10

Luego de haberse reunido con su hermana, Ron condujo hacia el hospital Michael, donde se hallaba ingresada la chica que había herido de bala. Su estado de ánimo había mejorado considerablemente luego de haber charlado con Suzanne, se sentía como si se hubiera sacado un peso de encima muy grande, ya que detestaba estar peleado con ella, y todo el tiempo de ausencia entre ellos le había parecido como una eternidad. Sin embargo, ahora las cosas eran diferentes. Su hermana estaba más cambiada, al igual que él, y le había entendido de mejor forma, incluso tal vez hasta se había puesto un poco en su lugar. Aquello fue algo que confortó muchísimo a Ron, y se sintió como un hombre nuevo en cuanto había salido de aquella cafetería, libre por fin de toda culpabilidad que pudiese rondar en sus emociones.

Luego de estacionar y apagar el motor, Ron ingresó al hospital Michael, tratando de no respirar muy hondo. Odiaba muchísimo el continuo olor a fármacos que parecían tener todas las clínicas y hospitales del mundo, le revolvían las tripas y le traían muy malos recuerdos de su niñez, de cuando tenía que ir a vacunarse. Sin embargo, decidió abordar aquella situación de la mejor manera, y esperaba que la chica se recuperase pronto para no tener que volver allí demasiadas veces. Caminó hacia el mostrador de recepción y al llegar, se apoyó con los antebrazos en el borde. Una chica gordita, con excesivo labial para su gusto, ubicada tras un monitor de computadora y vestida con un uniforme blanco, lo miró.

—Buenos días, señor. ¿En qué puedo ayudarle? —le preguntó.

—Buenos días, vengo a visitar a la paciente Anabella White.

—El horario de visita es a las cinco de la tarde, caballero. Lo siento mucho.

—Ya, lo imaginaba, pero no puedo pasar a esa hora porque el trabajo me lo impide —Ron mostró su identificación—, soy del FBI.

La recepcionista miró la identificación con cierto recelo, y casi con miedo a formular la pregunta, dijo:

—¿La señorita White está siendo investigada? Perdone que...

—Oh, no, de ninguna manera —sonrió él, guardando la identificación en el bolsillo de su chaqueta—. Solo soy un amigo, no se preocupe. Es que más tarde no estaré disponible para visitarla, y me gustaría verla unos minutos, nada más.

—Puedo conseguirle media hora, señor... —la chica lo miró, interrogante.

—Ron Dickens.

—Señor Dickens —ella tecleó un instante en su computadora, y asintió con la cabeza—. Habitación ciento treinta y dos, por el ascensor a la izquierda, cuarta planta. Al salir verá un pasillo, vaya todo recto.

—Muchas gracias ­—respondió Ron, y luego de firmar una planilla de ingreso, se dirigió hacia el ascensor.

Ingresó al aparato acompañado de un enfermero que también subía, lo vio teclear el botón del piso seis, y ambos esperaron a llegar a su destino en completo silencio. El primero en descender fue Ron, siguió recto por el pasillo como le había indicado la recepcionista, y la cuarta puerta del lado derecho era la ciento treinta y dos. Antes de entrar, Ron llamó con los nudillos a la puerta.

—Adelante —dijo la voz de un hombre, desde adentro.

Ron giró el picaporte, y entró. La habitación era doble, pero la cama contigua estaba vacía. Enfrente a las camas había una televisión empotrada en un soporte colgante de la pared, transmitiendo un programa de cocina. Todo el sitio estaba muy bien iluminado, con un gran ventanal de cortinas blancas, y el aromatizante de ambientes no era demasiado dulce ni tampoco intenso, perfumando todo en su justa medida. Anabella estaba en una de las camas, cubierta con una sabana y una fina colcha gris hasta la cintura, y vestía una camiseta blanca que seguramente le había brindado el hospital. Estaba acompañada de un médico, un hombre calvo de casi la misma altura que Ron, vestido con un mameluco blanco, impoluto. Sostenía en sus manos una planilla clínica, y charlaba con Anabella en el momento en que Ron había entrado.

