21

Aquella mañana, Suzanne se vistió con su pantalón deportivo gris de siempre, una camiseta negra, y se ató el cabello en un moño por detrás de la nuca. Estaba aburrida de tantos días libres que se había tomado, pero, aunque pasaba las horas limpiando y ordenando, quedaban aún algunas cajas por acomodar. La casa no era muy grande, y algunas cosas tuvo que llevarlas al ático, pero para la gran mayoría de objetos había encontrado un lugar apropiado, al fin y al cabo.

Descorrió las cortinas de su habitación, permitiendo que el sol brillante y tibio ingresara en el dormitorio, iluminando todo el ambiente. Marchó rumbo al baño para lavarse la cara, y luego a la cocina, para encender la cafetera y buscar los ingredientes para preparar el desayuno: un par de huevos, algo de tocino y rebanadas de pan blanco. Una vez que tuvo todo ya preparado sobre la mesada, se dirigió entonces a la habitación de su padre, donde aún dormía. Entró en el dormitorio a oscuras, donde la silueta de la silla de ruedas se recortaba a un lado de la cama frente a la mesa de la veladora. Se acercó a él, que dormía de costado, y le apoyó una mano encima de las cobijas, sacudiéndolo levemente.

—Papá, es hora de levantarse, vamos... —murmuró.

Al no tener respuesta, lo intentó sacudiéndolo un poco más fuerte, pero tampoco despertó. Sonriendo, negó con la cabeza. Sabía que James siempre había sido un hombre de sueño muy pesado, y a medida que los años pasaban por su vida, cada vez le costaba más pereza despertar. Rodeando la cama, se dirigió entonces a las cortinas y las descorrió un poco, para darle un poco de luz al cuarto y ayudar a que se despertara de una vez. Sin embargo, al girarse de cara a la cama, sintió que su cuerpo se paralizaba por completo.

Su padre tenía la expresión de estar dormido profundamente, en medio de una almohada llena de sangre debido a un disparo en la cabeza. Estaba pálido, y como si tuviera una certeza mortal, supo que ni siquiera se había enterado de lo que le había pasado. Suzanne quiso gritar, pero, aunque abrió la boca en una expresión horrorizada, no salió sonido alguno de su garganta, y los ojos se le desbordaron en lágrimas mientras las manos le temblaban casi convulsivamente. Entonces supo lo que estaba pasando, Ron siempre había tenido razón.

Corrió desbocada hacia la sala de estar, metió la mano en uno de los floreros vacíos de cerámica que utilizaban como centro de mesa, y sacó la Beretta, pero en el instante que se giraba al mismo tiempo que le sacaba el seguro a la pistola, escuchó pasos tras de sí, muy cerca a ella, y un puñetazo la arrojó repentinamente al suelo. Sintió regusto a sangre en la boca, y se desplomó sobre la alfombra dando un alarido de dolor. Casi sin poder evitarlo, la pistola se resbaló de sus manos, e intentó incorporarse lo más rápido que pudo, pero debido al contundente golpe sentía las extremidades como si estuvieran hechas de goma. Entonces miró hacia arriba, y allí, a su lado, vio dos hombres de pie que la observaban. Uno de ellos tenía un sombrero mexicano y la apuntaba con una pistola con silenciador, y Suzanne comprendió que había sido él quien le había golpeado con la mano libre. El otro hombre, de quizá un poco más edad debido a la barba encanecida que sombreaba su rostro, estaba vestido de traje gris y corbata negra. La contemplaba con curiosidad y diversión.

—¡Hola, querida! —saludó el hombre más veterano —Tú no sabes quienes somos, pero nosotros sí sabemos quien eres tú. Y por sobre todo quien es tu hermano. Por eso estamos aquí.

Sobre la alfombra, Suzanne lloró, mientras babeaba sangre.

—Mataron a mi padre... —gimió.

—Sí, bueno... lo sentimos mucho, realmente no queríamos hacerlo y sabíamos que no iría corriendo a ningún lado a llamar a la policía, pero bueno —se encogió de hombros—, no podíamos dejarlo. Me presento, soy Bill Hanson, mi amigo es Carlos Ortíz, pero puedes llamarlo Papá Muerte. ¿Te ha dado muy duro?

