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Tras meses preparando el proyecto que me lanzará al estrellato —si sale bien, claro—, hoy, viernes, llega el gran día de presentarlo.
Soy arquitecto, bueno, aún exactamente no porque no he hecho ningún proyecto que saliera adelante, pero este... Espero no equivocarme, he trabajado duro en esto; un empresario, de esos pijos que no sabe en qué gastarse la pasta, está buscando a un arquitecto que le diseñe su nuevo edificio de oficinas en la ciudad, y yo estoy dispuesto a llevarme la gloria.
Así que estoy sentado en una sala de espera, rodeado de jóvenes promesas de la arquitectura y de veteranos curtidos en mil diseños. «Estoy jodido», pienso viendo el panorama, y es que tenía fe en mi trabajo hasta que llegué y me senté, hasta que vi a toda la competencia, y sé que voy a palmar.
Esta mañana me puse mi único traje, de color azul oscuro, con mi única camisa blanca, con mi única corbata y mis únicos zapatos buenos de vestir; sí, soy un muerto de hambre, por eso todo lo que tengo es único.
Esperaba tener un aspecto decente, pero creo que estoy sudando como un pollo asado y que el desodorante ya me ha abandonado; creo que he notado como se evaporaba —estoy muy paranoico, ¿no?—, aunque lo peor es que cuanto más lo pienso más creo notarlo.
Pienso que tendré que saludar a ese pijo aburrido y al resto de sus lameculos, o directivos, como quiera que se les llame, y, cuando lo pienso, me miro las manos; están chorreando, sí, mojadas, empapadas, húmedas... sudando hasta por las uñas.
¿Alguien habló de nervios?
Los minutos pasan, y yo me agobio, me revuelvo en mi mente y en el cómodo sillón de la sala donde reposa mi trasero que, ¡sorpresa!, también está sudado.
¡Dios, qué calor hace en este puto infierno!
Me intento calmar, es absurdo darlo todo por perdido; seré novato, pero tengo buenas ideas y frescas, soy innovador y... ¿A quién pretendo engañar? Al lado de todos estos seguro que apesto, y no porque me haya abandonado el desodorante, que puede que también.
La sala se ha vaciado; llegué el último, así que me jodo y aguanto hasta el final. Ya se está poniendo el sol; ¿por qué la cita era por la tarde? Seguro que el niño rico estaba ocupado jugando al golf está mañana, o quizá pasó de levantarse... Ricos; a saber a qué se dedican.
La puerta del despacho se abre y sale el tipo que entró, el penúltimo, y ahora me tocará a mí, y estoy hasta temblando, tengo nauseas y ganas de salir corriendo, pero seguro que me tropiezo y me dejo la boca en la esquina de la mesa de centro —no sería la primera vez—, y, para rematar, me pillarían, quedando como un zoquete, por lo que jamás me contratarán en un futuro.
Debería pensar en positivo, ¿no?
Tras el tipo que ha salido asoma la mujer que ha ido llamando a todos los que esperaban aquí antes que yo, y su fina voz dice:
—Campbell, Daylen Campbell.
Sí, tengo apellido de sopa de tomate; mola, ¿eh? Pues no. Muchas collejas me he llevado por culpa de ese puñetero apellido. Pero es que el nombre se las trae también, y los niños pueden ser muy crueles, crueles e hijos de pu... bueno, eso.
Pues bien, la tía me nombra, yo me levanto y digo con la voz de pito:
—Yo.
Vamos mal...
Carraspeo; me oye.
—¿Quiere un poco de agua?
—Sí, gracias —digo casi ronco; ¿qué coño me pasa?
Ella asiente, sonríe amable y me deja pasar al despacho.
Me quedo parado ante lo que veo; no hay nadie más que un tío en la gran sala de reuniones; ¿y los directivos lameculos?
—Señor Campbell, siéntese, por favor.
Su voz... ¿Alguna vez os ha pasado que un timbre de voz se os haya clavado directamente en el pecho? Es algo tan raro... Pero es que es tan profunda, tan varonil, sexy... «¿Sexy? ¿En serio, Day?», me critico al pensar en ello, pero ¿qué le voy a hacer?, las voces varoniles me ponen.
Casi no podía verle la cara, el sol estaba jodiéndome la vista, hablando en plata.