—Hola, ¿cómo estás? —le preguntó. Ella sonrió, al verlo.

—Disculpe señor, ¿usted quien es? —preguntó el medico. Ron entonces le extendió la mano derecha.

—Soy Ron Dickens, perdone que he venido fuera del horario de visita, pero luego estaré en la oficina y no podré venir a verla, trabajo en el FBI —dijo—. No me enorgullece decir esto, pero soy el agente que le disparó. ¿Cómo se encuentra?

El médico entonces le aceptó la mano, y asintió con la cabeza.

—Está de maravilla, la bala no ha impactado en el hueso femoral, ni tampoco ha dañado ningún músculo importante. La extracción ha sido limpia y sin más complicaciones —dijo—. Aunque déjeme decirle que usted ha tenido muy buena puntería, o ella mucha suerte. Un centímetro más a la izquierda del impacto, y hubiera dañado la arteria femoral. Se habría desangrado antes de llegar aquí.

Ron sintió que aquellas palabras sonaban como un contundente mazazo en su cerebro. Se pasó la mano por el cabello y resopló, con asombro.

—Vaya por Dios, que poco ha faltado... —murmuró. Rodeo al médico y se acercó al borde de la cama de Anabella, colocando las manos unidas sobre la boca, como una plegaria. —Lo siento, te juro que lo siento muchísimo...

El médico caminó hacia la puerta, y se giró sobre sus pies antes de cerrar.

—Los dejaré un momento a solas —dijo, y salió. Anabella entonces le señaló con un gesto de la cabeza hacia el sillón de las visitas, en el lado opuesto de su cama.

—Olvídalo, no ha sido nada. Has dado un buen tiro, y me has salvado de ese maldito —respondió, con una sonrisa graciosa. Ron la miró, mientras rodeaba la cama para sentarse. No podía comprender que le parecía gracioso de toda aquella situación.

—Pero si casi te mato, ¿cómo que no ha sido nada?

—Bueno, pero no lo has hecho, y encima de todo me has venido a visitar, no todos los policías hacen eso. Ha sido algo muy considerado de tu parte, realmente no me lo esperaba.

—Sinceramente, era lo menos que podía hacer —respondió Ron—. No está en nuestro protocolo tener que herir rehenes, sea la situación que sea, y me he sentido muy mal luego de ese rescate sucio.

—Olvídalo, eso ya no importa. La cuestión es que estaré aquí unos días más, y luego ya podré irme a mi casa. Volveré luego a que me saquen los puntos, y aquí no ha pasado nada —Anabella lo miró, y le ofreció una de sus pequeñas y delicadas manos—. Supongo que no nos hemos presentado como es debido, Ron Dickens. Gracias por venir.

—No tienes nada que agradecer, puedes llamarme Ronnie, como mis amigos —asintió él, con una sonrisa, mientras le estrechaba la mano con delicadeza.

—Y tú puedes llamarme Annie, como mis amigas —dijo ella—. Y cuéntame, ¿han podido descubrir para que querían la reserva de criptomonedas del banco? Tantos años trabajando allí, y jamás me hubiera imaginado que un día iban a asaltarnos por eso.

—Pues, tenemos nuestras investigaciones —dijo Ron—. Hemos podido aislar e identificar las huellas del hombre que te usó de rehén, y coinciden con un hilo conductor en una investigación que estoy llevando a cabo, contra Bill Hanson, un peligrosísimo criminal. Era su hijo.

—Vaya... no pierden el tiempo en el FBI.

—Ya ves que no.

—Bueno, ¿y han podido capturar a este famoso tipo? —preguntó ella, mirándolo fijamente.

—A decir verdad, aún no —dijo Ron, negando lentamente con la cabeza, mientras se apoyaba con los codos en sus rodillas—. Digamos que, ahora mismo, temo más por la seguridad de mi familia que por fracasar en la investigación.

—¿Tu esposa y tus hijos? ¿Crees que este hombre les hará algo malo?

—Mi hermana, y mi padre. No tengo esposa, ni tampoco hijos. Y sí, tengo un mal presentimiento con todo esto.

