El Silbón. Retorno (Mary Schechtel)
Las gotas de lluvia caían copiosas, rebotando contra el asfalto como un puñado de confites, solapando los sonidos del entorno. De vez en cuando un rayo quebraba el cielo en irregulares extractos, arrojando destellos luminosos a la tierra.
Como atrapadas por el flash de una cámara fotográfica, dos sigilosas siluetas se materializaron brevemente y desaparecieron, perdiéndose en aquella linfa negra.
Juan Cruz y Ana María amaban la clandestinidad que les proporcionaba el aguacero durante sus cacerías y al estado de Portuguesa todavía le faltaba tiempo para comenzar su estación seca.
Pero para la pareja de vampiros, aquel lugar no era más que el paraje temporal de una larga travesía que iniciaba allí, en los llanos venezolano-colombianos (de donde era originaria ella) y terminaba en esa franja de tierra atrapada entre mar y cordillera, que era la Patagonia Argentina (sitio de procedencia de él). Porque no había mejor espacio para renovar votos de amor que aquel lugar enigmático, el alfa y omega terrenal, donde todo acaba o todo comienza.
Juan Cruz no podía dejar de fantasear con su tierra y los estragos que causarían allí, y sumido en sus sombrías maquinaciones estaba mientras perseguían su cena; un apurado transeúnte cuya mayor preocupación era huir de la tempestad para refugiarse en el bar de final de la calle.
¡Los humanos eran tan simples y banales! Su mísera existencia le causaba repelús. Y ese odio era antiquísimo, nacido con el primero de su especie, el hijo de Ehele.
Quizá, si el vampiro hubiera estado más enfocado en el ambiente que lo rodeaba, si sus sentidos no hubieran estado concentrados en su presa, y su mente en sus ensoñaciones, si el cielo no hubiera bramado como una bestia aún más hambrienta que las que deambulaban en la tierra, entonces tal vez hubiera podido evitar la tragedia.
Pocos segundos le tomó a la flecha, con punta de madera, cortar la atmósfera, atravesar el manto de agua y clavarse en el centro del corazón de Ana María que cayó rígida sobre la acera.
Juan Cruz llegó a tiempo para acurrucar su cabeza, mientras se desplomaba en el suelo, derrotado por el abatimiento. Miró sus ojos que, como negros ópalos llorosos, lo contemplaron por última vez antes de que su materia se volviera un puñado de cenizas que se disolvieron en sus manos.
Entonces buscó al asesino con desespero, pero aquel incógnito personaje había desaparecido tal como el transeúnte que al fin había podido hallar asilo en el bar.
Olfateó el aire inútilmente. A sus fosas nasales solo le llegó el olor a asfalto mojado y a podredumbre del drenaje que ya se estaba desbordando.
Apenado, alcanzó a vislumbrar a una mujer que lo miraba directamente desde la ventana empañada de aquel antro.
¡Una testigo!
Aunque la lluvia era intensa, tal vez desde su óptica ella hubiera podido ver algún rasgo del atacante. Pero lo más lógico es que también los hubiera visto a ellos.
"Si su naturaleza había sido puesta en evidencia, ¿cuánto tardaría la fémina en salir huyendo del bar?"
El hijo de la noche supo que debía apresurarse cuando aquella se levantó de la silla, tomó sus cosas, y le dio la espalda a la vidriera, perdiéndose entre el gentío.
Ingresó al bar a los pocos instantes. Repasó el sitio en busca de esa mujer de negra cabellera rizada y vio un atisbo, del impermeable morado que llevaba, perdiéndose por la puerta trasera.
De nuevo en el exterior, se topó con un maloliente callejón. Pero distinguió el rastro de perfume femenino emanado detrás del contenedor de desperdicios. No obstante, fue la mujer quien decidió salir de su escondite antes de que él la sorprendiera.
Juan Cruz se había equivocado, la dama no le temía. No había miedo detrás de sus sombrías pupilas albergadoras de nigrománticos secretos.
