22
Annie, mientras tanto, se hallaba limpiando los platos del desayuno en el fregadero de la cocina. En el equipo de música sonaba un concierto de Chopin, y tarareaba las notas del piano ladeando la cabeza de un lado al otro, de forma distraída. En cuanto terminó de lavar la taza de café y la cucharilla, las colocó en el secaplatos y cerró la puerta del electrodoméstico, pulsando el botón de encendido.
Tomó la pala de plástico y la escoba, volvió de nuevo al living para barrer alguna migaja de pan que haya quedado en el suelo, y de reojo dio una rápida mirada a la televisión encendida, con el audio enmudecido. Transmitían un boletín informativo de última hora, una casa incendiada en una zona residencial de Springcay, y la cámara de la reportera, ubicada tras el perímetro policial acordonado, enfocaba a los bomberos conteniendo las llamas para que no se disiparan hacia las casas vecinas. Annie continuó barriendo, alternando miradas entre la televisión y el suelo, hasta que de repente en la imagen apareció la silueta de Ron, sentado en el suelo en medio de la calle, con su arma a un lado y mirando absorto el incendio.
Asombrada, dejó la escoba a un lado y apagó el equipo de música, tomó el control remoto de la televisión y le activó el audio.
—... casa perteneciente al agente especial Ron Dickens, del FBI, quien no se ha levantado del suelo, no ha aceptado la asistencia medica, ni ha dado ninguna declaración —decía la chica en ese instante—. Según testimonios de los vecinos, las únicas personas que habían dentro de la casa al momento de la explosión era su hermana, y su padre, de quienes aún no se tiene noticia, pero se estima que no hayan sobrevivido al incendio. Como los televidentes pueden apreciar, los bomberos trabajan para controlar el fuego y aún se desconoce la causa de dicha detonación. Desde el siete cuatro seis de la calle Parrington, volvemos a estudios.
—Oh, por Dios... —murmuró, apagando la televisión. Fue a su habitación y se cambió de ropa, quitándose el pijama por un pantalón de paño, zapatillas deportivas y una camiseta de jersey. Se ató el cabello en una coleta, y tomó dinero de su cartera. Luego volvió de nuevo al living, llamó por teléfono a la compañía de taxis y pidió un coche para que la recogiese. Al terminar la comunicación, tomó las llaves de la casa, salió cerrando la puerta tras de sí, y en la acera, se dedicó a esperar.
Se había puesto tan nerviosa por Ron, que sin darse cuenta comenzaba a morderse la uña del dedo índice, costumbre que había perdido hacia muchos años. Su mente comenzó a pensar en lo poco que había escuchado por la televisión y una sola pregunta se formó en su mente: ¿Habría sido un accidente? ¿O todo había sido causado? Ella recordaba escuchar a Ron hablar sobre una investigación contra un delincuente muy importante, y del cual tenía la seguridad que iría por su familia. ¿Habría sido él? Se volvió a preguntar.
El taxi estacionó frente a ella unos minutos después, y ni bien terminó de frenar a su lado, subió al asiento del acompañante con prisa, y cerró tras ella. El chofer la miró, y tocó un botón en el medidor de fichas.
—¿Adonde, señorita? —le preguntó.
—A la calle Parrington, lo más rápido que pueda, por favor.
El taxista asintió con la cabeza y emprendiendo la marcha, dobló en U para tomar la misma avenida por la que había llegado. Con las manos sobre su regazo, retorciendo una contra la otra en síntoma desesperado y ansioso, Annie no dijo nada durante todo el camino, concentrada en mirar hacia adelante por el parabrisas, y deseosa por llegar cuanto antes al lugar del accidente. No tardó demasiado en llegar a las inmediaciones del lugar veinte minutos después, lo notó por un agente policial de pie en medio de la calle que le indicó al taxi que girara y volviera atrás, en cuanto se acercó lo suficiente. El taxista miró, inclinándose sobre el volante, viendo que una calle más adelante había todo un despliegue policial y una columna de humo.
—¿Qué sucede, agente? —preguntó, en cuanto el guardia se acercó a la ventanilla, a su lado.