—Vaya, no sé que puedo decirte... —murmuró ella. —Supongo que ya podrás hacer algo.

—Olvídalo, he venido a visitarte y estoy aquí, contándote mis dramas —dijo Ron—. ¿Tú como te sientes? ¿Has podido descansar bien?

—Pues solo he pasado durmiendo desde que salí de la anestesia. Anoche por la madrugada desperté, y me puse a mirar la televisión hasta la hora del desayuno, moría de hambre.

—Lo imagino, ¿has comido bien?

—Hum —masculló—, si dos tostadas con mantequilla sin sal es comer bien, que me ahorquen. Pero no puedo quejarme, al menos estoy fuera de peligro gracias a los médicos, y a salvo gracias a ti.

Ron se rio, Anabella parecía una mujer con un amplio sentido del humor.

—Me alegro que una tostada desabrida no sea suficiente para desanimarte. ¿Te han dicho ya cuando exactamente te darán el alta?

­—En menos de una semana quizá ya estaré en mi casa. Solo me retienen para observaciones, evitar que se me infecte la herida, darme antibióticos, ya sabes...

—¿Tienes como volver? —preguntó Ron. —Puedo pasar a buscarte en mi coche, o dejarte dinero para que te tomes un taxi.

—Descuida, no tienes porque hacer una cosa así.

—Claro que sí, al fin y al cabo, yo fui el que te disparó. Como dije, es lo menos que puedo hacer.

—Pues si quieres venir a buscarme, ¿quién soy yo para decirte que no lo hagas? Haz como tú prefieras, yo encantada —sonrió ella.

—Entonces así se hará —Ron se puso de pie, acomodó el porta pistola en su cintura y se ajustó las solapas de su chaqueta.

—¿Ya te vas? 

—No quiero quedarme demasiado, suficiente con que me han dejado entrar un ratito fuera de horario.

—Si tan solo te basta con ir mostrando tu placa para entrar en cualquier lado.

—Ojalá fuera tan simple —Ron se acercó y le apoyó una mano en el hombro—. Vendré de nuevo en un par de días.

Anabella sonrió, asintió con la cabeza, y observó como él se encaminaba hacia la puerta. Antes de que cruzara el umbral, habló.

—Ronnie —dijo, y él se giró.

—¿Sí?

—Gracias por haber venido, de verdad. Me has dado una linda sorpresa, creí que estaría sola.

Él la miró, sorprendido, y también esbozó una ligera sonrisa. Había un deje de tristeza en la voz de ella al pronunciar aquella frase, como si algo se hubiera quebrado dentro de sí, pero tan típico que ya estaba acostumbrada a ocultarlo. Entonces asintió, y le regaló una sonrisa aún más amplia.

—Descansa, Annie. Nos veremos pronto —respondió.

Salió al pasillo cerrando la puerta tras de sí, y se encaminó hacia el ascensor por donde había venido. Bajó por él hacia la planta principal, se despidió de la recepcionista dándole las gracias, y salió a la acera, dirigiéndose hacia el Camaro estacionado, mientras sacaba un cigarrillo de su paquete de Marlboro. Respiró profundamente, agradeciendo el aire puro que le limpiaba las fosas nasales del horrible olor a fármacos del hospital, y subió al coche por el lado del conductor.

Encendió el motor y emprendió la marcha rumbo a la oficina del FBI, a través de un tráfico bastante aglomerado por la avenida principal. De camino, aprovechó cada semáforo para buscar en el navegador de internet de su teléfono un agente de mudanzas, con el cual poder gestionar el traslado de los muebles de su hermana hasta la casa de su padre. Sabía perfectamente bien que no le costaría nada barato, pero era mejor eso, con tal de garantizar la seguridad de su hermana y de su padre. Había una posibilidad de que se estuviera preocupando en exceso con todo aquello, y que quizá no ocurriese nada malo. Pero Ron había estudiado muy bien sus clases de psicología criminalista en la academia del FBI, era la asignatura que más le gustaba de todas, junto con la de tiro, y sabía cual era el perfil psicológico de Hanson. Por eso, debía esperar un ataque inminente con toda seguridad. Porque sabía que no era un tipo de quedarse quieto, y más tarde o más temprano, se cobraría la muerte de su hijo.

