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Seis años habían pasado, y para Ron, apenas le habían parecido seis meses.
Volver a reconstruir su vida fue difícil. Los primeros tiempos sin su hermana fueron muy crudos, más que nada en épocas festivas. Primero fue el cuarto jueves de noviembre en Dia de Acción de Gracias, pero Ron no tenía nada para agradecer. Tan solo tenía un apartamento vacío que había comenzado a alquilar en cuanto llegó a Carolina del Sur, una mesa llena de comida, pero con nadie más que él sentado en ella, y cientos de recuerdos enredados en su cabeza. Intentó llamar a su hermana hasta el cansancio, pero no le atendió el teléfono una sola vez. Llamó a su padre, pero la cuidadora le dijo que James ya estaba durmiendo y le daría su saludo por la mañana. Con el único que pudo hablar unos minutos fue con Jason, y aquello lo hizo sentir un poco mejor, pero no fue suficiente para resquebrajar el hielo negro de sus pesares. Así que, para Ron, la única compañía que se presentó aquella noche, fue una botella de buen vino y la luz de la estufa a leños.
Después vino Nochebuena, y año nuevo. Su hermana se negó otra vez a hablar con él, y, sin embargo, pudo contactar con su padre. James estaba desmejorado, lo notaba en el tono de su voz, aunque no pudiera verlo. De todas formas, charló por casi cuarenta minutos con él, le contó los avances en su carrera, lo bueno que era vivir allí, en Stafford, y perfeccionarse en lo que quería. James lo felicitó, le dijo que estaba orgulloso de él, que seguramente sería un buen policía, y Ron no pudo evitar recordar a Jeffrey, cuando también decía lo mismo. Luego de hablar con su padre, llamó a Jason, para desearle una feliz navidad, un prospero año nuevo, y decirle que en una semana le enviaría la última paga mensual de aquellos ciento noventa mil dólares que le había prestado, para el explosivo C4 y la pistola con silenciador. Sin embargo, Jason no lo aceptó, diciéndole que lo gastara para comprar un buen árbol de navidad, que era su obsequio personal para un buen amigo. Aunque Ron no le hizo caso, ya que prefirió comprar diez cajas de treinta y seis cervezas. Los fuegos artificiales de la medianoche lo iluminaron tirado en el patio de su departamento y profundamente dormido, con un reguero de latas a su alrededor.
Le costó bastante tiempo estabilizar sus emociones, aunque hubiese retomado exitosamente la carrera policial. Se recibió como policía raso recuperando el año perdido, y en cuestión de dos años ya había logrado un ascenso a primer comisario de su división, luego de un combate contra el crimen organizado de estupefacientes. Sin embargo, Ron consideraba que aquello se le quedaba muy corto para la profesión que quería alcanzar, y durante casi un año, estuvo moviendo sutilmente de los hilos casi invisibles que lo rodeaban. Una charla con algún director por allí, una condecoración por allá, hasta que la oportunidad de poder ingresar a los cuerpos del FBI le fue dada. Y aquel día, Ron supo que la vida le volvía a sonreír, aunque sea un poco, y por un rato.
El entrenamiento en la base de Marines de Quántico fue duro, ya que se inscribió para ser un agente especial en todas las áreas. Durante los dos años siguientes, Ron tuvo que perfeccionarse en psicología criminal, aptitud física, conducción en situación critica, reconocimiento de armas y balística, terrorismo y toma de rehenes, protocolos de defensa, combate cuerpo a cuerpo y con armas, y por sobre todo a agudizar todos sus sentidos al máximo. Durante su estadía, Ron llegó a disparar más de 3600 municiones en entrenamientos con diferentes calibres, y en las practicas de tiro letal se sentía como si estuviera en una sesión de terapia, descargando los malos recuerdos y las viejas emociones al disparar, haciendo que subconscientemente no apuntara a otro sitio que no fuese a la cabeza. Aquello le dio el apodo entre sus compañeros de cuarto como el "Sniper", aunque odiaba que le llamaran así en el campo de entrenamiento. No dormía más de cuatro horas por noche, y corría milla y media por día. Los peores entrenamientos eran los de reacción bajo situación limite, donde sin avisarle previamente en qué momento, le rociaban gas pimienta a la cara, para que intentara capturar a un objetivo antes de que desenfundara su arma.
En los entrenamientos conoció a Samuel González y Blake Carter, buenos agentes que más pronto que tarde formaron una sólida amistad con Ron. Sam era de piel trigueña, cabello castaño, ojos marrones y una gruesa barba candado totalmente cerrada. Fumaba unos apestosos Camel sin filtro, y tenía un sentido del humor bastante peculiar, que rozaba lo tragicómico. Sin embargo, era buen tipo, y Ron lo apreciaba. Proveniente de una familia colombiana y con ciudadanía legal en los Estados Unidos, a Ron le causaba gracia el acento natal que pincelaba su ingles, bastante perfecto para ser latino. Blake, en contrapunto, era completamente calvo, sin una sola pizca de barba en el rostro, cutis tan blanco como una hoja de papel y profundos ojos azules. Era el más robusto de los tres, y también el más alto, ya que su metro noventa era imponente.
La amistad con ellos fue lo que le dio nueva luz a su vida, ya que lo impulsaba en los momentos donde sus emociones flaqueaban y los recuerdos lo martirizaban. Cada uno tenía una historia que contar, sea buena o mala, y sintió que con ellos podía empatizar a la perfección, como cuando había congeniado con Jason y los Rippers. Les habló de ellos, aunque no les dijo que había matado a un grupo entero de moteros rivales. Sin embargo, no era tonto. Deducía que sus compañeros ya debían haberlo imaginado en cuanto los relatos comenzaron a fluir de lo más profundo de Ron. Pero aún a pesar de todo, cada uno de ellos estaba allí por lo mismo: ser el mejor agente, y continuar adelante. Y así lo hicieron.
El grupo de Sam, Blake, y Ron, se graduó con honores la soleada mañana de un jueves primero de julio. Allí recibieron sus insignias doradas, dieron su juramento con la mano derecha alzada, y la ceremonia fue una algarabía de emociones para todos. Los familiares de Sam habían viajado para verle, al igual que para Blake la suya. Sin embargo, para Ron no había familia que estuviera presente, su hermana no se presentó, su padre mucho menos. Y allí, mientras recibía su condecoración, Ron pudo escuchar de nuevo en su mente el sonido de la explosión de C4 derrumbando el edificio de los Hell's Slayers, la vibración en el suelo, la balacera frente a la Reina de Picas, y pensó que quizá se merecía el hecho de que su familia no estuviese allí, para verle llegar al pináculo de su carrera. Porque, a fin de cuentas, aún tenía las manos manchadas de sangre, y no podía cambiar esa realidad jamás.
El mismo día que los tres ingresaron al edificio del FBI en Columbia, y eligieron de la bóveda de armas su propia pistola y sus municiones, sintieron que tocaban el sol con las manos. Sam había cumplido su sueño de convertirse en un agente especial, y poder enviarle a su familia en Colombia una buena cantidad de dinero con la cual vivir. Blake porque seguiría con la tradición de la familia, de pertenecer a las fuerzas especiales del país, igual que su tío, militar de alto rango, y su padre, coronel de las Fuerzas Marítimas. Y Ron porque simplemente encontraba en ello una motivación para limpiarse a sí mismo su propio nombre. Al siguiente fin de semana, el trio se reunió en el bar McAry's a beber unas cervezas y brindar por el reciente triunfo, iniciando así una tradición que se repetiría durante el siguiente año, todos los sábados, a la salida del último turno.
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