2

Annie escuchó la puerta abrirse, por segunda vez en el día. La primera fue cuando le sirvieron el desayuno, pero por lo general, hasta la hora del almuerzo nadie volvía a molestarla. El dormitorio donde estaba encerrada desde que la habían tomado cautiva no tenía ventanas, tampoco tenía televisión, o tan siquiera una miserable radio a pilas con la cual entretenerse. Tan solo la cama, pequeña, de una plaza, y un baño en un rincón equipado únicamente con un inodoro y una ducha higiénica para lavarse. Parecía como si no fuera la primera vez que secuestraba a alguien, lo podía adivinar por la ubicación del cuarto, el cual parecía específicamente diseñado para ello. También podía saberlo por la cama, la cual estaba fija al suelo y tenía las patas corroídas como si hubieran esposado a alguien allí. Por suerte, aquel no era su caso.

En cuanto se abrió la puerta, pudo ver a Hanson de pie en el umbral, siempre enfrascado en su traje gris con saco de vestir y camisa, como si fuera la copia de bajo presupuesto de Don Corleone, sin embargo, igual o más temible que él. Cerró la puerta tras de sí en cuanto ingresó a la habitación, la cual olía a encierro y baño usado, y colocando las manos a la espalda la miró con gravedad, como si se estuviera deleitando con su figura. La noche anterior le había obligado a usar el vestido rojo que había encargado específicamente para ella, la había obligado a cambiarse de ropa frente a él y también se había masturbado, pero para su suerte, no le había tocado ni un pelo, ni él ni sus hombres. Solo se conformaba con ver en ropa interior a la "enamorada del poli", tal y como le había dicho después.

—¿El desayuno estaba bien? —le preguntó. Annie se subió a la cama, arrinconándose cerca de la cabecera y metiendo los pies descalzos entre las sabanas revueltas, mientras se abrazaba a sus rodillas con recelo y temor. Las ojeras que tenía bajo los ojos delataban la cantidad de horas que había estado llorando en silencio, durante la noche.

—¿Qué quiere? —le preguntó.

—Para empezar, saber por qué te pones así. Estás siempre a la defensiva, Annie. Como si te hubiera azotado o alguno de mis hombres violado. Sabes que yo no te faltaría jamás el respeto de semejante manera.

—Se tocó mientras me obligaba a ponerme un puto vestido, no me diga lo que es capaz de hacer y lo que no —respondió, con desprecio. Hanson se rio.

—Bueno, pero no hice nada indebido contigo, y tú bien sabes que no todas las prisioneras del mundo gozan de tan buena suerte. Ahora dime, ¿por qué estás así? ¿Qué te aflige?

Ella lo miró como si quisiera atacarlo con algo. No había nada a su alcance, ingeniosamente la habitación estaba equipada con el menor mobiliario posible, sin nada que pudiera romperse como para utilizar en beneficio de un escape o una agresión a su captor. Pero las ganas no le faltaron en lo más mínimo.

—¿Por qué me habla como si fuéramos amigos?

—¿Acaso no lo somos? Te brindo buena comida, tienes una habitación con baño para evitar que una chica tan guapa como tú se vea en la horrible y vergonzosa necesidad de cagar en un balde, te doy ropa nueva y charlo contigo. Creo que no soy un monstruo —aseguró Hanson, caminando hacia ella. Annie se acercó lo más que pudo hacia el rincón, hasta que la pared ya no le permitió más, y si hubiera sido posible le habría encantado treparse a la pared también. Hanson, sin embargo, se sentó en el borde de la cama, casi a los pies, frente a ella.

—No, no es un monstruo. Solo es un puto enfermo mental. Eso es lo que es. Un maldito demente.

—Puede ser... —asintió. —Soy muchas cosas, o al menos, puedo llegar a serlo. ¿Dónde está el límite de la salud mental? ¿Nunca te lo has preguntado, querida? Si yo te retuviera aquí durante días, o meses, privándote del sueño y de la higiene personal, ¿cuánto crees que tardarías en volverte loca? ¿Una semana? ¿Un mes? ¿No crees que la respuesta es fascinante?

—No lo sé, no quiero saberlo.