Llegó al edificio del FBI en poco más de cuarenta minutos, ingresó directamente a su lugar reservado en el estacionamiento, apagó el motor y descendió, encendiendo un cigarrillo al mismo tiempo que cerraba la puerta del conductor. Caminó por la acera hacia la puerta de entrada, y en el momento en que se estaba acercando, Sam y Blake salieron. Sam encendió un cigarrillo y Blake levantó la mano.

—¡Eh, Ronnie! Justo a tiempo —exclamó.

—¿Qué pasa? —preguntó, acercándose a ellos.

—Perkins estaba preguntando por ti, quería hablar contigo —dijo Sam, soltando humo por cada palabra que pronunciaba.

—Yo también necesitaba hablar con él, ¿qué pasó?

—Está hecho una furia por lo del atraco al banco Chase.

—Vaya por Dios... —murmuró Ron. Consultó su reloj de pulsera, vio que aún le faltaban cinco minutos para su horario, y se encogió de hombros. ­—Terminaré mi cigarrillo, luego entraré. ¿Ustedes qué tal? ¿Recién llegaron?

—¿Recién llegamos? Hace una hora que estamos aquí, somos agentes responsables, ¿Qué te crees? ­—dijo Blake.

—Ya, claro que sí.

—¿Tú de donde vienes? —preguntó Sam. —Tienes olor como a jarabe o a clínica dental, que te has acercado a nosotros y poco más nos ha golpeado el tufo en el medio de la frente.

—Vengo del Michael.

—¿Del hospital?

—Sí.

—¿Qué pasó?

—Fui a visitar a Anabella, la chica que herí en el asalto —dijo Ron. Sus compañeros se miraron entre ellos, y el primero que sonrió fue Blake. Ron entonces lo apuntó con un dedo—. ¡No, ni se te ocurra, deja de pensar lo que estás pensando!

—Vaya, nunca das puntadas sin hilo, Ronnie. Maravillosa jugada —respondió Blake, conteniendo la risa.

—Escucha, haberle disparado a Annie fue algo desafortunado, y como agente de la ley, corresponde que me preocupe por ella. Así que lo menos que podía hacer era visitarle, no digas estupideces —dijo Ron.

—Annie —comentó Sam, haciendo comillas con los dedos—, mira tú que cosas.

—Bah, prefiero hablar con el imbécil de Perkins, antes que con ustedes dos.

Ron dio una última pitada, arrojó la colilla de su cigarrillo por encima del hombro, y saludó al conserje de limpieza que barría el césped con un rastrillo. Empujó la puerta de cristal para ingresar al hall del edificio, y sus compañeros lo siguieron detrás. En ese momento, Perkins salió de su oficina por la izquierda, entre los agentes y empleados que iban y venían en todas direcciones con papeleo bajo el brazo.

—¡Dickens! —exclamó. —¡A buenas horas viene llegando!

Ron miró a su director adjunto de pie frente a él, con su regordeta complexión física, su poco menos de metro setenta, sus gafas de montura ancha, y su corbata a rayas horrible, y tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse. Entonces, con toda la paciencia del mundo, miró su reloj pulsera, y le sonrió.

—¿A qué horas se refiere? Aún faltan dos minutos para mi turno, señor.

Perkins hizo un movimiento con su rechoncha mano, y negó con la cabeza.

—¡Bah! —masculló. —Pase a mi oficina, necesito hablar con usted un momento.

Perkins se giró sobre sus talones y caminó de nuevo hacia la puerta abierta de su oficina, mientras que Ron se giró a sus compañeros poniendo los ojos en blanco. Sam le respondió el gesto haciendo ademán de darse un tiro en la sien con el índice y el pulgar, y Blake como si estuviera sosteniendo una soga alrededor de su cuello. Se dirigió entonces a la puerta abierta de la oficina, donde en el interior, Perkins ya lo esperaba tras su espacioso escritorio de madera barnizada. Entró, y cerró tras de sí.

