4
Llegó casi al anochecer, y en cuanto vio que por fin el autobús ingresaba en la terminal de Atlanta, dio un suspiro de cansancio. No había una sola parte de su cuerpo que no le doliera, luego de pasar tantas horas sentada en la misma posición. Su teléfono estaba casi en números rojos de batería, y lamentaba no haberse llevado consigo un libro, al menos para ir alternando entre uno y otro. Se levantó de su asiento en cuanto las personas comenzaron a descender en fila, estiró la espalda con un crujido en sus vertebras, y bostezó. Una vez en el andén, retiró su maleta del montacargas del autobús presentándole el ticket al ayudante del chofer, y entrando un segundo a la terminal, preguntó en atención al usuario donde podía encontrar un sitio para alquilar un coche. Para su fortuna, la chica de la recepción le dijo que allí mismo, al final de la terminal, había una empresa de renta de vehículos donde podía consultar. Annie agradeció, y se dirigió hacia allí. En el mostrador de la compañía de rentas había un hombre calvo, que jugaba al Mahjong en su computadora, según pudo ver Annie en el reflejo del cristal a su espalda.
—Buenas noches —saludó. El hombre entonces la miró, ajustándose las gafas.
—Buenas noches, señorita, dígame en qué puedo ayudarla.
—Me gustaría rentar un coche, a ser posible.
—¿Busca algo en particular? Tenemos deportivos, utilitarios, familiares...
—Algo sencillo, que sea económico de combustible. Supongo que tendré que conducir mucho de aquí para allá.
—Bien —el hombre tras el mostrador le ofreció una ficha—, llene este formulario y enseguida le haré el tramite correspondiente.
Annie agradeció, tomó un bolígrafo azul del soporte en el mostrador, y comenzó a llenar la información necesaria como, por ejemplo, el uso que le daría al vehículo, el tiempo estimado de días en renta, el número de registro de su certificado de conducción, si abonaba la renta al retirar el coche o al entregarlo, y sus datos personales. Recordó entonces que su padre siempre le insistía para que renovara el carné de conducir, aunque no tuviera coche propio. Su argumento era que nunca se sabía cuando podría necesitar de un coche, y era mejor estar preparada por si acaso. Al principio, Annie veía aquello como algo sumamente innecesario, pero ahora entendía la sabiduría de su padre. En cuanto terminó de completar la ficha, le devolvió el papel.
—¿Sería tan amable de permitirme su documento de identidad y su permiso de conducción?
—Claro, un momento —Annie rebuscó en uno de los bolsillos pequeños de la maleta, hasta encontrar los documentos que le pedía—. Sírvase.
Escaneó ambas cosas en una pequeña maquinita, las adjuntó en una ficha electrónica, y luego le devolvió los documentos, junto con unas llaves y un ticket comprobante de retiro.
—Aquí tiene, tenemos un Hyundai Accent para ofrecerle, con un rendimiento muy económico para viajar por ciudad. Su costo es de ciento cincuenta dólares en total, ya que eligió un plazo de tres días. Le recuerdo que, por políticas de la empresa, debe entregar el coche con el mismo nivel de combustible al que lo recogió.
—Lo entiendo, gracias —asintió ella.
—Saliendo de la terminal, tome la avenida principal y gire a la derecha, nuestro parking está allí. Entréguele el ticket al dependiente en la puerta y con gusto la guiará hasta su coche.
Annie se despidió, luego de que el empleado le haya deseado un buen viaje, y caminó a paso rápido con su maleta hacia la salida principal. Una vez en la calle, bajó por la misma a la derecha tal y como le había indicado, hasta encontrar el letrero de parking con el logo de la empresa de rentas. Al acercarse, el dependiente salió a su encuentro, y luego de cederle el ticket comprobante, él mismo la acompañó hasta un bello e impecable Hyundai gris plata, con las cubiertas enceradas y sin una mota de polvo en su carrocería. La ayudó a guardar el equipaje en el maletero del vehículo y luego le abrió la puerta del coche, como todo un caballero. Annie metió la llave en el contacto, le dio un giro y el motor encendió, con la docilidad típica de los vehículos nuevos.
Salió del estacionamiento con suavidad, mientras bajaba un poco la ventanilla del cristal polarizado a su lado. El coche estaba impregnado en su interior a un perfume cítrico suave, pero que, aunque no era desagradable, le hacía picar la nariz. Prefería respirar el aroma cálido y tormentoso de Atlanta, que parecía indicar una tormenta inminente. Sin embargo, no le preocupaba en lo más mínimo. Conduciría un poco por la ciudad, en busca de algún indicio de cualquier motero que viese, y ya luego buscaría un sitio donde alojarse por esa noche. No tenía ni idea donde buscar, pero con intentarlo no perdía nada y tal vez podía ganar mucho, así que aprovechando que se detuvo en un semáforo en rojo, estiró un brazo para revisar la guantera del coche. Como era de esperarse, allí no había nada más que una franela, un aromatizante de repuesto con forma a pino, y un mapa de la ciudad con todas las carreteras.