—Ah, pero es curioso... —sonrió, dejando ver unos dientes perfectamente blancos para su edad. —Hay muchas personas, muchos chicos y muchas chicas en el mundo, viejos como yo o jóvenes como tú, eso no importa. Son felices, son padres o madres de familia, son hábiles empresarios, y de repente algo se quiebra en su vida personal. Algo tan tremendamente traumático que trastoca toda su existencia, y de la noche a la mañana, esa persona se mira al espejo y no logra reconocerse. Algo ha cambiado dentro de sí, pero, ¿qué? No lo sabe. Solo sabe que se siente mal, que le gustaría torturar personas, o que fantasea con atar del coche a un perro y conducir lo más lejos posible para comprobar cuánto resiste sin ser arrastrado hasta la muerte, o darle baños de agua helada a pequeños pajarillos, y luego se siente culpable por ello... pero no puede evitarlo, y la sola idea de pensar en algo así le llena de morbo, porque al final...

Annie lo interrumpió, escandalizada.

—Basta, lo que dice es inhumano, una aberración ­—dijo.

—¿Ves? Lo consideras una aberración porque tú eres una chica sana, pero no lo pensarías igual si fueras alguien inestable.

—¿Adonde quiere llegar con todo esto?

—Tú me has llamado literalmente un —hizo comillas con los dedos— puto enfermo mental. Un puto enfermo mental no sabe que está enfermo, yo te estoy demostrando que sí lo sé, por lo cual me libera de tu injusta acusación —cruzó las manos entrelazando los dedos en su regazo, y luego la miró con una sonrisa—. ¿Sabes? Quiero contarte algo.

—No me interesa.

—No me interesa que no te interese, Annie. De todas maneras, no es como si fueras a salir corriendo como quien huye de una fiesta incomoda —sonrió—. Como te decía, me gustaría contarte algo, ya que aprecio el hecho de charlar contigo como si fuéramos familiares. Hace mucho, tuve una hija. Tenía tu color de cabello, pero me hubiera gustado que fuera la mitad de guapa de lo que eres tú.

—¿Ah sí? —preguntó ella. No porque estuviera interesada en la historia de mierda de semejante psicópata, sino porque tal vez, pensó, si demostraba interés en su conversación acabaría cuanto antes de hablar. Escuchar su voz le repugnaba en lo más hondo de su ser.

—En efecto —consintió—. Era hermana de Peter, mi hijo, el muchacho que mató tu novio. Peter ni siquiera sabía de su existencia, nunca se lo dije.

—¿Por qué?

—Cuando me separé de su madre, a Peter se le preguntó en una corte de familia con quien se quería quedar. Para ese entonces yo ya tenía mis negocios, obviamente no tan evidentes como ahora, pero los tenía, por lo que ganaba muy bien, y Peter no fue tonto. Si te dan a elegir entre vivir con tu madre, una vendedora inmobiliaria con un sueldo medio al mes a quien la mitad de sus ganancias se las devora el alquiler, y tu padre, quien te ha comprado la ropa que quieres, la comida que quieres, y la última consola de videojuegos, ¿a quien elegirías?

—Compró a su hijo, lo endulzó.

—En absoluto —Hanson negó con la cabeza—. Tenía la posición económica para darle lo que quisiera, y lo hice, pero él escogió por su cuenta. No hay nada de malo con ello, ¿no te parece?

Como toda respuesta, Annie se encogió de hombros como si no le importara. Hanson continuó.

—Dos años después de que Peter se mudara conmigo, su madre volvió a contactarme. Ella nunca tuvo idea de mis negocios, no hasta que las noticias comenzaron a hablar de mi, claro. Pero en aquel entonces, ella era toda una mujer despechada, ¿lo imaginas bien? —sonrió. —Con muchos gritos por teléfono, muchas palabras hirientes. Amenazó con sacarme de nuevo la custodia de Peter, con denunciarme por malos tratos, pero como nada de eso funcionó, me dijo que le daba asco, que me había engañado varias veces durante el matrimonio, que había fingido cada orgasmo, que mi pene era pequeño y daba lástima, que sé yo... Lo típico. Como tampoco funcionó, utilizó el último recurso: acercarse por las buenas. Nos reunimos para charlar en un café cerca de su trabajo, pero nunca bebimos el café. Ella lloró, yo contuve la risa, le miré las tetas y vi que ya no eran lo de antes. Todo en ella se había deteriorado tan rápido como su vida, y se notaba. Aún así, terminamos en su departamento, teniendo sexo como unos putos hippies en celo puestos hasta el culo de heroína. Sin embargo, ese no fue nuestro último encuentro —Hanson la miró con ojos de abuelo, ojos nostálgicos, ojos que casi parecían sentir algo humanamente cercano al amor genuino—. La siguiente vez que la vi, Peter ya tenía veinte años. Llevaba una alianza en su dedo, me alegré por ver que había retomado su vida. También tenía una fotografía en la mano, una chica con tu cabello, pero con mis ojos, en un vestido de quinceañera. Me miró, y me dijo "Esa noche en mi departamento me hiciste el mejor regalo de mi vida: mi hija Lucy. Tú me quitaste un hijo, pero yo te quité otro. Y no quería partir de esta vida sin que lo supieras, Bill". Luego de eso, nunca más supe de ella.