—Yo también quería hablar con usted, señor —dijo.

—¿Ah sí? Bueno, usted primero —respondió Perkins, mientras se reclinaba en su silla giratoria. Los muelles chirriaron, aprisionados bajo el obeso hombre.

—Necesito asignar al menos dos agentes en vigilancia a un domicilio, el siete cuatro seis de la calle Parrington. Tampoco me vendría mal una custodia personal, para una mujer. Suzanne Dickens.

—Dickens... —murmuró Perkins. —¿Es pariente suyo?

—Mi hermana.

—¿Y qué sucedió, que su hermana necesita custodia personal y vigilancia en domicilio?

—Aún nada, señor. Pero tengo una fuerte sospecha de que Hanson tomará represalias, debido a la muerte de su hijo —dijo Ron. Perkins entonces se volvió a poner derecho en su asiento, los muelles de la silla volvieron a protestar, y se apoyó con los codos en la mesa, entrelazando los dedos frente a su rostro.

—Permítame que le haga una pregunta, señor Dickens —dijo—. ¿Usted creé que somos una empresa de seguridad de medio pelo?

—No, señor.

—¿Qué somos?

—Somos agentes del FBI, señor, pero si me permite... —Perkins hizo un gesto con la mano y lo interrumpió. Ron entonces resopló por la nariz. Comenzaba a crisparse.

—No, no le permito que disponga de tres hombres a vigilar a una casa y a una civil, solo porque tiene una fuerte sospecha. Además, ya que tocó el tema de Hanson y el asalto al Chase, déjeme decirle que no estoy para nada conforme con lo que ha pasado allí. Peter Hanson era un objetivo crucial para ser capturado, por medio de él se podría haber llegado a la organización criminal más grande de la historia, que usted bien lo sabe —Perkins comenzó a enumerar con los dedos—, su padre, Beckerly y Papá Muerte. Y gracias a usted, ahora estamos como al principio, así que no me cuente historias de sospechas.

—¿Y qué esperaba que hiciera? —preguntó Ron, abriendo los brazos. —¿Qué dejara que le disparase a esa chica? ¿Qué le tendiera una puta alfombra roja a los pies para que saliera del banco tranquilamente? Yo hice mi deber, hice mi trabajo, y había que ejecutar a Peter Hanson porque la vida de un inocente corría peligro, fin de la historia.

—¡Una inocente a la que usted mismo disparó! —exclamó Perkins. —Algo que sin duda quedará muy bien visto en el informe del incidente, y en su posterior sanción.

—¿Sanción? ¿De qué mierda me está hablando?

—Usted bien sabe que no puede herir de forma premeditada a un rehén, es anti protocolar. ¿O no aprendió nada en la academia de instrucción?

Ron entonces se acercó al escritorio de Perkins, cerró los puños y se apoyó con ellos en la mesa de madera, mirándolo fijamente. Entonces habló muy tranquilo, tan tranquilo y tan firme, que algo dentro del genio irritable y pedante del propio Perkins, se estremeció.

—Ni usted, ni inteligencia, ni quien sea, va a poner una sanción a mi nombre. Porque si lo hace, yo haré una contradenuncia alegando que usted mintió, porque nos dijo que Peter Hanson era prioridad uno, y eso era mentira. Y tengo a dos agentes de testigo que pueden confirmar lo que estoy diciendo, así que más le vale que piense bien lo que va a hacer, señor Perkins. Porque si me hunde, lo arrastraré conmigo —dijo—. Ahora bien, ¿va a asignarme a esos hombres para vigilar esa casa, o no?

—No voy a asignar ninguna vigilancia ni mucho menos una custodia, señor Dickens. Investigue, reúna pruebas sólidas acerca del ataque que según dice usted Hanson realizará, y tráigamelas a mi despacho. Solo así podré ordenar una guardia —respondió.

Ron asintió con la cabeza, mirándolo fijamente con desprecio, y se alejó del escritorio caminando hacia la puerta. Antes de tomar el picaporte en su mano y abrir, se giró y lo miró una vez mas.