No espero que me invite de nuevo; nervioso, tiemblo y se me cae la carpeta de dibujo al suelo cuando intento ponerla sobre la mesa; voy a sentarme y a la par coger el portafolios, por lo que, la silla, que gira sobre sí, me hace la pirula y casi me caigo junto a mi puta carpeta, la cual podría haberse quedado en la jodida mesa, ¿no?
Y lo oigo; «¿Se ha reído de mí? ¡¿Enserio?!», pienso totalmente avergonzado; «¡Dios, doy pena!», prosigo en mi flagelación.
—Disculpe, traigo el agua del señor Campbell —dice la secretaria, porque supongo que es lo que es, y deja una bandeja con un vaso y una botella de plástico a mi lado, sobre la mesa. Luego se va y ni me entero.
Adivina, adivinanza, ¿cómo la sigo liando?
Está claro, me incorporo para dar las gracias y coger la botella cuando mi estupidez, nerviosismo o torpeza, o las tres juntas, me hacen chocar mano con vaso y este cae al suelo. ¡Pum! A la mierda vaso.
—L-lo si-siento —digo, o más bien, tartamudeo.
Me agacho a recoger la que he armado y...
—¡Ay, mierda! —exclamó al cortarme; «¡Deja de cagarla ya, pedazo de idiota!», me recrimino mientras me aprieto el dedo cortado.
—¿Se encuentra bien? —pregunta el tipo; no recuerdo ni el nombre del pavo, ya no sé ni el mío.
—S-sí, per-perdón —digo casi sin voz.
—Déjeme ver... —pide con esa voz, aún más sexy al estar cerca.
Alzo la vista y me topo con dos ojazos verdes como el maldito Amazonas, profundos, brillantes, claros, bellos... Hipnotizantes.
—Estoy... bien... —creo que he dicho, porque no me oigo, y mi riego no llega a la cabeza, por lo que no hay conexión entre boca y cerebro.
—Está sangrando —apunta sacando un pañuelo blanco del bolsillo de su chaqueta.
De repente me miro la mano; sus largos y fuertes dedos están envolviéndome los míos con la tela blanca, está apretando con cuidado para no hacerme daño, pero quiere contener la sangría —lo que llega a sangrar un dedo no es normal, todo sea dicho—, y, supongo, que también quiere que deje de manchar de rojo la que, sigo suponiendo, es la alfombra más cara del mundo.
—¿Cómo puedo ser tan inútil? —me reprocho en voz alta, porque ya me da igual, ya sé que no salgo contratado de esta.
—¿Es su primera entrevista de trabajo? —pregunta tranquilo.
—¿Tanto se nota? —respondo cabizbajo, destrozado, hundido como un barco partido en dos.
—¿Por qué no se calma y empieza de nuevo? —propone amable—. Eso sí, primero debería curarse la herida.
Suspiro; no sé ni qué decir, estoy en OFF total.
—Quizá sería mejor que me fuera —musito desganado, porque ya no tengo ganas ni de intentarlo.
—¿Es que un pequeño percance ya es motivo de rendición? —pregunta sin ápice de maldad o burla, lo que me hace mirarle y perderme en sus malditos ojazos.
Lo peor llega cuando paso de los ojos y bajo; me acabo de quedar idiota mirando sus labios, pero es que, bajando un poco más, está su cuello, y al hablar se mueve la nuez y yo...
«¡Pervertido!», me grito por obsceno. Sí, el tipo esta bueno; no tiene más de treinta años, su pelo azabache está bien puesto para quedar despeinado a la par que se vea que se ha peinado, sus hombros son anchos, su cuerpo esbelto... Se perdió un dios griego por la Tierra y terminé delante de él, o, que también puede ser, es que es un tipo normal pero yo llevo mucho tiempo sin novio, y me suelo poner en modo «todo tío está bueno a su modo», aunque no necesito llevar tiempo a pan y agua para creer así.
Volviendo al tema de la entrevista; sin mucha fe, pero con pocas ganas de rendirme, respondo:
—No; no me rendiré. —Lo digo casi en un susurro, más por alentarme a mí que para responderle a él.
Él... ¿Cómo narices se llamará?
Me coge la carpeta, la deja sobre la mesa y me tiende la mano para ayudarme a ponerme en pie; llevo tanto rato en cuclillas que no me siento las piernas, se han dormido, pero cuando empiezan a despertar me acuerdo hasta de sus antepasados.
—Espere, llamaré a Blanch para que traiga el botiquín —me informa.
Yo, que no tengo sentido común, le digo:
—Da igual, terminemos esto y ya me curo luego.