—¡Sos una bruja!—acusó el vampiro, reculando.
—¡Y tú un vampiro!—Sonrió la hechicera. Las gotas de una nueva lluvia (que había mutado de copiosa a intermitente como por arte de magia) se deslizaron por sus mejillas desembocando en la alargada cuenca de su boca—. Ahora que está clara nuestra procedencia podemos pasar a los negocios—El hijo de las sombras enarcó una ceja—. Estoy segura que deseas alguna pista sobre el asesino de tu compañera, y yo puedo dártela. De hecho, con mis poderes, puedo guiarte directamente hasta el individuo responsable para que puedas saldar cuentas, pero necesito un favor a cambio—resolvió, yendo directo al grano.
—¿Y qué querés?—inquirió el descendiente de Ehele, con cautela.
—Que rastrees y encuentres a alguien por mí—resumió ella.
—¡Lo que pedís no tiene sentido bruja! Acabás de decir que con tus poderes podés encontrar al asesino, entonces ¿por qué no realizás la otra búsqueda por tu cuenta?—exclamó, receloso. Como buen hijo del averno que era, el vampiro conocía las mañas de los "suyos" y como argentino que era, resultaba muy desconfiado. ¡La hechicera quería engañarlo!
—No puedo hallar a esta persona. Me fue prohibido. Cada vez que intento utilizar mis poderes de clarividencia con "él" me quedo ciega...No literalmente, pero tú me entiendes—argumentó—. Por eso necesito de un tercero y dado que tú también requieres ayuda, creo que podríamos hacer buena dupla. Además lo que te pido no es tan difícil. Los vampiros son buenos rastreadores... Después de los licántropos—añadió con malicia.
Juan Cruz hizo una mueca, y meditó sus palabras. Sus sentimientos de ira y venganza le susurraban que aceptara, cualquiera fuera el precio. Al fin y al cabo, maldito ya estaba.
—¿Y solo sería rastrear al tipo? ¿Lo busco y me das la información?
—Lo buscas, lo traes ante mí y te doy a tu asesino—aclaró.
—Ya sabía yo que no sería tan sencillo—masculló. La bruja entreabrió los labios dispuesta a debatir—. Pero está bien, acepto. Puedo con eso—añadió súbitamente. No fuera a ser cosa que la hija de satán volviera a defenestrarlo comparándolo con esos Lobizones.
—¿Entonces tenemos un trato?—preguntó, extendiendo la mano. El contrario asintió alzando la propia y estrechándola. Al instante sintió el fuego de mil infiernos recorriéndolo. La bruja había cerrado el pacto e impreso en su palma su sello.
—¿Y quién es el tipo que debo encontrar?—se dignó a preguntar el vampiro, mientras deslizaba sus yemas sobre su piel chamuscada.
—Su nombre ha cambiado con el tiempo, al igual que las palabras que forjaron su leyenda, pero en la región lo conocen con "El Silbón"—Juan Cruz recordó la historia que le había contado su enamorada sobre aquel y no tardó en arrepentirse por haber aceptado el trato con la bruja. Pero sus emociones le habían jugado en contra—. Cuando lo halles dale esto y él irá contigo sin ofrecer resistencia—Le entregó un fragmento de hueso envejecido que sacó de su bolsillo—. Llévalo ante mí a esta dirección—Le extendió entonces una tarjeta—, antes de la medianoche del 31 de Octubre y te daré lo que deseas.
—¡Falta menos de un día para eso!—expresó él, con indignación puesto que era de madrugada.
—Entonces, será mejor que te des prisa—Sonrió la mujer con perfidia—. El Silbón no deja muchas pistas, pero dicen que si la muerte merodea los llanos estará muy cerca para recoger su despojos—señaló, y tras eso se difuminó ante sus ojos, volviéndose parte de la misma llovizna.
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La quietud era la emperatriz del llano.
