5
El lunes, temprano en la mañana, Ron despertó cuando el teléfono sonó en su mesita de noche. Estiró un brazo por debajo de las mantas y lo descolgó, sin abrir los ojos, acercándolo hacia su oído.
—¿Qué? —preguntó, casi con un gruñido. La noche anterior había cenado bastante tarde, como a eso de la una de la madrugada, y luego se había metido en la cama, sin una pizca de sueño. De modo que se sirvió unas copas de vino, mientras veía una película de ficción en la televisión por cable. Al terminar la película, se dedicó a hacer zapping en los canales durante más de una hora, hasta rendirse al sueño.
—Ronnie, te acabo de enviar unos expedientes a tu oficina, que me gustaría que revisaras. Estuve chequeando lo que hablamos el sábado, y creo que acabo de encontrar una pista conectora con Papá Muerte —dijo Blake, del otro lado.
—¿No podías esperar a decírmelo cuando llegara?
—¿Eso que escucho son gemidos? —preguntó. Ron entonces abrió los ojos y miró a su alrededor, confundido. La televisión había quedado, durante la noche, en el canal para adultos. Se frotó los ojos, dando un bufido, y rebuscó entre las sábanas revueltas hasta encontrar el mando a distancia. Lo halló bajo la almohada a su lado, y presionó el botón de apagado.
—Era la televisión —dijo—. Iré enseguida.
—Maldito degenerado.
—Ya, como digas. Nos vemos en un rato.
Ron colgó el teléfono en su soporte, y se volvió a recostar en la cama, luchando por no rendirse a la tentación de permanecer cinco minutos más acostado. Sabía que tomar alcohol antes de dormir le daba un sueño demasiado pesado, pero aún así lo seguía haciendo, aunque al día siguiente se dijera que era un tonto sin remedio, tal vez fueran viejas costumbres de su época en los Rippers, ¿quién sabe? Pero había que comenzar la jornada, así que, dando un bostezo, se sentó en el borde de la cama y se vistió con lo primero que encontró. No se preparó café, ya bebería en la oficina, y tampoco quería perder demasiado tiempo. Ron sabía que Blake nunca lo llamaba para comunicarle que tenía alguna pista, a no ser que la misma fuese importante, y aquello era algo que le intrigaba muchísimo.
Se dirigió directamente al baño, se dio una ducha rápida, solo para terminar de despertarse por completo, y se vistió con su pantalón formal negro, su camisa blanca y su chaqueta negra con la insignia del FBI a la izquierda. Se roció un poco de colonia, se colocó a la cintura la funda de su pistola con la Glock 9MM, tomó su identificación y las llaves del Camaro, y salió cerrando la puerta del apartamento con llave. Condujo durante veinte minutos por un tráfico bastante denso hasta llegar al edificio del FBI, estacionó en su lugar reservado, bajó del coche poniéndole la alarma, y caminó hacia el interior del edificio a paso apresurado. En la entrada, saludó a los guardias de seguridad que estaban en los controles magnéticos, avanzó directo al ascensor y subió al piso catorce. Al llegar a su planta, caminó por el pasillo hacia su oficina, mientras de una de las oficinas aledañas asomaron Blake y Sam, alcanzándolo a medida que caminaba. Todo a su alrededor era una algarabía de teléfonos sonando, agentes que iban y venían en todas direcciones con carpetas bajo el brazo, todo en medio de un perpetuo caos. Allí parecía que todo el mundo tenía constante prisa.
—Eh, Ronnie, ¿cómo vas? —saludó Sam. —Creo que tenemos algo.
—Ya, Blake me lo dijo.
—El muy cerdo estaba mirando porno cuando lo llamé —comentó Blake.
—Estaba durmiendo como un angelito, así que no inventes mierdas —objetó Ron, mientras abría la puerta de su oficina. Luego levantó la vista hacia Sam—. ¿Y a ti, que tal? ¿La llevaste a tu casa?
