5
Ron apagó el motor del Camaro, y el silencio del entorno pareció aturdirle los oídos por un instante. Dio un resoplido y se apoyó con los codos en el volante, tomándose el rostro con las manos. Bueno, el momento de la verdad llegó, pensó para si mismo. Tendría que salir allí, y encarar a aquella gente de la mejor forma posible. Su hermano dependía de él, y su hermana también. No podía fallarle a Suzanne ahora que estaba tan cerca. Finalmente, tomó la palanca de la puerta y salió del coche, sin pensarlo más.
Caminó en línea recta hacia adelante, bajo el ulular de los búhos nocturnos que lo miraban desde los árboles. Sentía las piernas como si le pesaran doscientos kilos, y un hormigueo horrible por todo el cuerpo, víctima de los nervios. Cien metros después, pudo ver lo que a simple vista parecía un taller de motocicletas delante de un enorme desarmadero de coches, ambos en el mismo predio. Ron miró hacia todos lados, no había nada más alrededor, sin duda se tenían que haber metido allí, pensó. Miró hacia arriba de la cortina metálica gris, donde había un destartalado cartel con el nombre Steel Cat. Adentro había música, podía escucharla tenuemente. Ruido a conversaciones, voces de hombres, risas. Tomó aire, se acercó, y cerrando el puño dio cuatro golpes secos.
Desde adentro se escuchó una maldición, y los pasos de alguien que se acercaba. Sin embargo, no abrieron.
—¿Quién es? —luego de un momento, otra pregunta. —¿Qué quieres?
Ron advirtió entonces algo que no había visto antes, una pequeña rendija quizá cortada a máquina en la propia cortina de metal. Alguien lo estaba mirando desde allí por el otro lado. En otras circunstancias se acercaría, ojo con ojo, para conversar mejor. Pero prefirió mantenerse en su lugar.
—Vengo por mi hermano, Jeffrey.
—Aquí no hay nadie con ese nombre, lárgate.
—No, sé que está aquí —insistió Ron.
Desde el interior no le respondieron en absoluto. Sorprendido por el silencio, no se le ocurrió otra cosa que esperar, cuando escuchó una puerta abrirse a un costado del taller. Entonces, por la derecha, salió fuera el mastodonte del bar, y Ron pensó que no podía estar en peor situación. Aquel gigante lo miró un instante, y luego hizo un gesto de desaprobación.
—Tú eres el que estaba sentado a mi lado, en la Reina de Picas —advirtió—. ¿Nos has seguido, puto imbécil? ¿Quieres que te rompa la cabeza? ¿Eh?
—No, solo vengo por mi hermano, y me marcharé. Sé que está aquí —dijo Ron, caminando hacia atrás con las palmas de las manos frente a él, a medida que el otro avanzaba.
—Más te vale que te largues ahora y olvides este lugar, no te lo volveré a repetir —dijo, caminando más rápido hacia él.
—Por favor, he venido de muy lejos... no quiero líos.
—A mi me importa una mierda lo que tu quieras —respondió.
El enorme hombre dio una zancada con las piernas avanzando de golpe hacia Ron, y le asestó un puñetazo de lleno en la mejilla izquierda, que lo hizo caer a un lado rodando por la tierra. Ron se había peleado muchísimas veces en su adolescencia con otros muchachos, pero jamás había sentido un dolor como aquel. El impacto le había parecido como si le hubieran dado con una maza de construcción en todo el rostro, y sintió que se mareaba casi al instante. Parpadeó un par de veces, confundido, notando la boca llena de sangre.
Caminó hacia Ron y lo tomó de los brazos, levantándolo prácticamente en ascuas. Le dio un cabezazo directo a la nariz y Ron sintió de nuevo aquel atontamiento, seguido de un dolor que le hizo lagrimear los ojos. Sus fosas nasales comenzaron a sangrar copiosamente, y cuando se disponía a darle otro golpe, Ron lo pateó en la entrepierna, por instinto. El gigante se dobló sobre sus rodillas dando un quejido al mismo tiempo que insultaba, y lo soltó. Ron aprovechó aquello para correr hacia el taller, escupiendo un poco de sangre al suelo.