Suzanne sintió un montón de cosas en fracciones de segundo. Le dolía la mandíbula de una forma insoportable, y la sentía casi tan hinchada como si tuviera una patata dentro de la boca. También le había empezado a doler la cabeza debido al repentino estrés, o al golpe, ya ni siquiera lo sabía, y los ojos se le nublaban debido a las lágrimas. En un intento de valentía, intentó coger el arma tirada lo más rápido que pudo, pero Papá Muerte se adelantó, y le pisó la mano con sus botas. Ella gritó, e intentó retirar el brazo, pero toda su mano derecha estaba aprisionada por completo bajo el pie de aquel hombre.

—Ah, ¿por qué siempre se empeñan en complicarlo todo? ¿Es tan difícil para el ser humano aceptar cuando las cosas se terminan? Al final, siempre morimos —reflexionó Hanson, negando con la cabeza como si estuviera decepcionado—, y por cada ser humano que muere nacen dos bebés. Sin embargo, continuamos aferrándonos a la vida como tontos. Levántala —le indicó a Papá Muerte.

Sin dejar de apuntarla levantó a Suzanne de un tirón, empujándola hacia adelante mientras le torcía el brazo para que no se resistiera. Ella lloró del dolor y trastabilló al caminar.

—¿Qué quieren? —les preguntó, casi gritando. —¿Por qué están aquí?

—Pues venimos a dejarle un mensaje al bueno de tu hermano. Es el mejor policía del condado, ¿verdad? —preguntó Hanson, y luego asintió con la cabeza. —Claro que lo es, al menos eso es lo que sabemos. Y como es tan buen policía, queríamos felicitarlo en persona, pero resulta que no está en casa porque debe estar trabajando sin descanso, persiguiendo a muchos tipos malos. Así que, por ende, mi buena chica, tú misma le dirás y serás el mensaje en cuestión.

Al comprender claramente que moriría, Suzanne comenzó a llorar con más desconsuelo, y presa del pánico más absoluto sintió que no controlaba su vejiga, orinándose allí de pie en el medio de la sala, donde tantas veces había jugado con sus hermanos cuando eran pequeños, cuando su madre servía chocolatada y tartas dulces para la hora de la merienda, donde jugaban a los naipes durante los días de lluvia.

—Por favor... no me hagan daño... —dijo, ahogada por el llanto. —Yo no he hecho nada...

—Bueno, tú no hiciste nada, pero tampoco hizo nada el niño que nació en medio de una guerra, y sin embargo las cosas pasan como deben pasar. Pero aún puedes hacer algo por nosotros que quizá te salve la vida, ¿de acuerdo? —Hanson se acercó a ella y le levantó el rostro, sujetándole la barbilla. —¿Qué te parece?

—Está bien... —murmuró ella.

—¿Dónde está tu teléfono?

—En mi habitación...

Hanson se ausentó un momento, y luego volvió a la sala con el teléfono celular de Suzanne en la mano. Se lo mostró, y comenzó a buscar en su agenda el número con el nombre de Ron.

—Muy bien, ahora quiero que llames a tu hermano. Quiero que realmente te despidas de él, que suenes lo más conmovedora posible, y quizá logres enternecernos para que te perdonemos la vida —le dijo, y luego sonrió jovialmente, al encontrar su contacto—. ¡Mira, aquí está! ¿Lo harás, querida?

—Sí... —gimió ella.

—Entonces hagámoslo —dijo Hanson, marcando la llamada y poniendo el altavoz.


*****


Ron llegó al edificio del FBI en Columbia un poco más tarde de lo normal, casi media hora después de haber comenzado su turno. El tráfico desde Virginia había sido bastante espeso a primeras horas de la mañana, ya que todo el mundo marchaba rumbo a sus trabajos y las carreteras estaban atestadas. Perkins no lo regañó, quizá solamente porque no lo vio entrar, pero los que sí lo vieron fueron sus compañeros, Blake y Sam. Ambos charlaban con otro agente, el cual asentía con la cabeza a las indicaciones de ellos, mostrándoles una serie de papeles que parecían a golpe de ojo, ser un expediente. Sam se percató de que Ron había llegado, y codeó a su compañero, antes de caminar hacia él.

—¡Menos mal que viniste! —le dijo, al acercarse a él. Blake se unió a ellos un momento después. —¿Pudiste encontrar algo allá?

—Un teléfono celular. Supongo que lo estarán analizando ahora mismo, por lo demás, Kahlil y sus hombres están muertos. Hubo una balacera dentro de la casa, no quedó ni uno.