—Ella me llevó a la suya —respondió—. Un tugurio que no te puedes imaginar. Entramos y había un niño de unos cinco o seis años, no lo sé. Estaba simplemente allí, mirando la televisión, en la alfombra de la sala. Había jeringas de drogas por todas partes, las ventanas con bolsas de nylon como cortinas, la cocina hedía a basura, vamos, un maldito chiquero.
—¿Y qué pasó? —preguntó Ron.
—Pues pasó que mandó al niño a su cuarto, y a lo nuestro. Era una maldita consumidora de éxtasis, así que la arresté antes de irme de allí —respondió Sam—. Pero te juro que era una maldita felina en celo.
—¿Tuviste sexo con ella y luego la arrestaste? Eres un hijo de la gran puta, por si aún no lo sabias —comentó, mientras se sentaba frente a su escritorio.
—Oye amigo, cuando entré a esa casa supe claramente que tenía dos opciones. Una de ellas era hacerle el amor a esa mujer, la otra era volver a mi casa, y ponerme a mirar el canal porno. Y elegí la primera, lo siento, ¿de acuerdo? Allá tú si te gusta mirar esas cosas —dijo Sam, con la sonrisa de la ironía en el rostro.
—A ver, señoritas, ¿podemos ponernos serios? —interrumpió Blake, revolviendo unos papeles que había encima de la mesa.
—Si, será mejor —comento Ron, levantándole el dedo medio a Sam—. ¿Qué encontraste?
—Ayer estuve pensando que alguien como Papá Muerte, que posee cargos como lavado de dinero y falsificación de tarjetas corporativas, debía tener algún registro o expedientes donde se hubieran capturado o rastreado los billetes, por ejemplo, o las propias tarjetas, al menos una vez. Así que me puse a indagar en expedientes antiguos, desde unos dos años hacia atrás, hasta un máximo de cinco años —dijo Blake, mientras caminaba hacia un mapa de los Estados Unidos, colgado en una de las paredes de la oficina de Ron—. Encontré algunas coincidencias en tres expedientes de hace al menos cuatro años, donde hay ciertos patrones que se repiten. El primero de ellos, cuarenta mil dólares en Alabama, por juegos de azar. El segundo, ciento noventa mil en Georgia, por contrabando de divisas. El tercero, doscientos ochenta mil, por consolidación de una empresa ficticia en Indiana. Eso nos da un margen de búsqueda exactamente aquí —señaló con el índice un ovalo alrededor de los tres estados mencionados—. Si logramos rastrear quienes fueron los contactos de Papá Muerte en esas localidades, no tardaremos en dar con él. Podemos comenzar a buscar nexos conectores en cada uno de los sitios que mencioné, será una tarea bastante difícil y tediosa, pero al menos no tenemos que hacerlo en todos los estados del país, lo cual sería aún peor.
—Vaya, es un buen comienzo —dijo Ron—. El contacto informante puede estar en cualquier sitio, o en cualquier expediente. ¿Alguna idea?
—Bueno, si tiene cargos por vinculación con los grandes carteles de Centroamérica, quizá deberíamos empezar por allí. Nada mejor que el narcotráfico para lavar dinero aún más rápido de lo común, supongo —comentó Sam, encogiéndose de hombros.
—No seria estar lavándolo, precisamente. Pero no es una mala idea. Encárgate de conseguir los nombres de los tipos con los que ha traficado, o para quienes trabajan. Comenzaremos por allí, y luego cerraremos el perímetro de búsqueda a Indiana, Georgia y Alabama. Buen trabajo, chicos —asintió Ron.
*****
Peter estacionó su camioneta frente a las puertas del banco Chase, y amartilló su pistola. Entonces miró a sus hombres, uno a su lado en el asiento del acompañante y otros dos que iban detrás.
—¿Están preparados? —preguntó. —Será muy sencillo, a esta hora de la mañana no suele haber mucha gente en el banco.
—Sí, señor —dijo el hombre a su lado.
—Vamos con todo.