Sacó el mapa y lo desplegó por encima del volante mirándolo con rapidez, alternando miradas entre el semáforo y el papel. Se dio cuenta entonces que no podía prestar atención a las dos cosas, por lo que dejó el mapa a un lado encima del asiento del acompañante, y en cuanto el semáforo cambió a verde, aceleró gradualmente. Atlanta tenía muchas zonas que variaban desde barrios bajos hasta parajes semi rurales, con muy poca o nula población, por lo cual tendría muchos sitios donde marcar en el mapa para luego recorrerlos, y quería hacer aquello tranquila, enfocada y sin prisas.
Tenía un poco de hambre, así que decidió detenerse en algún sitio para poder cenar, pero aprovecharía la ocasión y comería en algún lugar ubicado a las afueras. No tanto por una cuestión económica, que además era mucho más barato que un restaurant, sino por el hecho de intentar averiguar cualquier cosa que fuese necesaria de los Rippers. Desde que Ron le había contado de ellos, no había olvidado el nombre ni por un día. ¿Cómo alguien podría olvidar una cosa así? Y sin duda, alguna gente debía saber algo, por mínimo que fuese.
Salió de la zona céntrica con el coche, rumbo a las afueras de Atlanta. A medida que iba recorriendo las calles que la llevarían a su zona de destino, notó que las aceras cada vez estaban más despobladas, y la cantidad de personas indigentes se hacía cada vez mayor. Era como si toda la ciudad estuviera acordonada por el pobrerío, algo que siempre pasaba en casi todos los lugares medianamente importantes del mundo. La clase alta apiñada en el medio, la gente humilde en la periferia, allá donde no los molestaran ni distorsionaran su mundo, lleno de ropa cara, buena comida y coches de lujo. Sin embargo, también tenía que ser cautelosa. Ella era una mujer sola, en un lugar que no conocía, con un coche de alquiler nuevo y que además tenía su equipaje en el maletero. No podría ir mucho más allá o sin duda la asaltarían a la mínima que se detuviera en un semáforo.
Cuando ya hubo recorrido unos cuantos minutos por las inmediaciones y calles aledañas, encontró un local abierto de comida al paso, una iluminada rotisería donde vendían tartas, café, croissants dulces y bocatas de jamón. Aún no era muy tarde pero tampoco era muy temprano de la noche, casi las nueve y media, según consultó en su reloj de pulsera. ¿Qué hacía una supuesta rotisería abierta a esas horas? Se preguntó, pensando de que tan solo fuera la pantalla comercial de algo más en trasfondo, obviamente algo más ilegal. Sin embargo, no le importó. No tenía sentido cuestionarse la legalidad de las cosas, cuando estaba buscando a un hombre que buscaba justicia por mano propia. Así que apagó el motor en cuanto estacionó, puso la alarma del coche al descender, y entró al comercio. Las pintas del hombre tras el mostrador le confirmaron lo que sospechaba acerca de que aquel negocio fuese una tapadera de algo más: de barba desprolija, con cara de pocos amigos, no tenía delantal de rotisero y a sus espaldas había una puerta de metal que decía "Mantenimiento – empleados solamente" que dudaba fuera de mantenimiento. Sin embargo, entró con una sonrisa.
—Buenas noches —dijo.
—Buenas noches, señorita —por el acento, parecía ser mexicano. Lo disimulaba bien por encima del ingles, pero lo era. Ya imaginaba la clase de comercios que debía tener—. ¿Qué puedo ofrecerle?
Annie hizo un rápido vistazo por el escaparate, donde se veía diferentes porciones de tartas: de atún, pollo, carne, verduras, jamón y queso, bocatas vegetarianas, y luego habló.
—Quisiera una tarta, por favor, de verduras. Y un jugo de naranja.
—Elija —le respondió, señalándole al refrigerador de bebidas.
Annie abrió la puerta del refrigerador y extrajo una botella de zumo, la cual dejó encima del mostrador. Vio entonces que, aunque el lugar parecía dudoso y desprolijo, aquel mexicano no lo era tanto, ya que tomó la porción de comida con una pinza, para evitar tocarla con las manos, y se la envolvió en nylon transparente de cocina luego de ponerla en una bandejita desechable. Sacó la cuenta en su caja registradora, y la miró.