—¡Jeffrey! —comenzó a gritar. —¡Jeff, por favor, Jeff!
Solo atisbó a ver un poco hacia el interior, mientras se acercaba, en el momento en que la sombra de varios hombres más se aproximaba hacia la puerta. Entonces, sin poder entender como se había recuperado tan rápido de la patada, sintió la potente mano enorme de su agresor en la espalda, que lo empujó contra la puerta estampándolo allí. Un minuto después, percibió la fría boquilla de metal de un arma contra su nuca. Tres hombres más se acercaron a la puerta, desde adentro, y lo miraron sin comprender.
—¿Y tu quien demonios eres, imbécil? —le dijo uno de ellos.
—Solo un idiota con ganas de morir —respondió el hombre tras su espalda. Lo tomó de la chaqueta y lo empujó hacia el interior del taller sin quitarle el arma de la nuca—. Camina.
Ron entró, y al instante sintió el olor a combustible y aceite que provenía de un taller de considerable tamaño, anexo al pasillo principal de la puerta. Solo alcanzó a distinguir un tablero de herramientas y las ruedas de algunas motocicletas estacionadas dentro. Lo empujaron por el pasillo mientras escuchaba la puerta cerrarse tras de sí, y luego lo condujeron a una sala estilo living de gran tamaño. Ron pensó, asustado y desesperado, que aquel lugar no parecía tan grande visto desde afuera. El living estaba sumamente desordenado. Había cajas en los rincones, desconocía de qué. Una televisión en el centro, frente a una ronda de varios sillones donde al menos treinta hombres estaban sentados viendo un concierto de Black Sabbath. El suelo era un reguero de botellas de cerveza vacías, colillas de cigarrillos, envoltorios de pizza y hamburguesas, manchas de aceite, tornillos, y hasta incluso balas de 9MM. Entre los sillones y la televisión, había una mesa de madera de baja altura, repleta de revistas de motocicletas, un par de periódicos, cajas de pizza medio abiertas con trozos a medio terminar, bolas de papeles, una bolsa con al menos medio kilo de cocaína, y cinco ceniceros rebosantes de colillas a más no poder. Las paredes estaban casi en su totalidad, pobladas por almanaques de años atrás, con mujeres semidesnudas encima de capó de coches, y posters de bandas de rock.
Lo dejaron allí parado, bajo la mirada de todos, como si fuera un escolar en castigo. El hombre que le había dado la golpiza le soltó la chaqueta, y se puso frente a él sin dejar de apuntarlo. Otro casi del mismo tamaño que él, pero con veinte kilos menos y pelo entrecano, largo hasta casi el final de la espalda, se acercó y lo miró como si estuviera contemplando una pieza de museo.
—¿Y este?
—No lo sé, Jason. El maldito hijo de puta estaba en la Reina, supongo que nos habrá seguido —respondió el mastodonte.
Sin decir nada, Jason se acercó a Ron y comenzó a cachearlo, revisándole por todas partes del cuerpo. Le metió las manos en los bolsillos, sacándole la billetera y el teléfono celular. Le apagó el teléfono quitándole la batería, y Ron negó con la cabeza.
—Oye, no...
—Cállate, idiota —le interrumpió el otro, apoyándole el arma en la frente. Ron guardó silencio.
Jason entonces le abrió la billetera, sacó los pocos cientos de dólares que tenía y se los guardó en el bolsillo de su pantalón. Luego tomó el carnet de conducir y le dio una rápida mirada.
—Ron Dickens, ¿eh? —le dijo. —¿Qué haces aquí?
—Vengo a buscar a mi hermano, sé que está aquí.
—Yo opino que le metamos una bala, Jas —dijo el otro—. No podemos dejarlo ir, nos venderá a la policía en cuanto pueda.