Peter y los demás bajaron del vehículo, y se dirigieron a las puertas magnéticas, con las pistolas escondidas. Había tres guardias apostados a la entrada, uno en cada control magnético, que vieron llegar al grupo con aire de sospecha y desconfianza. Uno de ellos, un cuarentón robusto con chaleco antibalas y una escopeta a los brazos, dio un paso adelante.
—Caballeros, les voy a pedir que se dispersen para pasar, por favor —dijo. Sin embargo, Peter sacó su pistola rápidamente.
—No, creo que no, viejo —dijo.
Le disparó directo a la cabeza, y en el momento en que la gente dentro del banco comenzaba a gritar despavorida, sus hombres también ejecutaron en un santiamén a los otros dos guardias. Tanto los pocos clientes del banco como los propios empleados administrativos, comenzaron a correr gritando y cubriéndose la cabeza con los brazos, en pleno pánico. Uno de los empleados del banco tocó la alarma silenciosa y presionó el botón de las puertas blindadas para cerrarlas, pero Peter y sus hombres corrieron deprisa hacia al hall principal, acabando de entrar antes de que se cerrase herméticamente.
—¡Quiero a todo el mundo en calma, y nadie más va a salir herido si hacen lo que les digo! —exclamó Peter. Luego miró a las personas dentro del banco que lo observaban con horror, civiles y empleados—. ¡Al suelo ahora mismo, y permanezcan con la cabeza baja!
Todos hicieron lo que decía, mientras lo miraban con miedo. La mayoría de las mujeres se abrazaban entre sí y lloraban, los hombres que había en el grupo de civiles levantaban las manos y lo observaban expectantes, con los ojos abiertos de par en par. Los hombres de Peter se acercaron a él nuevamente, apuntando a los civiles.
—¿Los metemos en la bodega, señor? —le preguntó uno de ellos.
—No, no hace falta. Ponlos allí, separados de los empleados.
—¡Vamos, ya oyeron, muévanse! —gritó uno de los hombres, azuzándolos a punta de escopeta. Los civiles se levantaron presurosos, mientras las mujeres lloraban y gritaban, y corrieron hacia la otra punta del hall, donde se les indicaba. Entonces Peter se acercó al grupo de empleados que estaba tras los mostradores, acuclillados en el suelo con las manos en alto.
—¿Alguien de aquí tiene acceso al deposito terminal de criptomonedas? —preguntó. —Si es así, quiero que levante la mano. ¡Ahora!
Una chica levantó la mano derecha, entonces, temblorosa. Era bonita, a juzgar por el propio Peter. Tenia el cabello rubio cenizo atado en una larga coleta, maquillada como siempre lo hacen todas las oficinistas del mundo, con delineador y pintalabios. Sus ojos celestes lo miraban enrojecidos por el llanto, con el pánico absoluto reflejados en ellos. Peter entonces la tomó de un brazo y la levantó bruscamente, apuntándola con su pistola en la cabeza. Todos los empleados gritaron, asustados, creyendo que la mataría allí mismo.
—¡Cállense! —gritó él, y luego miró a la chica, empujándola hacia adelante—. ¡Llévame al deposito, rápido! —luego miró a sus hombres. —Vigilen que nadie se pase de listo.
La chica lo guio rápidamente, a punta de pistola, hacia una de las bóvedas del sótano, donde se custodiaban los terminales electrónicos de la red mundial de bitcoins. Peter amenazó a los guardias de la puerta usando a la chica de rehén, para obligarlos a que se desarmaran, y luego que hubo tomado las pistolas de los guardias, empujó a la chica dentro de la bóveda, haciéndola caer de bruces encima de la mesa del teclado. Sin dejar de apuntarle, metió la mano dentro de su chaqueta y sacó un disco duro extraíble. Se lo entregó y le señaló el terminal con un movimiento de la propia pistola.
—Conéctalo, y comienza a transferir todo —ordenó. La chica conectó el dispositivo y comenzó a teclear nerviosamente, mientras Peter la apuntaba. La adrenalina le corría deliciosamente por las venas, y sonrió satisfecho—. A partir de ahora, Kahlil va a tener que empezar a hacer negocios conmigo —murmuró.
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