—Nosotros también encontramos algo —Sam le extendió los papeles, efectivamente era un documento tipo expediente. Ron lo tomó, y lo revisó, leyéndolo por encima.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Al parecer es la ubicación de Papá Muerte. Hay mucha gente que ha visto actividad inusual en los accesos a Baltimore, hombres que entran y salen, vehículos sospechosos. Han recopilado una serie de informes en estos expedientes y al parecer ya tenemos un acceso claro a Hanson —dijo—. Hay una pista sobre una entrega de estupefacientes en una locación industrial, y parece que Ortíz va a estar ahí.

—¿Quién les dio estos expedientes?

—No lo sabemos, ya estaba en nuestras oficinas cuando llegamos esta mañana —comentó Blake—. Debieron dejarlo anoche, supongo. Estamos organizando un grupo de asalto para ir allá, ¿vienes con nosotros?

—No me lo perdería por nada del mundo, claro que sí, hombre.

El teléfono en el bolsillo de Ron sonó, y animado por tener al fin un avance muy importante en su investigación, atendió.

—Hola.

—Ronnie... —era su hermana, por la voz estaba llorando.

—¿Suzie? ¿Qué pasa? —preguntó. Su rostro se ensombreció de repente, Blake lo miró y le chasqueó los dedos a Sam para que prestara atención. No le gustaba nada la cara que había puesto su colega.

—Está aquí... me va a matar —dijo—. Papá está muerto...

Ron sintió que de repente perdía noción del mundo a su alrededor. Todos los sonidos se bloquearon en su cerebro a excepción de la voz de su hermana, y se puso pálido en un instante.

—¿Hanson está ahí? ¡Voy para allá, por favor, dile que voy para allá! —giró sobre sus talones y corrió con el teléfono hasta la puerta del edificio, empujando a cuanto agente se le cruzaba por delante, bajo la atónita mirada de todos. Blake y Sam corrieron detrás de él.

—Ronnie, siento mucho todos los años que estuve peleada contigo... de verdad, necesito que me perdones —lloró ella, del otro lado. Ron había comenzado a llorar también, sin poder evitarlo.

—No te preocupes por eso, Suzie —abrió la puerta de su coche nada más llegar a él y se sentó bruscamente del lado del conductor—. ¡Hanson, si me estás escuchando, tu problema es conmigo, ella no tiene nada que ver en esto! ¡En diez minutos estaré allí, y puedes matarme si quieres, pero déjala en paz! ¿Me oyes? ¡Déjala en paz! —gritó.

—Te amo, hermano...

—Y yo a... —pero antes de poder completar la frase, la comunicación se cortó del otro lado.

Ron arrojó el teléfono a un costado y encendió el motor. Blake y Sam lo miraban por la ventanilla baja con aire de consternación.

—Vamos contigo.

—¡No, vayan tras Ortíz! Si no logro capturar a Hanson, él será la clave para perseguirlo —dijo.

Aceleró el Camaro haciendo chirriar los neumáticos, el vehículo coleteó un poco y Ron sintió como era empujado contra su asiento hasta alcanzar la marcha adecuada. Sentía los ojos nublados por las lágrimas y se frotó con el dorso de la mano, evadiendo coches y haciendo maniobras un tanto riesgosas, bajo los bocinazos de conductores furiosos por su accionar. Aquellos diez minutos fueron los más largos de su vida, quizá mucho más largos que las tres horas que vio el cuerpo de su hermano arder dentro del horno en los Rippers. Había perdido a su padre, y si no llegaba a tiempo, perdería a su hermana también, una inocente más a la lista de personas muertas por su culpa. Y si una atrocidad así le pasaba, no creía poder recuperarse jamás, ni en cien años.

Condujo durante más de ciento cuarenta todo el camino, se saltó semáforos en rojo y estuvo a punto de chocar tres veces, pero por fin pudo llegar a su casa. El barrio estaba tranquilo, Springcay siempre era una localidad bastante tranquila por lo general, y sin embargo él aún no lo sabía, pero pronto la paz que rodeaba su entorno se rompería en mil pedazos. Clavó los frenos en cuanto llegó a las inmediaciones de su casa, el coche derrapó y los neumáticos chirriaron otra vez dejando una leve estela de humo y olor a caucho quemado. Sin apagar el motor, descendió del vehículo y sacó su pistola, amartillándola para quitarle el seguro.