—Son seis con cincuenta —dijo. Hablaba muy seco, como si estuviera enojado todo el tiempo, pero Annie comprendió que lo hacía por el neutro manejo del ingles que tenía. No lo juzgaba, para ella sería imposible hablar español o cualquier otro idioma que no fuera el suyo natal. Pagó con siete dólares, recibió el cambio, y se alejó entonces hacia el único taburete de madera que había en el local, frente a una angosta mesita ubicada junto a la entrada. Abrió su comida, le dio una mordida, y saboreó. No era mala, al contrario.
Demoró unos quince minutos en comer, y otros diez en beberse hasta la mitad su jugo de naranja, dando pequeños tragos mientras miraba por el cristal hacia la calle. Cuando se sintió satisfecha, se levantó de su asiento para tirar al cubo de la basura la bandejita vacía. Sintió la mirada de aquel hombre sobre su cuerpo, y en otras circunstancias solo lo ignoraría, daría las buenas noches y se iría de allí rápidamente. Sin embargo, tenía que aprovechar la ocasión.
—Por cierto, disculpe que le pregunte —dijo—, estoy buscando a un amigo, y no sé donde ubicarlo. Cuando charlamos me comentó algo acerca de un bar, que ahora mismo no recuerdo su nombre, pero tenía nombre a carta de póker. As de tréboles, cuatro de ases, una cosa así. ¿Puede decirme en qué zona queda?
—El único bar que se me ocurre con nombre de carta de póker, como usted dice, es la Reina de Picas.
—¡Es ese mismo, no lo recordaba! —era cierto, no recordaba cual de todas las cartas de la baraja era la que le correspondía al bar. Sabía del nombre del grupo de moteros, pero de eso, no. —¿Qué tan lejos estoy?
—Bastante, como a cuarenta kilómetros, puede que incluso un poco más. ¿Me permite que le de un consejo?
—Dígame.
—No vaya. Es una zona bastante jodida para cualquier hombre que no sea un maleante o un motero, imagínese para una mujer sola y bonita como usted. Llámelo por teléfono, o dígale para verse en otro lado. Hay mejores bares que ese para una primera cita romántica.
Annie tuvo que contener la risa ante el hecho de que aquel sujeto pensaba que venía desde tan lejos a una cita romántica. Sin embargo, mantuvo la compostura lo mejor posible.
—No se preocupe por mi, sé como defenderme —mintió. La verdad era que no, no sabía. Si alguien la atacaba para robarle el coche o hacerle algo peor, no tenía ni idea de qué podría hacer, pero no era momento de estar pensando en esas cosas ahora mismo—. Tengo un mapa de la ciudad en la guantera de mi coche, si se lo traigo, ¿podría ser tan amable de marcarme la ubicación?
—Como guste.
Annie asintió con la cabeza y salió rauda del local. Una vez en la calle, le quitó la alarma a su coche y abrió la puerta del acompañante, para tomar el mapa extendido desprolijamente encima del asiento. Entonces cerró, y volvió a entrar al local, dejándole el mapa encima del mostrador.
—Aquí tiene.
El hombre tomó entonces un marcador y buscó hasta encontrar, entonces se lo señaló con un circulo. Annie miró la ubicación, era realmente un punto muerto en el medio de la nada.
—Como le dije, es una zona bastante desolada. Pero si usted prefiere...
—Muchas gracias —dijo ella, y doblando el mapa, se lo colocó bajo el brazo—, ha sido de gran ayuda.
Volvió a salir del local notando el susurro del viento en el aire caliente. Todo parecía indicar que no solo el clima era un poco distinto en Atlanta, sino que además cambiaba con mucha rapidez, y en breve caería una tormenta. Rodeó el coche hasta la puerta del conductor, la abrió y se sentó tras el volante, revisando el mapa. Tendría que tomar los accesos a la autopista principal, recorrer casi veintidós kilómetros hasta el primer cruce de caminos, y luego torcer a la derecha por un camino rural otros veinte kilómetros más. Sería un camino que podría hacer ahora mismo si le pisaba al acelerador. Aún era temprano de la noche, si Ron estaba con su grupo de moteros, seguramente fueran hombres noctámbulos que gustaban de beber alcohol hasta altas horas de la madrugada, más aún si tenían un bar favorito para ello como era la Reina de Picas, entonces había una alta probabilidad de que lo encontrase. Estacionaría cerca de allí, con los ojos atentos, y vigilaría hasta verlo llegar.