—Tranquilo, Rod. No hay ningún apuro. El patio trasero es grande, y la incineradora también. No volverá a salir de aquí, pero primero hay que ver si no venía con nadie más —dijo Jason. Los bucles de su cabello canoso se sacudieron cuando se rio, junto con la trenza de su barba, y luego se acercó para darle un par de palmaditas en la mejilla sana de Ron—. Mala decisión venir aquí, chico. Te torturaremos hasta que nos digas con quien vienes, y por qué. Luego solamente nos libraremos de ti como quien quema basura. Y el mundo seguirá rodando.
En ese momento, Jeffrey asomó por el pasillo, con un pack de doce latas de cerveza.
—Oigan, deberíamos ir a comprar algunas más, ya casi... —miró la escena y su mandíbula decayó un centímetro al ver a su hermano allí, de pie, siendo apuntado con un arma y con el rostro sucio de sangre. —No me jodas...
Todos se giraron hacia él, y Jason habló.
—¿Conoces a este imbécil? —le dijo.
—Claro que sí, carajo, si es mi hermano —dejó las latas de cerveza en el suelo y se acercó—. ¿Qué haces aquí? Te dije que no vinieras, tonto.
El hombre enorme se hizo a un lado y bajó el arma, mirando al otro confundido, y se encogió de hombros. Ron entonces se abrazó de su hermano con fuerza, luego se separó de él un instante, y poseído por una súbita ira incrementada por la situación de extremo peligro, no se le ocurrió mejor cosa que darle un puñetazo a Jeffrey, haciéndolo caer sentado al suelo.
—¡Maldito idiota de mierda! —le gritó. —¿Acaso eres consciente de todo lo que he tenido que hacer para encontrarte? ¿Puedes imaginar como está Suzie en estos momentos? ¡Debería darte de patadas en el trasero hasta que me aburriese!
Jeffrey se puso de pie. Ron esperaba que le devolviese el golpe, pero no hizo nada, simplemente asintió con la cabeza.
—Lo sé, pero no es asunto suyo. Era tan simple como respetar mi decisión, Ronnie. Soy un adulto, te guste o no, y es mi vida. Punto final —dijo—. Estoy bien, ¿de acuerdo? Si es por eso a lo que vienes, ya puedes estar tranquilo.
Jason le apoyó una mano tatuada en el hombro a Jeffrey, y lo miró condescendiente.
—Escucha hermano, supongo que necesitan aclarar esto. ¿por qué no van a conversar en el taller?
—Está bien —respondió.
Jason entonces le devolvió la billetera y el teléfono celular a Ron. Luego lo miró con la misma frialdad asesina que mostró cuando habló de torturarlo.
—Si llamas a la policía, me importa una mierda que seas hermano de Jeff, estás muerto. Tú y él.
—Ya —dijo Ron—. ¿Y que hay de mi dinero?
Jason hizo un chasquido con la lengua, metió la mano en su bolsillo y le devolvió los billetes. Jeffrey entonces le tomó un brazo a su hermano.
—Ven conmigo —dijo.
Juntos caminaron hacia el garaje donde había al menos quince motocicletas Harley Davidson de diferentes modelos, con cromados y pinturas de calaveras, colmillos, flamas de fuego o incluso negro liso. Ron imaginaba que las demás estarían en otro sitio.
—¿Estás bien? —le preguntó Jeffrey, viéndole la mejilla que comenzaba a hincharse con rapidez. Ron escupió un poco más de sangre, se sonó la nariz para limpiar la sangre dentro, y asintió con la cabeza.
—Sí, eso creo —dijo—. Debemos irnos de aquí, Jeff. Olvida toda esta mierda hermano, en serio te digo.
—No volveré, Ronnie. ¿Cuántas veces más tengo que repetirlo?
—Puedes salir de toda esta vida, iremos a alquilar una casa, solos tú y yo, mientras le pago a alguien para que cuide a papá.
—Meh, no voy a seguir arruinando la vida de nadie. Lo siento, es una decisión tomada —respondió Jeffrey.
Ron dio un suspiro, miró hacia el suelo, su ropa salpicada con su propia sangre, y luego lo miró directamente a los ojos.
—¿Por qué tenías que irte? ¿Por qué justamente cuando Suzie ha venido? ¿Qué cambió en ti? —le preguntó.