—De la vuelta, el camino esta cerrado.
—¿Ron está bien? —preguntó Annie. El taxista y el oficial la miraron.
—¿Quién? —preguntó el agente.
—Ron Dickens, el del FBI.
—Ah, sí. Está allí frente a la casa, no se ha movido de su sitio desde que pasó todo.
—Déjeme aquí —dijo ella, rebuscando el dinero en su bolsillo. El taxista cortó el cronometro pulsando el mismo botón de antes.
—Son treinta dólares, señorita.
Annie le dio un billete de cincuenta y bajó del vehículo rápidamente. Entonces comenzó a caminar hacia donde el perímetro policial estaba montado, intentando trotar levemente para no forzar su pierna, pero si lo suficiente para llegar aún más rápido al lugar. Al llegar, comenzó a apartar peatones y transeúntes que miraban el trabajo de la policía y los bomberos, y se acercó al vallado, donde pudo ver a Ron, sentado cincuenta metros mas adelante, mirando hacia el lugar donde había estado una vez su casa, y al que los bomberos lanzaban agua a presión.
—¡Ronnie! —gritó, intentando pasar y haciendo movimientos con las manos para que la viese. Un policía la contuvo.
—Señorita, aléjese. No puede pasar —le dijo.
—¡Yo lo conozco, es mi amigo! —exclamó ella. —¡Por favor, déjeme pasar! ¡Déjeme hablar con él!
—Lo siento, de un paso atrás, no puede avanzar.
—¡Por favor, permítame verlo! ¡Tendrá que arrestarme si no me deja hablar con él!
El policía la miró, y haciendo un gesto de inconformidad, decidió ser flexible. Se apartó a un lado, dejando un espacio libre entre el vallado, y le hizo un gesto con la cabeza.
—De acuerdo, pase de una vez —dijo.
Annie agradeció rápidamente e ingresó al perímetro. Caminó tan rápido como pudo hasta él, y lo miró. Tenía el rostro un poco sucio por el humo y las cenizas que volaban en todas direcciones, los ojos enrojecidos de tanto llorar, y solo miraba al frente.
—¡Ron! —exclamó, pero él no se giró a mirarla. Annie se arrodilló frente a él, y le tomó de las manos, esperando alguna reacción de su parte, pero no hubo nada. Entonces le enmarcó el rostro con las manos, sujetándolo de las mejillas, y lo miró fijamente. —¡Ronnie, mírame! Mírame a mi —él pareció centrar su atención en ella—. ¿Qué ha pasado aquí?
Al ver a Annie volvió a soltar el llanto, tan hondo y tan lastimoso como si fuera un niño al que acabaran de azotarle una paliza. Se ahogó al hablar, queriendo llorar y gesticular palabras al mismo tiempo, y ella lo abrazó contra su pecho, acariciándole el cabello. Ron entonces se aferró a ella tan fuerte que por un momento creyó que la dejaría sin aire o le rompería alguna costilla.
—Él lo hizo, mató a mi padre y a mi hermana... —balbuceó. —Todo lo que he intentado, todo fue inútil...
—Tranquilo, Ronnie, ya no puedes hacer nada más. Lo siento mucho... —le consoló, sintiendo que verlo en aquel estado le partía el alma en cien millones de trozos. —Vámonos a casa, debes descansar.
—No... tengo que buscarlo...
Ella lo separó de sí un instante, y con los pulgares le limpió las lágrimas, dejándole un surco blanco en las mejillas tiznadas. Entonces lo miró a los ojos.
—Has estado como un loco yendo de aquí para allá, buscando datos y persiguiendo terroristas, apenas duermes, no puedes seguir así, necesitas descansar —le dijo—. Tú me cuidaste, ahora déjame que yo te cuide a ti, vámonos a casa. ¿Puedes hacerlo por mi?
Ron asintió con la cabeza levemente.
—Está bien...
—Eso está mejor, vamos —Annie lo ayudó a ponerse de pie, y recogió su pistola del suelo. Nunca antes había tenido un arma en las manos, y sentir el frío del metal le hizo erizar la piel, así que rápidamente la metió en el bolsillo de la chaqueta que llevaba Ron. Cuando comenzaban a caminar hacia el vallado, él señaló su Camaro con la puerta del conductor abierta y el motor aún encendido.