¿Que por qué no tengo sentido común? Porque la mano duele, la mano sangra y aún pienso menos con claridad.
Pero yo me hago el chulo, el que todo lo puede, y tiro para adelante como los burros; si es que..., cuando el tonto coge el camino, el camino se acaba pero el tonto sigue.
Así que hago lo que he dicho que haría; le pongo los dibujos del edificio, las notas, las muestras digitales de cómo quedaría por dentro y por fuera... Todo es expuesto de manera muy poco profesional porque, por alguna razón, se ha sentado a mi lado, me ha abierto la botella de agua, se ha puesto a hojear él sólo mis dibujos y...
¿Oh, mierda?
—Estos dibujos son muy buenos —dice cuando ha sacado los folios que no debía; son dibujos de anatomía masculina, y cuando los ha empezado a mirar yo he empezado a pedir que un meteorito gigante se lleve el planeta por delante.
—Yo... esto... No... —Me tapo la cara con la mano, sí, la herida, y me hago daño.
—Cuidado —exclama con gesto de decir: «eres un puto desastre, ¿no?» —. Me gustaría que mi arquitecto llegase vivo al final del proyecto —prosigue volviendo a mirar los dibujos de los tíos en pelotas. ¡¿Por qué hice esos dibujos?!
—¿Tú qué? —pregunto cuando salgo de mi mundo.
—Mi arquitecto —repite sin apartar la vista de los bocetos y pinturas.
—¿Eso significa qué...? —No salgo del asombro.
—Sí. —Me mira al fin y dibuja una sonrisa.
—No —digo incrédulo.
—Que sí —insiste.
Río como un lerdo.
—No.
—Diría que sí, pero parece que no llegaríamos a ninguna parte —bromea, y aún sonríe más, y, joder, vaya sonrisa; jodidamente hermosa.
Me vuelvo a tensar, si es que en algún momento me relajé, y agacho la cabeza avergonzado.
—Gra-gracias —susurro, tampoco puedo decir nada más.
El tipo se levanta, se va al teléfono que está al extremo de la mesa y se oye la voz de la mujer que me llamó para entrar.
—Dígame, señor Hughes.
«¡Seth Hughes!», exclamo en mi cabeza; por fin recordé el nombre del pijo empresario este, aunque he de reconocer que es más amable de lo que pensé; me pasa por juzgar antes de tiempo, como a la mayoría de la gente, eh.
—Prepare el contrato para el señor Campbell.
—Ahora mismo —indica antes de colgar.
—Espero que el contrato sea de su agrado y acepte los términos —me dice con una sonrisa dulce, quizá hasta demasiado. Se acerca de nuevo—. Léalo y, si algo no le agrada, podemos negociar.
—Cla-claro —tartamudeo otra vez.
—¿Puedo quedarme con sus dibujos? —pregunta con un tono extraño, con un interés que no entiendo.
—Po-por su-supuesto. —Voy a separar el diseño del rascacielos de los dibujos de anatomía cuando siento su mano sobre la mía.
—Me refería a todos ellos —aclara de manera... ¿sensual? Creo que alucino, pero aún así sigo manteniendo el tipo.
—S-sí, no ha-hay pro-problema —logro decir entre tanto tartamudeo.
Sonríe. No entiendo nada, pero parece feliz.
—Gracias —susurra, y se me erizan los pelos de la nuca, porque suena... ¿erótico? La alucinación va a peor, ¿verdad?
Guarda los folios en la carpeta. Me mira con ese gesto extrañamente dulce y me tiende la mano. Yo acepto, pero llevo la mano como una puesta de sol; roja.
—Lo siento —digo antes de hacer intento de cambiar de mano, pero él acepta, agarrándome con cautela.
—Ha sido un placer —indica; cada vez más dulce—. Cuide esa mano; sus herramientas de trabajo valen más que el oro.
Tocado y hundido, así me quedo cuando se lleva mi jodida mano a los labios.
—Lo... haré —logró responder, o creo que lo he hecho, porque no sé ni dónde estoy, ni qué día es, ni nada de nada.
Me acompaña a la salida, se despide; por alguna razón su gesto se vuelve serio cuando aparece su secretaria, la cual me ayuda a curarme, y no me dirige la palabra; será porque mi cara, más roja que mi mano, lo debe estar diciendo todo.
Y así, sin entender una mierda de lo que ha pasado hoy, vuelvo a mi apartamento con un desconcierto interno que, estoy seguro, no me dejará pegar ojo.
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