Jeffrey se tomó un momento para sacar el paquete de cigarrillos de su bolsillo. Saco uno, lo encendió, y lo volvió a guardar mientras soltaba el humo. Luego habló.
—No ha cambiado nada, hermano. Solamente que estoy hasta las pelotas de nuestro padre, y su constante manía de hacerme saber que soy una mierda, un don nadie sin progreso ni plan de vida digno. No soy como él, no soy como tú, no soy como Suzie. Simplemente soy yo.
—Lo sé.
—¿Recuerdas por qué ha muerto mamá? —le preguntó.
—Sí, claro que lo recuerdo.
—¿Qué harías tú en mi lugar, si tienes alguien a tu lado que constantemente te culpa de su muerte? —le volvió a preguntar—. Comprendo que mamá y papá comenzaron a pelear por mi, ella por defenderme y él por querer obligarme a seguir con la misma carrera que él. Ella siempre había sido víctima de su prepotencia, al igual que muchas veces lo hemos sido nosotros. ¿O ya no recuerdas las veces que papá llegaba borracho luego de las horas de guardia extra, y si veía un solo juguete en el suelo nos golpeaba?
—Sí, lo recuerdo.
—¿Te olvidaste de las veces que ha engañado a mamá con otras mujeres? ¿La cantidad de cumpleaños que hemos pasado sin él en la casa?
—También lo recuerdo... —respondió Ron, apesadumbrado. Le dolía mucho el rostro, estaba cansado, y no se imaginaba tener que estar aguantando en esas circunstancias un sermón melancólico de su hermano menor. Lo peor era que tenía razón.
—Pues bien, si ahora que ya son adultos pueden jugar a que aquí no ha pasado nada, solo porque está viejo y enfermo, allá ustedes. Pero yo no puedo hacerlo, Ronnie. Te juro que no puedo hacerlo, aunque lo he intentado.
—Lo sé.
Jeffrey dio otra pitada a su cigarrillo antes de continuar.
—Cuando mamá discutió con él aquella noche, fue la gota que rebasó la copa. Él la abofeteó, porque solamente era un ama de casa que había dado a luz a tres hijos de los cuales uno era un bueno para nada, y no debía interferir en la crianza que él nos daría. Ella tomó sus cosas, subió a su coche y se fue de la casa en un estado tan alterado que ni siquiera vio el camión de trigo al entrar a la carretera —dijo—. Sé que lo recuerdas bien. Ahora te pregunto, ¿acaso era yo quien manejaba ese puto camión aquella noche?
—No, no eras tú.
—Cuando recibió el tiro en la rótula, en venganza por haberle hecho una trampa con dinero sucio a uno de sus compañeros, todo para poder ascender de cargo, ¿fui yo el que le disparó y lo dejó en esa silla de ruedas?
—No, tampoco has sido tú —respondió, soportando aquella remembranza lo mejor que podía.
—¿Entonces por qué tenía que soportarlo, Ronnie? ¿Ha valido la pena intentar meterme la carrera policial a la fuerza? Supongo que la respuesta es más que obvia.
—¿Adonde quieres llegar, Jeff? —le preguntó Ron. Estaba hastiado de la conversación, y de recordar aquellas fatalidades.
—Quiero llegar al punto de que ya no era parte de esa familia, desde el momento en que nuestro padre ya no pudo soportar más el peso de su propia conciencia, y decidió buscar un chivo expiatorio al cual cederle la carga. Y no estoy dispuesto a ser yo. Suzie y tú tienen la suerte que son sus preferidos, los intachables, los laboriosos. Y yo tengo la suerte de que aquí encontré una familia, en buenas o malas condiciones, pero me siento mucho mejor que viviendo con papá. Esa es la realidad.
—¿Cómo has conocido esta gente? —le preguntó Ron, acercándose para hablar por lo bajo.