—Yo herí una civil, pero usted va a asesinar a otra. Y si eso pasa, vendré por su cabeza —dijo. Perkins se levantó de su silla, dando una palmada en su escritorio.

—¿Acaso se atreve a amenazar a un director adjunto, señor Dickens? —le gritó.

—Tómelo como quiera —respondió Ron, mientras abría la puerta.

—¿Adonde va, agente? ¿Le he dado permiso para que salga de mi oficina? ¡Todavía no le he dicho a qué lo he llamado!

En silencio, Ron volvió a cerrar la puerta con total lentitud, se giró sobre sus pies y lo miró.

—Lo escucho.

—Un escuadrón estuvo revisando el Chase, luego del atraco, en busca del dispositivo con el que Peter Hanson intentaba vaciar los depósitos de criptomoneda, pero no lo hallaron por ningún lado —explicó—. Recuerdo que usted estaba manipulando el cuerpo, antes de marcharse. ¿Usted tiene el dispositivo, agente Dickens? Porque si lo tiene en su poder, o lo ha llevado a otro departamento de investigación, está cometiendo una falta grave al ocultar evidencia.

—Investigue, reúna pruebas sólidas, y entonces le traeré el dispositivo que usted creé que tengo en mi poder —dijo Ron, con una sonrisa socarrona, y antes de que siquiera pudiera responderle, abrió la puerta y salió.

Cerró tras de sí con un violento portazo, y se encaminó a paso rápido a su oficina, bajo la mirada de otros agentes y secretarias que pasaban por allí. Se metió en el ascensor y pulsó el botón del piso catorce, murmurando maldiciones entre dientes. Momentos después, el ascensor se abrió y avanzó hasta la puerta de su oficina. Tras él, Sam y Blake salieron a su encuentro, e ingresaron en la oficina justo cuando Ron comenzaba a revisar expedientes en su archivador de metal.

—Eh, ¿qué ha pasado allí abajo? —preguntó Sam, al ver la cara de pocos amigos de Ron.

—Perkins quería sancionarme por haber herido a una rehén, y por haber matado al hijo de Hanson.

—Vaya puto imbécil —murmuró Blake—. ¿Y ahora qué haces?

—Estoy buscando todos los expedientes que tenemos sobre Hanson, necesito llegar a él cuanto antes.

—¿Por qué tanta prisa?

—Le pedí que asignara vigilancia en una dirección domiciliaria, y una guardia personal para mi hermana. Estoy convencido que Hanson va a tomar venganza por su hijo, pero se negó. Dice que, sin pruebas de un posible ataque, no puede adjuntar una guardia. Así que tendré que buscar cualquier cosa que me acerque a Hanson.

—Pero sabes que tiene razón, de nada sirve hacer una carrera contra el tiempo sin pruebas —dijo Blake. Ron entonces dio un palmetazo encima del archivador de metal, liberando parte de su ofuscación y rabia.

—¿Y qué me sugieres hacer, entonces? —le preguntó. —¿Llamar por teléfono a Hanson con una grabadora, y preguntarle si planea atacar a mi familia? Tengo que encontrar la forma de capturarlo antes, o encontrar cualquier conector que me indique un posible ataque, para adjuntarlo como prueba de amenaza y poder asignarle una custodia a mi hermana.

—Yo puedo vigilarla, si quieres —dijo Sam. Ron lo miró como si estuviera de broma, entonces se puso serio—. Si quieres puedo ir a otros departamentos, y conseguir todos los expedientes que tengan sobre Hanson.

—Gracias.

—Yo revisaré también por mi parte —terció Blake.