Según la leyenda, se suponía que el "parricida condenado" anunciaba su presencia con un silbido. Pero, ni lejos, ni cerca, Juan Cruz había oído su peculiar melodía.
Ni siquiera las vacas emitían mugido, pues aprovechaban la calma y la ausencia de lluvia para dormitar. Juntas formaban una monstruosa mancha más oscura que la noche, que había vuelto a caer.
El vampiro ya se estaba aburriendo de esperar a El Silbón y pensaba que su plan de ponerle un señuelo para atraerlo no estaba funcionando.
Había capturado al peatón—finalmente— usando su infalible "don chamuyero" para que lo acompañara al llano.
Allí encontraría su final. Sino lo asesinaba El Silbón, lo haría él mismo. ¡Se había hartado de beber de su vena carótida todo el día mientras aguardaba! Además, su víctima ya se había adormecido por la pérdida de sangre y la bebida.
"Este tipo es peor compañía que las vacas." Pensó.
Fue en ese momento que se oyó el primer silbido a la distancia.
Supo que no era el ulular del viento, pues la rala vegetación estaba estática, al igual que el agua de los esteros que se habían formado por la reciente tempestad.
Pero los bovinos habían comenzado a despertar y a bramar agitados. El eco de sus cencerros se sumaba al sonido de huesos tintineantes.
Juan Cruz se mantuvo quieto, como una parca figura vestida con atavíos de bruma y de sombra. Vigilante, escrutó el horizonte, allá donde algunas estrellas furtivas guiñaban entre los nubarrones.
Entonces lo vio, y aunque era incapaz de sentir frío y siempre se había considerado valiente, se estremeció.
Aquella figura era humana, pero grotesca. Alargada y curtida. Sus prendas estaban roídas y apenas llegaban a cubrir su piel, dejando extensas zonas pútridas al descubierto, llagas que parecían no cicatrizar nunca. Pero lo que más alarmó al vampiro fue el perro. Nacido de las mismas entrañas del averno, un Tureco demacrado, cuyos ojos refulgían como brasas, gruñía y aullaba, persiguiendo a aquella alma maldecida, que se disponía a llevarse una nueva víctima.
—¡No tan rápido!—advirtió el vampiro, quien había observado con repulsión como El Silbón se inclinaba hacia su víctima recostada sobre la húmeda hierba y extendía su lengua viperina hacia su ombligo, para lamerlo.
Los tenebrosos orbes del aludido eclipsaron los suyos, por vez primera.
Tureco emitió un nuevo aullido y contempló al otro engendro un momento para luego ignorarlo y concentrarse en morder los raquíticos talones de su martirizado "compañero".
Puede que el vampirismo fuera en sí mismo una maldición, pero Juan Cruz no era del interés del can, para su tranquilidad.
Pese a ello, El Silbón no tenía las mismas intenciones que el perro y ofuscado por haber sido interrumpido en medio de sus "siniestras actividades" se lanzó contra el vampiro extendiendo sus zarpas.
El chupasangre profirió un rugido y dejó salir sus puntiagudos colmillos y garras.
Ambos leviatanes se trenzaron en una intrínseca lucha. Pero, mientras El Silbón buscaba desmembrar al vampiro, este último quería tan solo someterlo.
Al final, Juan Cruz cayó al suelo. Más, cuando su oponente estaba a punto de aniquilarlo, el añejo hueso entregado por la bruja, rodó por la turba y como si fuera un amuleto de la buena suerte logró frenar su ataque.
—¡¿Cómo conseguiste esto vampiro?!—inquirió el hijo maldito, liberando a su contrincante. Su voz era afinada y sus palabras se deslizaban de sus labios como el aire, disfrazadas con esta tónica silbante.
—Una bruja me lo dio—informó Juan Cruz—. La misma que me envió a buscarte—añadió, mostrándole aquel trozo de hueso que fulguró bajo los satinados rayos lunares.
En los inexpresivos ojos de El Silbón brillaba una pizca de reconocimiento.