—Hace casi un año. Comenzaba a probar el LSD cuando conocí al distribuidor que le vendía droga a ellos. Conversando con uno y con otro a medida que fueron pasando los meses, conocí a Jason, nuestro líder. Me habían llegado ciertas oídas —Jeffrey hizo una pausa, para hacer comillas con los dedos—, ya sabes, empiezas a conocer gente y das con ciertos contactos, que saben ciertas cosas, en fin. Me enteré que en el siguiente intercambio de mercancía una banda rival iba a asesinarlo, por una cuestión de territorios. Así que le hablé para advertirle, al principio no me creyó, pero dos semanas después me contactó para decirme que había tenido razón. Y allí fue cuando me ofreció entrar a la familia, como forma de agradecimiento.
—¿Qué pasó con el tipo que quería matarlo?
—Muerto, evidentemente —respondió Jeffrey.
—Parecen ser demasiado peligrosos, hasta para ti. No quiero verte en este lugar, Jeff. Soy tu hermano, y te quiero. Con Suzie te queremos, y queremos lo mejor para tu vida. Vuelve a casa —dijo Ron.
—Lo siento hermano —respondió, mientras negaba con la cabeza—, pero no me vas a hacer cambiar de opinión. Escucha, puedes quedarte aquí por esta noche, traeré un colchón para que puedas dormir, te daré una bolsa de hielo y si quieres una cerveza para que bebas. Hablaré con Jason por ti, y no habrá problemas. Pero mañana a primera hora debes volver a casa. No puedo darte más que esto.
Jeffrey le apoyó una mano en el hombro mientras daba una última pitada a su cigarrillo. Se alejó del taller rumbo a la sala principal, Ron lo vio hablar con Jason un momento, mucho más grande y temerario que su hermano. Se giró un instante para mirarlo de soslayo, desconfiado, y luego asintió con la cabeza, mientras hablaba por lo bajo y lo señalaba con el índice. Jeffrey asintió también, y se alejó hacia otro sitio por el pasillo. Cuando volvió al taller, traía a rastras un colchón no demasiado limpio, y una bolsa con hielo.
—Siento darte esta mierda, pero es lo que tenemos, Ronnie. Sigue siendo mejor que dormir en el suelo —le dijo.
—Puedo dormir en mi coche.
—Ni hablar, no podrás salir de aquí esta noche, lo siento. Estás bajo mi responsabilidad ahora, así que, si intentas escaparte o llamar a alguien, primero me meterán una bala en la cabeza a mi y luego irán por tu trasero. Tendrás que perdonarme, hermano.
Jeffrey le extendió la bolsa de hielo a Ron. Este la aceptó, apoyándola en la mejilla hinchada y parte de la nariz, haciendo una mueca de dolor. Empujó con el pie derecho el colchón, hasta recostarlo a un rincón, y se sentó allí, apoyando la espalda en la descascarada pared.
—Gracias Jeffrey, supongo... —dijo.
—Te advertí que no vinieras, Ronnie. Lamento que las cosas sean así —le apagó la luz y encendió otro cigarrillo. La llama del Zippo le iluminó la cara un instante—. Que descanses.
Cerró la puerta tras de sí y Ron se vio invadido por la completa oscuridad, hasta que sus ojos se acostumbraron a ella y comenzó a divisar las siluetas de las motocicletas frente a él. El olor a combustible y aceite de motor era intenso, pero soportable. Desde lejos, le llegaba en suaves oleadas el sonido del rock and roll, las conversaciones entremezcladas con la música, risas, y alboroto, hasta pasadas las dos y media de la mañana. Cuando al fin todos se fueron a dormir, y ya no se escuchaba absolutamente nada, el silencio pareció atemorizarlo. Estaba a la deriva, en un sitio que no conocía, rodeado de maleantes y su hermano, que también era uno de ellos. Lamentaba en parte haberle hecho caso a su hermana y a su propia conciencia, para ir en busca de Jeffrey. Quizá lo mejor hubiera sido respetar su decisión, y dejarlo vivir como quisiera. Pero ahora ya era muy tarde para lamentarse.
Media hora después, se recostó en el mugroso colchón en cuanto el hielo se derritió por completo dentro de la bolsa, pero no pudo pegar un ojo en toda la noche.
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