre comenta que un alma en pena, con tanto odio en el corazón, permanecerá así hasta reunirse con sus seres queridos. Debe ser verdad, porque si prestas atención...sabrás que está ahí.
Fin.
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