13

Beckerly llegó al escondite que Kahlil usaba como punto de reunión y operaciones cerca del mediodía, con el portafolios que los hombres de Hanson le habían proporcionado, cerrado herméticamente con cerrojo de contraseña. Una contraseña, por cierto, que solo conocía Kahlil, brindada por el propio Hanson en la última comunicación telefónica que hicieron. Bajó de la Amarok 4x4 acompañado de tres hombres con fusiles de asalto, y avanzó por el camino hacia la enorme cabaña, con el portafolios a un lado. Al llegar, llamó a la puerta y esperó.

Desde lo último acaecido con el hijo de Hanson, los ánimos en la asociación estaban cada vez más incontenibles. Y definitivamente, Ibrahim Kahlil era el más afectado de todos, ya que había puesto mucho de su negocio en Medio Oriente en manos de Hanson, y obtener el control del mercado negro en su totalidad era de vital importancia. Ahora, por la impulsividad de su tonto muchacho, varios negocios pendían de un hilo, y a Beckerly aquello no le gustaba en lo más mínimo.

Luego de un momento, escuchó que desde adentro descorrían los cerrojos de la puerta, revestida en madera pero blindada por dentro. Uno de los hombres de Kahlil abrió, y desde afuera, Beckerly pudo ver la sala, decorada con muebles finos, una gran chimenea, y cornamentas de animales en las paredes. A un lado había una mesa llena de armas, de procedencia alemana y soviéticas, como varios AK-47 que logró ver. Al fondo, sentado tras una mesa como si fuera un escritorio, estaba el propio Kahlil.

—Ven, pasa —le dijo—. Hanson me dijo que vendrías.

Beckerly entró, seguido de sus hombres, y miró a su alrededor. Los hombres de Kahlil se posicionaron en cada rincón de la habitación y alrededor de sus propios hombres. No los apuntaban con sus armas, ni había agresión de ningún tipo, pero el aire se cortaba como un papel, y aquello no le gustaba en absoluto. Sus propios hombres comenzaron a mirarse de reojo entre sí, y algunos de ellos acomodaron las armas sutilmente, acercando los dedos al gatillo.

—¿Ha pasado algo que no me he enterado? —preguntó Beckerly, encendiendo un cigarrillo

—¿Por qué lo dices? —preguntó Kahlil, con su típico acento árabe.

—Me recibes como si fuera alguien que hace negocios contigo por primera vez.

—Bueno, convengamos que las cosas no han marchado bien, y eso nos ha acarreado grandes desgracias a todos. Sin embargo, Hanson es un hombre de negocios, y prometió indemnizarme por haber perdido mi tiempo, lo cual siempre se agradece —Kahlil le señaló un sillón ejecutivo frente a su escritorio, y sonrió—. Siéntate, no vas a quedarte allí de pie, amigo mío.

—Lo que ha sucedido con Peter Hanson ha sido una tragedia para todos los que estamos dentro de la asociación.

—Tonterías —dijo Kahlil, negando con la cabeza mientras se acariciaba la espesa barba negra—. Solo fue un simple error de Hanson que salió muy mal. No le costaba nada adoctrinar a su hijo para hacerlo entrar al negocio, pero Hanson es un tipo que ama el poder más que a nadie, y mientras él se mantenga en la cima, nadie más ascenderá. Ni siquiera su propia familia.

—Peter Hanson era demasiado impulsivo y estúpido, no podría contenerlo.

—Más tonterías —aseguró Kahlil—. En mi país, secuestramos niños de la calle en cuanto cumplen los diez años de edad, y los confinamos para entrenamiento militar, para que sean hombres útiles al servicio de la Yihad. No temen morir, no temen el dolor, solo saben obedecer el califato que nosotros dictaminemos, a los doce ya saben conducir y disparar los mismos fusiles que has visto al entrar, ¿y en verdad me estás diciendo que Hanson no puede enseñar a su propio hijo en el negocio?

Beckerly asintió con la cabeza, pero la verdad era que no tenía ninguna gana de seguir debatiendo aquello. Lo que había pasado ya no tenía marcha atrás, y ahora todos estaban jodidos.

—Aquí está la paga que negociaron tú y Hanson. Con esto, todos los posibles inconvenientes están resueltos —dijo, depositando el maletín encima de la mesa.

—Ah, ya lo creo. Veamos qué tenemos aquí.

Kahlil sonrió, mientras giraba el maletín de cara a él. Le quitó el cerrojo con la contraseña numérica que le había dado Hanson, girando perilla por perilla, hasta que escuchó un chasquido. Entonces lo abrió, y permaneció mirando unos segundos, luego sonrió, complacido, y comenzó a reírse. Beckerly lo miró, ceñudo, sin comprender. Y muy sutilmente, se llevó la mano a la espalda, donde tenía la pistola Magnum 45 automática.

—Respóndeme algo, Beckerly —dijo Kahlil.

—Dime.

—¿Últimamente has tenido algún problema personal con Hanson? —le preguntó, y poniéndose de pie, levantó en el aire el maletín, volcando su contenido al suelo. —Porque creo que te ha mandado aquí a morir.