Sin embargo, también podría hacer otra cosa mejor. Estaba cansada del viaje, también cansada de conducir dando vueltas de aquí para allá por la periferia de la ciudad, y no ganaría nada con vigilar al bar si corría el riesgo de dormirse en cualquier momento. Además, también tenía que comprobar que la dirección que le había pasado aquel hombre era la correcta. ¿Y si la enviaba a otro sitio para despistarla, y alguno de sus secuaces la atacaban? Se preguntó. Podría parecer una loca esquizofrénica, pero uno nunca sabía. Muchas mujeres que, por desgracia, terminaban muriendo a manos de la trata de blancas caían ingenuamente en cosas como estas. Y ella no sería un número más de estadística.
Encendió el motor del coche y emprendió la marcha hacia el sitio donde le había indicado. No llegaría hasta el bar, solamente acortaría camino y se detendría a los limites de la ciudad, en cuanto viera una posada o un hotel lo suficientemente cómodo como para quedarse allí la primer noche, darse una reparadora ducha y dormir al menos seis o siete horas. En cuanto accedió a la autopista principal, las primeras gotas de lluvia, grandes como monedas de veinticinco centavos, comenzaron a caer encima del parabrisas del Hyundai, descolgándose luego en una torrentosa lluvia. Annie encendió los limpiacristales y subió la ventanilla de su lado, reduciendo un poco la velocidad. Casi veinte minutos después, en cuanto comenzó a acercarse a los limites de la ciudad, vio el cartel luminoso de un hotel tres estrellas. Se desvió hacia allí, estacionó en la zona reservada para el establecimiento, y bajó rápidamente del coche llevando consigo el mapa de carreteras. Sacó el equipaje del maletero, cerró tras de sí y casi trotó hacia el porche techado de la entrada, evitando mojarse con la fría lluvia lo más posible. Una vez activada la alarma del vehículo, empujó la puerta de cristal y entró.
—Buenas noches, señorita —saludo la chica detrás del mostrador, frente a una computadora.
—Buenas, necesito una habitación simple.
—Tenemos desde treinta dólares en adelante, con baño privado.
—Perfecto —sonrió Annie—. Solo me quedaré por esta noche.
La chica le extendió un formulario para que completara con sus datos personales, y Annie sintió un breve dejavú en comparación con el hombre de la empresa de coches rentados. Aquella había sido una noche de muchos formularios, pensó, divertida. En cuanto lo terminó de completar y abonar por adelantado su estadía, le devolvió la hoja a la chica, la cual se giró hacia su espalda y sacó una llave de un tablero donde había muchas otras más colgadas por orden numérico.
—Aquí tiene, espero que disfrute. Si lo desea, el desayuno es a las ocho de la mañana —le dijo, deslizándole la llave por el mostrador—. La habitación está en el segundo piso, saliendo por el ascensor, la primera puerta a la izquierda. La encontrará enseguida.
—Muchísimas gracias —respondió Annie, asintiendo con la cabeza, y luego le señaló hacia la pequeña sala de estar del recibidor del hotel, donde había una serie de silloncitos con porta revistas y un escritorio con una computadora de oficina encendida, la cual había visto casi enseguida al entrar—. Disculpe, ¿esa computadora que está allí, es para el público? Porque necesito comprobar una dirección en internet.
—Claro, adelante.
Annie agradeció, y se dirigió hacia el escritorio. Apartó la silla, se sentó frente a la pantalla, y abriendo el navegador de internet, escribió en el buscador "Bar Reina de Picas – Atlanta". La mayoría de los resultados eran noticias de peleas, disturbios, algún que otro arrestado, los conflictos de siempre entre bandas de motociclistas, pero nada relevante. A decir verdad, dudaba mucho de que un sitio como aquel tuviera pagina web propia, pero entonces comenzó a buscar en la serie de noticias que le aparecían. Como toda crónica policial, debía tener algún indicio de la dirección donde habían ocurrido los supuestos hechos, y fue así como al tercer intento, pudo encontrarla. Al desplegar la parte del mapa donde el hombre de la rotisería le había marcado, efectivamente, vio que no le había mentido, las direcciones coincidían.
Entonces una sonrisa se dibujó en su rostro, satisfactoriamente. Cerró la búsqueda, recogió el mapa volviendo a doblarlo, y se levantó de su asiento para buscar la maleta con rueditas que había dejado cerca del mostrador. Subió por el ascensor hasta el segundo piso, y en cuanto salió del aparato giró a la izquierda, abriendo la primer puerta con la llave. El dormitorio era elegante, no demasiado ostentoso como cualquier otro hotel más refinado o ubicado en una mejor localidad, pero al menos cumplía su función: ser un lugar cómodo donde poder dormir y ducharte. Cerró la puerta tras de sí, y luego de dejar a un lado el equipaje, tomó ropa interior limpia con la cual poder cambiarse luego de una reconfortante ducha caliente. Cada vez estaba más cerca de Ron, aunque él no lo supiera, y eso la llenaba de ansias y alegría.
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