—¿Y luego qué pasó? —Annie se había mentalizado en que no quería comprometerse en su historia, pero por algún motivo, había acabado empatizando con lo que contaba. De alguna manera, su ex mujer lo había querido. Y lo había querido tanto que, por propio despecho, se había hecho embarazar solo para devolverle la misma moneda. Era tremendo.

—Luego pasaron cinco años y medio, hasta que tuvo un accidente fatal de transito —Hanson vio la cara con que lo miraba ella, y antes de que dijera nada, hizo un gesto con la mano—. Yo no tuve nada que ver, antes de que digas algo. La encontraron con alcohol en sangre, bastante más de lo permitido. Le hicieron un peritaje y comprobaron que se había dormido al volante luego de tomar unos cuantos tragos. Me dolió, no te voy a mentir, me dolió más que nada por Peter, y por esa hija que nunca pude llegar a conocer. No soy tan malo como piensas, Annie.

—Claro que es un hijo de puta, aunque quiera convencerse de lo contrario.

Hanson entonces emitió una leve risita, al tiempo que negaba con la cabeza.

—Yo no quiero convencerme de nada, solo analizo las cosas como son —dijo—. Ustedes están del lado correcto de la vida, yo no. A sus ojos, soy un maleante tremendamente sádico, un malnacido que arruinó la vida de Ron Dickens y la tuya, y se creen que son los únicos con derecho a sufrir, a retorcerse las manos y gimotear lamentándose de sus desgracias. Pero olvidan lo más importante de todo: la vida es un cúmulo de desgracias para todos por igual, para la gente buena como ustedes, y para la gente mala como yo. Al final, solo somos más de lo mismo, todos iguales, y por eso estoy contándote esto. La única diferencia es que yo estoy en un sendero, y ustedes escogieron otro. ¿O me vas a decir que tu chico no ha tenido que asesinar personas para buscarme? Él no es tan diferente a mi, y cuanto antes lo asumas, tanto mejor para ti.

Ella estuvo dispuesta a contestarle como se merecía, al menos decirle lo que pensaba, que por mucho que se escudara en malas vivencias del pasado, no dejaba de ser un asesino a sangre fría, un traficante, un malviviente de la peor calaña buscado internacionalmente. Y por sobre todo no dejaba de tenerla secuestrada. Pero antes de que pudiera decir algo, la puerta se abrió de nuevo. Uno de los hombres de Hanson ingresó a la habitación, con un físico envidiable y cara inexpresivamente tensa. Se acercó a él, y le susurró algo al oído durante un breve instante, y en aquella posición, Annie pudo ver la pistola automática enfundada en su soporte a la cintura. ¿Y si se la robaba? Pensó. Podía saltar hacia él e intentar quitársela, no se lo esperarían. Sería mejor que quedarse allí de brazos cruzados esperando la muerte, o cualquier cosa que quisieran hacerle.

De un movimiento rápido, Annie se lanzó desde su posición en la cama hacia donde estaba aquel hombre. El matón de Hanson la miró en una fracción de segundo, que le pareció como si el tiempo se estirara y de pronto todo transcurriese mucho más lento de lo normal. Su mano derecha llegó a tocar el arma, pero antes de que pudiera reaccionar, Hanson le propinó un puñetazo en toda la mejilla que la hizo derrumbarse en el suelo. Parte de su ojo izquierdo se hinchó casi de forma instantánea, se sintió aturdida, como si hubiera bajado del Mambo en un parque de atracciones y estuviera muy mareada, y entonces se dio cuenta que tenía gusto a sangre en la boca. Con el golpe se había mordido la lengua.

El hombre de Hanson comprobó que su arma seguía en su soporte, y miró a Annie con furia, entonces cerró el puño y se acercó a ella, pero Hanson lo sujetó del brazo, negando con la cabeza.

—Lláma a mi helipuerto, que lo tengan preparado por cualquier imprevisto.

El hombre asintió en silencio, y se marchó por la puerta, cerrando tras de sí. Hanson entonces se acercó a Annie, que se sujetaba la mejilla en el suelo, mientras lloraba. De la comisura de sus labios asomaba un hilillo de sangre, la cual Hanson le limpió con el pulgar.

—Parece que vienen a buscarte, querida —le dijo.

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