Ambos colegas salieron de la oficina de Ron, mientras que él continuaba revisando papeleo y separando los informes útiles del resto de expedientes. Cuando hubo terminado de revisar lo más en profundidad posible, dejó los papeles encima de la mesa de su escritorio, y dio un resoplido, pasándose las manos por el cabello en gesto frustrado. Había esperado toda su vida para ser un buen policía, el mejor agente que la familia hubiese tenido, incluso aún mejor que su propio padre. Y, sin embargo, había llegado a un momento en el que no sabía como actuar, ni como proteger a los que más quería. Estaba convencido a rajatabla que Hanson actuaría por venganza, pero no sabía cuando, ni como. Y como bien había dicho Blake, aquello era una carrera contra el tiempo, debía atraparlo de la forma que fuese posible. Pero también tenía otra cosa muy en claro: debía hacer que su hermana se pudiese defender, en caso de ser necesario. Tenía que conseguirle un arma, enseñarle a disparar, y a estar alerta todo el tiempo.

Aunque una parte de sí mismo esperaba lo peor, también entendía el hecho de que no podía enloquecerse. Si actuaba con la sangre caliente todas las cosas marcharían a peor, así que se esforzó unos segundos en repetirse mentalmente la premisa de hacer todo paso a paso. Lo primero era coordinar con el agente de mudanzas la fecha en la que podrían traer las pertenencias de su hermana hasta la casa de su padre, y el precio a convenir. Tomó su teléfono celular, buscó en la agenda el número que había conseguido unas horas antes, y luego marcó en el teléfono de línea de su escritorio. Consiguió la mudanza para dentro de dos días, y en cuanto colgó, llamó a su hermana para comunicarle la noticia. También aprovechó a decirle que, por el momento, no había podido asignarle una vigilancia, pero que tenía algo en mente con respecto a eso. Suzanne le dijo que confiaba en él, que podía quedarse tranquilo, y Ron no pudo evitar sentirse un poco mejor. Hablar con su hermana siempre había sido gratificante para él, porque de toda su familia, era la única que sabía como calmarlo en los momentos de tensión. Nunca había sabido como lo hacía, pero le encantaba.

En cuanto cortó la comunicación con su hermana, luego de insistirle hasta el cansancio que por los siguientes dos días durmiese en un hotel hasta que la mudanza se concretase, se reclinó en su silla giratoria y encendió un cigarrillo. Observó el techo, de blanco inmaculado. Observó también el ventanal por el cual solo se veían los otros ventanales de edificios aledaños, las plantas de interiores que decoraban la oficina, y colocándose el cigarrillo en la comisura de sus labios, tomó el teléfono celular. Buscó en sus contactos el teléfono de Jason, y lo llamó.

—Eh, Ronnie, tanto tiempo —respondió, del otro lado, luego de unos cuantos tonos.

—¿Cómo vas, colega? —Ron sonrió, mientras hablaba. Casi nunca hablaban por teléfono, y ya había perdido la cuenta de cuando había sido la última vez que le había llamado. Escuchar la voz de Jason le pareció reconfortante, como volver a los viejos tiempos.

—Pues ya ves, en las mismas de siempre. ¿Tú que tal? ¿Eres buen policía?

—Eso intento —Ron hizo una pausa, y agregó: —. Necesito pedirte un favor.

—Claro, si puedo...

—Necesito un arma sin registrar, una pistola. ¿Crees que tengas algún distribuidor aquí en Carolina del Sur?

—¿Una pistola? ¿Qué pasa, la policía se quedó sin material de trabajo?

—Anda tonto, que no es para mi.

—Déjame ver un momento... —Ron escuchó de fondo como Jason revolvía papeles. Luego pareció volver al teléfono. —Tengo un transportador con el que puedo contactarte. ¿Para cuando necesitas?

—En unos dos días estaría bien —hizo una pausa, antes de continuar, y luego se rio levemente—. ¿Ahora trabajas por agenda? Han sonado más papeles allí de fondo, que los que yo tengo ahora mismo en la oficina.

—Algo así —dijo Jason, riendo a su vez del otro lado—. El negocio ha crecido, y ahora tenemos más compradores que antes. Si no mantenemos un orden, nos vamos a la mierda. ¿Tienes papel y lápiz?

Ron tomó rápidamente un bloc de notas y un bolígrafo, luego presionó el teléfono con el hombro.

—Dime.

—Su nombre es Mitch Anderson, le diré que te llame, y coordine contigo un punto de entrega. Tengo una Beretta para ti, ¿te parece bien?