En el interior no había dinero en absoluto, solamente unas cuantas revistas de moda y algunas piedras medianas para hacer el mayor peso posible. En ese instante, Beckerly no solo supo que aquello había sido una trampa muy bien elaborada, sino que, además, ya estaba fuera de la asociación.

—Yo no tengo nada que ver en esto, Kahlil, solo soy su mensajero, nada más —dijo. Su frente estaba perlada de sudor, y poco a poco había comenzado a sacar el arma bajo su chaqueta, un centímetro a la vez, sin ser evidente.

—Entonces le llevarás un mensaje también de mi parte —Kahlil miró a sus hombres, mientras en una fracción de segundo, estiró un brazo hacia debajo del escritorio—. ¡Maten a todos! Beckerly es mío.

Los hombres de Kahlil apuntaron rápidamente a los de Beckerly, vociferando maldiciones e improperios en árabe, pero Beckerly no esperó a que el tiroteo iniciase. En cuanto vio a Kahlil extraer algo de debajo del escritorio, supo casi instintivamente que allí había un arma escondida, de modo que se abalanzó al otro lado del escritorio, lanzándose de cabeza. El sonido de las ametralladoras fue ensordecedor, algunos hombres gritaron y en un instante el olor metálico a la sangre derramada en tales cantidades se hizo sentir. En cuanto aterrizó en el suelo, algunas esquirlas de madera cayeron sobre su cabeza, debido a los balazos que impactaron en el pesado escritorio, y Kahlil, sorprendido por aquel movimiento tan osado, ni siquiera tuvo el tiempo suficiente para apuntarlo a Beckerly con la pistola 9mm que había sacado de su soporte bajo la mesa.

Sin embargo, Beckerly no titubeó. Le disparó directo en el rostro a medio metro de distancia, salpicándose de sangre a sí mismo y casi volatilizando por completo más de las tres cuartas partes del cráneo de Kahlil. El cuerpo inerte se sacudió hacia atrás como si lo hubiese empujado, debido a la fuerza cinética de la propia bala. Luego, empujó el escritorio hasta ponerlo de lado, volcándolo de frente, para utilizarlo como cobertura, y mirando por encima, efectuó dos disparos contra uno de los hombres de Kahlil, que impactaron en el pecho y lo derrumbaron al suelo, agonizando. Todos quienes le habían acompañado estaban muertos, tirados sobre la alfombra empapada en sangre, acribillados por los fusiles y mezclados con los hombres de Kahlil que también fueron abatidos en la contienda. Sin embargo, aún quedaba un hombre más, que abrió fuego contra Beckerly. Este se arrojó de nuevo al suelo, las balas perforaron la gruesa madera soltando astillas y polvo, y Beckerly se arrastró hasta tener visión del hombre que le disparaba, al asomar por un costado. Le disparó apuntándole a los tobillos, el hombre dio un alarido de dolor y se desplomó al suelo, soltando el rifle. Entonces Beckerly se incorporó y lo abatió de dos disparos más.

El silencio dentro de aquel rancho fue sepulcral, y a Beckerly le pitaban los oídos debido a la balacera. Sus ojos pasaron raudos por el suelo repleto de cadáveres, guardó su arma de nuevo a la cintura y se limpió el rostro salpicado de sangre con la manga de su chaqueta. Luego se acuclilló al lado del cuerpo de Kahlil, y comenzó a registrarle todos los bolsillos hasta encontrar su teléfono celular. El menú de opciones estaba en árabe, pero no le fue difícil encontrar el ícono de la agenda telefónica. Una vez allí, buscó el teléfono de Hanson, y mientras caminaba hacia la salida de la cabaña esquivando los cuerpos, pulsó la tecla de llamar. Respiraba agitadamente, producto de la tensión y la furia que lo consumía, mientras escuchaba los tonos de llamada.

—Kahlil, que bueno recibir tu llamada —respondió Hanson, del otro lado—. ¿Hubo algún problema con la paga?

Beckerly apretó el teléfono en su mano, y habló.

—Sí, hubo un par de problemas, pero te los contaré en cuanto te vuele la puta cabeza como hice con Kahlil, viejo infeliz —dijo.

Del otro lado de la línea, hubo un silencio breve. Luego una sutil risa.

—Vaya... que desafortunado —murmuró. —¿En serio lo has matado? Admito que me has tomado por sorpresa.

—¡Voy por tí, Hanson! —Beckerly se apartó el teléfono del oído y le gritó encima. —¡No hoy, ni mañana, cuando menos te lo esperes iré por ti! ¿Me oyes, viejo bastardo? ¡Tú eres el siguiente!

Cortó la comunicación y arrojó el teléfono lo más lejos que su brazo le permitió, haciendo que se perdiese en la espesura del bosque a su alrededor. Al llegar a su camioneta, subió del lado del conductor, cerró dando un violento portazo, y encendiendo el motor, arrancó rápidamente lanzando tierra y pedruscos con las ruedas traseras.

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