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Cuando por fin pudo llegar a la ciudad de Augusta, ya eran más de las cuatro de la tarde, y la cabeza le palpitaba en un espantosa jaqueca que le obligaba a conducir con los ojos entrecerrados. Aún era bastante temprano, así que bien podría buscar un lugar donde poder dormir el resto de la tarde, pensó. Podría conducir por los alrededores buscando algún dato más, pero no quería continuar forzando su agotada mente. Asé que, al detenerse en una gasolinera Shell para llenar el tanque, pidió recomendaciones sobre posadas en la zona. El despachante le indicó una casa a diez calles de allí, bastante modesta y de familia, que solía utilizarse como posada por una noche o dos, a menudo por algunos estudiantes que andaban de paso por la ciudad. Ron agradeció, compró un blíster de ibuprofeno en el pequeño mini mercado de la estación, pagó su combustible y volvió a subir al coche.

Se dirigió rumbo a la dirección indicada, con la mente en blanco por completo. Durante todo el viaje su cerebro le había dado mil millones de vueltas a todo aquel asunto, imaginándose desde la rutina de su hermano en el día a día junto a esta gente, hasta los motivos que decidieron su fuga de la casa. Tenía todo planeado desde mucho tiempo atrás, lo había leído en la nota, pero, ¿durante cuanto tiempo? Se cuestionaba. Le diría un par de cosas en cuanto lo viera de frente, si podía encontrarlo, se dijo.

Al llegar a la posada, se asombró por su sencillez. El empleado de la gasolinera no le había mentido, efectivamente era una casa de familia. Enorme, sí, casi al estilo de una finca. Las paredes estaban revestidas de ladrillos rojos, a la vista. El patio estaba bien cuidado, con un par de aspersores de agua pequeños, que giraban regando todo a su alrededor. Petunias, claveles, azahares, canteros enteros con fresias y algunos bien podados rosales eran la decoración del jardín, y en el medio del césped un cartel de madera labrada con el nombre del lugar "Jim Gray Hostel".

Estacionó, orillándose a un lado, apagó el coche y descendió del mismo. Caminó por el sendero de baldosa layota en medio del jardín, empujó la puerta de entrada e ingresó al vestíbulo, que perfectamente podía ser el living de una casa particular antaño habitada. Detrás del mostrador de recepción estaba una pareja de ancianos, que debían rondar como mínimo los ochenta años. Veían juntos una vieja comedia de Chaplin en una antigua casetera para cintas VHS, y de repente, Ron se sintió como si hubiera entrado en una capsula del tiempo. Al escuchar el sonido de la puerta, la anciana se levantó con dificultad del sillón que ambos compartían, y caminó hacia el mostrador con una sonrisa.

—Buenas tardes, joven. ¿En qué puedo ayudarlo? —le preguntó.

—Buenas tardes. Necesitaría una habitación por unas horas, lo suficiente como para recostarme un poco y echar una cabezada. He conducido prácticamente todo el día y estoy agotado.

—Ah, comprendo como se siente... —la mujer abrió un cuaderno de notas, se puso unos gruesos lentes de montura dorada, y tomando un bolígrafo, anotó la fecha y la hora. Luego volvió a levantar la cabeza para mirarlo directamente, a través de sus gruesas gafas de montura. —¿Cuál es su nombre?

—Ron Dickens.

La señora anotó entonces, con una perfecta caligrafía, el nombre completo. Luego le giró el cuaderno hacia él, y le indico con un artrítico dedo un sitio en la pagina.

—Firme aquí, por favor ­—Ron garabateó rápidamente, y luego dejó el bolígrafo encima de la mesa, mientras ella tomaba una llave con un número—. Venga, lo acompaño.

La anciana rodeó el mostrador, y con un gesto le indicó el pasillo a la izquierda de Ron. Entonces, como si el hecho de aclarar una cosa así para ella fuese lo más rutinario del mundo, le dijo:

—Si es tan amable, no camine muy rápido. Mi cadera se lo agradecerá muchísimo.

Ron, entonces, viendo aquella señora de no más de un metro sesenta caminar encorvada a su lado, sonrió y abrió un poco el brazo derecho.

—Tome mi brazo, yo caminaré a su ritmo, no se preocupe —ella lo miró entonces, y le guiñó un ojo, de forma picaresca.

—Imposible negarme a un ofrecimiento tan cortés, hace muchos años que no me ofrecía su brazo un muchacho tan galante.

Con una sonrisa cómplice, Ron caminó junto a ella todo el pasillo hasta llegar a una puerta de madera con el número 8 en bronce. La anciana metió la llave en la cerradura, giró el picaporte y abrió. Ron entonces pudo ver una cama simple, de una plaza, en medio de una habitación humilde y acogedora. Una pequeña mesita de luz a un lado con una lampara de 25 watts, una televisión Hitachi sobre un pequeño escritorio frente a la cama, y una ventana que daba a los patios traseros.

—Bueno, aquí estamos. Si necesita cualquier cosa, venga a recepción —dijo ella, entregándole la llave.

—Muchas gracias, es usted muy amable.

Se metió a la habitación luego de despedirse, giró una vuelta de llave y se quitó la chaqueta. Por último, la camiseta y las zapatillas deportivas, quedándose solo con los pantalones puestos. Metió la mano en los bolsillos, sacó el blíster de pastillas, empujó tres fuera del paquete y los engulló a la vez, masticando el medicamento con lentitud y haciendo una mueca por el sabor amargo del ibuprofeno. Se recostó encima de la cama mientras tragaba, y apoyando el brazo izquierdo sobre su frente, cerró los ojos, y en menos de lo que creía, se quedó profundamente dormido.  

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