—Me parece genial —Ron hizo una pausa para dar una pitada a su cigarrillo, y luego preguntó—. Oye, ¿cómo están los chicos?

—Pues vamos bien. Aunque por desgracia hemos perdido a tres colegas.

—No me jodas. ¿Cómo?

—Hemos tenido un conflicto muy jodido con los Renegades, nos atacaron por la noche, aquí mismo en el Steel Cat. Querían tomar el taller, y expulsarnos del territorio.

—Vaya mierda... —murmuró Ron, consternado.

—Habría sido diferente si tú estuvieras aquí, Ronnie.

—No, hermano. Habría sido la misma mierda.

—Tú acabaste con todos los Hell's Slayers, ¿lo recuerdas? Y lo hiciste solo —dijo Jason—. No debes menospreciarte a ti mismo, solo por viejas pérdidas. Hombres viven y mueren, tu hermano vivió y murió como quiso. Pero tú, yo, y el resto de los Rippers nos quedamos aquí, de este lado de la línea. Te extrañamos, Ronnie.

—Y yo a ustedes, chicos —respondió Ron, conmovido.

—En dos días Mitch te llamará. Ya luego acordamos el pago, tú no te preocupes. ¿Hay algo más que pueda hacer por ti?

Ron estuvo a punto de responder que no, pero a último momento pensó un instante. Entonces preguntó:

—Los nombres de Hanson, Beckerly y Papá Muerte, ¿te suenan de algo? ¿No conoces ningún traficante o algo que haya tenido contacto con ellos?

—Pues no, en absoluto... —dijo Jason. —Con esos nombres, me suena a que deben ser unos hijos de puta muy importantes.

—Lo son.

—Entonces difícilmente hayamos tenido contacto con ellos o con su gente, recuerda que nosotros solo traficamos armas a las bandas locales. Nunca vamos más allá, no tenemos recursos.

—Lo sé, pero no perdía nada con intentarlo.

—Si tenemos algún rumor sobre algo, te estaré llamando —le comentó Jason—. Llámanos más seguido, Ronnie, no perdamos el contacto.

Ron se sintió un poco culpable con aquello. Al final, parecía que solamente llamaba a su colega cuando necesitaba algo de él, y ahora mismo debía parecer el hijo de puta más grande, pensó. Sin embargo, asintió con la cabeza, aunque Jason no pudiese verlo.

—Así lo haré, hermano. Gracias por todo —dijo.

—Adiós, Ronnie.

Jason colgó, y Ron dejó su teléfono encima de la mesa, pensando en todo lo acontecido. Había más motivos por los cuales no llamaba más seguido a Jason, aunque no se los había dicho, y era probable que no se lo dijera jamás. Extrañaba la cercanía con los Rippers, las sensaciones de adrenalina que recorrían su torrente sanguíneo cada vez que realizaban alguna entrega de mercancía, y el simple acto de vivir todos los días al límite. Claro que, siendo policía, siempre estaba viviendo al limite, pero con ellos era diferente. Y lo que era aún más importante: por primera vez en su vida pensaba y sentía como alguna vez lo había hecho su hermano.

Fue allí, sentado tras un escritorio pulcro, sin una mota de polvo, con su computadora encendida y rodeado por una oficina perfumada, que se dio cuenta que Jeffrey tenía toda la razón del mundo. Aquello no era sino más que una ilusión, una pantalla que utilizaba para escudarse tras la voluntad de su padre, disfrazada de la típica frase que Ron siempre repetía una y otra vez: "Yo nací para esto, es mi profesión". Ahora que corría peligro la vida de su familia, pensó que quizá tenía que haber escuchado más a su hermano, aunque le sonara a locura. Sin embargo, ya estaba hecho, ahora ser agente especial del FBI era toda su vida y no podía retroceder, se repetía mentalmente una y otra vez, mientras que por su cabeza solo transcurría una de las últimas charlas con su hermano, y la frase que le había dicho: "Si tú quieres seguir a papá, es tu problema. Pero yo soy diferente".

Entonces se dio cuenta que él también era diferente.

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