Extendió entonces su esquelética mano para tomar el fragmento calloso y tras un mínimo contacto pareció adivinar sus misterios. A continuación guardó el hueso en el gastado saco que colgaba de su espalda.
››¿Vas a venir conmigo, entonces?—apremió el vampiro, notando como el tiempo se le escurría como agua entre los dedos.
—Iré, en cuanto finalice algo—señaló volviéndose hacia el borracho durmiente, para terminar su trabajo.
Llegaron a la casa de la bruja antes de que finalizara la Noche de Brujas, y considerando que ambos engendros eran difuntos andantes, la ironía era doble
Al menos no desentonaban con las decoraciones y disfraces propios de las festividades.
—Acá tenés a la criatura, bruja—dijo Juan Cruz con gesto despectivo desde la puerta de entrada, entregando a El Silbón como si fuera un paquete. Jamás olvidaría que su acompañante había estado a punto de rematarlo. Aunque de momento debía mantener la mente fría y concentrarse en otra venganza—. Espero que tengas lo que prometiste.
—Por supuesto, un trato es un trato. Aunque el dulce hubiera sido más grato—comentó insidiosa—. Aquí podrás encontrar a tu hombre—Le ofreció un trozo de papel donde estaba escrita una dirección —¿Seguro que quieres seguir adelante?—cuestionó. El chupasangre hizo una mueca y le arrebató el papel. Ni bien sus manos entraron en contacto, el vampiro volvió a sentir la misma sensación de quemazón. Esta vez, cuando miró su piel, notó que la marca había desaparecido—. Quedas liberado. Y espero no volver a verte por aquí jamás—advirtió.
—No te preocupes por eso. Me voy de este...—arrugó la nariz—"lugar" ni bien termine de resolver estos asuntos.
Lo dicho era cierto. El vampiro solo quería retornar al país que nunca debió dejar. Aunque en cualquier sitio los humanos siempre serían una estirpe molesta, más vale "malos conocidos que buenos por conocer"
Sin más palabras de adiós se marchó a gran velocidad, dejando solo una estela borrosa, como efímero recuerdo, reverberando en el aire.
—Bienvenido a casa "hijo"—expresó la mujer, dirigiéndose a El Silbón.
Años habían pasado desde la tragedia, y aunque sabía que su malcriado hijo se merecía la maldición por matar a su progenitor por un simple capricho, su corazón de madre le impedía guardar rencor hacia él.
No usó sus poderes, sin embargo, hasta muerto su padre, el abuelo del chico. Ella lo respetaba lo suficiente para no contradecirlo.
Pero después del entierro, cada año en vísperas de Halloween, cuando su magia aumentaba, hizo utilidad de aquella para reunir a su familia.
La primera parte del plan era difícil: encontrar a alguien idóneo para que hallara a su hijo, sin morir en el intento.
Las criaturas sobrenaturales eran aptas para el trabajo, pero no todas tenían éxito. El temperamento de El Silbón era implacable, y tras algunas pérdidas, se le ocurrió mandar al emisario con un obsequio para inspirar su confianza. ¡Y qué mejor que entregarle los huesos de su abuelo!
Además, debió idear formas de apresurar el cerramiento del trato. Algunas menos nobles que otras. Que su magia hubiese conducido la flecha hasta el corazón de la vampiresa, y que tuviera que incriminar a un inocente para cubrir sus huellas no era algo que le gustara, pero el odio y el deseo de venganza era tan efectivos y movilizadores como el amor mismo.
Con gesto afectuoso, la mujer tomó la mano de su hijo mientras echaba en el caldero los huesos de su difunto esposo. Ver hervir los restos le trajo angustiosos recuerdos, pero sabía que solo sería cuestión de minutos. Luego esparciría esos despojos sobre el suelo, mientras recitaba un conjuro, esperando que su cuerpo volviera a regenerarse.
Entonces sí, la familia estaría reunida de nuevo, desde la muerte misma celebrando, así fuera por una única noche al año.
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