—Las llaves... —murmuró, se sentía débil al extremo por tantas emociones y tanto estrés.
—Sí, enseguida —Annie se acercó al coche, lo apagó y le sacó las llaves, cerrando la puerta al salir. Volvió a su lado y lo tomó del brazo, sonriéndole—. Vamos a descansar.
—Annie.
—¿Sí?
—Gracias... —le dijo, envolviéndola en un abrazo. Ella se aferró de su ancha espalda, apoyando la barbilla en su hombro, y dio un suspiro.
—No tienes nada que agradecerme.
*****
Llegaron a la casa de Annie minutos después, ya que ella le solicitó a uno de los oficiales si podían llevarlos en una patrulla. Era increíble lo debilitado que Ron parecía estar, con las emociones por el suelo, sin ánimos ni siquiera de hablar o de caminar tan enérgicamente como siempre lo había hecho. Sin embargo, ella no tenía pensado dejarlo solo ni siquiera un minuto, y hasta cuando descendieron de la patrulla lo sujetó del brazo, caminando a su lado como si fuera un anciano encerrado en un cuerpo joven. Entraron al living, y Annie vio que él se quedó de pie en medio de la sala, sin decir nada, como si estuviera desprendido por completo de la realidad. Ella entonces lo tomó de una mano, luego de cerrar la puerta tras de sí, y lo condujo hasta el baño.
—Supongo que no querrás darte una ducha, porque no tienes más ropa que esta. Pero al menos lávate la cara y refréscate —le dijo.
—Está bien.
—¿Necesitas que te ayude?
—No, gracias, ya lo haré yo —respondió él, mirándose el rostro sucio de humo frente al espejo.
—De acuerdo, Ronnie, yo iré a prepararte la cama para que duermas un poco, necesitas descansar.
Annie salió del baño dejando la puerta entornada, para escucharlo por si él la llamaba desde adentro. Se dirigió escaleras arriba hasta su habitación y cerró las cortinas por completo, para dar un poco de penumbra al dormitorio. Estiró las sabanas lo más que pudo, lamentándose de no haber cambiado las sábanas de haber sabido que algo tan terrible pasaría. Sin embargo, eso no le preocupaba tanto como el hecho del estado que Ron presentaba, y sinceramente había una parte de sí misma que estaba muy preocupada por su salud mental. Sabía que Ron estaba bajo una increíble presión desde el atraco al banco, y haría todo lo posible para que se tomara un respiro muy necesario.
Acababa de poner una colcha nueva encima de la cama, en el momento en que Ron asomó por la puerta abierta de la habitación. Tenía la cara limpia y el cabello peinado, estaba sin camiseta y solo con los pantalones puestos. Ella entonces caminó hacia él, y lo tomó de las manos conduciéndolo hasta la cama.
—Ahora ya estás mejor. Ven, necesitas dormir —le dijo.
—Pero, es tu cama...
—Olvídalo, lo único que necesitas ahora mismo es un mullido y tibio lugar donde poder descansar todas las horas de sueño que has perdido.
Ron se quitó las zapatillas deportivas, el teléfono en el bolsillo del pantalón y los calcetines, mientras ella le apartó las sábanas un poco. En cuanto se recostó en la cama, lo cubrió con las mantas hasta el cuello, y se sentó a su lado. Le acarició el cabello mientras él se aferró a la almohada de pluma, cerrando los ojos.
—Gracias... —murmuró.
—Duerme, Ronnie. Yo estaré aquí —respondió ella, acariciándole una mejilla.
Ron no tenía pensado dormirse demasiado rápido, pero acunado por la tibieza de la cama y el olor personal de Annie impregnado en las sábanas, a champú y perfume femenino, comenzó a dejarse vencer por el sueño confortante hasta que se durmió por completo en menos de cinco minutos. Antes de levantarse, Annie comprobó que estaba bien arropado en las mantas, y cerró la puerta tras de sí al marcharse de la habitación.
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