—¡Suzie! —gritó, mientras corría hacia el porche de la casa. La puerta estaba abierta de par en par, y el silencio le parecía algo desquiciante. —¡Suzanne! ¡Háblame por favor!

Entró a la casa apuntando hacia adelante. Había sangre en la alfombra del living, y la Beretta estaba tirada en el suelo, pero ni rastro de su hermana. ¿Se la habría llevado? Se preguntó. Podía haberla secuestrado, era una posibilidad que hasta incluso deseó que así fuera, con tal de que aún siguiera viva. Sin embargo, continuó revisando la casa sin dejar de apuntar a cada rincón. Revisó la cocina, luego el baño, luego su habitación, y la de su padre. Allí lo vio, acostado sobre la cama llena de sangre con un tiro en la nuca. La cortina a medio abrir le daba el resplandor de luz solar directo en la cara del difunto, blanca como un papel. Las lágrimas se le escurrieron por las mejillas, y vio como la boquilla del arma le temblaba ligeramente, temiendo lo peor.

Al llegar al cuarto de su hermana, la vio. Estaba sobre la cama, cubierta con su propia sábana y bajo ella se adivinaba que estaba desnuda, con un disparo en la frente. No creía posible que la hubieran violado, teniendo en cuenta el poco tiempo que había tardado en viajar desde que lo había llamado, pero sin duda, desnudaron el cadáver como una ofensa hacia él. Tenía un pie por fuera de la sabana, el brazo lánguido le colgaba a un lado y el cabello castaño se le apelmazaba pegado a la sangre. Los ojos abiertos miraban el techo sin ningún aliento de vida, y Ron caminó hacia ella bajando el arma, como si de repente hubiera entrado en una dimensión de horror donde no tenía conciencia de sí mismo, ni de los pasos que daba al avanzar. Llorando, con el rostro desencajado por la amargura, le acarició la mejilla con una mano temblorosa, y le cerró los ojos.

—Lo siento... —gimió. —Lo siento tanto... no es justo...

Entre los espasmos de su llanto, Ron creyó oír un leve pitido, y casi sin atreverse a hacerlo por una cuestión de respeto, apartó con lentitud las sábanas del cuerpo de su hermana. Entre sus piernas y sobre el colchón, había dos cargas de explosivo con un temporizador, conectado por cables a más cargas que no podía ver, ya que el cuerpo de su hermana las cubría. El led en números negros marcaba siete segundos, luego bajó a seis. Ron giró sobre sus talones y corrió tan rápido como sus piernas le permitieron, atravesó el pasillo, la sala del living y salió por la puerta rápidamente, pero en el momento en que ponía un pie en el patio, las cargas detonaron. Sintió como era empujado hacia adelante por un aire caliente y cargado de olor a dinamita, el estruendo lo ensordeció y salió despedido hasta la calle, rodando contra el pavimento hasta casi la acera de enfrente, y soltando su arma. Cientos de cristales, madera y cimientos destrozados volaron en todas direcciones cayendo sobre su coche, sobre las casas aledañas y a su alrededor en treinta metros a la redonda. Casi todos los vecinos de la calle salieron a sus portales, asustados por la estampida, y viendo como una columna de humo y fuego devoraba toda la propiedad, incluyendo hasta los árboles y rosales de algunos patios linderos.

Ron se sentó en la calle, allí mismo donde había caído, y con los brazos a un lado del cuerpo elevó la mirada, reflejando con sus ojos verdes las llamas que consumían todo lo que una vez había amado, los recuerdos de su infancia, el cuerpo de su hermana y el de su padre, para que ni siquiera pudiera darles cristiana sepultura. Entonces gritó, comenzó a dar un alarido rabioso y angustiado, uno tras otro, durante cinco minutos, luego diez, luego quince, hasta que sintió que comenzaba a quedarse sin voz, y el sonido de las sirenas de los bomberos y la policía se sobreponía a sus gritos. Algunos vecinos se acercaron a él, le hablaron, se pararon a su lado, lo consolaban y le hacían preguntas que él no escuchaba. Solo miraba las llamas, sentía el calor del fuego en su rostro sucio y raspado de haber rodado por el pavimento, y no pensaba en nada. No podía responder, no podía hablar, no podía pensar ni actuar. Tan solo podía quedarse allí, viendo la escena sin poder controlar el llanto y el temblor de su cuerpo, sintiendo que su cordura pendía de un hilo.

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